¡Esta chica! ¡Marilyn Monroe!
El Dramaturgo descubrió, sorprendido y luego desilusionado, que sus padres no habían simpatizado con su primera esposa, Esther. Después de veintitantos años de pobre Esther, que les había dado unos nietos a los que adoraban. Esther, que era judía y con unos antecedentes familiares parecidos a los suyos. Mientras que Norma (Marilyn Monroe) era la
shiksa
rubia por antonomasia.
Pero se conocieron en 1956, no en 1926. En la cultura judía y en el mundo habían cambiado muchas cosas durante los años transcurridos.
El Dramaturgo había advertido que, como ya le había señalado Max Pearlman, las mujeres solían simpatizar con Norma, totalmente lo contrario de lo que se esperaba. Lo previsible eran celos, envidia, hostilidad; por el contrario, las mujeres hacían gala de un curioso parentesco con Norma, o con Marilyn; ¿sería posible que las mujeres la mirasen a ella y se vieran hasta cierto punto a sí mismas? ¿Una forma idealizada de ellas mismas? Un hombre podía sonreír ante un malentendido semejante. Un espejismo, o una confusión. Pero ¿qué sabe un hombre? Si alguien se oponía a Norma, lo más probable era que fuese un hombre; un hombre sexualmente atraído por ella pero lo bastante sabio para comprender que ella lo rechazaría. El Dramaturgo sabía mucho de las irónicas estrategias que urdía el orgullo masculino amenazado.
¿No era verdad que si la Actriz Rubia no se hubiera sentido tan manifiestamente atraída por él, el Dramaturgo habría hablado de ella de forma despectiva?
No está mal para ser actriz de cine. Pero es demasiado floja para el teatro
.
Y sucedió que la madre del Dramaturgo quiso a la segunda esposa del Dramaturgo. Pues allí estaba la tímida y sonriente Norma, una muchacha muy joven, de aspecto más juvenil aún, removiendo los recuerdos nostálgicos de la perdida juventud de la mujer de setenta y cinco años. El Dramaturgo oyó que su madre contaba a Norma que, a la edad de Norma, había tenido el pelo exactamente igual que el suyo. «El matiz, calcado, y las ondas.» Oyó que le contaba a Norma que durante su primer embarazo también ella se había sentido «como una reina. ¡Oh, por una vez!».
A Norma no la preocupó en ningún momento la posibilidad de que sus suegros, que no tenían inclinaciones intelectuales, se rieran de ella.
En la cocina de Manhattan y en la Casa del Capitán. Miriam hablando por los codos y Norma dándole la razón con murmullos. Miriam le enseñó a preparar caldo de pollo con sopas de pan ácimo y a preparar hígado troceado con cebolla. Al Dramaturgo no le gustaban particularmente los
bagels
de salmón ahumado, pero solían aparecer en los desayunos tardíos de los domingos. Y el
borscht
.
Miriam hacía
borscht
de remolacha y a veces de col.
Miriam preparaba la carne que guisaba. Decía que era tan fácil como abrir una docena de latas de Campbell’s.
Miriam servía el
borscht
caliente o frío. Según la época del año.
Miriam tenía una receta para «
borscht
de urgencia» a base de latas de remolacha rallada para niños. «Poca azúcar. Zumo de limón. Y vinagre. Nadie se da cuenta.»
Su
borscht
era el más exquisito del mundo.
13
E
L OCÉANORompí un espejo
y los pedazos
llegaron flotando a China.
¡Adiós!
14
Y llegó la terrible noche de julio en la que Norma volvió del pueblo y el marido vio a Rose en su lugar.
Rose, la adúltera de
Niágara
.
¡Eran imaginaciones suyas, naturalmente!
