No tardó así en retrasarse una hora y luego dos horas, y los minutos desfilaban cruelmente, como el tictac del reloj de péndulo de la Casa del Capitán, que daba los cuartos de hora incluso mientras expulsaba de su interior al niño vivo, una masa de grumos y coágulos, como un alimento parcialmente digerido, y ella sabía la verdad del caso: tenía veneno en las entrañas y en el alma. Sabía que ella no merecía la vida como otros la merecían, y aunque lo había intentado, no había sabido justificarla; pero no debía ceder, porque su corazón rebosaba de esperanza, ¡quería ser buena!, se había comprometido a interpretar a Sugar Kane y haría un trabajo de puta madre, y a eso de las doce había empezado a ponerse histérica y en medio de un aluvión de llamadas se acordó que Whitey, maquillador personal de la señorita Monroe, se acercaría a la casa de Whittier Drive para darle un repaso cosmético antes de que la actriz abandonara la intimidad y refugio de su domicilio, dado que ella no se atrevía a salir sin aquella condición, ¡y qué alivio ver a Whitey!, ¡querido Whitey!, alto, serio, sacerdotal, con un maletín de trabajo en el que había más tarros, ampollas, tubos, pastas, polvos, pinturas, lápices, cepillos y cremas que en la casa de ella; qué alegría ver a Whitey en aquel lugar desordenado y deprimente; si no cogió y besó las manos de Whitey fue porque sabía que el círculo de fieles ayudantes de la Monroe prefería que su ama guardase las distancias, como si fuera legítimamente superior a ellos.
Al ver su calamitoso estado y la ausencia de magia en su cara demacrada, pálida y asustada, Whitey murmuró:
—No se preocupe, señorita Monroe. Quedará perfectamente, se lo prometo.
En el plató se decía que no era raro que, algunos días, la Monroe dijera incoherencias, como si las palabras la confundieran. Whitey oyó decir a su ama en aquel momento:
—¡Ay, Whitey! Debe Sugar Kane querer ir allí, más me refiero que la vida misma.
Y advirtiendo lo que quería decir su ama, Whitey le indicó que se acostara en la cama hecha a toda prisa y comenzara los ejercicios respiratorios de yoga (porque también Whitey practicaba el yoga, la modalidad llamada hatha yoga), y la tensión de la cara y el tronco le disminuyó, y Whitey le prometió que haría aparecer a Marilyn en menos de una hora, y lo intentaron, lo intentaron con ganas, pero Norma Jeane se sentía incómoda tendida en la cama, la pesada colcha de brocado que cubría las sábanas arrugadas olía a terror nocturno, se sentía como en un rito fúnebre, como si estuviera en la funeraria y el embalsamador la estuviera retocando con pastas, polvos, pinceles y tubos de colores, su amante embalsamador, su primer marido, que le había roto el corazón y negado el niño, ¿cómo se la podía culpar pues de la muerte del niño? Las lágrimas le corrían ya por los pómulos y las sienes.
—¡Bah, señorita Monroe! —dijo Whitey.
Tuvo la nauseabunda sensación de que se le aflojaba la piel de los pómulos y de que tenía las mejillas de goma, y anhelaba otro tirón de la gravedad (Otto Öse la pinchaba diciéndole que tenía una redonda cara infantil que pronto haría bolsas), hasta que Whitey admitió que su magia no estaba funcionando. Todavía no.
