Blonde (115 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Pues la verdad era que aún la amaba. Esperaba amarla otra vez.

Aunque ella lo repudiase en público. Aunque solicitara el divorcio.

La vigilaba en secreto, sin hacer comentarios ni emitir juicios.
Se engaña a sí misma. No es Roslyn. Lucha para sobrevivir quitándoles la película a los demás actores. Sus rivales
. La Actriz Rubia se concebía y presentaba como víctima, pero en lo más profundo de su corazón era codiciosa y despiadada. La había visto leyendo
El origen de las especies
con tanta concentración que se habría dicho que estaba aprendiendo sobre su futuro. ¡Marilyn Monroe leyendo a Darwin! Nadie lo creería. Y ahora estaba leyendo los
Pensamientos
, de Pascal. ¡Pascal! (¿Dónde habría conseguido el libro? Se había quedado de piedra al ver que ella lo sacaba de una de sus caóticas maletas, pasaba las páginas y se ponía a leer, dondequiera que estuviese, con la frente arrugada y moviendo los labios.) Pero últimamente ella le hablaba muy poco sobre sus lecturas, y si seguía escribiendo poesías, no se las enseñaba. Ya no leía publicaciones de la Ciencia Cristiana. Y los libros sobre la historia de los judíos y el Holocausto los había dejado en la Casa del Capitán.

Un montón de mierda secándose en el sucio suelo del sótano
.

Con quien más encarnizadamente rivalizaba ella en Reno era con H. Porque H era uno de aquellos hombres que al parecer no deseaban a Marilyn Monroe. Se quejaba de él.

—Todos dicen que es un genio. ¡Pues vaya genio! Lo que le gusta es el juego y los caballos. Está en la película por dinero. No respeta a los actores.

—¿Por qué estamos nosotros en la película? —preguntaba el marido dramaturgo.

—Tú quizá por el dinero. En mi caso, es mi lucha por la vida.

Todo actor arrastra una maldición y es que siempre necesita público. Y cuando el público ve esa necesidad, es como si oliera sangre. Empieza su crueldad
.

H gritó un día:

—¡Marilyn, mírame! —y ella no lo miró—. Mírame.

Estaban en el desierto, en las afueras de Reno, rodando la escena del rodeo. Un día tórrido, con unos cuarenta grados centígrados de temperatura. Y allí estaba H, tripón, empapado de sudor y con aquellos ojos saltones, como un Nerón loco esculpido por una mano desconcertada y paródica. Se levantó con esfuerzo, correteó como un toro y la atenazó por la muñeca; a todos nos habría gustado ver a la Monroe arrojada al ardiente suelo arenoso, porque la Monroe no había hecho más que darnos disgustos, un día y otro día, con aquel sol que pegaba fuerte (a fines de octubre), pero la Monroe se volvió y le dio un zarpazo con rapidez felina. H diría después: «¡En aquella mujer había furia animal! Me acojonó». H pesaba alrededor de cincuenta kilos más que la Monroe, pero no era rival para ella. La Monroe se soltó, salió corriendo y se encerró en su caravana (que tenía aire acondicionado); no supimos qué pensar cuando reapareció a los pocos minutos, con la cara recién arreglada y el pelo bien peinado, porque Whitey y los demás estaban siempre a su alrededor, y allí teníamos otra vez a Roslyn, sonriendo como el gato que se ha comido al canario.

Lo que me dio a entender fue que ella no era Roslyn. No tenía nada que ver con Roslyn. Con la Roslyn que ama a aquellos hombres, a aquellos perdedores, y cuida de ellos. Podía interpretar el papel de Roslyn como un músico toca el instrumento que domina. Nada más. Y quería que yo me enterase. Sólo entonces pudo terminar la escena
.

¡Fleece! Sabía que podía ser una equivocación, pero qué caramba, era como cuando tiras los dados de la suerte. Había que ver lo que salía.

Había pagado a Fleece un pasaje de avión para que estuviera una semana en Reno, hospedada en el hotel Zephyr, para hacerle compañía cuando estuviera deprimida y para ver el rodaje de
Vidas rebeldes
. ¡Estrechar la mano del legendario Clark Gable! ¡De Montgomery Clift! El marido no estaba de acuerdo. Fleece no era una persona «equilibrada», dijo, se veía a la legua, y ella replicó:

—¿Soy yo una persona equilibrada? ¿Lo es Marilyn?

—El problema no eres tú —dijo él—. El problema es esa mujer a la que llamas Fleet.

—Fleece.

El marido había conocido a Fleece en Hollywood, en la calle. Cara hosca, con un mugriento sombrero vaquero, una camisa de raso azul fosforescente, unos ceñidos vaqueros negros que le resaltaban la V de las esqueléticas ingles y unas botas de cuero de imitación. Fleece había estrechado la mano del Dramaturgo con cortesía exagerada y lo llamaba «señor».

—Fleece es la única que me conoce —dijo Norma Jeane—. La única del orfanato que recuerda a Norma Jeane.

—¿Y por qué crees que te conviene eso, cariño? —preguntó el marido con amabilidad.

