A mí me encanta actuar. De verdad, la interpretación es mi vida. Nunca me siento tan viva ni tan feliz como cuando estoy actuando.
Ay, ¿qué he dicho? Bueno, tú me entiendes.
(Entonces ¿por qué tengo tanto miedo? Ya no tendré miedo.)
De manera que aceptó el papel. ¡Un inmediato comunicado de prensa de La Productora! M
ARILYN
M
ONROE
está encantada de volver a trabajar. Sólo entonces leyó el guión de
Something’s Got to Give
, que le llevó hasta la puerta de su casa, en bicicleta, un sudoroso muchacho con bigote. Se sentó a leerlo junto a la piscina (salpicada por la sombra de las palmeras, caparazones de escarabajos, algo que parecía regueros de esperma humano), y una hora después no recordaba ni una sola palabra. Un montón de clichés. Un diálogo idiota. Ni siquiera estaba segura de cuál era su papel. Su nombre cambiaba cada pocas páginas
—Supongo que Marilyn no es más que la gallina de los huevos de oro, ¿no? ¿El señuelo para los inversores?
Hablaba personalmente con Rin-Tin-Tin, un hombre maduro aunque todavía joven, barrigón, con las mejillas flácidas y los ojos entornados igual que los de ella. Él le decía que vamos, lo único que tenía que hacer era aparecer en el plató, repetir las frases que le indicaran y olvidarse de estudiar, volverse loca y hacerles la vida imposible a todos los que la rodeaban.
—Limítate a presentarte y a mostrarte
sexy
y divertida, como la Marilyn de antes. Diviértete un poco, para variar. ¿Qué hay de malo en eso?
Pero ella, indignada, se oyó decir:
—Pues hay cierta mierda que ni siquiera Marilyn está dispuesta a comer.
Y a la mañana siguiente, después de marcar el número de la agencia, se oyó decir:
—Bueno, puede que lo haga. Necesito el dinero, supongo.
Nunca sería demasiado real para ella. La última película con la que se asociaría a M
ARILYN
M
ONROE
.
¡La llamaron a la semana siguiente a la Pascua de 1962!
«¿Dudaba de él? No.»
Por favor, vista discretamente, señorita Monroe
, le habían dicho. Una voz masculina sin identificar, por teléfono. Había habido una serie de mensajes telefónicos, algunos bastante directos y otros, en clave. Ella intuía que se estaba embarcando en
la más emocionante y significativa aventura de mi vida de mujer
. De modo que se había preparado en privado para la experiencia. Ni maquillador profesional, ni un sastre de guardarropía. Se había comprado ropa (a crédito, en Saks, Beverly Hills) en discretos tonos crema y brezo, y aunque acababa de darse un baño de brillo en el pelo rubio platino, lo llevaba parcialmente oculto bajo un elegante casquete. Sólo el pintalabios brillaba, pero ¿no brilla siempre? Era Lorelei Lee, pero sus modales serían comedidos y juiciosos,
dignos de una amiga del Presidente, habida cuenta de que ese hombre es un aristócrata estadounidense
. A pesar de todo, los tipos del servicio secreto asignados para escoltarla la miraron con una reprobación que poco a poco se convertiría en indignación y asco, como si hubiese cuajado.
—¿Acaso esperaban encontrarse con la Madre Teresa?
Era la Vecina de Arriba, la que escribía sus propios diálogos. A veces nadie reía ni reconocía haberla oído.
Los hombres del servicio secreto eran Dick Tracy y cómo se llama…, el hombrecillo casado con Maggie…, ah, sí: Jiggs. Extraños escoltas para llevar a Marilyn Monroe a una cita secreta en el elegante Hotel C de la Quinta Avenida de Manhattan.
Seriamente, se dijo:
Estos hombres han jurado lealtad a muerte al Presidente. Si le dispararan, ellos lo escudarían con sus propios cuerpos
.
Volar desde Los Ángeles a Manhattan en pocas horas es como viajar al futuro. Sin embargo, si llegas varias horas después del día en el que has embarcado, no puedes quitarte la sensación de que has viajado al pasado. ¿Años antes?
Mi vida de Manhattan. Mi vida de casada. ¿Cuándo?
Nunca pensaba en el Dramaturgo, un hombre con el cual había convivido cinco años. Su agente le había enviado una página de
Variety
, una crítica positiva y cualificada de
La muchacha del pelo de oro
. Se había detenido en la frase: «Lo que le falta a este serio montaje es una Magda verdaderamente fascinante. Para que el papel fuera verosímil, se necesitaría…».
En Manhattan los árboles de ginkgo estaban florecidos, y en Park Avenue había hermosos narcisos y tulipanes, ¡pero hacía frío! La Actriz Rubia sintió el golpe, un reproche de su sangre californiana; no había llevado ropa lo bastante abrigada para su romántica visita de un par de días en Manhattan. Allí estaban en una estación diferente. Hasta la luz parecía distinta. Se sentía destemplada, confundida.
Pero la primavera es en abril, ¿no?
Y entonces, descubriendo su error sintáctico:
Quiero decir, en abril es primavera, ¿no?