Así que Whitey condujo a la temblorosa Pobre Doncella al tocador de tres espejos y luces blancas, delante del cual, en sostén de encaje negro y media combinación de seda negra, se encogió esperanzada como una suplicante que reza, y las manos suaves y expertas de Whitey le quitaron el maquillaje inútil con crema y algodones, y luego le pusieron paños calientes de gasa que parecían vendas para suavizarle la piel, que se le había irritado como por un cruel capricho de la noche anterior (¿o había sido el pecoso amante de espaldas anchas, un gigante de cuento que había restregado sus quijadas sin afeitar contra su sensible piel?), y Whitey, con seriedad y sin prisas, recomenzó el ritual y volvió a aplicarle loción astringente, crema hidratante, base, colorete, polvos, sombra de ojos, delineador, rímel y el pintalabios granate ideado para Sugar Kane, aunque la película era en blanco y negro, y no podía retratarla en toda su gloria; y conforme transcurrían los minutos, iba saliendo de los espejos una presencia conocida aunque esquiva, al principio un destello titilante en los ojos, luego un estiramiento de los labios para esbozar la sonrisa provocativa, y a continuación se puso de manifiesto el lunar, ya no en la comisura izquierda de la pintada boca, sino un par de centímetros más abajo, hacia la barbilla; pues así se había diseñado la cara de Sugar Kane, un poco distinta de las caras anteriores que había tenido la Monroe en otras películas, y ama y criado empezaron a emocionarse («¡Ya viene! ¡Ya casi está aquí! ¡Marilyn!»), como si experimentaran la tensión que precede a una tormenta o la sensación que sigue a un terremoto, la espera del siguiente temblor, el siguiente sobresalto; y por último, mientras Whitey limpiaba y rehacía minuciosamente las castañas y arqueadas cejas, que contrastaban con el pelo claro, apareció riéndose del miedo de la Pobre Doncella la cara más hermosa que se había visto, una cara de ensueño, la cara de la Bella Princesa.
La Monroe haría muchos regalos al legendario Whitey, y el más valioso fue un alfiler de corbata dorado, en forma de corazón, con la siguiente inscripción:
P
ARA
W
HITEY CON AMOR
MIENTRAS AÚN RESPIRO
M
ARILYN
Como moscas a un panal de miel
, así acudían los ojos de las mujeres hacia C. Un actor tan guapo, disfrazado de mujer en
Con faldas y a lo loco
, aunque era un hombre de temple, no un hortera y un payaso, como habría sido de esperar. C, el huraño. C, el peor enemigo de Sugar Kane. C había estado con demasiadas mujeres. Se había dado un atracón y había vomitado. La Monroe tentaba tanto a C como una mierda seca. Cierta vez que C besó a la Monroe, su boca sabía a almendras amargas y ella lo apartó de un empujón, llena de miedo, y salió corriendo del plató acusándolo de haberse puesto veneno en los labios, o eso se dijo. C contaría con expresión compungida que las primeras veces que se vieron, había bromeado con la Monroe sobre las próximas escenas de amor, que eran muchas; en una larga escena a bordo de un yate, C yacía de espaldas, fingiendo impotencia, mientras Sugar Kane se ponía encima de él, besándolo y achuchándolo, deseosa de «curarlo», y si pasó la censura fue sólo porque se adujo que era cómica y grotesca; y en aquellos encuentros iniciales, C había simpatizado mucho con la Monroe, sin sospechar la sordidez que permanecía oculta. Una escena, y no precisamente complicada, necesitó sesenta y cinco tomas. Todos los días, C y los demás tenían que esperar a la Monroe durante horas y a veces ni se presentaba. El rodaje que tenía que empezar a las diez de la mañana podía empezar perfectamente a las cuatro o las seis de la tarde. C tenía orgullo y ambiciones profesionales y no podía renunciar a aquel chollo de papel (en una película que sería la mejor que hiciera y que le haría ganar más dinero que ninguna), y de aquí su inquina por la Monroe. Sí, admitía que la Monroe podía estar consternada y un poco desquiciada (había sufrido un aborto y su matrimonio se estaba yendo a pique), pero él no tenía la culpa y en cambio debía mirar por sus intereses.
Con una mujer en ese estado, o caes tú o cae ella
, le habría confiado al marido si hubieran sido amigos, pero no era así. C era particularmente cruel imitando las confusiones verbales y tartamudeos de la Monroe, como un día en que tuvo que esperarla cinco horas (¡cinco horas!), y cuando por fin apareció, débil y sin aliento ni excusas, se volvió hacia él y hacia W y con una amarga sonrisa dijo:
—Bueno, ya sabéis lo que es ser mujer.
Que se rían de ti
.
Siempre preguntarían a W qué le había parecido trabajar con la Monroe en la última etapa de la breve trayectoria de la actriz, y W se limitaría a decir: «En la vida real, aquella mujer era el infierno y estaba en el infierno; en la película, estuvo divina. No había ninguna conexión. Ni más misterio en el asunto que éste».
Sin embargo, Sugar Kane llegó aquel día al plató rodeada de triunfo, con sólo cuatro horas de retraso; habían estado rodando planos secundarios y adelantando un poco; y hete aquí que llega Sugar Kane, dócil y sin aliento, esta vez disculpándose y muy pesarosa; pidiéndoles que la perdonaran, sobre todo C, a quien alargó una mano tan helada que C tuvo que contener un respingo; e inesperadamente, Sugar Kane escenificó cuatro o cinco páginas de guión sin un solo fallo; ni más ni menos que la escena de amor, larga y turbadoramente íntima, que discurría a bordo del yate. ¡Cuántos besos! Sugar Kane, con su más sugestivo vestido transparente, con la abertura de la espalda tan baja que se le veía el comienzo de los glúteos, rubia muñequita coquetuela, mimosona y bobisonriente, recostada encima de C y restregándose, y C estaba atónito, porque aquella escena tan difícil, con dos actores que se odiaban a muerte, quedó convincente y fluida; no podía creer que la Monroe no dijera al terminar: «No. Quisiera repetir». Al contrario, la Monroe sonreía.
¡Sonreía!
La escena se dejaría intacta, tal como estaba, impecablemente interpretada en una sola toma. ¡Una sola toma! ¡Después de las repeticiones de pesadilla de los días y semanas anteriores! C se preguntó si aquel milagro era un indicio de que la Monroe se había recuperado de la noche a la mañana de una enfermedad real o, cosa más probable, si había interpretado la escena brillantemente en una sola toma sólo para dar a entender que podía hacerlo. Cuando le daba la gana.
Pese a todo, hasta C y otros que detestaban a la Monroe tuvieron que admitir que había estado genial aquel día. Aplaudimos, contentísimos de que hubiera vuelto, aunque fuera sólo por un tiempo. Si no la adorábamos, faltaba poco. ¡Nuestra Marilyn!
No dejabas de vigilarme
. ¡Cobarde! Cuando le dieron el alta en el hospital de Brunswick, él la llevó a la Casa del Capitán, que no era la casa de nadie. No volvió a entrar en la Habitación del Niño. Los preciosos objetos del niño se regalaron a Janice, para su pequeño. No volvió a pasar ante la puerta cerrada del sótano, aunque dijo al Dramaturgo que estaba bien, que se sentía contenta, que se estaba recuperando y no tenía «pensamientos morbosos», y él la creyó como sin duda creía ella en sus propias palabras, y una calurosa noche de agosto, el Dramaturgo despertó al oír ruido de cañerías, su joven esposa no estaba en la cama y tampoco en el cuarto de baño contiguo; la encontró en otro cuarto de baño, llenando la bañera de agua hirviendo, desnuda, trémula y agachada, muslos carnosos, ojos brillantes, y tuvo que abrazarla para impedir que se metiera en aquella agua, agua tan caliente que los espejos y los apliques estaban empañados, y ella forcejeó diciendo que el médico de Brunswick le había indicado que se hiciera una «ducha vaginal» para purificarse, y que era eso lo que iba a hacer, y él vio en los ojos de su mujer el destello de la locura y no la reconoció, volvieron a forcejear, qué fuerte era aquella mujer, incluso en su débil estado, ¡ah, su Magda! Pero aquella mujer no era su Magda, a aquella mujer no la conocía. Luego le diría ella con resentimiento: «Es lo que quieres, ¿no? Que me vaya», y el marido protestaría, y ella se encogería de hombros y diría riendo: «Ay, papá —una palabra que sonaría un poco grotesca en su boca desde el aborto—, ¿por qué no decir la verdad para variar?».
Imposible conocer las verdades más elementales. Salvo que la muerte no aporta ninguna solución al enigma de la vida
.
(Él había escrito estas palabras y volvería a escribirlas; las palabras como solaz y como penitencia; en su momento, palabras de exorcismo; y nunca más le rogaría ella con ojos suplicantes:
Papá, ¿verdad que no escribirás sobre mí?
Nunca más.)
¡Noche de estreno!
Con los azucarados movimientos de Sugar Kane concibió la sabiduría zen y salió por su boca llena de Dom Pérignon.