Norma Jeane lo miró fijamente, incapaz de pronunciar una palabra.

Cariño
. ¿No había destruido ella del todo el amor que sentía aquel hombre?

A Fleece le hacía mucha ilusión la idea de ir a Reno como invitada especial de Marilyn Monroe. Pero le devolvió el pasaje de avión y se presentó en un autobús de línea de la compañía Greyhound. En el hotel, en sólo tres días, gastó en el servicio de habitaciones más de trescientos dólares, básicamente en bebidas. Tenía la habitación hecha un asco, llena de manchas y de quemaduras de cigarrillo; se quedaba dormida en la bañera, con el grifo abierto, el agua se desbordaba y se filtraba al piso de abajo. (Todos estos desperfectos los pagaría Norma Jeane.) Empeñó el reloj de oro que Norma Jeane le había regalado en un impulso, quitándoselo de la muñeca (un regalo de Z con la inscripción P
ARA MI
S
UGAR
K
ANE
). Empeñó varios objetos propiedad del hotel, entre ellos una lámpara de bronce en forma de caballo encabritado que sacó de la habitación envuelta en la cortina de la ducha. Perdió hasta el último centavo del crédito de cien dólares que le había abierto Norma Jeane en los casinos. No fue al plató de
Vidas rebeldes
ni una sola vez. Besó a Norma Jeane en la boca, con lengua y frenesí, delante del marido dramaturgo, que estaba medio borracho o lo fingía. Abandonó al matrimonio bruscamente, en plena cena en un restaurante de Reno, la detuvieron aquella madrugada en el bar de un casino por alborotar y haber herido con una navaja a un mozo de la mesa de
blackjack
y a un guardia de seguridad, y estuvo entre rejas acusada, entre otras cosas, de agresión con arma mortal, hasta que Marilyn Monroe, precisamente Marilyn Monroe (el sensacionalista
The National Enquirer
sería el primero en publicar la morbosa noticia, con una foto grande de Marilyn con aspecto de drogada, gafas negras y pintalabios corrido, bajando la cabeza para ocultarse de las cámaras fotográficas), se presentó para depositar los mil dólares de la fianza. Poco después desapareció de Reno, seguramente en otro Greyhound, sin dejar más que una nota que introdujo por debajo de la puerta de la habitación de Norma Jeane.

Q
UERIDO
R
ATÓN
:

¡V
IVE ETERNAMENTE EN
M
ARILYN POR NOSOTRAS
!

T
U FLEECE QUE TE QUIERE

El marido repudiado
. Oyó un roce en la puerta. Por la noche. Dormían en estancias distintas de la suite. Él, en un sofá y ella, en el dormitorio, insomne, bebiendo Dom Pérignon, leyendo y escribiendo en el manoseado diario con mano trémula: «Entre nosotros y el cielo y el infierno sólo está la vida, lo más frágil que hay en el mundo», hasta que se le desenfocó la vista y se concentró en el proceso de salir de la cama (¡y qué alta era aquella cama!), y sintió tanta flojedad en las piernas que tuvo que ir gateando como un niño hasta la puerta, pero se equivocó de puerta, no era la del cuarto de baño. La encontró desnuda (ella siempre dormía desnuda), sollozando y arañando la puerta, y vio con alarma y asco que se había ensuciado encima y en la moqueta. No era la primera vez.

Quizá no exista más que / / / / lo que va a suceder

Aquella vez Marilyn salió sola, con nosotros, a recorrer los bares y casinos, y en el casino Horseshoe estaba H en la mesa de los dados, y nos dijo que nos acercásemos. H era un jugador compulsivo y como a todos los de su especie no le angustiaba perder, sino tener que abandonar el juego, salir del casino y volver a su hotel solo. Estaba borracho y sentimental, ya que faltaba poco más de una semana para terminar el rodaje en exteriores, y se decía a sí mismo que
Vidas rebeldes
podía ser una obra maestra o una gran cagada. H le cogió la mano a la Monroe y se la besó. ¡Vaya par! Se peleaban tanto en el plató que cuando estaban así ni siquiera se acordaban de quién había tocado las narices aquel día, quién debía disculpas a quién, aunque es posible que hubieran hecho las paces para variar. H ganó unos centenares de dólares y dio a Marilyn un crédito de cincuenta, y la Monroe dijo con su vocecita infantil que ella nunca apostaba porque perdía siempre, ya que las probabilidades de la banca eran superiores a las suyas, y H la interrumpió como haría un director de cine y, sin darse cuenta de su grosería, dijo: «Querida, tira los dados de una puta vez», y la Monroe se rió con una risa nerviosa y estrangulada, como si con aquellos dados se estuviera jugando la vida, los tiró y ganó; hubo que explicarle por qué había ganado (los dados son un juego complicado); la Monroe sonrió a los espectadores que aplaudían y dijo a H que quería retirarse ahora que ganaba, porque estaba segura de que perdería si tiraba otra vez, y H la miró con asombro y dijo: «Querida, eso no es propio de Marilyn, de la Marilyn a la que yo conozco. Eso es no tener una mierda de deportividad, no hemos hecho más que empezar». La Monroe parecía asustada. (Había multitud de mirones y algunos incluso hacían fotos, pero no la asustaban estas personas. Los desconocidos que la miraban absortos, murmurando: «Es Marilyn Monroe», le hacían sentirse segura y protegida.) Dijo: «Pero cómo, ¿es que usted juega hasta que pierde? A mí no me gusta así». Y H dijo: «Exactamente, querida. Se juega hasta que ya no queda nada que perder».