Estaban en la limusina blindada, que se movía silenciosa hacia el norte por Park Avenue, y el más corpulento de los hombres del servicio secreto, el tipo desabrido con mandíbulas prominentes que le recordaba a Dick Tracy, dijo lacónicamente:
—Estamos en primavera, señorita Monroe.
¿Había hablado en voz alta? No era su intención.
El otro agente del servicio secreto, un hombre bajo y regordete con insulsa cara de patata y vacíos ojos blancos, un calco exacto de Jiggs, se relamió los labios y siguió mirando al frente. Iban vestidos de paisano. Quizá les molestara la misión del día. La Actriz Rubia habría deseado explicarles: «Lo que hay entre el Presidente y yo no es sexual. Tiene poco que ver con el sexo. Es un encuentro espiritual». El conductor de la limusina debía de ser otro agente del servicio secreto; tenía gesto serio, como los otros dos, y llevaba un sombrero flexible. En el aeropuerto se había limitado a saludar a la señorita Monroe con una pequeña inclinación de cabeza. Tenía un misterioso parecido con un personaje de tebeo llamado Jughead.
¡Dios, a veces da miedo! El mundo está lleno de personajes de tiras cómicas
.
El día anterior, un mensajero en bicicleta le había entregado los billetes de avión en primera clase (comprados bajo el nombre falso de «P. Belle», que, según se había enterado a través del cuñado del Presidente, significaba «la Belleza de Pronto»), y durante el vuelo desde la Costa Oeste a la Costa Este tuvo razones para sospechar que el piloto y la tripulación conocían su conexión con la Casa Blanca.
—No sólo que soy Marilyn. Sino que este día es especial. Este vuelo es especial.
En la perversidad de su felicidad, pensó que el avión se estrellaría. Pero no fue así. Hubo turbulencias durante todo el viaje, pero por lo demás fue un vuelo normal. Oh, hay Dom Pérignon, señorita Belle. Especialmente para usted, señorita Belle. Le habían reservado dos asientos para ella sola en la primera fila de la cabina de primera clase. Tratada igual que la realeza. La Pobre Doncella en el papel de la Bella Princesa. Ah, estaba profundamente conmovida. Una azafata designada ex profeso para vigilarla, para asegurarse de que nadie molestara a la Actriz Rubia, que viajaba de incógnito, abstraída en la feliz fantasía de
Una cita. Con él
. Sólo habían hablado tres veces por teléfono desde su primer encuentro, y brevemente. Si no hubiera visto la cara del Presidente en los periódicos y en la televisión (que ahora veía todas las noches), quizá ni siquiera se acordaría de su aspecto, pues a la mortecina luz de la caseta de baño (en la casa de Palm Springs de Bing Crosby, cerca del campo de golf, ¿no?, ¿se habían conocido allí?), habría podido ser cualquier hombre maduro pero juvenil y vigoroso, con una apuesta cara estadounidense y un fuerte apetito sexual. Esa mañana se había medicado con Miltown, Amytal y codeína (una pastilla, porque le parecía tener una ligera fiebre) en prudentes dosis. Era una etapa de su vida, ella habría jurado que transitoria, en la que la estaban viendo dos, tres o cuatro médicos, y cada uno de ellos, ignorando la existencia de los demás, le proporcionaba recetas.
Sólo para ayudarme a dormir, doctor. Oh, sólo para ayudarme a despertar. Y para calmar mis nervios, que están destrozados
.
No, doctor, por supuesto que no bebo
.
Ni como carnes rojas, porque son demasiado pesadas para mi estómago
.
En LaGuardia, con piernas temblorosas, fue la primera en desembarcar.
—¿Señorita Belle? Permita que la ayude.
Una azafata la condujo por el largo túnel acoplado al avión hasta la terminal, donde la esperaban dos hombres serios y hoscos vestidos con trajes de fibra sintética y sombreros flexibles. Al verlos la embargó el pánico:
¿Estoy arrestada? ¿Qué me pasará?
Era la Vecina de Arriba, con una sonrisa estúpida en los labios. Le temblaban tanto las manos que estuvo a punto de caérsele el bolso, pero el más corpulento de los hombres del servicio secreto lo cogió. La llamaban «señorita Monroe» y «señora», como si se sintieran humillados por el solo hecho de que los oyera ella, la mujer a su cargo. Ostensiblemente, rehuían mirar su boca pintada de color fucsia y su voluminoso pecho, que a aquellos cabrones sin corazón les parecía ofensivo.
Es pura envidia, ¿no? Envidiáis a vuestro jefe. Porque él es un hombre de verdad, ¿eh?
Pero estaba decidida a ser amable con ellos. Parloteando a la animada y amistosa manera de la Vecina de Arriba, mientras los hombres la guiaban rápidamente por el aeropuerto (atrayendo miradas de asombro de muchos individuos, pero sin amilanarse ante ninguna de ellas) hasta la limusina. El coche era lujoso, negro, brillante y lo bastante amplio para llevar a una docena de personas.
—Ah, espero que sea blindado —rió con nerviosismo. Se acomodó en el aterciopelado asiento posterior, cubriéndose las rodillas con la falda, pura y perfumada agitación femenina, mientras los hombres se sentaban a ambos lados de ella, junto a las ventanillas. Se preguntó si el Presidente les habría dado instrucciones para que la protegieran también a ella de las balas. ¿Eso iba incluido con la invitación del Presidente?—. Vaya, tantas atenciones me hacen sentirme como una RIP… —volvió a reír con nerviosismo ante el silencio masculino—, quiero decir como una VIP.
Jiggs, el de la cara regordeta, emitió un sonido que habría podido ser una risita. O no. Dick Tracy, de perfil a ella, no dio señales de haberla oído.
Ella pensó:
Estos hombres. Los tres. ¡Llevan armas!
Bueno, estaba ofendida. Un poco. Porque era evidente que no aprobaban su precioso traje de punto en tonos blanco, beis y brezo de Saks, Beverly Hills; el gran escote, el busto prominente y las marcadas caderas. Sus piernas de bailarina. Las sandalias de piel de cocodrilo con tacones de diez centímetros. Se había pintado las uñas de los pies y de las manos de un elegante color nacarado. El pintalabios fucsia, el cabello superrubio y el inconfundible brillo de Marilyn destellando en su piel artificialmente blanca, igual que un estucado blanco en el calor tropical. Esos hombres la censuraban a ella como mujer, como individuo y como
fenómeno
histórico. Esperaba no hacer ningún movimiento en falso, porque ¿y si sacaban las pistolas y le disparaban?
Aunque tenía casi treinta y seis años y estaba en la cima de la fama, qué incómoda la hacían sentirse los hombres que la miraban sin deseo.
Pero ¿por qué? Con lo mucho que podría amaros
.
Mirando hacia otro lado y con un aire de mojigata satisfacción, Dick Tracy le explicó que el Presidente había tenido que cambiar inesperadamente de planes, de manera que los de ella también cambiarían. Una emergencia requería la presencia del Presidente en la Casa Blanca y viajaría hacia allí esa misma tarde. En consecuencia, no pasaría la noche en Nueva York.
—Su billete de avión, señora —le entregó un sobre—, para que regrese a Los Ángeles esta noche. Tomará un taxi desde el hotel hasta LaGuardia, señora.
A pesar de su confusión, la Actriz Rubia pudo pensar con sorprendente claridad, consolándose:
Mi amante no es un ciudadano corriente, es un personaje histórico
.
—Ah, ya veo —se limitó a murmurar.
No podía disimular que estaba sorprendida, dolida. Decepcionada. Al fin y al cabo, la Vecina de Arriba era un ser humano, ¿no? Pero se negó a darle a Dick Tracy la satisfacción de preguntarle de qué emergencia se trataba y que él le respondiera que eso era información confidencial.
La limusina torció por una calle lateral, en dirección a Central Park. Y ella oyó una voz infantil preguntando:
—Su-supongo que no podrán contarme de qué emergencia se trata, ¿no? ¡Espero que no sea una guerra nuclear! ¡O algún asunto desagradable en la Unión Soviética!
Y como si le hubiera leído el pensamiento, Dick Tracy respondió:
—Lo lamento, señorita Monroe. Eso es información confidencial.
Otro desengaño: la limusina no aparcó delante del célebre Hotel C de la Quinta Avenida; sino junto a una entrada trasera, en una callejuela estrecha situada detrás del gigantesco y conocido edificio. A la Actriz Rubia le dieron una gabardina para que se la pusiera sobre la ropa, una prenda barata de arrugado plástico negro, con una capucha para que ocultara su casquete y su pelo; ella estaba furiosa pero obedeció porque aquello empezaba a ser una familiar escena de película, de un vodevil, y ninguna escena dura más de unos minutos. ¡Ah, qué impaciente estaba por escapar de esos fríos hombres y correr a los brazos de su amante! Acto seguido, Jiggs tuvo el descaro de pasarle un pañuelo de papel y pedirle que por favor se quitara «esa grasa roja» de los labios; pero ella, indignada, se negó.
—Señorita, dentro podrá ponérsela otra vez. Tanta como quiera.
—No lo haré —respondió ella—. Déjenme salir del coche.
Sacó del bolso un par de gafas oscuras que le cubrían media cara.
Jiggs y Dick Tracy conferenciaron entre gruñidos y debieron de llegar a la conclusión de que la Actriz Rubia estaba lo bastante desconocida para recorrer una distancia de unos seis metros, porque quitaron los seguros de la limusina, se apearon con cautela y la escoltaron hasta una entrada trasera, bajo una ráfaga de aire de ventilador con olor a comida rancia, y una vez dentro del edificio subieron en un montacargas hasta el piso dieciséis, donde la puerta se abrió y la obligaron a bajar a toda prisa —«Señorita Monroe, salga por favor.» Y ella: «Puedo andar sola, gracias, no estoy lisiada»—, tambaleándose ligeramente sobre los tacones de sus sandalias. Eran italianas, los zapatos más caros que había tenido en su vida, con las puntas en forma de V.