Había cogido el cinco puertas para ir a Galapagos Cove, a menos que se hubiera dirigido a Brunswick. Iba a comprar comida, fruta, o artículos de farmacia. Vitaminas. Aceite de hígado de bacalao en cápsulas. Le pareció que Norma le había dicho que para fortalecerse los glóbulos blancos. Hablaba con frecuencia de su estado: en cierto modo, era su único tema. Un niño que crece en el útero. Que se prepara para nacer. ¡Qué felicidad! Cada dos semanas iba a ver a un ginecólogo de Brunswick, un profesional conocido de su ginecólogo de Manhattan. También podía haber ido a que le hicieran la permanente, o las uñas. Raras veces compraba ropa (en Manhattan la reconocían continuamente y tenía que irse corriendo de las tiendas), pero ahora que estaba embarazada y empezaba a notarse, hablaba con nostalgia de ciertas prendas que le hacían falta. Batas y vestidos premamá. «Si no estoy guapa, dejarás de quererme, ¿verdad, papá?» Norma se había ido después de prepararle la comida y a las tres aún no había vuelto.
El Dramaturgo, absorto en sus papeles, en plena inspiración (él, que a duras penas escribía una página de diálogo al día, y aun así provisional y con tachaduras), apenas se enteró de la ausencia de su mujer hasta que sonó el teléfono.
—¿Papá? Sé que se me ha hecho tarde. Pero ya estoy en camino.
Estaba sin aliento, arrepentida, contrita.
—No corras, cariño —dijo él—. Estaba un poco preocupado, como es lógico. Pero conduce con cuidado.
La carretera de la costa era estrecha y con muchas curvas, y a veces, a plena luz del día, había masas de niebla que la cruzaban lánguidamente.
¡Si Norma sufría un accidente, y en aquel momento…!
Era una conductora prudente, por lo que sabía el Dramaturgo. Sentada al volante del viejo Plymouth de cinco puertas (que a ella se le antojaba grande y pesado como un autobús), encorvaba la espalda, fruncía la frente y se mordía el labio inferior. Tendía a pisar el freno enseguida, y con brusquedad. Tendía a alarmarse ante la proximidad de otros vehículos. Tendía a frenar en los semáforos mucho antes de llegar a la raya, como si temiera atropellar a los peatones incluso con el vehículo parado. Pero nunca iba a más de sesenta y cinco por hora, ni siquiera en plena carretera, a diferencia del Dramaturgo, que iba mucho más deprisa, y perdido en sus pensamientos, con arrogancia de neoyorquino, hablando mientras conducía, a veces levantando las dos manos del volante para gesticular. ¡Estaba convencido de que Norma era una conductora más fiable que él!
Pero ahora empezaba a tener conciencia de que la esperaba. Imposible reanudar el trabajo. Tuvo que esperar otras dos horas y veinte minutos.
De Galapagos Cove a la Casa del Capitán no había ni diez minutos. ¿Desde dónde lo había llamado Norma, desde Brunswick? El aturdimiento le impedía acordarse.
Imaginó un par de veces que la oía llegar por el empinado camino de grava. Que entraba en el garaje con su habitual discreción. El crujido de la grava. El portazo. Sus pasos. Su voz susurrante que subía por entre las tablas del suelo… «¿Papá? Ya estoy aquí.»
Incapaz de resistirlo, el Dramaturgo bajó corriendo para mirar en el garaje. Lógicamente, el Plymouth no estaba allí.
Al volver pasó por delante de la puerta del sótano, que estaba abierta de par en par. La cerró de golpe. ¿Por qué siempre estaba abierta aquella maldita puerta? El pestillo encajaba bien; Norma debía de haberla dejado abierta. Del sucio sótano ascendía un olor a descomposición denso y nauseabundo; olor a tierra, a putrefacción, a tiempo. Sintió un escalofrío.
Norma decía que detestaba el sótano: «Es asqueroso». Era lo único de la Casa del Capitán que no le gustaba. Sin embargo, el Dramaturgo pensaba que Norma había inspeccionado el sótano con una linterna, como una niña voluntariosa decidida a averiguar lo que le asusta. Pero Norma tenía treinta y dos años, no era una niña. ¿Qué objeto tenía darse miedo? Y en su estado.