Esto es lo que hicieron aquellos dos aquella noche en el casino Horseshoe, la última semana que pasamos en Reno, Nevada.

El marido repudiado
.

Con la confusión del sufrimiento permitió que dijeran que había dicho: «Yo le he dado
Vidas rebeldes
y aun así ella me ha dejado. La quiero y no entiendo nada».

El cuento de hadas
. Unas películas las hacemos, las olvidamos mientras las hacemos y ni siquiera nos molestamos en ir al preestreno, pero hay otras por las que sentimos tal angustia que no las olvidamos nunca, las vemos multitud de veces, acabamos amándolas, acabamos convenciéndonos de que hemos amado cada minuto de la producción de la película, como podríamos convencernos en la hora de la muerte de que hemos amado cada minuto de nuestra propia y misteriosa vida. Por eso nos gustaba el cuento de hadas que era
Vidas rebeldes
. Nos gustaba que la Monroe y Gable se amasen. Eran la Bella Princesa y el Príncipe Encantado paseando por el desierto en el crepúsculo, hablando bajo y riéndose. La Monroe tenía a Gable cogido del brazo. Era una niña traviesa que se pegaba a él. Quedó claro que Gable, con cincuenta y nueve años cumplidos, estaba firme como una roca. Tenía una cara despierta, ancha y surcada por multitud de arrugas. Y aquel bigote tan fino. Y aquella semisonrisa burlona.

¿Creías que Gable no era real? ¿Que no puede morir como cualquiera, de un ataque al corazón, dentro de unas semanas?

También quedó claro que la Monroe, con treinta y cinco años cumplidos, no volvería a ser la Vecina de Arriba, y tenía el pelo prematuramente canoso, de un blanco ceniza en las sombras crecientes, pero ¿y sus ojos?, aquellos ojos antaño bellos siempre húmedos y desenfocados (un detalle que la cámara no recogía; la cámara siempre quiso mucho a la Monroe), como si, hablando con ella, uno no estuviera allí para ella, como en esas imágenes repentinas que en los sueños se ponen delante de otros, y desaparecen y se van sin dejar rastro ni recuerdos, y a pesar de todo, la Monroe casi siempre respondía con coherencia, y solía ser ingeniosa y estar animada, «haciendo» de Marilyn para que sus interlocutores sonrieran. En aquella escena, la Bella Princesa con camisa, pantalón y botas, y el Príncipe Encantado vestido de vaquero y con sombrero, rodeados por el penetrante aroma de la artemisa. Era una noche estrellada. La música tan baja que casi no se oía. A lo lejos se veía el resplandor de Reno como una extraña fosforescencia subacuática.

—Es curioso cómo hemos acabado —dijo ella.

—No hables así, querida. Tú estás lejos de haber acabado —dijo él.

—Quiero decir aquí, en el desierto de Nevada. Señor Gable…

—Pero, Marilyn, ¿no te he dicho que me llames Clark? ¿Cuántas veces te lo he dicho?

—C-clark. Cuando mi madre era pequeña, repetía que usted era mi padre —dijo con nerviosismo, y dándose cuenta de la equivocación, rectificó—: Quiero decir que cuando yo era pequeña, mi madre repetía que usted era mi padre.

Gable dio un bufido y rió con ganas.

—¡Hace mucho de aquello! —dijo.

Ella se quejó tirando del brazo masculino.

—Eh, que no ha pasado tanto tiempo desde que fui pequeña, Clark.

—Joder, Marilyn, ya soy viejo —dijo Gable con amabilidad—. Tú lo sabes.

—Usted nunca será viejo, señor G-gable. Los demás aparecemos y desaparecemos. Yo no soy más que una rubia. Hay demasiadas rubias. Pero usted, señor Gable, durará siempre.

Le estaba suplicando y Clark Gable tenía suficiente caballerosidad para concederle la posibilidad.

—Si tú lo dices, querida.

Los diversos ataques cardíacos que había sufrido le habían dejado un regusto a muerte en la boca, y sin embargo no se había quejado como los demás de los retrasos de la filmación ni de las continuas tensiones que causaba la imprevisible conducta de la Monroe.
Esa mujer no está bien. Lo estaría si pudiera
. Tampoco se quejó de estar rodando con temperaturas de sauna, y en el papel de Gay Langland quiso interpretar en persona muchos momentos físicamente difíciles que pasaba el personaje, y una vez, por culpa de una cuerda enganchada, lo arrastró un camión que iba a cincuenta kilómetros por hora. Sí, Gable sabía que tenía que morir algún día. Pero había vuelto a casarse, con una mujer joven. Y su mujer estaba embarazada. ¿No indicaba aquello que iba a vivir muchos años, para ver crecer a su hijo?

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