—¿Ca-castro? ¿Es un dictador? Pero,
Pronto
, ¿por qué castigar al pueblo cubano? ¿Por qué un embargo? ¿Eso no hará que nos odien todavía más? Entonces…
Estas palabras sorprendentes, pronunciadas en la agitación sísmica de la enorme cama con dosel, se perdieron entre las arrugadas sábanas y almohadas; el Presidente les prestó la misma atención que prestaba a los ruidos de las cañerías en otro punto de la suite o al de la cisterna de un retrete. Después de su violento clímax, el Presidente no había vuelto a tocar a la Actriz Rubia; su pene yacía flácido y vacío en la peluda entrepierna, como una babosa vieja; su cara había adquirido el tono de una triste madurez; ya no era un niño estadounidense, sino un distinguido patriarca. Pero puesto que ella seguía desnuda, continuaría siendo la Vecina de Arriba.
Trató de hablar otra vez, quizá para disculparse por dar su ignorante opinión, o acaso para reiterarla con la coqueta voz de la Vecina de Arriba, pero de repente se vio en el hueco del ascensor, cayendo. O quizá él estuviera estrangulándola. Una salada mano sobre su boca y un codo contra su cuello. Estaba demasiado débil para protestar. Perdió el conocimiento y despertó después de un rato (calculó que habrían pasado veinte minutos, porque parte de la sustancia viscosa que había sobre las sábanas se había secado) al notar que otro hombre, un desconocido, la estaba montando; un hombre con prisas, como un
jockey
sobre una yegua, un hombre con una camisa blanca que olía a almidón, un hombre desnudo de cintura para abajo, embistiéndola ferozmente, con su pene dentro de ella, en el tajo que había entre sus piernas, en el vacío que dolía, y ella lo empujaba sin fuerzas tratando de murmurar
¡No! ¡Por favor! ¡Esto no es justo!
Ella amaba al Presidente y a nadie más, y ésta era una manera injusta de usar su amor. Un hombre follándola con energía cuando ella no conseguía despertarse (¿probablemente era el Presidente, ya afeitado?), penetrándola con el furioso e inexplicable aire de un hombre que zapatea sobre arena compacta.
Más tarde, alguien intentaba resucitarla. La sacudía. Su cabeza se bamboleaba sobre los hombros. Los ojos inyectados en sangre se quedaron en blanco. Cerca de allí, la voz de su amante llena de furia:
Por el amor de Dios, sacadla de aquí
.
Ahora era aún más tarde. Un bonito reloj dio las cuatro y media en la mesilla de noche. Unas voces hablaban por encima de su cabeza.
—¿Señorita Monroe? Por aquí. ¿Necesita ayuda?
¡No! ¡Maldita sea! Estaba bien. Tambaleándose sobre los pies descalzos y desaliñadamente vestida, aunque estaba bien, un poco mareada, pero se soltó de las manos que querían sujetarla. En el lavabo de mármol con accesorios dorados. En el espejo iluminado por una luz cegadora que le hacía daño en los ojos. Allí estaba su Amiga Mágica, pálida y agotada, con los labios cubiertos por una costra de vómito. Se inclinó para lavarse la cara y estuvo a punto de desmayarse, pero el agua fría la reanimó y consiguió hacer pis en el inodoro, un pis tan irritante y abrasador que gritó y se oyó un rápido golpe en la puerta —«¿Señorita?»—, pero se apresuró a decir que no, no, estaba bien, no entren, por favor.
Habían quitado la cerradura de esa puerta, ¿por qué?
Junto al lavabo estaban su bolso de mano y el de fin de semana. Con manos temblorosas se quitó la ropa manchada que le habían puesto a la carrera, pensando que la sacarían directamente a la calle, y se puso un vestido de seda morado, el color que la Actriz Morena de Carolina del Norte había usado con tanta elegancia. No se molestaría en ponerse las medias. Debía de haber dejado el liguero en la habitación. Pero siempre que le dieran sus caras sandalias italianas, le daba igual. Se maquilló rápidamente, se pintó la boca hinchada con el pintalabios fucsia y se puso el casquete para ocultar su despeinada melena. Una chica tan estúpida como Sugar Kane se merece una paliza. Mientras salía de la suite, con Dick Tracy a la izquierda y Bugs Bunny a la derecha, los dos cogiéndola por la parte superior de los brazos, vio a través de una puerta entornada al Presidente —¡su amante!—, aunque tenía razones para pensar que ya se había marchado del hotel. Llevaba un elegante traje oscuro, camisa blanca y corbata con cuadros plateados; su cara estaba recién afeitada y tenía el pelo húmedo, como si acabara de ducharse. Hablaba y reía con una joven pelirroja vestida con zahones (¿así llamaban a los pantalones de montar?, ¿zahones?). El Presidente y la pelirroja hablaban con el mismo acento pomposo de Boston, y la Actriz Rubia los miró fijamente, con el corazón desbocado. Murmuró «Ah, perdonen», con intención de entrar en la habitación, despedirse del Presidente y conocer a la pelirroja, pero Dick Tracy y Bugs Bunny la arrastraron con tanta brusquedad que ella temió que fuesen a arrancarle los brazos. El Presidente la estaba mirando. Su rostro se puso del color de un filete poco hecho. Caminó a grandes zancadas hasta la puerta y la cerró en su cara.
Ella intentó defenderse de sus captores. Uno de ellos la sacudió y el otro le pegó; le sangraba la boca.
—¡Ay, mi vestido nuevo!
Era Dick Tracy, que ahora tenía una sonrisa en su huesuda cara.
—No está herida, señorita. Es grasa roja que lleva en la boca.
Ella se echó a llorar. Sangraba por entre los dedos. Uno de ellos le entregó, con cara de asco, un rollo de papel higiénico. Andaban rápidamente por un pasillo. Ella sollozaba, amenazaba con contar cómo la habían tratado, se lo contaría al Presidente, y el Presidente los despediría, y entonces apareció Jiggs, cuyos ojos ahora estaban fijos en ella, ya no eran blancos ni sin pupilas, y le advirtió con voz gélida:
—Nadie amenaza al Presidente de Estados Unidos, señorita. Eso es traición.
Despertó cuando el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Su primer pensamiento fue:
Por lo menos no me dispararon. Por lo menos
.
En el espejo, ¡Whitey lloraba!
—¿Qué pa-pasa, Whitey? —tartamudeó ella.
Muerta de vergüenza, sospechando que lloraba por compasión hacia ella. Su maquillador le tenía lástima.
Era tarde. Una mañana de abril, salvo que fuese ya mayo. En la tercera semana de rodaje. No, debía de ser más adelante, un par de semanas después. Al principio había creído que estaba en su día libre, pero se había dado cuenta de su error cuando el intrépido Whitey llegó a las siete y media de la mañana, como sin duda habían quedado. Nico, el masajista, se había marchado poco antes; una coincidencia, o quizá no fuera una coincidencia, porque los dos eran géminis. Nico también era insomne. Nico por la noche; Whitey de madrugada. Nunca necesitó decirles
No contéis mis secretos, ¿eh?
Ellos no sólo la conocían desnuda; conocían su alma.
Ahora Whitey lloraba, ¿por qué?
Oh, era culpa de ella, ¿verdad? Lo sabía.
¡Era tarde! Siempre era tarde. Supo sin mirar el reloj que era tarde. Aunque las cortinas estaban echadas, tétricamente grapadas a los marcos de las ventanas, impidiendo el paso del menor haz de luz. Gritaría de dolor si, tras aproximarse ligeramente al sueño, tenía que soportar el más delgado rayo de sol en su dormitorio, perforándole los párpados como agujas y devolviéndola a su agitada vigilia. Nico tropezaba en la oscuridad, de buen humor a pesar de su torpeza; Whitey, cuya entrada significaba el final de la noche, estaba obligado a encender la lámpara de bajo voltaje situada sobre la mesita de noche, su ama le había dado permiso para hacerlo. En las peores mañanas, Whitey se sentaba en la cama con su equipo y empezaba los preliminares (limpieza profunda, tonificación e hidratación) mientras ella permanecía tendida boca arriba, flotando en una nube onírica. Pero ésta no era una mala mañana, ¿no?
Sin embargo, Whitey lloraba. Aunque estoicamente, como lloran los hombres, procurando no gemir ni hacer muecas; sólo lágrimas deslizándose por sus mejillas y delatando su dolor.
—¿Qué pa-pasa, Whitey?
—Señorita Monroe, por favor. No estoy llorando.
—Vamos, Whitey, eso es mentira. Estás llorando.
—No, señorita Monroe, no.
Whitey, el obcecado. Whitey, el intrépido maquillador. No recordaba exactamente cuánto tiempo hacía que había empezado con su trabajo esa mañana, pero debía de hacer al menos dos horas, porque ella había consumido seis tazas de café negro, mezclado con tranquilizantes y unas gotas de ginebra (un hábito que había adquirido en Londres, durante el rodaje de otra película maldita), y Whitey se había bebido un litro de zumo de pomelo sin azúcar (directamente de la botella, al estilo de un borracho, con la nuez moviéndose en el cuello). Whitey, que jamás le preguntaría a su ama:
Señorita Monroe, ¿qué le pasó después del viaje a Nueva York en abril? ¡Ay!, ¿qué le pasó?
Whitey, tan discreto con los asuntos de los demás como con los suyos propios.
Whitey, con sus dedos hábiles y sus bolas de algodón mojadas en tónico astringente. Sus aceites calmantes, rizadores de pestañas, minúsculos cepillos y lápices, pastas, coloretes, y polvos que hacían magia, o casi hacían magia. Esta mañana llevaba horas trabajando y ella era sólo parcialmente M
ARILYN
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en el espejo. En mañanas tan gafes, ella no podía salir de su casa, no se atrevía a abandonar el dormitorio, hasta que aparecía M
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. No exigía una M
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perfecta, pero sí una respetable y reconocible M
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. Una persona de la que nadie pudiera decir con asombro en la calle, en La Productora o en el estudio de sonido: «Oh, Dios mío, ¿ésa era Marilyn Monroe? ¡No la había reconocido!». La actriz tenía treinta y nueve de fiebre, a causa de un virus que le bullía en la sangre. Tenía la impresión de que su cabeza estaba llena de helio. A pesar de la fuerte medicación, la fiebre continuaba. ¿Quizá tuviera la malaria? ¿Se la habría contagiado el Presidente? (¿O estaría embarazada?) Uno de sus médicos de Brentwood le había dicho que debía ingresar en el hospital porque tenía los glóbulos blancos muy bajos, pero entonces ella había dejado de ir a verlo. Prefería a los psiquiatras, que nunca la examinaban pero le prescribían pastillas: su interpretación de los problemas de la actriz era teórica, freudiana. Lo que equivale a decir mítica, legendaria.
Una persona tan hermosa como usted no tiene motivos para ser desgraciada, señorita Monroe. Y con su talento. Creo que ya lo sabe, ¿no?
Dos días la semana anterior y otros tres seguidos en ésta, Whitey había llamado a La Productora para comunicarle a C, el director, que la señorita Monroe estaba enferma y no podría ir a trabajar; otros días llegaba con horas de retraso, tosiendo, con los ojos rojos y la nariz goteando o, sorprendentemente, como la radiante y maravillosa M
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.
A veces, la sola visión de M
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en el plató hacía que el equipo de producción prorrumpiera en aplausos y ovaciones. Pero en los últimos tiempos reinaba un silencio absoluto.
C, el célebre director de medio pelo, despreciaba y temía a M
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M
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. C se había enrolado en el proyecto sabiendo a la perfección lo que podía pasar, pero necesitaba el trabajo y el dinero. Ella diría, no sin razón, que C la castigaba cambiando constantemente sus escenas, eliminando párrafos enteros del banal y trillado guión de
Something’s Got to Give
y ordenando correcciones de la noche a la mañana. Cada vez que M
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estaba preparada para una escena, la recibían con un diálogo nuevo. El nombre de su personaje había sido alternativamente Roxanne, Phyllis, Queenie y de nuevo Roxanne. Con la temblorosa risilla de Marilyn, ella le había dicho a C (cuando todavía se hablaban):
—¡Caray! ¿Sabe a qué se parece mucho esto? A la vida.
Esa mañana, M
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sólo asomaba en el espejo brevemente, para retirarse de inmediato como una niña pícara. Aparecía y desaparecía. Su imagen se esbozaba y huía a toda prisa. Vivía en algún lugar de las profundidades de cristal y había que obligarla a salir. Era la Amiga Mágica del Espejo, a quien Norma Jeane había adorado en un tiempo, pero en quien ya no podía confiar. Tampoco el pobre Whitey podía confiar en ella. Ni siquiera Whitey, que era mucho más paciente y difícil de desanimar que Norma Jeane. Porque de repente, mientras le pintaba las pestañas, podía aparecer la artera M
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con los ojos azules resplandeciendo de vida; hacía un guiño y se reía de los dos. Pero minutos después, tras un ataque de tos, los ojos de M
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desaparecían dejando en su lugar los de Norma Jeane, desolados y llenos de autodesprecio.
—Ay, Whitey, dejémoslo —decía.
El maquillador pasaba esos comentarios por alto, porque los consideraba indignos de ella. Y de él.
Norma Jeane hacía todo lo posible para que su voz no delatara la desesperación que sentía. Era lo menos que podía hacer por Whitey, que la adoraba.
El pobre Whitey había engordado y su piel y su pelo se habían vuelto cenicientos durante los años de difícil servicio a M
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. Su cuerpo afeminado tenía forma de pera y su cabeza, una cabeza apuesta con facciones nobles, se veía desproporcionadamente pequeña sobre los grandes y encorvados hombros. Sus ojos empezaban a parecerse a los de su ama: los ojos de un niño envejecido antes de tiempo. Miembro de la tribu de los enanos de Hollywood, era orgulloso, obcecado y leal. Si alguna vez tropezaba con algo en el atestado suelo de la habitación (lleno de ropa, toallas, platos de papel, recipientes de comida, libros, periódicos, odiosos guiones enviados por el agente de Marilyn, igual que desperdicios arrastrados a la playa después de una tormenta), maldecía en voz baja, como haría cualquier persona normal, pero jamás la reñía, y ella estaba segura de que tampoco la censuraba. (Norma Jeane se había cansado de ir ordenando detrás de Marilyn. ¡Sus desordenados hábitos eran claramente defectos innatos e incorregibles! La Productora había contratado a una mujer para que limpiara la casa de la señorita Monroe y atendiera a la señorita Monroe, su inversión, pero Norma Jeane le había pedido que no volviera hasta por lo menos una semana después. «Seguirá cobrando, pero necesito estar sola.» Había descubierto a la mujer revisando sus armarios y cajones, leyendo su diario, examinando la rosa de papel metalizado que estaba encima del piano.) Whitey era su amigo, más querido que el nocturno Nico. Le dejaría una sorpresa en su testamento: un porcentaje de las futuras regalías de las películas de la Monroe, si es que en el futuro había regalías.