Nunca se lo perdonaría, pensaba. Que Norma estropease aquella felicidad.
Por fin, pasadas las seis de la tarde, el teléfono volvió a sonar. El Dramaturgo se abalanzó sobre el auricular. Aquella voz cálida y frágil.
—Ayyyy, papá. ¿Estás en-enfadado conmigo?
—Norma, ¿qué ocurre? ¿Dónde estás?
No podía ocultar el miedo que sentía.
—Estoy aquí medio enganchada con una gente…
—¿Qué gente? ¿Dónde?
—No estoy en ningún apuro, papá. Lo que pasa es que… ¿Qué dices? —le estaba hablando otra persona y ella respondió tapando el auricular con la mano. El Dramaturgo, temblando, oyó voces elevadas al fondo. Y una estruendosa música de
rock and roll
. Norma volvió a ponerse entre risas—. Uf, esto está de miedo. Pero es gente muy simpática, papá. Hablan francés o algo así. Y hay dos chicas, ¿sabes? Son hermanas. Gemelas idénticas.
—Norma, ¿qué dices? No te oigo. ¿Gemelas?
—Pero enseguida me pongo en camino. Voy a hacer la cena. ¡Te lo prometo!
—Norma…
—Papá, me quieres, ¿verdad? Y no estás enfadado conmigo…
—Norma, por el amor de Dios…
Por fin, a las siete menos veinte, apareció Norma con el cinco puertas. Saludándolo a través del parabrisas.
El Dramaturgo la esperaba y la espera le había estirado la cara. Tenía la impresión de haber esperado un día entero. Sin embargo, casi todo el cielo seguía iluminado, con claridad de verano. Sólo en el horizonte oriental, en el lejano confín del océano, había comenzado el crepúsculo, semejante a una mancha oscura que ascendiese como arcos de nube compacta.
Y llegó Norma corriendo. Era la Vecina de Arriba. A no ser que fuese Rose disfrazada de Vecina de Arriba.
Con el sombrero de paja que seguía sujetando con un cordón bajo la barbilla. Con un blusón premamá estampado con pimpollos rosas y un pantalón corto, blanco y algo sucio. Rodeó con los brazos el tieso cuello del Dramaturgo y lo besó larga y húmedamente en la boca.
—Caramba, papá. Lo siento muchísimo.
El Dramaturgo sintió en la boca el sabor de algo maduro y dulce. Norma tenía manchadas las comisuras de la boca. ¿Había estado bebiendo?
Norma trataba de sacar las bolsas de comida del Plymouth y el Dramaturgo la ayudó sin decir palabra. El corazón le latía con una furia que era, de hecho, consecuencia del temor experimentado. ¡Si a Norma le hubiera ocurrido algo! ¡Y al niño! Sin que él se diera cuenta, Norma se había convertido en el eje de su vida.
Cuánto desconcierto y lástima había sentido. Al oír hablar a Norma de su anterior marido. De los detectives privados que contrataba el Ex Deportista para que la espiasen.
Pero ya estaba en casa, ilesa, risueña y arrepentida. Mirando de soslayo a su serio marido. Contándole una larga e incoherente historia, que no esperaría que él descifrase, sobre unas autostopistas que había recogido en la carretera y a las que había llevado a Galapagos Cove, punto de destino de las dos muchachas, y de aquí a la casa de alguien, y las chicas la habían convencido de que se quedase un rato.
—Todos sabían quién era yo, me llamaban Marilyn, pero yo decía: «No, no, yo no soy ésa, yo soy Norma», como en un juego, quiero decir que nos reímos mucho…, como con mis amigas de Van Nuys, del instituto, a las que echo de menos.
