Oye, no hables así. No me gusta ese lenguaje de mierda.
Es realista, Fleece. En la película que estoy haciendo, un vaquero me dice: «Todos tenemos que morirnos algún día».
Joder, pues no le veo la gracia.
No me lo dicen para que me ría, Fleece. A veces me río, pero no esta vez.
Pues sigo sin verle la gracia. ¿Has visto gente muerta? Yo sí. Los he visto de cerca. Los he olido. Los muertos no son divertidos, Norma Jeane.
Ay, Fleece, ya lo sé. Lo que pasa es que «Todos tenemos que morirnos algún día» es un tópico.
¿Un qué?
Algo que se ha dicho antes. Muchas veces.
¿Y por eso tiene gracia?
Yo no me reía, Fleece. No te enfades.
Todo lo que se dice lo han dicho ya otros, pero eso no significa que haya que reírse de ello.
Perdona, Fleece.
En el orfanato eras la más triste. Llorabas con desconsuelo todas las noches y mojabas la cama.
No es verdad.
A las niñas que mojaban la cama les ponían un hule en vez de sábana inferior. Olía fatal. Y siempre era el pequeño Ratón.
¡No es verdad, Fleece!
Joder, qué mezquina fui contigo.
No fuiste mezquina conmigo, Fleece. Me protegías.
Te protegía. Pero era mezquina contigo. Me gustaba hacer reír a las otras niñas.
A mí me hacías reír.
Me siento mal, Norma Jeane. Aquella vez te quité el regalo de Navidad y te echaste a llorar.
No.
Sí, te lo quité. Le arranqué aquella mierda de rabo que tenía. Creo que lo hice porque tenía celos.
No te creo, Fleece.
Le arranqué el rabo a aquel tigre. Lo tuve debajo de la almohada durante un tiempo y luego lo tiré. Supongo que estaba avergonzada.
Oh, Fleece, creía que te caía bien.
¡Y me caías bien! Me caías mejor que nadie. Eras mi Ratón.
Sentí dejarte. Pero fue necesario.
¿Vive aún tu madre?
Oh, sí.
Llorabas mucho. Tu madre te abandonó.
Mi madre estaba enferma.
Tu madre estaba loca y tú la odiabas. Recuérdalo, íbamos a ir a Norwalk, a donde estaba encerrada, para matarla.
¡Eso no es verdad, Fleece! Es terrible eso que dices.
Íbamos a incendiarlo todo.
¡No es verdad!
No dejaba que te adoptaran. Por eso la odiabas.
Nunca he odiado a mi madre. Q-quiero a mi madre.
No te preocupes, Marilyn, no se lo diré a nadie. Es nuestro secreto.
No es ningún secreto, Fleece. No es verdad. Siempre he querido a mi madre.
La odiabas mucho porque no dejaba que te adoptaran. ¿Lo recuerdas? La vieja bruja no quería firmar los papeles.
Yo nunca he querido que me adoptaran, Fleece. Ya tenía una m-madre.
Oye, estuve en Norwalk una temporada.
¡En Norwalk? ¿Para qué?
¿Para qué crees tú, tontorrona?
¿Estabas… enferma?
Pregúntaselo a ellos. Hacen con una lo que les da la puta gana, no se les puede detener. Cabrones.
¿Estuviste encerrada en Norwalk? ¿Cuándo?
¿Cómo coño voy a saberlo? Hace mucho. Estábamos en guerra, me alisté en el ejército. Hice la instrucción en San Diego. Embarqué para Inglaterra. ¡Yo, en Inglaterra! Pero me puse enferma. Tuvieron que enviarme otra vez a Estados Unidos.
Lo siento mucho, Fleece.
Pues yo no. Vestía ropas de hombre, nadie me molestaba. Salvo cuando se jodía algo.
Me gusta tu aspecto, Fleece. Te vi enseguida entre la multitud. Si hubieras sido hombre, habrías sido guapo. Eso me gusta.
