Pero el Presidente fue tras ella con una expresión inconfundible en los ojos. Un estudiante de colegio privado preparándose para una travesura. Con el encanto de un tenaz irlandés de Boston, fanáticamente leal a su familia y sus amigos; enemigo acérrimo de todos los que lo importunaban. En todas las escenas, el Presidente era el protagonista, el único actor que tenía guión; todos los demás improvisaban, y se hundían o salían a flote. El Macarra del Presidente sólo atinó a decir con vehemencia, implorando:
—La Monroe se ha tirado a Sinatra, a Mitchum, a Brando, a Jimmy Hoffa, a Skinny D’Amato, a Mickey Cohen, a Johnny Roselli, a Sukarno, ese cabecilla rojo…
—¿A Sukarno? —ahora sí el Presidente estaba impresionado.
El Macarra comprendió que ya no podría hacer nada. Sucedía a menudo. Lo único que pudo hacer fue menear la cabeza y murmurar, con poco tino, que si el Presidente se liaba con la Monroe, debería tomar precauciones, pues se había descubierto que esa mujer padecía una enfermedad venérea de las más virulentas cuando había viajado a Washington para follarse al propio McCarthy con el fin de conseguir que borraran de la lista negra a su ex marido judío y comunista; lo habían publicado en todas las revistas sensacionalistas… El Macarra del Presidente también era un hombre apuesto, de aspecto juvenil a pesar de que sus sienes empezaban a encanecer, con ojos inteligentes aunque llenos de autodesprecio y mejillas regordetas. Su cara parecía cubierta de una salsa blanquecina. En el banquete de Trimalción, habría sido Baco, el Juerguista, con una corona de laurel en la cabeza, sonriendo estúpidamente entre los invitados ebrios, aunque, con franqueza (lo sabía), ya era demasiado mayor para el papel. Una década más tarde tendría los ojos vidriosos y enrojecidos del típico borracho-drogadicto, y un temblor en las manos semejante al de la enfermedad de Parkinson, pero todavía no. ¡Ah, el Macarra favorito del Presidente tenía su orgullo! No se rebajaría a mentir, ni siquiera inducido por el terror que le inspiraba su esposa.
—Con respecto a si ha salido o no con esta mujer, jefe, le diré que no, que yo sepa.
En ese momento, como si le hubiesen hecho una señal, Marilyn Monroe miró con nerviosismo en su dirección. Con un titubeo, como una niña que no sabe si cae bien a la gente o no, sonrió. ¡Qué cara de ángel! Embelesado, el Presidente murmuró al oído del Macarra:
—Concierta una cita, ya te lo he dicho.
Pronto
.
En el código de la Casa Blanca,
pronto
significaba «en menos de una hora».
¿Me querrías si lo supieras? El Príncipe le sonrió y dijo…
Dijo que sabía, ¡que sabía lo que significaba ser pobre!, ¡ser angustiosamente pobre y vivir con el constante temor de lo que va a traer el futuro! No por experiencia personal, pues como todo el mundo sabe su familia es rica, pero sus antepasados irlandeses sufrieron la opresión del conquistador inglés. Trabajaban como mulas en el campo, dijo. Nos mataban de hambre. Su voz se quebró. Yo lo estreché con fuerza. Un momento precioso. Hermosa Marilyn, murmuró él. Somos almas gemelas por debajo de la piel.
Su piel salpicada de pecas ásperas, caliente al tacto como si se hubiese quemado al sol. La mía, suave, fina y pálida como la cáscara de un huevo, se amorata fácilmente si un hombre la oprime en el desenfreno de la pasión.
Hematomas lucidos con orgullo, como pétalos de una rosa deshojada.
Es nuestro secreto. Nunca revelaré el nombre de mi amante
.
Él dijo que sabía lo que era la soledad. Había crecido solo en medio de una gran familia. ¡Yo lloraba al ver que me entendía!
Me
entendía. Él, con su gran nombre estadounidense. Un miembro de la tribu de los elegidos. Le dije que lo reverenciaba y que jamás le pediría nada después de esta noche, salvo que pensara en mí de vez en cuando. Que pensara en M
ARILYN
con una sonrisa. Yo reverenciaba a su familia, dije. Sí, y a su esposa también, tan hermosa, elegante y refinada. Él rió y dijo con tristeza: «Pero ella es incapaz de abrir su corazón como tú, Marilyn. No tiene ni tu sentido del humor ni tu calidez, querida Marilyn».
¡Nos enamoramos tan rápidamente!
A veces pasa. Aunque no se diga.
Puede llamarme Norma Jeane, le dije.
Pero tú para mí eres M
ARILYN
, respondió.
Oh, ¿conoce a M
ARILYN
?, pregunté.
Y él dijo que hacía mucho tiempo que deseaba conocer a M
ARILYN
.
Abrazados en el suelo de la caseta de baño, sobre las toallas de playa y los albornoces que olían a humedad y a cloro. Riendo como niños traviesos. Él había llevado una botella de whisky escocés. Y a pocos metros de allí, junto al hermoso invernadero y la piscina, se celebraba una fiesta. ¡Yo me sentía tan feliz! A pesar de que unos minutos antes estaba triste, arrepentida de haberme dejado convencer para asistir a esa fiesta de fin de semana y de no haberme quedado en mi casita mexicana de Fifth Helena Drive. Pero ahora estaba contenta, riendo como una cría de cinco años.
Es la clase de hombre que hace que una mujer se sienta una verdadera mujer. No se parece a ningún otro hombre que haya conocido. Es un personaje de la Historia
. Haciendo el amor con él, mi Príncipe. ¡Qué rápido, apasionado y excitado como un colegial! Aunque la espalda no la tenía fuerte, un problema de cervicales, dijo, algo temporal de lo que yo no tenía que preocuparme, oh, pero usted fue un héroe de guerra, le dije, ¡ay, Dios, cómo lo venero! Mi Príncipe. Bebimos; él me ponía el gollete de la botella en la boca para que bebiera, y aunque yo sabía que no debía hacerlo porque el alcohol no iba bien con mi medicación, no podía resistirme, como tampoco podía resistirme a sus besos; qué mujer habría podido resistirse a este hombre, este gran hombre, un héroe de guerra, un personaje de la Historia, un Príncipe. ¡Y a sus manos, que eran las manos de un adolescente apasionado, tan desesperadas! Hicimos el amor otra vez. Y otra. Me volví loca. De hecho sentí algo, un asomo de placer: como la llama de una cerilla, algo rápido y fugaz que desaparece en un instante pero una sabe que ha estado ahí y que puede volver. No sé cuánto tiempo pasamos escondidos en la caseta de baño. Nos presentó el cuñado del Presidente. Marilyn, dijo, quiero que conozca a un admirador suyo; y entonces yo lo vi, vi a mi Príncipe mirándome y sonriendo, al hombre que todas las mujeres desean y que tiene una expresión de serenidad y frescura porque sabe que todas las mujeres lo adoran, su propio deseo es una llama que las mujeres avivan y consumen, avivan y consumen durante toda una vida. Yo reí; de repente era la Vecina de Arriba. No era Roslyn Tabor, no era una divorciada. No era una viuda. No era una madre dolorida que había perdido a su bebé a causa de una caída por la escalera de un sótano. No era una madre que había matado a su hijo. Hacía tiempo que no era la Vecina de Arriba, pero enfundada en mi albornoz blanco y con las piernas desnudas, volví a ser la Vecina de Arriba sobre el respiradero del metro. (No, no quería que el Príncipe se enterara de mi verdadera edad: casi treinta y seis. Ya no era una jovencita.) Él dio un respingo porque le dolía la espalda. Fingí no darme cuenta, pero me puse encima de él, encajándolo dentro de mí, con la vagina ligeramente dolorida, el útero vacío que este hombre podría llenar con ese pene tan duro y anhelante; fui lo más delicada posible hasta que, cerca del clímax, él me cogió por las caderas y empezó a dar embestidas, gimiendo como si estuviera fuera de control, tanto que me dio miedo que se hiciera daño en la espalda, como me hacía daño a mí en las caderas, mientras yo decía
Sí, sí, así, sí, sí
, aunque por mi cara y entre mis pechos corrían regueros de sudor, y él me mordía los pechos, me mordía los pezones, diciendo
¡Guarra!, ¡coño sucio!, ¡adoro tu sucio coño!
; pronto terminó todo y yo, agitada y dolorida, trataba de reír como reiría naturalmente la Vecina y me oí decir ¡Aaahhh! ¡Creo que me da miedo!, que es lo que a los hombres les gusta oír; contuve el aliento y dije: si yo fuera Castro, ¡ooohhh!, le tendría mucho miedo; yo era la Vecina, la rubia idiota diciendo: eh, ¿dónde están esos tipos de la seguridad social que lo siguen a todas partes? (porque de repente me di cuenta de que esos hombres, agentes de paisano, debían de estar muy cerca, vigilando la puerta de la caseta de baño, y entonces sentí una oleada de vergüenza y rogué a Dios que no estuvieran escuchando o, peor aún, mirándonos con algún artilugio, como a veces temía que hicieran incluso en mi casa con las cortinas echadas, porque a pesar de que tenía gruesas cortinas negras grapadas a los marcos de las ventanas, intuía que me espiaban y que me habían intervenido el teléfono), y él rió y dijo: te refieres al servicio secreto, Marilyn, y los dos nos echamos a reír, una risa de whisky; yo era la chica de Carolina del Norte a quien todo le importa una mierda, riendo con ganas, desde las entrañas, igual que un hombre. Ah, fue estupendo. El momento de tensión se esfumó, como si no hubiera ocurrido nunca, y yo empezaba a olvidar ya las cosas feas que me había dicho él, mi Príncipe, y que pronto olvidaría que había olvidado, porque a la mañana siguiente sólo recordaría los besos, un placer sexual fugaz como la llama de una cerilla y la promesa de un futuro. Eres una mujer muy graciosa, M
ARILYN
, decía mi Príncipe, ya había oído decir que eras ingeniosa, brillante y fan-tás-ti-ca (me estaba lamiendo las tetas, haciéndome cosquillas), y yo respondí: ah, señor Presidente, también escribo mis diálogos, cada línea que digo, ¿sabe? Él respondió: mmmm, sí y tienes las líneas más bonitas de Hollywood, M
ARILYN
. Yo le acaricié el tupido pelo y dije: puede llamarme Norma Jeane, porque así me llaman los que me conocen, y él dijo: voy a llamarte, nena, siempre que tenga oportunidad.
¡Pronto!
Yo dije: mi
Pronto
, conque ése es su nombre, ¿eh?
En la caseta de baño había una luz tenue. Olía a humedad. A través de las lamas de la pequeña ventana vi, en una arista en lo alto, la luna del desierto. ¿O era una luz borrosa encima de una palmera, detrás de la piscina? ¡La noche del desierto! Tuve la impresión de que volvía a estar en Nevada, de que era Roslyn Tabor, enamorada de Clark Gable, que moriría pronto, y me sentía llena de culpa por estar casada con un hombre al que no amaba. No estaba borracha, pero no habría podido decir dónde estaba exactamente. Dónde dormiría esa noche ni con quién. ¿O me quedaría sola? ¿Y cómo volvería a casa, a Los Ángeles, la Ciudad de Arena, al 12305 de Fifth Helena Drive, en Brentwood? Porque siempre está presente ese miedo horrible —¿cómo volver a casa?—, incluso cuando una sabe dónde está su casa. El Príncipe se limpiaba rápidamente la entrepierna con una toalla, diciendo que esperaba verme otra vez
pronto
, que se marcharía de Palm Springs a primera hora de la mañana, pero que me llamaría. Yo le pregunté: ¿quiere mi número de teléfono, señor Presidente?, porque no está en la guía, es secreto. Él rió y respondió: ningún número es secreto, M
ARILYN
, y yo le dije, con la voz cálida y suave de una colegiala, que si él quería, viajaría al este, sus deseos son órdenes, señor Presidente, añadí bromeando, besando su cara ardiente, y a él le gustó, lo noté; me dijo que tendría un billete en primera clase esperándome y que podíamos encontrarnos en un hotel de Manhattan, que también pasaría por California durante la campaña de recaudación de fondos y que su hermana y su cuñado tenían una casa en Malibú. Y yo dije, ay, sí, eso me gustaría. Mejor dicho, me encantaría.
Pero lo que me dijo después mi Príncipe es un secreto y nunca lo revelaré.
Mientras me cogía la cara con las dos manos, ay, espero haber estado bonita y no sudorosa, con el maquillaje corrido y los pelos de punta, que es como me sentía, pero él hablaba con sinceridad, con el corazón, igual que cuando daba sus discursos y todos lo adorábamos; dijo: tú tienes algo que no tiene nadie más, M
ARILYN
, ninguna de las mujeres que conozco. Existes para ser tocada. Para que se te eche el aliento, igual que una llama. ¡Existes para que se te lastime, incluso! Es como si te abrieras al dolor, y no conozco a otra mujer como tú, M
ARILYN
. Ninguna imagen cinematográfica y ninguna fotografía han enseñado tu alma, M
ARILYN
, como yo la he visto esta noche.
Después de un último beso, mi Príncipe desapareció.
El Príncipe saldría de la caseta de baño completamente vestido, y la Pobre Doncella rubia con la que había estado permanecería en su sitio diez minutos más, tal como había sugerido él, pero los guardaespaldas no la esperaron. Sólo la esperó el Macarra del Presidente, a una distancia prudencial, al otro lado de la piscina, y cuando ella salió por fin, con pinta de ida y el albornoz de toalla mal atado, tambaleándose, llevando en la mano los zapatos de tacón, el Macarra del Presidente se acercó, sonrió y con su característica galantería dijo: ¡señorita Monroe! El Presidente desea que conserve esta pequeña muestra de su aprecio. Era una rosa de papel metalizado (el Macarra la había encontrado en una mesa, donde estaba como toque decorativo en una botella de vino, y se la había puesto en la solapa) y pudo verse cómo la mundialmente célebre M
ARILYN
M
ONROE
, parpadeando con gesto de aturdimiento, cogió la falsa rosa de manos del Macarra del Presidente y sonrió.
—¡Ah! Es preciosa.
Inspiró su fragancia de lata y se sintió feliz.
¿Y si el Príncipe no cumplía su promesa de llamarla?
¿Si ella esperaba, esperaba y esperaba, pero él no llamaba? ¿Y en su confusa y complicada vida llamaban otros, durante esas semanas, pero nunca él? Por fin, cuando casi había perdido la esperanza, recibió una llamada de un misterioso individuo (un nombre que no significaba nada para ella, en medio de su nerviosismo) desde (se le dio a entender) la mismísima Casa Blanca. Y pronto, el cuñado del Presidente, que vivía en Malibú, llamó para invitarla a pasar un fin de semana en su casa.
Será una pequeña reunión privada, Marilyn.
Sólo un grupo selecto de personas. Gente discreta.
Con aparente indiferencia, ella preguntó:
—¿Y él… él también estará?
El galante y seductor cuñado del Presidente respondió, también con aparente indiferencia: