—¡Marilyn! ¿Es verdad que ha intentado suicidarse varias veces?
Otro descarado que aparentemente no es un periodista de verdad, un tipo musculoso, con la piel brillante de sudor, el pelo de punta como un cepillo de dientes y una cara que parece febril, consigue entregar un sobre a la Actriz Rubia, y ésta lo coge al ver que reza S
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en tinta roja y que está decorado con gusto con corazones, como una tarjeta de San Valentín.
Por fin la Actriz Rubia entra en la limusina. La puerta trasera se cierra. Los cristales son tintados, de modo que es imposible ver el interior desde fuera. Los escoltas se dirigen con brusquedad a la multitud —«Denle un respiro, ¿quieren? ¿No ven que está sufriendo?»—, suben al vehículo y éste se mueve, primero despacio porque los fotógrafos le bloquean el paso; después, rápidamente hasta que desaparece. La muchedumbre lo sigue, todavía tratando de llamar la atención a gritos, y los flashes de las cámaras continúan destellando hasta que el boletín informativo termina.
2
—¿Ya estoy divorciada? ¿Todo ha terminado?
—Marilyn, se divorció hace un semana, ¿recuerda? En Ciudad de México. Viajamos juntos.
—Ah, supongo. ¿Entonces todo ha terminado?
—Todo ha terminado, querida. Al menos por el momento.
Los hombres rieron como si la Actriz Rubia hubiese dicho algo ingenioso.
Estaban en el asiento trasero de la veloz limusina, detrás de los oscuros cristales tintados. Ya no se encontraban ante las cámaras. Aquello debía de ser la
vida real
, pero no parecía real. No le resultaba más fácil respirar ni enfocar la vista. Le dolían los dientes delanteros, donde la habían golpeado con un objeto duro, pero se dijo que había sido un accidente, que el reportero no tenía intención de hacerle daño. Su abogado, cuyo nombre no recordó de inmediato, y el relaciones públicas de La Productora, Rollo Freund, la felicitaban; había hecho una interpretación magistral en un momento difícil.
Era mi vida real. Sin embargo, fue una interpretación
.
—Perdonen, ¿ahora estoy divorciada? —al ver sus caras, dedujo que seguramente había hecho esa pregunta antes y que ya conocía la respuesta—. Eh…, quiero decir, ¿tendré que firmar más papeles?
Siempre había más papeles que firmar. En presencia de un notario.
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firmaba esos documentos desviando la mirada. ¡Mejor no enterarse!
En la veloz limusina que era una especie de máquina del tiempo. Ya había olvidado de dónde venía. No tenía idea de adónde la llevaban. Quizá fueran a hacer más publicidad de
Vidas rebeldes
. Rollo Freund era en realidad Otto Öse, ¿y todavía sería un fotógrafo de revistas para hombres? Estaba demasiado cansada para preguntarlo. Rebuscó en su bolso; quería una pastilla de Benzedrina para despertarse, pero no encontró ninguna. O acaso sus dedos estaban demasiado torpes. ¡Ah, cuánto echaba de menos al siniestro doctor Fell ahora que se había ido! (El doctor Fell, un médico residente, se había esfumado de La Productora. Lo había reemplazado otro médico que tenía un aire a Mickey Rooney. En Hollywood circulaba el cruel rumor de que habían hallado al doctor Fell sentado en el inodoro de su bungalow de Topanga Canyon, con los pantalones bajados y una jeringuilla clavada en su brazo lleno de cicatrices; en una versión de la historia, había muerto de una sobredosis de morfina; en otra, de una sobredosis de heroína. ¡Un final trágico para un médico que tenía el saludable aspecto de Cary Grant!)
Ella tenía el sobre de San Valentín en las manos. Hacía meses que aguardaba con impaciencia otra carta de su padre, pero suponía que no sería ésta.
