Blonde (107 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Miedo escénico
. ¡La maldición de la Pobre Doncella! Repetir y repetir y tartamudear, y repetir y empezar otra vez, y otra vez empezar, y tartamudear, y repetir, y retirarse, y encerrarse, y reaparecer por fin para ponerse a repetir, a repetir y repetir, para dejarlo perfecto, para dejarlo con la perfección que fuere, para perfeccionar lo que no es perfeccionable, para repetir y repetir hasta que quedara perfecto e inobjetable, para que cuando se riesen, se rieran de una interpretación brillante y no de Norma Jeane, para que no se fijaran en Norma Jeane.

Miedo escénico
. Es un miedo cerval. La pesadilla del actor. Un chorro de adrenalina tan potente que puede derribarte al suelo, y el corazón galopa, y pasa tanta sangre por él que temes que vaya a estallar, y tus manos y tus pies se enfrían, y tus piernas flaquean, y la lengua se te traba, y tu voz se va. Un actor es su voz y si su voz desaparece, él también. Se sufren vómitos con frecuencia. Incontenibles y espasmódicos. El miedo escénico es un misterio que puede sobrevenir a un actor en cualquier instante. Incluso a un actor experimentado, un veterano. A un actor de éxito. Laurence Olivier, por ejemplo. Olivier, en sus comienzos, fue incapaz de actuar en un escenario durante cinco años. ¡Olivier! Y la Monroe, afectada por el miedo escénico al cumplir la treintena, realmente afectada, delante de las cámaras de cine aunque no ante un público en directo. ¿Por qué? Siempre se ha dicho que el miedo escénico debe de ser un simple temor a la muerte y a la aniquilación, pero ¿por qué?, ¿por qué un miedo tan universal afecta tan aleatoriamente?, ¿por qué al actor en concreto y por qué es tan petrificante?, ¿por qué este terror en este preciso momento, por qué?, los miembros se separan del tronco, ¿por qué?, los ojos se salen de las órbitas, ¿por qué?, las tripas se desgarran, ¿por qué?, ¿sois niños pequeños que temen ser devorados?, ¿por qué, por qué, por qué?

Miedo escénico
. Porque no podía expresar la ira. Porque podía expresar con estilo y sutileza todas las emociones menos la ira. Porque podía expresar el dolor físico, la confusión, el temor, el sufrimiento moral, pero no podía presentarse de manera convincente como instrumento de tales reacciones en otros. No en escena. Su debilidad, el temblor de la voz cuando la alzaba con enfado. En son de queja, encolerizada. ¡Pero no, no podía! Y alguno, situado al fondo del local donde ensayaban (fue en Manhattan, en el New York Ensemble, y ella sin micrófono), gritaba: «Perdona, Marilyn, pero no te oigo». El hombre que era su amante o que había deseado ser su amante, al igual que todos sus amantes convencido de que sólo él conocía el secreto que resolvería el enigma, la maldición de la Monroe, le dijo que como actriz debía aprender a expresar la ira, que sería entonces una gran actriz o que al menos tendría una oportunidad para serlo, él guiaría su trabajo, él le elegiría los papeles, la dirigiría, haría de ella una gran actriz de teatro; bromeando y reprendiéndola incluso mientras copulaban (sin dejar de hablar como solía, con lentitud y desconcierto, medio abstraído, más que en el momento del orgasmo, y aun así por poco tiempo, como si fuera un paréntesis) y diciéndole que sabía por qué no era capaz de expresar la ira, ¿lo sabía ella?, y ella negó con la cabeza, y él dijo:
Porque quieres que te amemos, Marilyn, quieres que el mundo te ame y no te destruya, aunque tú destruirías el mundo y temes que conozcamos tu secreto, ¿no crees?
, y ella huyó de él y amó a su amigo el Dramaturgo, y se casó con el Dramaturgo, que la conoció como Magda y que apenas llegaría a conocerla.

