Blonde (122 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Los hombres del servicio secreto llamaron a la puerta de la apropiadamente llamada Suite Presidencial. La Actriz Rubia se sintió incómoda.
¿Acaso soy un trozo de carne, para que me entreguen de esta manera? ¿Como si formara parte del «servicio de habitaciones»?
Pero se había quitado la gabardina negra y se la había entregado a un escolta; la escena cómica había terminado. Otro inexpresivo agente del servicio secreto abrió la puerta y los hizo pasar con una breve inclinación de cabeza y un lacónico «señora» dirigido a la Actriz Rubia. A partir de este momento la escena seguiría un curso zigzagueante, como si la cámara se sacudiera vertiginosamente. La condujeron al cuarto de baño («¿Desea refrescarse un poco, señorita Monroe?») y en el elegante cubículo de mármol y accesorios dorados, ella se retocó el maquillaje, que se había mantenido bastante bien, y se examinó los ojos. Sus grandes, sinceros e inquisitivos ojos de cristal azul, con el blanco todavía descolorido por un millar de capilares rotos que tardaban en sanar, y las blancas patas de gallo que esperaba que su amante no pudiera ver bajo la luz más benévola de la habitación. El Presidente cumpliría cuarenta y cinco años el 29 de mayo de 1962; la Actriz Rubia cumpliría treinta y seis el 1 de junio de 1962; era un poco mayor para él, pero ¿quizá él no lo sabía? ¡Porque Marilyn estaba estupenda! ¡Perfecta en su papel! Perfumada, acicalada, pulcra, con el cuerpo afeitado y el pelo de la cabeza y del pubis recientemente decolorado con una odiosa pasta morada que irritaba su sensible piel, de manera que daba el tipo, era la platina muñeca Marilyn, la amante secreta del Presidente. (Aunque había pasado un mal rato en el avión y vomitado en el minúsculo lavabo, a pesar de que había sido incapaz de comer en las últimas veinticuatro horas. Y después había tenido que reparar los daños, con manos temblorosas, ante un mal iluminado espejo.) Sí, y tenía que admitir que se sentía «tristona» desde que se había enterado de que su cita con el Presidente no duraría una noche entera y un día, como estaba previsto. La Actriz Rubia se tomó una pastilla de Miltown para los nervios y otra de Benzedrina, que le proporcionaba energía y valor instantáneos. Usó el inodoro y se lavó la entrepierna (en Palm Springs, el lascivo Presidente la había besado ahí tanto como en cualquier otra parte de su cuerpo): no repararía en que en la papelera que estaba junto al inodoro había arrugados trozos de papel higiénico manchados de carmín, de un elegante color ciruela, semejantes a los que ella arrojaba ahora.
No. ¡No los vería!

—Por aquí, señorita —un agente del servicio secreto a quien no había visto antes, un hombre con los dientes y el andar ligero de Bugs Bunny, la escoltó por un pasillo—. Aquí, señorita.

La Actriz Rubia, agitada, entró en una habitación amplia pero tenuemente iluminada como si entrara en un escenario cuyos límites se perdieran entre las sombras. La estancia era tan grande como el salón de su casa de Brentwood y estaba equipada con muebles que, ante sus inexpertos ojos, parecían auténticas antigüedades francesas. ¡Qué lujo! ¡Qué romántico! Bajo sus pies, una mullida alfombra oriental. Las pesadas cortinas de brocado estaban echadas, bloqueando el paso al punzante sol de Manhattan en abril, igual que las cortinas de su casa estaban grapadas a los marcos para protegerla del más caluroso sol del sur de California. En la habitación había una mezcla de olores: a tabaco, tostada quemada, sábanas sucias, cuerpos. Repantigado en la cama con dosel estaba el Presidente, desnudo, con el teléfono apoyado en el pecho, hablando rápidamente; su Príncipe, tendido entre las sábanas arrugadas y las almohadas aplastadas, con la cara enfurruñada, roja y ¡tan hermosa! ¿Cómo podía cualquier primera dama ser fría con él? Entrando en un escenario en el que sólo había otro actor para interpretar la escena con ella. Las dimensiones del escenario, igual que el número del murmurante público, desconocidas.
¡Entré en la Historia!

Pero la escena ya había comenzado. Junto al Presidente, en la cama, había una bandeja de plata con platos sucios de yema de huevo seca, cortezas de tostadas quemadas, tazas de café, copas de vino y una botella de borgoña vacía. Un mechón de pelo castaño con hebras de plata caía sobre un ojo del Presidente. Su apuesto cuerpo varonil estaba cubierto por una fina capa de vello que se volvía más densa en el torso y las piernas; era casi como si llevara un chaleco. Sobre la amplia cama había páginas del
New York Times
y el
Washington Post
y, precariamente apoyada sobre una almohada, una botella de whisky escocés Black & White. Al ver entrar a la Actriz Rubia, una visión en tonos beis con una radiante sonrisa fucsia, el Presidente tragó saliva y, sin dejar de hablar por teléfono, le hizo una seña para que se acercara. En reconocimiento de la belleza de la mujer, su pene flácido tembló entre la mata de pelos crespos, igual que una babosa afable que pronto crecería. ¡Vaya, he allí un recibimiento que valía el peregrinaje de cuatro mil quinientos kilómetros!


Pronto
. Hola.

La Actriz Rubia rió con alegría mientras se quitaba el casquete y agitaba su fina melena de platino. ¡Ah, qué escena! Sintió que su nerviosismo y su inquietud se esfumaban. Si había público, era un público invisible; el escenario flotaba en la oscuridad y el espacio iluminado les pertenecía exclusivamente a ella y al Presidente. Lo que más le sorprendió fue el tono de la escena, pues aquél era un encuentro gracioso, informal, relajado, tan lleno de familiaridad erótica que un observador neutral habría pensado que el Presidente y la Actriz Rubia habían tenido muchas citas semejantes, que eran amantes desde hacía muchos años. La Actriz Rubia, que sentía tan poco deseo sexual y habitaba su voluptuoso cuerpo como una niña embutida dentro de un maniquí, miró con fascinación al Presidente.
¡El hombre más atractivo al que he amado! Después de Carlo, supongo
. Se habría inclinado para saludarlo con un beso, pero él tenía la boca pegada al auricular y murmuraba:

—Ajá. Ya. De acuerdo. Mierda.

Le hizo una seña para que se sentara en la cama, ella obedeció y él la rodeó pícaramente con una pierna musculosa y con la mano libre le acarició el pelo, los hombros, los pechos, la bonita curva de las caderas, todo con la expresión de un colegial embelesado. Como si estuviera dolorido, murmuró:

—Marilyn. Tú. Hola.

Y ella respondió, también en un murmullo:


Pronto
. Hola.

—Me alegro de verte, preciosa —dijo él con voz grave y baja—. He pasado un día horrible.

Entonces ella, con una vocecita cálida y apasionada que sin duda la primera dama, con su elegante porte, no habría podido imitar, dijo:

—Me lo han contado, cariño. ¿Puedo ayudar?

Con una sonrisa de oreja a oreja, el Presidente le cogió la mano que estaba acariciando su barbilla sin afeitar y se la puso sobre el pene, ahora erecto; un gesto brusco pero no inesperado, pues en Palm Springs ella se había sorprendido de la audacia de ese hombre, aunque la intimidad inmediata resultaba reconfortante, ¿no?; te ahorrabas muchas cosas y a cambio recibías mucho rápidamente. De forma animosa, la Actriz Rubia empezó a acariciar el pene del Presidente como quien acaricia a un animal doméstico mientras su propietario mira con orgullo. Sin embargo, mal que le pesara a ella, el Presidente no colgó el auricular.

La conversación no sólo continuó sino que adquirió un tono más serio y apremiante; al otro lado debía de haberse puesto otra persona, un consejero de la Casa Blanca o un miembro del gabinete (¿Rusk? ¿McNamara?). Al parecer, hablaban de Cuba. ¡De Castro, el sofisticado rival cubano del Presidente! Aunque ignoraba los hechos, la Actriz Rubia sintió la emoción del desafío. Recordó la foto del apuesto revolucionario barbudo que había aparecido en la portada de
Time
la década anterior; en esa época, Castro había sido un héroe en muchos círculos estadounidenses. Naturalmente, su imagen había cambiado por completo y ahora era uno de los enemigos comunistas. Y a sólo ciento cuarenta y cinco kilómetros del territorio de Estados Unidos. El juvenil Presidente y el aún más juvenil Castro eran actores de un drama romántico y heroico; ambos se autodenominaban «hombres del pueblo» y eran arrogantes, presuntuosos, implacables con sus enemigos e idolatrados por sus seguidores, que les perdonarían cualquier cosa. El primero, el Presidente estadounidense, estaba empeñado en defender la «democracia» en el mundo; el segundo, el dictador cubano, propugnaba una forma extrema de democracia política y económica llamada comunismo y que, de hecho, era totalitarismo. Los dos eran miembros de familias acomodadas, pero se identificaban públicamente con «el pueblo»; uno criticaba con elocuencia los «trapicheos económicos de los republicanos», mientras que el otro dirigía una sangrienta lucha contra el capitalismo, incluyendo el capitalismo estadounidense. La leyenda sobre Castro decía que el intrépido cubano, siempre vestido con uniforme y botas de combate, desdeñaba las medidas de seguridad; a pesar de estar bajo la constante amenaza de ser asesinado, Castro eludía a sus guardaespaldas para mezclarse con las «masas», que lo idolatraban. El Presidente estadounidense habría querido ser igual de valiente, ¡o al menos tener esa imagen! Los dos habían tenido una formación católica y estudiado con los jesuitas, de modo que probablemente les habrían inculcado la idea jesuítica de estar no por encima de la ley de Dios pero sí por encima de la de los hombres, y si Dios no existe, ¿a quién le importa la ley de los hombres?

La apuesta cara del Presidente se puso fea. Maldijo a Castro en unos términos tan fuertes que escandalizó a la Actriz Rubia: ¿debía ella, una ciudadana corriente aunque leal a la democracia, ser testigo de esos comentarios? ¿Acaso los hacía en parte para que lo oyera? La escena rezumaba sexo. La Actriz Rubia había dejado de acariciar el pene del Presidente al darse cuenta de que él estaba distraído y ya no pensaba en ella.
Es Castro. Su rival
. Observó con tristeza los platos sucios, las manchas de carmín color ciruela en la almohada. Empezó a ordenar la cama.
Marilyn era la June Allyson de los símbolos sexuales
. Retiró la bandeja a un lado, evitando mirar las copas. Puso la botella de whisky sobre la mesilla de noche, y sin saber lo que hacía, pues su cabeza bullía a causa de la combinación de Dom Pérignon con los medicamentos, tomó un trago de whisky. ¡Cómo ardió al bajar! Detestaba el sabor. Tosió, escupiendo. Bebió otro trago.

¡Ya eran más de las tres! El Presidente se marcharía pronto, aunque no le habían dicho exactamente cuándo. Pero la conversación continuaba. La Actriz Rubia dedujo que los rusos y los cubanos estaban conspirando.

—Una represalia por lo de Bahía de Cochinos, ¿eh? ¡Ya veremos!

La Actriz Rubia se estremeció, porque el Presidente hablaba de… ¿misiles nucleares?, ¿misiles soviéticos?, ¿en Cuba? Habría querido taparse los oídos. No quería escuchar, no quería arriesgarse a despertar la ira del Presidente, que, según observó, tenía un genio tan fuerte como el del Ex Deportista y el mismo tipo varonil. La furia lo excitaba sexualmente, de modo que era un placer para él. Notó que la miraba, con el pene moviéndose como una cabeza enfadada.

—Vamos, nena —dijo.

El Presidente la cogió por el pelo. Tiró de ella para besarla con brusquedad mientras sujetaba con destreza el teléfono entre el cuello y el hombro. Una voz masculina hablaba con tono monocorde en el auricular de plástico.

—No seas tímida —murmuró el Presidente.

Igual que en una escena ensayada precipitadamente, la Actriz Rubia lo besó y le acarició el pelo, sabiendo lo que esperaba que hiciera, lo que exigía el guión, pero resistiéndose a hacerlo.

—¿Nena…?

Con suavidad, pero también con la firmeza de un hombre acostumbrado a salirse con la suya, el Presidente cogió a la Actriz Rubia por la nuca y le puso la cabeza en su entrepierna.
No lo haré. No soy una prostituta, soy…
De hecho, era Norma Jeane, confundida y asustada. No recordaba cómo había llegado a ese sitio, quién la había llevado allí. ¿Marilyn? Pero ¿por qué hacía esas cosas Marilyn? ¿Qué pretendía? ¿O era una escena cinematográfica? ¿Una película de porno blando? Había rechazado todas las ofertas, pero quizá era 1948 otra vez y ella estaba sin empleo, despedida por La Productora. Cerró los ojos tratando de imaginar la misma habitación de hotel donde se encontraba, una habitación lujosa, y en la que interpretaba el papel de una famosa actriz rubia que se encuentra con el apuesto y juvenil líder del mundo libre, el Presidente de Estados Unidos, para pasar una velada romántica; la Vecina de Arriba en una inofensiva película de porno blando, sólo una vez, ¿por qué no? Buscó a tientas la botella de whisky y el Presidente cedió, le permitió beber. El abrasador líquido la quemaba, pero también la consolaba.

Cualquier escena (siempre que no pertenezca a la vida real) puede interpretarse. Bien o mal, pero puede interpretarse. Y nunca dura más de unos minutos
.

¡Sin discusiones! Estos amantes no discutirían nunca.

La Actriz Rubia estaba desnuda entre las piernas del hombre. Ahora podía respirar. Había conseguido contener una poderosa oleada de náuseas. Había sentido auténtico terror ante la posibilidad de vomitar, de que le dieran arcadas, pues no había sensación más desagradable que las involuntarias arcadas, ¡precisamente en esa cama!
En los brazos de este hombre
. Se disculpó por toser, pero no podía parar. Tragarse el semen de un hombre es un homenaje a ese hombre, pero ¿hay algo más asqueroso?; sin embargo, si uno ama a ese hombre, ¿no debería amar también su polla, su semen? Le dolían las mandíbulas y la nuca, de donde él la había cogido con tanta fuerza al final, mientras levantaba y bajaba las caderas, que ella había tenido miedo de que le rompiera el cuello.
Guarra. Coño sucio. Ah, nena. Eres fan-tás-ti-ca
. En las películas de porno blando, las secuencias se empalman descuidadamente, a nadie le importa mucho la continuidad o la lógica de la trama, pero en la vida real una escena de sexo puede cambiar de tono con naturalidad, y ahora que la conversación telefónica con la Casa Blanca había terminado, ahora que el auricular estaba colgado, la Actriz Rubia esperaba con emoción que el Presidente le hablara, pero al ver que no lo hacía, que se quedaba jadeando con un brazo sobre su sudorosa frente, se oyó decir a sí misma, desesperada por unas frases, cualquier frase, porque no tenía guión:

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