Las hermanas gemelas eran «monísimas» y vivían con su divorciada madre en «una vieja caravana, triste y desvencijada», en medio del campo, y una de las muchachas, Janice, tenía un niño de tres meses que se llamaba Cody, y «el padre está en la marina mercante y piensa casarse con ella, pero tuvo que embarcar hacia esos mares». Norma se quedó un rato en la caravana y luego se fueron todos a dar un paseo con el cinco puertas, y después, «¿Sabes, papá? Terminamos en aquel supermercado de la carretera, ¿te acuerdas? Todos, incluido el niño. Porque necesitaban muchas cosas sólo para comer. Me gasté hasta el último centavo». Pedía perdón mientras lo contaba; sin embargo, hablaba con actitud desafiante. Era una niña arrepentida, pero no estaba de ningún modo arrepentida, más bien estaba orgullosa de su pequeña escapada. Sin decir:
Es dinero de Marilyn, papá. Y haré con él lo que quiera
.
Suspiraba, como presa del asombro.
—Hasta el último centavo que llevaba. ¡Es la monda!
El Dramaturgo estaba acostumbrado a pensar en lo irremediable y profundamente que amaba a aquella mujer. A aquella mujer extraña y sujeta a cambios inesperados. Ahora iba a tener un hijo suyo. Y la verdad era que no había querido otro hijo. En Manhattan, en el New York Ensemble y en los círculos teatrales le había dado la impresión de que la conocía; ahora no estaba tan seguro. Al comienzo de su relación ella parecía darle más amor del que él estaba preparado para devolver; ahora se amaban en igual medida, con un ansia terrible. Pero hasta aquel día no había pensado en la posibilidad de que llegase un momento en el que amase más a Norma que ella a él. ¡No lo soportaría!
Mientras ponía las cosas en la cocina, Norma lo miraba de reojo. En una obra de teatro, como en una película, una escena así comportaría un mensaje fuerte. Pero la vida se adaptaba pocas veces al arte, a las formas y convenciones del arte. Aunque Norma le recordaba dolorosamente a la Rose de
Niágara
, que llevaba de cabeza (o de cualquier otra parte de la anatomía masculina) a su enamorado marido, interpretado por Joseph Cotten.
Norma le contó lo sucedido con la voz temblando de emoción. ¿Mentía? El Dramaturgo creía que no. La historia que contó era inocentísima, sin malicia. Pero estaba tan emocionada que lo mismo podía estar mintiendo. El nerviosismo sería idéntico. El Dramaturgo advirtió con horror que los pantalones blancos de su mujer estaban manchados con algo oscuro que podía ser menstruación, oh, Señor, ¿significaba aquello que iba a tener un aborto? (¿y Norma no se había dado cuenta?), aunque, al ver la cara del Dramaturgo, Norma bajó los ojos y se echó a reír con algo de vergüenza.
—¡Qué barbaridad! Estuvimos comiendo frambuesas y todos nos pusimos perdidos.
Pero el Dramaturgo estaba asustado. Su magro rostro, tostado por el sol estival, se había puesto pálido. Las gafas de lentes gruesas le resbalaron por la nariz. Norma había sacado un puñado de frambuesas de una bolsa y se las alargó al Dramaturgo, se las acercó a la boca para que comiese.
—Papá, no pongas esa cara, pruébalas y verás. Están deliciosas.
Era cierto. Las frambuesas estaban deliciosas.
15
No bastó con subrayar estas proféticas palabras de
El malestar en la cultura
. Norma quiso copiarlas en su cuaderno.
Jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor.
16
E
L REINO JUNTO AL MARÉrase una vez una Pobre Doncella
en un reino junto al mar.
Una maldición le echaron:
«La Bella Princesa serás».
«Es una maldición terrible»,
la Pobre Doncella gimió.
La madrina mala se echó a reír,
«Pues aún te puede ir peor».
Un Príncipe espió a la Princesa
cuando paseaba por el valle.
Le dijo: «¿Estás sola?
¿Necesitas quien te acompañe?».
El Príncipe cortejó a la Princesa
durante mil noches y un día.
La Princesa amó al Príncipe,
sí, pero… ¿qué le diría?
«No soy una Bella Princesa,
sólo soy una Pobre Doncella.
¿Me querrías si lo supieras?»
El Príncipe le sonrió y dijo…