Miedo escénico
. Cuando se cayó, golpeándose el vientre en los peldaños, cuando comenzó la hemorragia, las contracciones del útero, y sin saber cómo estaba boca abajo, con las piernas encogidas, gritando de dolor y de miedo, su alarde de no temer el dolor físico se reveló como la temeraria jactancia de una niña ignorante y sentenciada cuya maldad se castigaría quitándole el niño al que amaba, ay, lo amaba más que a su propia vida, pero no había tenido fuerzas para salvarlo.
Sugar Kane lo recuerda y se queda abstraída en medio de una escena cómica de reconocimiento, besada por C, disfrazado de mujer, delante del público de un club nocturno
.

Se quedaba abstraída / / abandonaba el plató tambaleándose como una borracha, a veces sacudía las manos doblándolas por la muñeca, como un pájaro herido que quisiera volar / / no dejaba que la tocáramos y si el marido estaba allí, tampoco dejaba que la tocase / / el pobre infeliz / / con aquel vestido vaporoso y transparente que habían confeccionado expresamente para la Monroe, enseñando aquellas tetas de vaca y los jamones de su fantástico culo de gelatina, y muy abierto por detrás, tanto que se le veía hasta la rabadilla / / aquella mujer trágica y aterrorizada abandonaba a Sugar Kane / / como quien se quita una piel y era Medea lo que había debajo / / una imagen que daba que pensar / / la Monroe se apretaba el vientre con las manos / / otras veces era la frente o los oídos, como si el cerebro le fuera a explotar / / a mí me dijo que temía una hemorragia / / yo sabía que había sufrido un aborto en verano, en Maine me había dicho
Lo que nos sujeta el cuerpo, ¿sabes?, es sólo una red de venas, y de arterias, y ¿si se rompen y se ponen a sangrar? / /
En las proyecciones diarias veíamos a una persona completamente distinta / / la Monroe de verdad en quien yo pensaba siempre / / «Sugar Kane» o con otro nombre / / Si se hubiera permitido a sí misma ser sólo Marilyn, habría estado estupenda / / Sí, la detestaba entonces / / fantaseé con estrangular a aquella mala pécora / / como en
Niágara
, aunque al mirar atrás pienso de otro modo / / he dirigido durante muchos años y creo que nunca he trabajado con nadie como ella / / era un rompecabezas que no se podía resolver / / conectaba con la cámara, no con los demás / / miraba a través de nosotros como si fuéramos fantasmas / / quizá fuera la Monroe que había debajo lo que hacía especial a Sugar Kane / / que tuviera que pasar a través de la Monroe para llegar a Sugar Kane, que sólo es superficie / / puede que para alcanzar la «superficie» haya que calar muy hondo / / recibiendo mucho daño y causándoselo a otros

Se rumoreaba que Marilyn y el doctor Fell «se entendían». Oíamos risas en el camerino y la puerta estaba cerrada.

N
O MOLESTAR
.

Se rumoreaba que Marilyn y W «se entendían y habían acabado mal». Oíamos a W echarle la bronca, no a la cara, sino a la espalda que se alejaba. La llamaba por teléfono al ver que no llegaba, pero no conseguía localizarla; a veces se retrasaba cinco horas, seis horas, o no aparecía. Los problemas de espalda de W comenzaron durante el rodaje de
Con faldas y a lo loco
, con contracturas. Enviaron al ayudante de W a buscarla a la caravana (estábamos entonces en exteriores, en Coronado Beach, para rodar la secuencia de «Florida»), y allí estaba Sugar Kane totalmente maquillada y con el traje de baño, hacía una hora que estaba lista y nos estaba esperando, de pie, con impaciencia, leyendo un libro que seguramente sería de ciencia ficción,
El origen de las especies
, y el ayudante de W dijo: «Señorita Monroe, W la espera», y Marilyn, sin mirarlo ni inmutarse, va y le suelta: «Dile a W que le den por el culo».