—Estoy tan sola. No entiendo por qué estoy tan sola cuando he querido a tanta gente. Quise a las chicas del orfanato, ¡mis hermanas!…, mis únicas amigas. Pero las he perdido a todas. Mi madre apenas si me reconoce. Mi padre me escribe, pero guarda las distancias. ¿Soy una leprosa? ¿Un monstruo? ¿Una maldición? Los hombres dicen que me aman, pero ¿a quién aman? A Marilyn. Yo amo a los animales, sobre todo a los caballos. Estoy ayudando a una gente de Reno a crear una fundación para salvar a los
mustangs
salvajes del sudeste. Ojalá ningún animal tuviera que morir. Excepto de muerte natural, claro.
Uno de los hombres carraspeó y dijo:
—La entrevista ha terminado, Marilyn. ¿Por qué no se relaja?
Ella intentaba explicar lo injusto que era que la culparan de la muerte de Clark Gable.
—¡Con lo mucho que lo quería! Él fue el único hombre al que he admirado en toda mi vida. Mi ma-madre, Gladys Mortensen, conoció a Clark Gable cuando los dos eran jóvenes y acababan de llegar a Hollywood.
Una vez más le recordaron con suavidad:
—La entrevista ha terminado, Marilyn.
—La razón por la cual el amor se acaba es un misterio —dijo ella con tono casi suplicante—. Ese misterio no lo he inventado yo, ¿no? ¿Por qué me culpan a mí? Sé que una debe seguir jugando a los dados hasta que pierde. Se supone que hay que ser valiente, una buena perdedora. Voy a intentarlo. La próxima vez seré mejor actriz, lo prometo.
Los hombres estaban fascinados por esta famosa actriz de cine. Habían comprobado de cerca que su cara era pura inocencia infantil detrás de la gruesa máscara de maquillaje teatral. Ese maquillaje es ideal para las fotografías, pero chocante a simple vista. Observaron la actitud patética con que apretaba en sus manos el sobre decorado con corazones, como si un mensaje de un admirador anónimo, una declaración de amor de un desconocido, pudiese salvarle la vida.
—¡No me miren así, por favor! No soy un bicho raro. No quiero que me recuerden sólo para contar anécdotas sobre mí. Tampoco quiero firmar más documentos legales. Excepto los del fideicomiso de mi madre. Para que siga en Lakewood después de que yo… —hizo una pausa, confundida: ¿qué iba a decir?—, por si me pasa algo inesperado —rió—. O esperado.
Los dos hombres se apresuraron a decirle que no debía hablar así. M
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era una mujer joven que viviría mucho, mucho tiempo.
3
¡Qué extraño!
Ojalá tuviese a quién contárselo
. ¡Rollo Freund, el representante de prensa / asesor de imagen contratado por La Productora para supervisar a la estrella M
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, era el mismísimo Otto Öse en persona! Regresaba a ella después de más de una década.
Sin embargo, él se negaba a admitir que en el pasado había sido Otto Öse. Rollo Freund decía ser un «nativo de Nueva York» que había emigrado a Los Ángeles a finales de la década de los cincuenta para lanzar una nueva ciencia denominada «asesoría de imagen». En pocos años había tenido tanto éxito que las productoras de cine se disputaban sus servicios. Para las megaestrellas (como M
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) que siempre parecían envueltas en escándalos y publicidad sensacionalista, actrices con posibles inclinaciones autodestructivas, un experto asesor de imagen resultaba imprescindible. Otto Öse, o Rollo Freund, era tan alto y turbador como lo recordaba Norma Jeane, e igual de delgado, con una cara angulosa y picada de viruelas, un párpado izquierdo caído que le daba un aire eternamente irónico y unas curiosas cicatrices, como producidas por espinas, en la frente.
Su corona de espinas. ¡Él, Judas!
Su pelo otrora negro se había aclarado hasta quedar del color de la lana de acero y cubría su cráneo en forma de una curiosa pelusilla grasienta. Debía de tener cincuenta años, pero más que envejecer, se había calcificado. Sus pequeños y arteros ojos parecían espiarte, acuosos y alerta, desde una imperturbable máscara de yeso. Le habían arreglado maravillosamente bien los dientes, al estilo de Hollywood.
El hombre más feo que he conocido. ¡Pero no ha muerto!
Rollo Freund conducía un Jaguar verde botella y vestía caros trajes claros, hechos a medida (según presumía él) por «mi sastre de Bond Street, Londres». Esos trajes se ajustaban de tal manera a su esquelético cuerpo que el pobre no tenía más remedio que sentarse muy derecho, en la misma postura que la Actriz Rubia se había visto obligada a adoptar a los siete años, cuando sus vestidos le quedaban pequeños. En el momento en que se lo presentaron, ella era la astuta Norma Jeane y no la miope y distraída Actriz Rubia, de modo que había reconocido de inmediato a Otto Öse, aunque él se había dejado una perilla cana, llevaba gafas de cristal ambarino y montura metálica y uno de sus trajes hechos a medida. Lo miró, estupefacta, y tartamudeó:
—¿No nos conocemos? ¿Otto Öse? Soy Norma Jeane, ¿me recuerdas?
Rollo Freund, como cualquier actor o mentiroso consumado, se tomó este comentario con serenidad. Él jamás permitía que otra persona dominara una situación en la que él estuviera involucrado. Sonrió con cordialidad a la mujer claramente desorientada.
—¿Oz? Me temo que no conozco a ningún «Oz». Creo que me confunde con otro, señorita Monroe.
Norma Jeane rió.
—Eh, Otto, esto es ridículo. Mira que llamarme «señorita Monroe». Me conoces, soy Norma Jeane. Y tú eres el fotógrafo que me sacó fotos para
Stars & Stripes
, el responsable de Miss Sueños Dorados… ¡Sólo me pagaste cincuenta dólares!… Y no has cambiado tanto; te he reconocido enseguida.
Otto Öse, en el papel de Rollo Freund, rió con ganas, como si la Actriz Rubia hubiese dicho una de sus frases ingeniosas.
—Por favor, Otto —dijo ella con tono suplicante—. Tienes que acordarte. En aquel entonces yo era la señora de Bucky Glazer. Era la época de la guerra. Tú me descubriste y cambiaste mi vida.
La destrozaste, cabrón
. Pero Otto Öse, o Rollo Freund, como insistía en hacerse llamar, era demasiado artero para dejarse seducir por la Actriz Rubia.
No podía sino admirarlo. ¡Qué personaje!
Corría 1961 y en Hollywood, como en todas partes, ya no era un problema ser judío. La época del miedo a los rojos y el antisemitismo había terminado; el odio hacia los judíos se había desvanecido o vuelto más sutil, ahora quedaba limitado a las restricciones para ser miembro de un club o residente de un barrio, pero ya no había listas negras ni persecución de «comunistas»; los Rosenberg habían sido electrocutados hacía tiempo y su fervor de mártires se había reducido a cenizas; el senador Joe McCarthy, el Atila de la derecha, había muerto y sido arrastrado por los demonios al horrible infierno católico que había pretendido crear para otros en la tierra. Otto, o Rollo, no ocultaba su ascendencia judía; hablaba con un acento judeoneoyorquino que a Norma Jeane, después de convivir cuatro años con un judío de Nueva York, no le sonaba convincente. Sin embargo, cuando estaban a solas, Otto, o el intrépido Rollo, se negaba a admitir que tenían un pasado común.
—Lo entiendo. Otto Öse estaba en la lista negra, y por eso te cambiaste el nombre, ¿no? —dijo Norma Jeane.
El hombre negó con la cabeza, perplejo.
—Me llamo Rollo Freund desde que nací. Si tuviera mi partida de nacimiento encima, se la enseñaría, señorita Monroe.
Él siempre la llamaba «señorita Monroe», aunque pasado un tiempo empezó a llamarla Marilyn. Estos nombres sonaban burlones en sus labios. ¿No la había acusado una vez de venderse como una mercancía? ¿No había predicho para ella una muerte de drogadicta? Había dicho que el cuerpo femenino era ridículo. Detestaba a las mujeres. Sin embargo, la había iniciado en la obra de Schopenhauer y le había dado a leer
The Daily Worker
. Le había presentado a Cass Chaplin, que durante una temporada la había hecho muy feliz.
—Ay, Otto, quiero decir Rollo. No lo atormentaré. Seré Marilyn.
No podía dejar de admirar al asesor de imagen por su habilidad para organizar la Conferencia de Prensa sobre el Divorcio y por llevarla a cabo, igual que un director de cine, en una casa prestada. No sólo había marcado los movimientos que haría M
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al salir de la casa para enfrentarse con la prensa, sino también los del abogado y los suyos propios. Hasta los guardias de seguridad habían ensayado.
—Debemos evitar a toda costa el tono melodramático. Vestirá de lino negro; he pedido el traje perfecto a guardarropía y con él parecerá una viuda. Debe presentarse ante esos cínicos como una viuda que ha sufrido una pérdida irreparable, en lugar de como una divorciada contenta de librarse de un matrimonio acabado.
Estaban en el despacho de Z cuando Rollo Freund pronunció este discurso. La Actriz Rubia había estado bebiendo vodka y rió con su nueva risa gutural, igual que una campesina de Carolina del Norte a quien le importara una mierda la industria del cine, su belleza o su talento.
—Tú lo has dicho, Rollo. Un matrimonio acabado, muerto. Un muermo de matrimonio con un muermo de tío (aunque amable, decente y «genial»). ¡Socorro!
Entonces la Actriz Rubia inició uno de sus exaltados numeritos cómicos, al estilo de Fred Allen, Groucho Marx o el fallecido W. C. Fields, mientras los espectadores la miraban escandalizados. Rollo Freund y sus acompañantes masculinos rieron con nerviosismo. M
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era casi siempre la única mujer en esas reuniones, si no contaban a las secretarias y «asistentes»; como ella misma había dicho, era «la única vagina practicante», y aunque los hombres tenían miedo de animarla, la miraban sin perder detalle, memorizando las anécdotas; porque ¿era cierto que M
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no usaba ropa interior? (¡lo era!, ¡se veía!), ¿que a veces no se duchaba en varios días? (¡lo era!, ¡uno podía oler su sudor disimulado con polvos de talco!). Pero los hombres sólo le reían las gracias brevemente.
No convenía animar a la Monroe. Con una histérica, siempre hay un ataque de nervios en puertas. Había que tratarla con guante de seda. No había que olvidar que esa gatita rubia tenía uñas afiladas
.
Esa tarde, sentada en el sofá de terciopelo de Z, se inclinó y se enlazó las manos sobre las rodillas cruzadas. Su actitud era la de una colegiala seria o una jovencita ansiosa por conseguir un papel de actriz. Hablaba con sobriedad.
—¿Cuándo he aceptado dar una conferencia de prensa sobre mi divorcio? Puede que un divorcio no sea una tragedia, pero es un asunto triste y privado. He estado casada cuatro años con un hombre y no puedo… —hizo una pausa, pensando. ¿No podía qué? ¿No podía recordar por qué coño se había casado con el Dramaturgo? ¿Un hombre lo bastante mayor para ser su padre, y con el carácter de un viejo lo bastante mayor para ser su abuelo? ¿No un judío jovial y pícaro (como Max Pearlman, a quien ella adoraba), sino un intelectual místico? ¿Un hombre que no era en absoluto su tipo? ¿No podía recordar su nombre?—. No puedo entender en qué me equivoqué; por lo tanto, ¿cómo voy a aprender de la experiencia? Un filósofo francés dice: «Corazón, instinto, principios». ¿No debería dejarme guiar por los míos? En realidad, soy una persona seria. ¿Por qué no cancelamos la conferencia de prensa? Me siento triste y…, no sé, con ganas de escapar.