Le habían cosido el vestido mientras lo llevaba puesto. Esta hazaña sola había requerido más de una hora de trabajo. Era el vestido sin tirantes de Lorelei Lee, confeccionado en seda de color rosa subido, lo bastante escotado para dejar al descubierto la parte superior de sus nacarados pechos y tan estrecho como una camisa de fuerza. Le habían advertido que tomara aire con inspiraciones pequeñas y controladas. Los guantes hasta los codos le apretaban los brazos como torniquetes. En sus delicadas orejas, alrededor de su empolvado cuello y en los brazos lucía diamantes (de hecho eran circonitas, propiedad de La Productora), y sobre su platina melena de algodón de azúcar, la misma tiara de «diamantes» que había llevado brevemente en una escena de la película. Una estola de piel de zorro blanco cubría sus hombros, y sus pies, ya doloridos, calzaban unas sandalias de raso rosas con tacón de aguja, tan apretadas e inseguras que la Actriz Rubia se veía obligada a andar con pasitos infantiles, sonriendo, apoyándose en los brazos del señor Z y el señor D, ambos vestidos con esmoquin y tan dignos como propietarios de unas pompas fúnebres. Habían cortado el tráfico en varias manzanas de Hollywood Boulevard y en las aceras había millares de espectadores —¿decenas de miles?, ¿centenares de miles?— sentados en tribunas o empujándose escandalosamente al otro lado de las barreras de la policía. Una lluvia de decapitadas cabezas de rosas rojas caía sobre el convoy de limusinas de La Productora. La multitud gritaba enfervorizada: «¡Marilyn!, ¡Marilyn!». Tenía que admitir que cualquier esfuerzo había merecido la pena, ¿no?
Chillidos, silbidos, reflectores que la deslumbraban, micrófonos que se acercaban bruscamente a su cara.
—¡Marilyn! Hable para los oyentes de nuestra emisora. ¿Se siente sola esta noche? ¿Cuándo va a casarse?
La Actriz Rubia respondió con astucia:
—Cuando me decida, serán los primeros en enterarse —un guiño—. Lo sabrán antes que él.
¡Risas, vítores, silbidos y aplausos! Un chaparrón de pimpollos rojos, como pequeños pájaros desquiciados.
Junto a la atractiva coprotagonista morena Jane Russell, la Actriz Rubia lanzaba besos y saludaba a las cámaras, sus ojos ahora más animados y sus mejillas pintadas con colorete, resplandecientes. ¡Ah, qué feliz era! ¡Era feliz! *L
OS
D
IÓSCUROS
* (la película) hará que esa felicidad sea eterna. Si Cass Chaplin y Eddy G. estaban entre la multitud, mirando a la Actriz Rubia —odiando a su Norma, a la mamaíta, al Pescado, su mascota; cómo los había traicionado la muy puta; cómo los había convencido de una paternidad ridícula si no monstruosa en un principio, que sin embargo ellos habían llegado a aceptar, con el tiempo, como parte de un destino extraordinario aunque ingobernable—, ni siquiera los hermosos Dióscuros podrían privar a la Actriz Rubia, a ella, que era tan tímida, de la felicidad que sentía ante su primera gran multitud. ¡Admiradores! El efecto de la Benzedrina en su forma más pura. Al público de Hollywood le hacía ilusión (o eso se decía) el hecho de que, en
Los caballeros las prefieren rubias
, la morena Jane Russell y la rubia Marilyn Monroe no fuera rivales sino amigas. ¡Habían sido compañeras de instituto!
—¡Qué asombrosa coincidencia! Da que pensar. Estas cosas sólo ocurren en Estados Unidos.
En presencia de Jane Russell, la Actriz Rubia se mostraba ingeniosa y sarcástica, algo pícara, mientras que Jane, una cristiana devota, parecía ingenua e impresionable. Exactamente al contrario que en la película. Mientras las dos elegantes jóvenes estaban en la plataforma, sonriendo y saludando a la multitud, ambas con vestidos escotados y ceñidos como camisas de fuerza, ambas respirando con pequeñas y contenidas inhalaciones, la Actriz Rubia dijo por la comisura de su pintarrajeada boca:
—¡Jane, tú y yo podríamos provocar un escándalo! ¿Sabes cómo?
Jane dejó escapar una risita ahogada.
—¿Desnudándonos?
La Actriz Rubia le dirigió una coqueta mirada de reojo y le dio un pequeño codazo justo debajo de su voluminoso pecho.
—No, nena. Besándonos.
¡La cara de Jane Russell!
Momentos deliciosos, ignorados por los biógrafos y los historiadores de Hollywood, que *L
OS
D
IÓSCUROS
* (la película) ha hecho eternos.
5
—¿He muerto? ¿Qué es esto?
Grandes ramos de flores en su camerino, que ya se le había quedado pequeño. Montañas de telegramas y cartas. Regalos torpemente envueltos por sus «admiradores». Aquéllos eran los individuos fieles, impersonales, anónimos que compraban entradas de cine en el vasto continente de América del Norte, los que hacían posible la existencia de La Productora y de la Actriz Rubia. Al principio, en las primeras y emocionantes semanas de fama, la Actriz Rubia se había sentido halagada. Leía las cartas de sus admiradores y lloraba. ¡Oh, algunas eran tan sentidas y sinceras! ¡Cartas conmovedoras! Cartas que habría podido escribir la propia Norma Jeane cuando era una adolescente fascinada por las estrellas de cine. Había algunas de inválidos, de personas con enfermedades misteriosas, de veteranos de guerra confinados en hospitales, de ancianos o individuos que escribían como ancianos y de otros que firmaban como poetas: «Corazón desgarrado», «Un eterno devoto de Marilyn Monroe», «Fiel para siempre a
La Belle Dame Sans Merci
». La Actriz Rubia respondía a estas últimas con ayuda de sus asistentes.
—Es lo mínimo que puedo hacer. Estos pobres desdichados que escriben a Marilyn como si escribieran a la Virgen María.
(Antes incluso del éxito de
Los caballeros las prefieren rubias
, Marilyn Monroe recibía tantas cartas de admiradores como Betty Grable en la cumbre de su carrera, y muchas más de las que la Grable recibía ahora.) Esa atención exagerada la conmovía y la inquietaba a la vez. Conllevaba responsabilidades.
Por eso soy actriz
, se decía ella con seriedad,
para llegar al corazón de las personas
. Firmó centenares de fotografías, imágenes de estudio de la rubia Marilyn (como una lolita con trenzas y jersey escolar; como chica de portada con un peinado a lo Veronica Lake; como la letalmente
sexy
Rose, acariciándose sugestivamente un hombro desnudo; como Lorelei Lee, la corista de cara angelical), con la misma diligencia de la joven dócil y risueña que había hecho agotadores turnos de ocho horas en Radio Plane. Porque ¿no era aquélla otra forma de patriotismo? ¿No exigía también sacrificios? Desde que vio sus primeras películas en el Teatro Egipcio de Grauman, cuando era una niña fascinada por el Príncipe Encantado y la Bella Princesa, sabía que el cine era la religión de Estados Unidos. ¡Claro que ella no era la Virgen María! No creía en la Virgen María. Pero podía creer en Marilyn… hasta cierto punto. Por respeto a sus admiradores. A veces imprimía un beso con carmín en su fotografía, y con los ondulantes trazos que había aprendido a imitar, firmaba
«Con cariño, Marilyn», hasta que le dolía la muñeca y se le nublaba la vista. Catando el pánico antes de comprender que
la voracidad de los desconocidos es inagotable e insaciable
.
A finales de 1953, aquel año de maravillas, la Actriz Rubia se había convertido en una escéptica. Una persona escéptica es una persona melancólica. Una persona melancólica provoca la hilaridad pública. Igual que un cómico radiofónico, la Actriz Rubia creó su propio repertorio de chistes para hacer reír a sus ayudantes.
—¡Vaya, cuántas flores! ¿Soy un cadáver? ¿Estamos en una funeraria? Todo cadáver necesita un maquillador. ¡Whitey!
Cuanto más reían ellos, más payasadas hacía la Actriz Rubia. Decía «White-eey» imitando el larguísimo chillido con que Lou Costello llamaba a «¡Ab-bott!». Sacudía los brazos con afectación teatral, protestando:
—Soy una esclava de Marilyn Monroe. Pagué por un crucero de lujo y estoy en tercera clase, ¡y remando!
Cuando interpretaba sus números cómicos, la Actriz Rubia hablaba como en ningún otro momento: inflamada por una maravillosa llama demoníaca, se permitía mostrarse irreverente o vulgar; los ayudantes de La Productora a veces se escandalizaban, pero siempre reían, reían hasta que se les saltaban las lágrimas.
—No lo dirá en serio, señorita Monroe —dijo Whitey con tono de reproche, como un tío entrado en años—. Si no fuera Marilyn Monroe, ¿qué sería?
—¡Señorita Monroe! No sea cruel —terció Dee-Dee enjugándose las lágrimas—. Cualquiera de nosotros, cualquier persona en el mundo, daría su brazo derecho por estar en su lugar. Y usted lo sabe.
—¡Oh! ¿De ve-veras? —tartamudeó la Actriz Rubia, alicaída.
¡Cambiaba de humor con tanta facilidad! No te lo esperabas. Era como una mariposa o un colibrí
.
¡Y esos cambios no se debían a las drogas! Al menos al principio
.
Algunas de las cartas dirigidas a Marilyn Monroe no eran elogiosas. Aludían al físico de la actriz y podían calificarse de hostiles, incluso de repulsivas. Algunas procedían de personas con trastornos mentales. Sin embargo, cuando ella se enteraba de que le ocultaban cartas, se empeñaba en verlas.
—Puede que digan algo de mí que me convendría saber.
—No, señorita Monroe —respondía Dee-Dee con sensatez—. Esas cartas no son sobre usted. Son de gente que sólo cree conocerla.
Aun así, había algo agradablemente
realista
en el hecho de que la llamaran puta, guarra o zorra rubia. En su confuso mundo de ensueño, cualquier cosa que prometiera ser
real
se le antojaba estimulante. Pero muy pronto hasta la correspondencia hostil se volvió previsible y formularia. Tal como Dee-Dee pudo comprobar, los detractores de la Actriz Rubia desfogaban su odio con un ser imaginario.
—Son como los críticos de cine. Algunos adoran a Marilyn y otros la odian. Pero ¿qué saben de
mí
?
La Actriz Rubia no le contó a nadie, salvo al Ex Deportista —después de que éste se convirtiera en su amante y en su mejor amigo (al menos eso quería creer ella)—, que seguía leyendo las montañas de cartas de desconocidos con la esperanza de encontrar nombres familiares, nombres que la vincularan con su pasado. En efecto, recibió correspondencia de algunas de estas personas, casi todas mujeres: cartas de ex compañeras de instituto, del colegio de El Centro Avenue, donde había hecho el primer ciclo de bachillerato, e incluso de la escuela elemental («Siempre ibas tan elegante; sabíamos que tu madre trabajaba en el mundo del cine y que algún día tú también serías actriz»), cartas de vecinos de Verdugo Gardens (aunque ninguna de la desaparecida Harriet); cartas de mujeres cuyos nombres la Actriz Rubia no recordaba pero que decían haber salido con Norma Jeane y Bucky Glazer antes de que ellos se casaran («En aquel entonces te llamabas Norma Jeane. Bucky Glazer y tú estabais tan unidos que a todos nos sorprendió vuestro divorcio. Supongo que se debió a la guerra, ¿no?»). Elsie Pirig le escribió no una sino varias veces:
Querida Norma Jeane:
Espero que me recuerdes. No estarás enfadada conmigo, ¿no? Temo que lo estés, porque hace muchos años que no recibo noticias tuyas, aunque sabes dónde vivo y seguimos teniendo el mismo número de teléfono.
La Actriz Rubia rompió esta carta. Hasta entonces no había reparado en lo mucho que odiaba a la tía Elsie. Cuando llegó una segunda carta, y una tercera, la actriz hizo una bola con ellas y las arrojó triunfalmente al suelo.
—Caray, señorita Monroe —dijo Dee-Dee, sorprendida—. ¿De quién es esa carta que la ha alterado tanto?
En un característico gesto inconsciente, la Actriz Rubia se tocaba la boca como si, según decían algunos, quisiera cerciorarse de que tenía labios. Parpadeaba para contener las lágrimas.
—Es de mi madre de acogida. Cuando aún no era más que una niña, una pobre huérfana, quiso destrozar mi vida porque tenía celos de mí. Me obligó a casarme a los quince años para que me largara de su casa. Porque su marido se había enamorado de mí y ella estaba ce-celosa.
—¡Ay, señorita Monroe! ¡Qué historia tan triste!
—Lo fue, pero ya no me importa.
Warren Pirig no le escribió nunca, naturalmente. Tampoco el detective Frank Widdoes. De los numerosos chicos con quienes había salido mientras estudiaba en el Instituto de Van Nuys, sólo tuvo noticias de Joe Santos, Bud Skokie y un tal Martin Fulmer, a quien no recordaba. El señor Haring, el profesor de lengua y literatura al que tanto había querido y que entonces parecía corresponder a su afecto, no le escribió nunca.
—Supongo que estará ofendido conmigo. Me he desviado mucho de sus enseñanzas.
Después de salir del orfanato, Norma Jeane había mantenido correspondencia con la doctora Mittelstadt durante un par de años. La mujer le enviaba publicaciones sobre la Ciencia Cristiana y regalos de cumpleaños. Pero de buenas a primeras habían dejado de escribirse. Norma Jeane suponía que la culpa había sido suya.
—Pero ¿por qué no me escribe ahora? Aunque no vaya al cine, seguramente habrá visto fotografías de Marilyn. ¿No me habrá reconocido? ¿Estará enfadada conmigo? ¿Ofendida? Oh, la odio. Ella también me abandonó.
Le dolía, asimismo, que la señora Glazer no le escribiera.
Naturalmente, cada vez que entraba en su camerino para leer la correspondencia pensaba:
Tal vez me haya escrito mi padre. Sé que sabe quién soy, que ha seguido de cerca mi carrera
.