Blonde (113 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

M
ÉDICO
: Señor…, le traigo malas noticias.

Y: ¿Qué sucede?

M
ÉDICO
: Su mujer se recuperará del aborto, aunque podría tener dolores y «pequeñas pérdidas» ocasionales. Pero…

Y
(tratando de mantener la calma)
: ¿Sí, doctor?

M
ÉDICO
: tiene
los genitales
el útero muy lesionado. Le han hecho demasiados abortos chapuceros…

Y: ¿Que le han hecho…?

M
ÉDICO
(turbado, hablando de hombre a hombre)
: Su mujer…, por lo visto, ha tenido muchos abortos provocados. Con franqueza, es un milagro que se quedara embarazada.

Y: No me lo creo. Mi mujer nunca había…

M
ÉDICO
: Lo siento, señor…

Y sale (¿con rapidez? ¿con lentitud?, un hombre en una ensoñación)

L
AS LUCES SE REDUCEN
(no se apagan)

F
IN DE LA ESCENA

¡Marilyn era la rehostia! Las cosas que decía. Sabiendo que no podíamos reproducirlas en nuestras puritanas publicaciones, hacía las observaciones más crudas, por ejemplo, cuando ella y Gable hicieron
Vidas rebeldes
, el asunto despertó el interés de la prensa y
Life
me mandó a Reno para que entrevistara a los protagonistas, al director y al marido dramaturgo, todos hombres menos ella, y estábamos concertando un encuentro en un bar de Reno, y yo hice una de esas bromas medio idiotas que se hacen cuando estás nervioso y le pregunté qué llevaría puesto para reconocerla, y Marilyn no perdió baza; con aquella voz susurrante y arrulladora que tenía me dice por teléfono: «No tendrá pérdida. Marilyn será la única que lleve vagina».

Quizá no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista más / / / / no exista más / / / / no exista más que lo que va a suceder / / / / quizá no exista / / / / quizá no exista / / / / quizá no exista más / / / / que lo que va a suceder / / / / a suceder / / / /
Las palabras de Roslyn metidas en la cabeza y no podía dejar de repetirlas
Quizá no exista más que lo que va a suceder / / / /
como un mantra hindú, como si ella fuera una yogui que murmuraba la oración secreta / / / /
Quizá no exista más que lo que va a suceder

¡Qué consuelo!, pensaba.

La boca se le llenó de hormigas rojas
que picaban mientras yacía sumida en un letargo de barbitúricos. Tenía la boca abierta, de lado. Las hormigas debían de ser las diminutas hormigas rojas del desierto de Nevada. Clavaban el aguijón, descargaban sus toxinas y se iban. Pero más tarde Whitey, mientras la maquillaba, le preguntó preocupado:

—¿Le ocurre algo, señorita Monroe?

Porque la Actriz Rubia ponía una mueca de dolor mientras se tomaba el café solo de costumbre, con dos pastillas de codeína disueltas, y con una voz susurrante que Whitey casi no pudo oír, Whitey, que oía la confusa voz de su ama no sólo desde el otro extremo de un pasillo, sino a kilómetros de distancia y al final a años de distancia del cuerpo que la emitía, le dijo:

—Ay, Whitey, n-no lo sé.

Se echó a reír y sin previo aviso se puso a llorar. Luego se detuvo. ¡No tenía lágrimas! Se le habían secado como la arena. Se introdujo el pulgar en la boca y se tocó las heridas. Unas eran llagas, otras, ampollas.

—Señorita Monroe, abra bien la boca y déjeme mirar —dijo Whitey muy serio.

La Actriz Rubia obedeció. Whitey le escrutó la boca. La docena de bombillas de cien vatios que enmarcaba el espejo iluminaba la escena como si fuera un plató de cine.

¡Pobre Whitey! Pertenecía a la tribu de enanos contratados por La Productora, gente del subsuelo, aunque medía más de un metro ochenta; hombros y brazos macizos y bondadosa cara de bollo. Tenía el cráneo como un balón de rugby, cubierto de una pelusa rizada y blancuzca. Sus ojos carecían de color, era miope y poseía una furia que inspiraba seguridad. Si no hubiera sido por sus ojos, nadie habría pensado que Whitey era un artista.
Con barro y pinturas de colores podía hacer una cara. A veces
.

Aquel experto en cosmética se había vuelto espartano al servicio de la Actriz Rubia; caballero siempre, ocultando toda señal visible de preocupación, alarma o asco a los angustiados ojos de la Actriz Rubia.

—Señorita Monroe —dijo con voz tranquila—, será mejor que la vea un médico.

—No.

—Sí, señorita Monroe. Voy a llamar al doctor Fell.

—¡No quiero a Fell! Me da miedo.

—Entonces a otro médico. Haga lo que le digo, señorita Monroe.