Sí, pero no tengo polla, ¿sabes? Si tienes coño pero no lo otro, tienes que hacer lo que la polla mande. Yo sacaría la navaja si me dejasen. No era precisamente tímida. Ahora me asustan más cosas que antes. Quería belleza en mi vida. Viví en Monterrey, en San Diego y en Los Ángeles. He seguido tu trayectoria cinematográfica.
Esperaba que lo hicieras, Fleece. Lo esperaba de todas las niñas.
Te conocí enseguida. «Marilyn.» Vi
Niebla en el alma
y tenía ganas de que tirases por la ventana a aquel renacuajo. ¡No me gustan los niños! En
Niágara
no podía creer que estuvieras tan mayor, y tan guapa. Pero me emocioné mucho cuando te estrangulaban.
Fleece, estás diciendo cosas muy extrañas.
Sólo te digo la verdad, Norma Jeane. Ya conoces a Fleece.
Por eso te quiero, Fleece. Te necesito en mi vida. Que estés en mi vida. ¿Lo entiendes? Así podremos hablar de vez en cuando.
Podría ser tu chófer. Tengo carnet de conducir.
Ahora soy Roslyn. La que sale en la película que estoy haciendo. No soy actriz, sólo una mujer. Procuro ser buena. Los hombres me han hecho daño, estoy divorciada. Pero no resentida. Saldré adelante. Vivo en Reno, quiero decir en el papel de Roslyn. Pero no voy a jugar a los casinos, porque perdería.
He dicho que podría ser tu chófer.
La Productora ya me ha puesto un chófer.
Podría ser la guardaespaldas de Marilyn.
¿Guardaespaldas?
¿Crees que no tengo fuerza suficiente? Pues la tengo. No me subestimes, Norma Jeane.
No te subestimo.
¿Ves esta navaja? La llevo encima para protegerme de los cabrones que quieren joderme.
Vamos, Fleece.
¿Qué? ¿Te asusta?
Fleece, yo creo…, no me gustan las navajas.
Bueno, pues ésta es mía. Es mi protectora.
Creo que deberías dejarla.
Ah ¿sí? ¿Dónde? ¿Dónde debería dejarla?
En un…, bueno, donde la cogiste.
¿La hoja de la navaja? ¿Dónde debería ponerla?
No me asustes, Fleece. Yo no quería…
Marilyn, pareces un poco asustada. Joder.
No lo estoy, es sólo que…
¿Que te he hecho daño? ¿A Norma Jeane? ¿A ti? Yo nunca te haría daño.
Ya lo sé, Fleece. Y espero que sea así.
Ratoncito mío.
Es que me ponen n-nerviosa. Las navajas así.
No tengo miedo de usarla para protegerme. Podría protegerte a ti.
Ya sé que podrías. Y te lo agradezco.
Uno se acerca a Marilyn y le dice una grosería, o se lanza sobre ella. Seré tu guardaespaldas.
No sé, Fleece.
Hay quienes quieren hacer daño a Marilyn. Yo podría protegerte.
No sé, Fleece.
Y una mierda no sabes. Has querido que volviera por eso.
Fleece, yo…
Está bien, dejaré la navaja. Está bien, no habrá navaja. Nunca ha habido navajas. ¿Vale?
Gracias, Fleece.
Siempre he sabido cómo eras, Norma Jeane. Nunca te olvidaré. Comprendí que eras Marilyn. Para todas nosotras.
Besar a Fleece, ¿me atreví a besar a Fleece o soñé que besaba a Fleece y que Fleece me besaba (¡y me mordía!), y que luego los labios se me hinchaban y me escocían? Besar a Fleece como quien aspira éter. Ávidamente, aromas de naranja, y el corazón a punto de estallar.
gracias a Dios
.
El aniversario de boda
. El cuarto. Pasó sin pena ni gloria.
El marido repudiado
. Descubrió que no sólo la encandilaba Gable (y posiblemente se la follaba), sino que además estaba el aún más enigmático Montgomery Clift. Alcoholizado y atractivamente perturbado, con el hermoso rostro desfigurado y lleno de cicatrices por culpa de un accidente de moto que había estado a punto de acabar con él el año anterior; un adicto a las anfetaminas y los barbitúricos (¿se los inyectaba?); encerrado en su caravana como un Dioniso de clausura que se apartaba con su inseparable vodka con pomelo y un amante joven e insolente, casi siempre se negaba a que le hicieran entrevistas e incluso a adentrarse en la soleada y «fantasmal» Nevada hasta que llegaba la noche. En el equipo de rodaje de
Vidas rebeldes
se hacían apuestas sobre si Clift terminaría la película y representaba un peligro mayor aún que la Monroe.
—¿Sabes por qué quiero a Monty Clift? Porque es géminis.
—¿Que es qué?
—Géminis, como yo.
El marido no estaba celoso de un homosexual sentenciado, tenía demasiado orgullo. Ella vio el sufrimiento en sus ojos y le tocó el brazo. (La primera vez que tocaba a alguien en los últimos días.) De repente era Roslyn, la belleza rubia y curativa en plan cursi.
—Bueno, la verdad es que no sé si Monty nació bajo el mismo signo que yo, lo que quiero decir es que es como un hermano gemelo. Hay personas que son como hermanos gemelos nuestros, ¿lo entiendes? Montgomery Clift es el mío.
El marido había llegado a temer a Clift como si fuese un enigma aún más enrevesado que su mujer, cuyas tendencias suicidas (estaba convencido) se debían únicamente a la pérdida del niño. Aquel día terrible en Maine había cambiado la vida de los dos para siempre. Un dolor de mujer, eterno y agotador.
Una mujer es su útero, ¿no?
Y si no es su útero, ¿qué es una mujer?
Sus relaciones se habían modificado sin remedio después de Maine. Después de Nevada, ella dejó de invitarlo a su cama. Y sin embargo, quería tener un hijo con la misma vehemencia que antes; quizá con más vehemencia, ya que tenía un año más y su salud empeoraba. Como le había predicho el médico, tenía dolores abdominales frecuentes y pequeñas pérdidas que la aterrorizaban. Su menstruación era tan dolorosa como siempre, e irregular.
Naturalmente, él no le había dicho lo que le había contado el médico. Lo del útero «lesionado». Lo de los abortos «chapuceros».
Era su secreto, el secreto del marido. Que él sabía y ella no podía saber que él sabía.
Y si no es su útero,
¿qué es una mujer?
En el final feliz de
Vidas rebeldes
, Roslyn y Gay Langland, su amante vaquero, hablan de tener hijos. (No les importa la diferencia de edad.) Después del traumático episodio de los caballos capturados y por último liberados, se van «a casa». Los guía una «estrella polar».
Norma, si no pudiera darte un hijo en vida, te lo daré en esta fantasía tuya
.
¿Acaso importaba que la Actriz Rubia tratase al amo de las palabras con desprecio? En las proyecciones diarias, Roslyn era la sensibilidad en persona. Roslyn seducía a los que detestaban a la Actriz Rubia. Llegaría a admitirse que Roslyn era el papel cinematográfico que Marilyn había interpretado con más sutileza, más complejidad y más inteligencia; incluso en pleno rodaje, con la posibilidad de que la catástrofe estallara en cualquier momento, era un hecho conocido. Roslyn era como un ánfora rota que hubieran restaurado minuciosamente, con paciencia, habilidad e inteligencia, fragmento por fragmento, esquirla por esquirla, con pinzas y cola, vemos sólo el ánfora restaurada sin saber nada del ánfora rota y menos aún de la energía obsesiva que se ha vertido en la restauración. La ilusión de plenitud, de belleza. ¿Delirio?
La estoy perdiendo. Debo salvarla
. El marido repudiado no habría admitido ni siquiera ante sí mismo que había abandonado la profesión literaria. Su yo más profundo. Su vida en Nueva York, con los amigos del teatro, a los que respetaba como no podría respetar a los cineastas. Admitía que H era una especie de genio; pero no un genio de su especie, ya que él necesitaba soledad, intimidad, sondear la imaginación, no darle codazos ni puntapiés. En la Costa Oeste había acabado por ser un criado, no sólo de la Actriz Rubia, que devoraba a cuantos estaban a su servicio con la voracidad de un caimán, sino también de La Productora; también él estaba en nómina, también él estaba «contratado». Se dijo a sí mismo que era sólo temporalmente. Se dijo a sí mismo que
Vidas rebeldes
sería una obra maestra que lo redimiría. Un gesto de amor conyugal que salvaría su matrimonio. Pero su alma estaba en otra parte: en la Costa Este. Echaba de menos su pequeño piso de la calle 72, abarrotado de libros y con calefacción, echaba de menos sus paseos por Central Park, echaba de menos la pendenciera compañía de Max Pearlman. ¡Echaba de menos su ser juvenil! Le asombraba que se representaran obras suyas, pero eran obras que había escrito años antes; no había intervenido en aquellos montajes, ni habría tenido tiempo si se lo hubieran propuesto. Se había convertido en un clásico antes de morir: un destino preocupante. Como Marilyn Monroe, mitificada por millones de desconocidos, mientras la mujer de carne y hueso vomitaba en la taza del retrete, con la puerta abierta de par en par para que el marido, el desesperado y asqueado marido, se viera obligado a oír sin hacer preguntas.
—A nadie le gusta que lo
espíen
, amigo, ¿te enteras?
Y otra vez la encontró afeitándose las piernas en el cuarto de baño, y tenía tan trémula la mano y tan borrosa la vista que arañó y cortó aquella piel blanca como la de un cadáver, aquellas piernas hermosas y esbeltas, y sangraba por una docena de sitios. Casi sollozando de cólera al ver la preocupación de él, al ver la misma cara que ponía:
—¡Largo de aquí! ¿Quién te ha llamado? ¡Vete a la mierda! ¿Soy tan fea? ¿Doy tanto asco? Los judíos desprecian a las mujeres, es tu problema, amigo, no el mío.
Y él se iba y la dejaba con sus gritos. Y cerraba la puerta. Es posible que ella hubiera visto en su cara algo más que preocupación conyugal.
Desde entonces la observó en secreto, sin hacer comentarios. Habría querido decirle: «No te juzgaré. Sólo quiero salvarte». Olvidó su producción teatral. Lo único que quedaba después de escribir durante años eran fragmentos, borradores. Escenas no más extensas que un folio. Había abandonado
La muchacha del pelo de oro
. Ya no creía en su ingenua concepción de Magda, «la muchacha del pueblo». Como había apuntado inteligentemente la Actriz Rubia, Magda habría estado mucho más enfadada de lo que él sabía. Pero había ideado a Magda de aquel modo. Ya no podía concebir a Isaac, su yo adolescente. Los sueños de Entonces no habían vuelto a repetirse. Entonces era agitación emocional, pero también inspiración literaria; desde que se había casado con la Actriz Rubia quedaba muy poco de su vida anterior. Rahway, Nueva Jersey, estaba ya más lejos que el Londres de los infortunios de
El príncipe y la corista
; allí incluso había renunciado a escribir para cuidar de su mujer, que se deshacía en pedazos. (No envidiaba el sorprendente éxito de Marilyn en aquella película de figuras de cera. Los críticos la habían reverenciado. Incluso le habían dado un premio en Italia. Peor que un premio limón para él.) Sin embargo, no podía escribir sobre ella ni sobre su matrimonio. Salvo en privado, en secreto.
Nunca la denunciaría. Nunca la traicionaría. No lo haré
.