—¡Ay, Dios mío! ¡Ya lo sé! ¡Los gatos! ¡Fueron ellos!
No antes de la noche del estreno de
Con faldas y a lo loco
. No antes de un paréntesis de infinitas noches barbitúricas, y días, semanas y meses de conciencia desmadejada, sucios como una toalla continua en una máquina estropeada, y un ingreso en urgencias (en Coronado Beach, donde le sobrevino una taquicardia y fue C, precisamente C, que no soportaba el contacto físico con MM, quien la cogió en brazos para levantarla de la caliente arena sobre la que se había desplomado). En la larga, elegante, negra y reluciente limusina, entre el señor Z, el legendario filántropo y fundador del cine hollywoodiense, y el hombre demacrado y ceñudo que era su marido.
—Los gatos. A los que yo daba de comer. ¡Ah!
Hablaba en voz alta y nadie la oía. Había entrado en una etapa de su vida en la que solía hablar en voz alta sin que nadie la oyera. En maquillarla y vestirla en los estudios se había tardado seis horas y cuarenta minutos. La habían dejado en la puerta un poco después de las once de la mañana, semiinconsciente. El doctor Fell la había medicado en la intimidad del camerino; sus gemidos y ahogados gritos de dolor se habían convertido en una rutina y en los oídos de los demás sonaban como de alegría y entusiasmo. Cerraba los ojos y la larga y punzante aguja se clavaba en una arteria del antebrazo; otras veces era en la cara interior del muslo; otras, en una arteria cercana al oído y oculta por el cardado pelo platino; otras, con más riesgo, en una arteria de encima del corazón. «Señorita Monroe, procure estarse quieta. Así.» Qué bondadosos ojos de halcón, qué nariz más ganchuda. Su doctor Fell. En otra película, el doctor Fell sería pretendiente de Marilyn y al final se casaría con ella; en la película presente, el doctor Fell era un rival del marido auténtico, que, severo enemigo de los abusos farmacológicos de su mujer, sabía poco o nada del rival. El doctor Fell era, como Whitey, otro perfeccionista implicado en la presentación pública de M
ARILYN
M
ONROE
y sin duda La Productora le pagaba bien. Ella temía a aquel hombre, mucho más de lo que podría llegar a temer a Whitey, porque el doctor Fell tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus súbditos.
—Pronto llegará el día en que rompa con él. Con todos. Lo juro.
Era el deseo más sincero de la actriz. Lo apuntó en el diario de estudiante de Norma Jeane.
¡Aquel fastuoso estreno en Hollywood! ¡Qué parecido a la edad dorada de Hollywood! La Productora estaba celebrando por todo lo alto
Con faldas y a lo loco
, que ante el asombro de todos los profesionales de la industria, había sido un éxito. Ya corría el rumor de que La Productora preparaba otro exitazo con M
ARILYN
M
ONROE
. Al público del preestreno le encantó. A los críticos les encantó. Los cines de todo el país se peleaban por contratarla. Sin embargo, los recuerdos que la Actriz Rubia tenía sobre la película eran fragmentarios, como un sueño interrumpido muchas veces. En su memoria no quedaba ni una sola frase de Sugar Kane, excepto, paradójicamente, la misma que había farfullado durante sesenta y cinco tomas legendarias: «Soy yo, Sugar». Que había pronunciado de todas las maneras incorrectas posibles: «Soy, Sugar, yo», «Sugar soy yo», «S-sugar, ¿soy yo?», «¡Sugar! Soy yo», «Soy Sugar, yo», «¿Soy yo? ¿Sugar?». Pero todo estaba perdonado. Querían amar a su Marilyn y Marilyn volvía a ser digna de amor. Tres años lejos de Hollywood y ¡M
ARILYN HA VUELTO
! Los Reyes Magos habían anunciado, pregonado y proclamado su regreso durante meses. La revelación era T
RAGEDIA Y TRIUNFO
.
ABORTO EN
M
AINE
. (Desde el punto de vista del mundillo del sur de California, un aborto allá en Maine tenía coherencia.) T
RIUNFO EN
H
OLLYWOOD
. (Hollywood era el lugar de los triunfos.) Preguntada por cómo se sentía, Marilyn replicó con su vocecita susurrante y erótico-azucarada: