La Actriz Rubia ya no recordaba con claridad la personalidad de Angela. Recordar a Angela era recordar al señor Shinn, al que ella había traicionado, o que la había traicionado a ella. Recordar a Angela era recordar a Cass Chaplin cuando se habían hecho amantes.
Mi amiga del alma
, la había llamado Cass.
Mi bella hermana gemela
. No quería recordarse a sí misma antes de Angela, la joven promesa todavía sin nombre que había acudido al despacho del señor Z para ver el aviario.
El despacho de Z estaba ahora en otro edificio de La Productora. El mobiliario y la decoración de aquel despacho eran asiáticos: gruesas alfombras chinas, sofás y sillas tapizados en brocado, y en las paredes, pergaminos antiguos y acuarelas de paisajes naturales exquisitos. Z era en la industria el descubridor de M
ARILYN
M
ONROE
. En las entrevistas se jactaba de tener a «mi chica» bajo contrato, cuando otros ejecutivos, entre ellos el antiguo presidente de la compañía, habían querido darle el finiquito. («¿Por qué? Nadie se lo imaginaría: creían que no sabía actuar, creían que no era atractiva.»)
La Actriz Rubia oyó su propia risa, coqueta y cordial. Se sentía bien aquel día. Era uno de sus días buenos. Y parecía estar bien. Estaba firmemente convencida de que
Vidas rebeldes
sería un gran clásico de la gran pantalla y de que el papel de Roslyn sería su salvación. Haría que el público olvidase a Sugar Kane, a la Vecina de Arriba, a Lorelei Lee y a las demás.
¡No una cosa rubia! Una mujer, por fin
.
—Bueno, ya no soy Angela, señor H. Tampoco soy Marilyn Monroe, al menos en esta película.
—¿De verdad, querida? Pues a mí me pareces Marilyn Monroe.
—Soy Roslyn Tabor.
Fue una buena respuesta. Y a H le gustó.
Hay unos caballos, creo que los purasangres, que necesitan el látigo para correr al máximo. Así soy yo. Tenía deudas y necesitaba saldarlas, llegó aquel contrato y la Monroe estaba en él. No me merecía respeto como actriz. No había visto casi ninguna película suya. Creía que no se podía confiar en ella, que ni siquiera me caería bien. Yo nunca había transigido con los neuróticos con tendencias suicidas. Mátate si quieres hacerlo, pero no les jodas la vida a los demás. Ésa es mi opinión. Decían que yo estaba loco por ella, que la trataba con dureza y que fui la causa de su hundimiento. Que se vayan a la mierda. Lo que le pasaba a la Monroe lo llevaba escrito en los ojos. Siempre enrojecidos, con capilares reventados
. Vidas rebeldes
no habría podido rodarse en color aunque hubiéramos querido
.
Reno, Nevada. Es una película en blanco y negro, como los recuerdos. Una película de los años cuarenta, no de los sesenta. ¡Actores muertos! Y ya sentenciados en la historia.
La Actriz Rubia se ordenó a sí misma: «Seré profesional en todos los aspectos».
La Actriz Rubia y el marido dramaturgo al que ya no quería pero que seguía empeñado (así lo dirían los testigos) en quererla vivían, allí en Reno, en lo que sería el infierno-de-
Vidas rebeldes
-y-Reno, en unas habitaciones de la décima (y última) planta del hotel Zephyr, llamado así por Zephyr Cove, una población situada a orillas del lago Tahoe. El primer día de rodaje, la Actriz Rubia tenía que estar en el plató a las diez de la mañana, pero hacia las nueve ya se había encerrado con pestillo en el cuarto de baño, incapaz de soportar la horrible imagen que le devolvía el espejo, y despidió incluso al fiel Whitey, que suplicó a la señorita Monroe que le permitiera
intentarlo
. Era un manojo de nervios. Era un manojo de emociones. ¡Ni un solo pensamiento coherente! No había dormido en toda la noche y, si había dado alguna cabezada, posiblemente ahora siguiera dormida, con el drogado cerebro sumido en el sopor del sueño, aunque tuviera los ojos abiertos y hubiera salido de la cama para meterse en el cuarto de baño. Y se negaba a abrir la puerta. Y el marido se lo pedía por favor. Y el marido dramaturgo la amenazó con llamar a recepción y solicitar que quitaran las bisagras de la puerta. La Actriz Rubia gritaba a todos que se fueran, que la dejaran en paz, y el Dramaturgo, a las once y cuarto, se desplazó hasta el plató, que estaba a unas manzanas de allí, y pidió disculpas en nombre de su mujer,
Marilyn tiene migraña, Marilyn tiene fiebre, Marilyn ha prometido que estará aquí esta tarde
, y H, el distinguido director, dio un gruñido y se limitó a decir que aquella mañana filmaría algunos planos donde ella no apareciese, y en privado añadió que esperaba de todo corazón que si la Monroe iba a sufrir una crisis nerviosa, que la sufriera cuanto antes.
Encerrada en una habitación del hotel Zephyr de Reno, Nevada. Vista de las calles soleadas y de los rótulos de neón del casino —$$$—, y a lo lejos una cordillera, los montes Virginia, todo claro y granulado como un escenario desprovisto de color. En aquella época, Reno era la capital del divorcio de Estados Unidos y era lógico que Roslyn estuviera allí y se divorciara (se «liberase») en esta ciudad del desierto. ¡Porque ella era Roslyn! Sería Roslyn de pies a cabeza.
Es el papel de mi vida. Ahora verán lo que sé hacer
. Sólo que empezaba a ponerse nerviosa. Quería repasar el guión y la vista se le nublaba. Ya era mediodía, hacía dos horas que tenía que estar en el plató y creía que aún tenía tiempo de prepararse para llegar a las tres o a última hora de la tarde, y esperaba que H se mostrara comprensivo.
Lo comprenderá, ¡le caigo bien! Es como un padre para mí. Fue él quien me lanzó
.
Con el sol que hacía iba con gafas negras a todas partes y huía de los fotógrafos y periodistas que esperaban como buitres en el vestíbulo del hotel o en la calle. No podían acceder al plató, pero sí a los lugares públicos. H se quejaba diciendo que Monroe arrastraba a los hombres como una hembra en celo, y que cuanto menos les daba ella, más deseaban ellos, y molestaban a los demás, incluido él. «¿Cómo es Marilyn?» «¿Cómo va su matrimonio?» En el rabillo de los ojos y en las comisuras de la boca le habían aparecido unas arrugas finas y blancas, y los ojos, antaño hermosos y azules, eran ahora una telaraña de vasos rotos, y ni siquiera durmiendo doce horas seguidas conseguía que la rojez se le redujera hasta el nivel del amarillo ictericia. «Suerte que esta película no es en tecnicolor, ¿eh?»
Tan difícil era prever lo que iba a salir de la seductora boca de Marilyn como adivinar o calcular todo lo que había entrado en ella.
Había dicho a H y a los demás hombres que ella era Roslyn Tabor.
—Conozco a Roslyn. La quiero.
Era verdad y a la vez una media verdad. Porque Roslyn es sólo lo que los hombres ven. ¿Qué hay de la Roslyn que los hombres nunca ven? Había dicho a H que las frases de Roslyn eran poéticas y bellas, pero que le habría gustado que Roslyn hiciera algo más que consolar a los hombres y limpiarles la nariz para que se sintieran admirados y queridos; ¿por qué no podía ser Roslyn la primera persona a la que viera el público en la película, Roslyn bajando de un tren, Roslyn llegando a Reno en automóvil, Roslyn en movimiento y activa, no la Roslyn que quedó al final, casi invisible detrás de una ventana del primer piso mientras un hombre levanta la cabeza y la busca con la mirada; y en la escena siguiente, Roslyn se mira preocupada en un espejo mientras se maquilla.
—A la porra las ventanas y los espejos. ¡Maquillaje! Veamos a Marilyn…, quiero decir a R-roslyn, de cuerpo entero.
Cuanto más lo pensaba más quería que se eliminaran algunas frases cursis de Roslyn, y le importaba poco que las hubiera escrito un dramaturgo que había ganado el premio Pulitzer. Quería que se reescribieran los diálogos. ¿Y por qué no podía soltar los caballos la misma Roslyn al final de la película?
—Roslyn podría hacerlo tan bien como el vaquero. Monroe, no Gable. O los dos, Monroe y Gable. ¿Por qué no?
Se ponía muy nerviosa explicando su lógica y la lógica de la película, la Bella Princesa y el Príncipe Encantado unidos para liberar a los caballos salvajes; naturalmente, Gable podría soltar el semental él solo y ella soltaría los demás.
—¿Por qué no, joder?
H la miró como si estuviera loca, pero la llamó querida para tranquilizarla.
—Sólo quiero que Roslyn haga más cosas —rogaba ella.
En medio del desconcertado silencio masculino.
Se filtró a la prensa que Marilyn «creaba dificultades» incluso antes de que comenzara el rodaje. Marilyn hacía «las abusivas exigencias de siempre».
Pese a todo no le escamotearon el papel de Roslyn ni la interpretación más sólida de su vida. Roslyn era la hermana mayor de Sugar Kane, pero sin situaciones cómicas ni números musicales contoneantes. Ni ukeleles ni escenas amorosas insinuantes. Roslyn daba pena porque era «real», pero (como cualquier mujer del público advertiría inmediatamente) nada más que un «sueño real» (un sueño masculino). Para ser Roslyn tenía que dejar de ser Norma Jeane; pues Norma Jeane era más inteligente, más astuta y más experimentada que Roslyn; Norma Jeane tenía más cultura, aunque autodidacta. Cuando Gay Langland, el amante de Roslyn, habla bien de ella («No me gustan las mujeres cultas; es una suerte conocer a una mujer que respeta a los hombres»), Norma Jeane se habría reído en su cara, pero Roslyn se siente halagada. ¡Ah, la de cosas masculinas que le dice a Roslyn para adularla, seducirla y confundirla! «Roslyn, estás hecha para vivir», «Roslyn, brindemos por la vida y espero que sea así por siempre», «¿Por qué estás tan triste, Roslyn?», «Limítate a brillar ante mis ojos», «Tienes que dejar de creer que puedes cambiar las cosas».
¡Sí, puedo cambiar las cosas! ¡Miradme!
El teléfono sonaba. Respondió hecha una furia. Se lavó la cara, se limpió los ojos con agua fría, se tomó un par de calmantes, se maquilló, se puso una blusa, unos pantalones y las gafas negras, y salió del hotel por la puerta trasera, por la cocina. Tenía una amiga en la cocina (siempre tenía amigas en las cocinas de los hoteles) y llegó al plató, inesperadamente, a las tres y veinte de la tarde, ya se sentía mucho mejor y la sangre le bullía al pensar en la cara que pondrían aquellos hijos de puta. (Menos Clark Gable; siempre respetó a Clark Gable.) Y se convirtió en Roslyn: le lavaron el pelo y la peinaron, la maquillaron para acentuar su palidez y le pusieron el vestido escotado y blanco, con cerezas estampadas. ¡La Bella Princesa en la capital del desierto de Nevada! Para que se jodiera el equipo de rodaje de
Vidas rebeldes
, aprovecharía lo que quedara de la primera jornada de filmación y exigiría que se repitiera la primera escena todas las veces que hiciese falta (sentada ante el tocador, hablando con nostalgia, con una anciana, de su inminente divorcio) hasta que caía la armadura de Norma Jeane y aparecía la trémula, amedrentada y comprensiva Roslyn. H se quedaría de piedra, H, que no era un hombre impresionable; H, que diez años antes la había tratado con superioridad; H, que no sentía respeto por ella; H, el famoso director, que estaba esperando, como ella sabía muy bien, que la Monroe se viniera abajo cuanto antes para elegir a otra actriz más maleable que la sustituyera.
—Pero sólo hay una Monroe. Eso debe saberlo el cabrón.