—¿Tiene… tiene mal aspecto? La boca —Whitey negó con la cabeza pero no dijo nada—. Me han picado los bichos —añadió la Actriz Rubia—. Por dentro. Probablemente mientras dormía —Whitey negó con la cabeza pero no dijo nada—. A lo mejor es algo que tengo, no sé, en la sangre. Alguna alergia. Una reacción a los medicamentos —Whitey seguía mudo, con la cabeza gacha. No alzaba los ojos para no ver los de su ama en el espejo lleno de luz—. Hace mucho que no me besa nadie. Quiero decir a fondo. Como haría un amante. No les puedo echar la culpa a los besos envenenados, ¿verdad? —se echó a reír. Se frotó los ojos con las dos manos, aunque tenía los ojos secos como la lija.

Whitey, sin decir palabra, se escabulló y fue en busca del doctor Fell.

Cuando llegaron los dos hombres, la vieron con la cabeza apoyada en los antebrazos. Estaba caída hacia delante, como inconsciente, y su respiración era superficial. Tenía el blancuzco pelo lavado y peinado como el de Roslyn. Aún no se había vestido y llevaba una bata sucia y pantalones anchos, y tenía las musculosas piernas de bailarina muy pálidas y en una posición anormal. Su respiración era tan superficial e irregular que el doctor Fell fue presa momentánea del pánico.
Se está muriendo. Me echarán la culpa a mí
. Pero consiguió reanimarla, le inspeccionó la boca y le echó un rapapolvo por mezclar fármacos, contraviniendo sus instrucciones, y por ponerle los cuernos con otros médicos, y le recetó medicamentos que le curarían las llagas a menos que las llagas no tuvieran curación. Y Whitey volvió a la prueba de fuego de la cara de la Actriz Rubia. Quitó el maquillaje que había puesto, le limpió la piel con cuidado y comenzó de nuevo. Le llamaba la atención («¡Señorita Monroe!») cuando desenfocaba la mirada o si aflojaba la boca mientras se la estaba pintando. En el plató llevaban ya dos horas y cuarenta minutos esperando a Roslyn. Una y otra vez, con obstinado cabreo masoquista, H enviaba a un ayudante al camerino de la Actriz Rubia para saber cuánto faltaba todavía. Whitey murmuraba diplomáticamente: «Estará enseguida. Pero ya sabéis que no podemos correr». La escena de aquel día era más complicada que las anteriores porque tenía mucho ajetreo, cuatro actores, música y baile. Los hombres miraban a Roslyn con una intensidad que era hija de su contrariedad, su desdicha y su cólera; la cámara registraba la devoción, la esperanza, el amor que brillaban en sus ojos como si fueran reflectores. La escena era de Roslyn. Roslyn bebía demasiado y bailaba sola, exhibiendo su bello cuerpo de niña de orfanato, luego salía corriendo, hacia la romántica oscuridad, y abrazaba un árbol en un momento «poético», y el Príncipe Encantado proclamaba: «Roslyn, estás hecha para vivir, brindemos por la vida y espero que sea así por siempre».

El marido repudiado
.

—A nadie le gusta que lo
espíen
, ¿verdad?

Amarla era la misión de su vida, pero en aquella cegadora ciudad del desierto había llegado a pensar que, pese a toda su devoción, a lo mejor no estaba a la altura de lo que se había propuesto.
Vidas rebeldes
había querido ser su regalo de San Valentín y era ya la tumba de su relación conyugal. Había querido ensalzar su luminosa belleza con Roslyn y no entendía qué había fracasado ni por qué debía fracasar; y eso que ella era cada vez más intransigente con él, incluso grosera, conforme intensificaba su relación profesional con Gable, su amante en la película. «¿Estoy celoso? Si eso fuera todo, aunque es innoble, creo que podría acostumbrarme.» Pero ella seguía consumiendo fármacos. Demasiados fármacos. Y le mentía sobre eso, en su propia cara. Su organismo había desarrollado tanta tolerancia que masticaba y tragaba pastillas de codeína mientras hablaba, reía y «hacía de Marilyn» con otros. Decían: «¡Qué ingeniosa es Marilyn!». Decían: «¡Cuánta vitalidad tiene esta Marilyn!». Mientras él, el marido huraño, el marido cuatrienal, el marido-que-parecía-demasiado-mayor-para-Marilyn, el marido censor, se quedaba al margen, observando.

—Ya te lo he dicho, joder: no me gusta que me
espíen
. Si tan perfecto te crees, mírate en el
espejo
.

Tenía el cerebro más estropeado que un reloj de juguete y a pesar de todo anhelaba perfeccionarlo con toda su alma. ¡Con toda su alma!

No sólo había pasado meses leyendo
El origen de las especies
y tomando notas. También el libro que le había regalado Carlo. ¡Ah, cuánto la conmovía Pascal! Tener aquellos pensamientos hacía tantísimos años parecía imposible, la miga de
El origen de las especies
era que las cosas mejoraban, que se perfeccionaban con el tiempo, «reproducción con modificación» para mejorar, ¡pero Pascal! ¡Y en el siglo
XVII
! Un hombre enfermizo que moriría joven, a los treinta y nueve años. Y había puesto por escrito lo más profundo que pensaba ella y que nunca habría podido expresar ni siquiera tartamudeando.

Nuestra naturaleza consiste en movimiento; el reposo absoluto es la muerte… Es tan grande la seducción de la fama que reverenciamos todos los objetos ligados a ella, incluso la muerte.

Estas palabras de Pascal, copiadas con tinta roja en el diario de estudiante de Norma Jeane.

Carlo le había puesto una dedicatoria en el libro,
Para Ángel con amor, de Carlo. Si sólo uno de los dos lo consigue…

«¿Y si al final tengo el niño con Marlon Brando?»

Se echó a reír. Era una idea disparatada, pero… ¿por qué no? No tendrían que casarse. Gladys no se había casado. El Príncipe Encantado quedaba mucho mejor soltero. Ella tenía treinta y cuatro años. Le quedaban dos o tres años de fertilidad.

¡Los amantes se besaban! Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quisiera repetir.

Los amantes volvían a besarse. Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quisiera repetir.

Los amantes volvían a besarse. Roslyn y Gay Langland el vaquero.

—No. Quiero repetir.

Eran amantes recientes. Clark Gable, que era Gay Langland, que no era joven, y Marilyn Monroe, que era Roslyn, que era una divorciada que había dejado atrás la lozanía de la primera juventud.

Hace muchísimo, en el cine a oscuras. Yo era una niña y te adoraba. ¡Príncipe Encantado!
Le bastaba con cerrar los ojos y ya estaba en aquel cine de hacía muchísimo, al que iba al salir de clase, y compraba una sola entrada, y Gladys le había advertido: «¡No te sientes al lado de ningún hombre! ¡No hables con ningún hombre!», y ella levantaba los ojos hacia la pantalla, llena de emoción, y veía al Príncipe Encantado, que no era otro que aquel hombre que la besaba ahora y al que ella besaba con avidez, sin acordarse de las escoceduras de la boca; aquel hombre moreno y atractivo, de bigote recortado, sesentón ya, con arrugas en la cara, el pelo cayéndosele y en los ojos una inconfundible expresión de caducidad.
Una vez pensé que eras mi padre. ¡Ay, dime, dime que eres mi padre!

Esta película que es su vida.

Eran amantes recientes y los sentimientos que intercambiaban eran delicados y evanescentes como una telaraña. Roslyn dormida en la cama, el hermoso cuerpo cubierto sólo por una sábana, y su amante Gay se inclinaba suavemente sobre ella para despertarla con un beso, y Roslyn se incorporaba al instante y le pasaba los brazos por el cuello, y lo besaba con tanta vehemencia que por el momento olvidaba las escoceduras de la boca, el miedo y la desdicha de su vida.
¡Te quiero! ¡Siempre te he querido!
Volvió a ver la foto enmarcada de su galán en la pared del dormitorio de Gladys. ¡Hacía muchísimo, pero qué vívidamente la recordaba! El edificio era La Hacienda. La calle era La Mesa. Norma Jeane cumplía seis años.
Mira, Norma Jeane, éste es tu padre
. Roslyn estaba desnuda bajo la sábana; Gay, vestido. Aparecer desnuda en la pantalla y sobre una colcha arrugada de terciopelo rojo era quedar al descubierto y tan indefensa como una criatura marina valorada por su concha, pero si se veían las plantas de los pies, ¡qué indecencia! Y la oscura emoción erótica de semejante indecencia. Cuando se besaban, Roslyn se estremecía; se podía ver los granitos de la carne de gallina en su piel pálida. ¡Hormigas rojas que pican! Aquellas llagas diminutas viajarían por sus venas, por su pecho y su cerebro, y la destruirían un día pero no aquél.

Un beso debe doler. Amo tus besos dolorosos
.

La Monroe era supersticiosa y pocas veces veía lo que habíamos filmado durante la jornada, pero aquella noche llegó con Gable, se pasó la escena y nos quedamos boquiabiertos al ver cómo había quedado. H se llevó a la Monroe aparte, se plantó ante ella, le cogió las manos y le dio las gracias por el trabajo que había hecho aquel día. Era cojonudo, dijo. Muy sutil. Estaba más allá del sexo. Ella era una mujer real en la escena y Gable un hombre real. Los dos hacían soñar. Nada que ver con las habituales tonterías del cine. H había bebido whisky y hablaba con voz arrepentida, porque durante semanas había estado echando pestes de la Monroe a sus espaldas, y haciéndonos reír contándonos los métodos con que pensaba matarla.

—Si alguna vez vuelvo a dudar de ti, querida, dame un buen puntapié en el trasero, ¿quieres?

La Monroe rió con malicia.

—¿Y por qué no en los huevos?

Somos amigas, ¿verdad, Fleece?

Tú sabes que sí, Norma Jeane.

Has vuelto a mi vida por un motivo.

Siempre he sabido cómo eras.

¿En serio? Te quería mucho.

Yo a ti también, Ratón.

Íbamos a fugarnos juntas, Fleece.

¡Nos fugamos! ¿No te acuerdas?

Tenía miedo. Pero confiaba en ti.

Ay, Ratón, no debiste hacerlo. Nunca fui buena.

¡Sí lo fuiste, Fleece!

Quizá para ti. Pero no en lo más profundo.

Eras amable conmigo. Nunca lo he olvidado. Por eso quiero darte ahora algunas cosas. Y en mi testamento.

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