Sus comienzos como joven promesa de la pantalla
. La Monroe era astuta y práctica. Adquiría los muchos fármacos que tomaba (Benzedrina, Dexedrina, Miltown, Dexamyl, Seconal, Nembutal, etcétera) en distintos
drugstores
de Hollywood y Beverly Hills, del mismo modo que consultaba a diversos médicos, sin que ninguno conociera y ni siquiera sospechara (por lo menos es lo que dirían después de su muerte) los servicios que prestaban los demás. Pero su
drugstore
favorito, según diría en las entrevistas, sería siempre Schwab’s. «Donde Marilyn comenzó a prometer como actriz mientras Richard Widmark le miraba el culo.»

No la dulce Sugar Kane, sino Rose la golfa
, despatarrándose desnuda y con pereza sobre las sábanas de una cama sin hacer del motel Luna de Miel, una construcción de piedra artificial que se alzaba junto a la autovía de Ventura a la altura de Sunset. Rose bostezando y apartándose de la cara el pelo rubio oxigenado. Esa expresión ensimismada de mujer que ha estado con un hombre, al margen de lo que el hombre haya hecho con ella, al margen de lo que la mujer haya sentido o fingido que sentía, o de lo que pueda sentir horas después, en su propia cama, recordando soñadoramente. En el lavabo contiguo, un hombre, también desnudo, meaba en la taza con la puerta entreabierta y hacía ruido. Pero Rose había puesto la televisión y veía en la pantalla la imagen de una rubia sonriente, una modelo fotográfica de veintidós años, vecina de Hollywood West, cuyo cadáver habían encontrado en Los Ángeles Este, en un sumidero que pasaba por debajo del ferrocarril; la habían estrangulado y «mutilado sexualmente» y llevaba allí varios días. Rose miró a la rubia sonriente y también sonrió. Sonreía siempre que estaba nerviosa o aturdida. Da tiempo para pensar. Aleja al interlocutor. Pero ¿qué era aquello? ¿Una broma de mal gusto?
La rubia era Norma Jeane. A esa edad
. La foto tenía que haberla proporcionado Otto Öse.

Habían llamado a la muerta por otro nombre. No era el nombre de Norma Jeane ni ningún otro de los suyos.

—Ay, Señor. Dios nos asista.

Y sin embargo lo pensó.
Ya sabe quién es ella. Es un cadáver en el depósito
.

Al hombre que meaba, fuera quien fuese, no le contó ni la noticia del homicidio ni la revelación.

Había ligado con aquel hombre en Schwab’s durante el desayuno por motivos sentimentales, aunque con aquella cara y aquel cuerpo de oso no podía ser un actor, y tampoco llegaría a conocer su identidad exacta. Él no la había reconocido como Rose Loomis, ni siquiera como la Monroe, en realidad no era la «Monroe» aquel día. El hombre estaba ahora en la bañera, abriendo los dos grifos y hablándole en voz alta, como un presentador de televisión. No hizo ningún esfuerzo por entender lo que decía. Era diálogo cinematográfico vacío, una forma de llenar la escena hasta que terminase. Aunque también podía ocurrir que ya hubiera despedido al hombre y que el ruido de los grifos y las cañerías procediera de la habitación contigua. Pero no, estaba aún allí, con sus hombros anchos y unas pecas en la espalda que parecían pegotes de arena seca. Ella le había preguntado cómo se llamaba, él se lo había dicho, ella lo había olvidado, le daba vergüenza preguntárselo otra vez y no recordaba si le había dicho
Me llamo Rose Loomis
, o tal vez
Norma Jeane
, o quizá
Elsie Pirig
, un nombre cómicamente chirriante, aunque el hombre no se había reído. La muerta podía llamarse
Mona Monroe
. El coche lo había conducido ella, él había visto su anillo y hecho un comentario casi nostálgico, y ella le había explicado inmediatamente que estaba casada con La Productora, que era montadora de cine, y él pareció impresionarse de veras y le preguntó si en su trabajo veía a las «estrellas», y ella respondió que no, nunca; sólo en las películas, cuando cortaba y empalmaba trozos de cinta, y no eran más que imágenes en el celuloide.

Tiempo después. El hombre pecoso había desaparecido. La pantalla del televisor era un bombardeo de rayas trémulas y cuando las rayas se transformaron en caras humanas, no reconoció ninguna, la estrangulada Mona Monroe había desaparecido y en su lugar había un concurso con mucho escándalo. «¿Y si no hubiera sucedido aún?»

De pronto se sintió feliz otra vez, y esperanzada.

El marido engañado
. Al volver con él a media tarde, quienquiera que fuese ese hombre, con el coño chorreando leche de otro hombre y el pelo oliendo a tabaco de otro (a Camel), ella, que no fumaba, podía haber esperado, si era una escena de película, con música dramática de fondo, que hubiera un enfrentamiento; en los tiempos del Ex Deportista, una paliza brutal y posiblemente algo peor. Pero no estaba en una película. Aquello no era cine. No era más que la casa cedida de Whittier Drive, con todas las persianas echadas para protegerse de la inclemencia del sol y con la figura herida y silenciosa de cara tallada en madera, el hombre al que ella había admirado mucho antaño y al que ahora apenas podía soportar, un hombre tan fuera de lugar en el sur de California como cualquier judío neoyorquino en el país de Oz; un personaje que aparecía con ella en una escena prolongada y que merecía tanta atención como cualquier otro personaje en una escena parecida y que aguantaba el tipo hasta que se pasaba a otra escena más emocionante: en este caso, un baño largo en agua caliente, con la puerta cerrada para que no la molestase el cónyuge, dado que estaba muy cansada, ¡cansadísima!, apartándose de él sin darle la cara y sin más deseos que perder el sentido por etapas en la bañera de mármol, bebiendo ginebra (de la petaca de Sugar Kane, que se la había llevado a su casa), llamando inútilmente al número particular de Carlo (Carlo estaba fuera haciendo otra película y además estaba recién enamorado), emprendiendo a continuación la búsqueda onírica de alguna imagen que la hiciera sonreír y reír, pues era Miss Sueños Dorados y no morbosa por naturaleza, así no era la típica chica estadounidense, y recordando que aquella mañana, en los estudios, la habían estado aguardando (a Marilyn Monroe) y llamando por teléfono con la impaciencia habitual hasta que quedó claro, incluso para el más optimista, que Marilyn Monroe no iba a presentarse aquel día para encarnarse y rebajarse a sí misma; y que W tendría que rodar con ella en otra ocasión. ¡W se atrevía a darle instrucciones! Aquello sí era gracioso. Se echó a reír al imaginar el cabreo de C, el guapo mozo de Brooklyn, que declararía que no aguantaba a la Monroe ni en pintura, obligado a estar de plantón, maquillado, con tacones altos y ropas de mujer, como un híbrido del monstruo de Frankenstein y Joan Crawford, y si el marido engañado pegaba el oído con angustia a la puerta del cuarto de baño al oír aquella chillona risa infantil, ¿lo interpretaría como alegría?

El marido engañado
. «Yo sólo quería salvarla. Durante todos aquellos años no pensé en mí mismo. En mi orgullo.»

La Amiga Mágica
. A cinco kilómetros de allí, en los estudios de La Productora, empezaba otra espera de la Monroe, que les había asegurado por mediación de su agente que aquel día iría a trabajar, que había estado enferma, «con un virus», pero que estaba ya casi recuperada; el rodaje tenía que empezar a las diez de la mañana, no antes por deferencia a la Monroe, que, insomne empedernida, no solía dormirse hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, pero ya eran las once, el sol cegador no tardaría en estar en el cénit, el teléfono se puso a sonar, lo dejó descolgado. Estaba en un dormitorio del fondo, de pie, sentada, paseando, y se miraba en el espejo en espera de que llegase la Amiga Mágica, y se sentía poco digna murmurando: «Por favor. Ven, por favor». La jornada había comenzado para ella a las ocho de la mañana, momento en que había despertado mareada y sobria, con un recuerdo vago de la víspera, el motel de piedra artificial, decidida a reparar lo hecho, y al principio se había mostrado paciente, no angustiada ni alarmada, mientras se limpiaba el cutis con crema. «Por favor. Ven, por favor.» Sin embargo, los minutos pasaban y la Amiga Mágica no aparecía.

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