A veces era un milagro. Es un tópico, pero resulta que es verdad. Pasaban las horas y la Monroe no aparecía, y cuando ya se rumoreaba, por ejemplo, que estaba en el hospital de Reno (por haber querido suicidarse la noche anterior), de pronto llegaba ella, toda tímida y melosa, y balbuciendo disculpas, y recuperábamos el entusiasmo aunque hubiéramos estado insultando a aquella cerda. Cuando llegaba la Monroe no veíamos a ninguna cerda, sino una fuerza de la naturaleza, y todos nos sentíamos dispuestos a perdonarla; incluso Clark Gable, que estaba mal del corazón, decía que la Monroe no podía evitarlo, y a él no le gustaba pero lo comprendía. Y los peluqueros, los maquilladores y demás se lanzaban sobre ella como quien trata de reanimar un cadáver y transformaban a aquella rubia de piel blanca a la que apenas reconocíamos en la bella y angelical Roslyn; y todo esto ocurrió muchas veces en las semanas que duró el rodaje, demasiadas veces quizá; y no siempre recuperábamos el entusiasmo y no siempre la cerda se transformaba en ángel, aunque era lo normal. Ninguno de nosotros sabía qué proyectaba la Monroe por el objetivo de la cámara. Veíamos a multitud de estrellas, pero ninguna era como la Monroe. Mira, había días en los que parecía totalmente normal, salvo por la palidez, e interrumpía una escena y decía que se repitiera desde el comienzo, como una principiante, y casi todas las escenas quiso que se repitieran multitud de veces, diez, veinte, treinta veces, y entre toma y toma sólo veíamos cambios ligerísimos, pero la cosa crecía, la Monroe se perfeccionaba, adquiría fuerza mientras los demás actores se debilitaban y acababan agotados, el pobre Clark Gable, que ya no era joven, que padecía hipertensión y del corazón, pero la Monroe era insensible a aquel agotamiento; insensible a H, que la odiaba a muerte; a lo mejor creía, a lo mejor creyó siempre que todos tenían que amarla, que era tan guapa que había que rendirse ante aquella niña de orfanato. Había un dicho que repetía a todas horas y que nos contagió a todos: «Si vale, vale, y si no, no». Esto podría aplicarse a Reno, Nevada, en nuestra opinión. Porque al parecer no importaba lo tarde que llegara la Monroe al trabajo, ni lo angustiada o aturdida que estuviese; en cuanto salía del camerino, maquillada, vestida e interpretando, ya era como si tuviera otro ser dentro de ella, y se transformaba en Roslyn, ¿y quién iba a culpar a Roslyn de las cagadas de Marilyn? Era imposible. Nadie quería. Y proyectara lo que proyectase en el plató, por el objetivo de la cámara, cuando veíamos el metraje rodado aquel día nos quedábamos pasmados, pensando: «¿Quién coño es ésa, esa desconocida?».
La Monroe era única en su especie.
Esto sucedió
antes
. Lo que ocurrió
no había ocurrido aún
.
En una fantasía llena de emociones y esperanzas paseaba descalza por el piso superior de la Casa del Capitán. Las tablas mal encajadas, las ventanas mal construidas y, más allá, un cielo neblinoso y translúcido. Sabía que aún no había ocurrido porque tenía al niño empotrado debajo del corazón. En un saco o una bolsa especial, debajo del corazón. El niño no se había ido aún. Algún día (¡esto lo había imaginado minuciosamente!) el niño sería actor, emprendería misteriosas giras interpretativas, rompiendo con todo lo que había sido, pero esto pertenecía al futuro y la fantasía era para confortarse, ¿verdad? El niño no la había abandonado aún convertido en coágulos y chorros de negra sangre uterina. El niño tenía el tamaño de una berenjena y a ella le gustaba acariciarse la hinchazón del vientre.
Sin saber por qué, aquello tenía alguna relación con mi buena disposición hacia Roslyn y la película, y ya estábamos en la tercera semana
. Y (¡ah, esto era confuso!) podía haber sucedido en una fantasía del niño, no suya (porque los niños también fantasean en la matriz; Norma Jeane creía que había imaginado su vida entera en la matriz de Gladys), pero el caso es que entraba descalza en el alargado, estrecho y frío despacho del hombre con el que vivía, el hombre con el que estaba casada, el hombre que se creía padre de su hijo, y veía papeles encima de la mesa; sabía (¡sabía!) que no debía mirar aquellos papeles, porque se lo habían prohibido; sin embargo, como una niña mala y atrevida, cogía los papeles y los leía; y no veía las palabras en la fantasía, sino que las oía en boca de dos hombres: