El elixir
. Con esos misteriosos polvos y líquidos prepararía un elixir tan delicioso para ella como el Dom Pérignon, e igual de embriagador.
El cuento de hadas
.L
A
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RINCESA EN
L
LAMASEl Príncipe Encantado cogió a la Pobre Doncella de la mano
y le ordenó «¡Ven conmigo!».
La Pobre Doncella no pudo sino obedecer,
pues estaba encandilada por la belleza del sol rojo
que brillaba sobre las aguas del mundo.
¡Confía en mí!, dijo el Príncipe Encantado,
y ella confió en él.
¡Obedéceme!, dijo el Príncipe Encantado,
y ella lo obedeció.
Adórame, dijo el Príncipe Encantado,
y ella lo adoró.
Sígueme, dijo el Príncipe Encantado,
y lo seguí.
Animosamente, a pesar de mi miedo a las alturas,
subí la alta escalera de 1.001 peldaños,
todos ellos en llamas.
¡Ponte a mi lado!, dijo el Príncipe Encantado,
y yo me puse a su lado,
aunque ahora estaba asustada y
deseaba volver a casa.
En la alta plataforma que se sacudía al viento,
muy por encima de la clamorosa multitud,
el Príncipe Encantado cogió la varita mágica
del Director.
Pero ¿quién eres?, pregunté
y él respondió: soy tu amado.
Me habían bañado en aguas perfumadas,
librándome de las impurezas del cuerpo,
y todos los resquicios de mi ser
estaban escrupulosamente limpios.
Habían decolorado el feo pelo de mi cráneo,
dejándolo fino como la seda,
habían arrancado todos los pelos de mi cuerpo
y el fragante aceite que me cubría me daría el poder
de soportar un dolor insoportable para otros.
Es una pócima mágica, prometió el Director,
extendida sobre la piel se mezclaría con el aceite corporal
para crear una capa de invulnerabilidad semejante a una coraza
y aun así fina como la translúcida membrana de un huevo
y ardería y ardería sin causar dolor.
He aquí el elixir que has de beber, dijo el Director.
Y yo cogí la copa en mi mano, que temblaba,
y alzándome sobre el clamoroso público titubeé,
pero el Príncipe Encantado ordenó: ¡bebe!
Yo temblaba de miedo.
Quise hablar, pero el viento se llevó mis palabras.
Aquí. Junto al borde de la plataforma, dijo el Director.
Te ordeno que bebas el elixir.
Quiero volver atrás, dije.
Pero el viento se llevó mis palabras.
¡Bebe y serás la Bella Princesa!
Bebe y serás inmortal.
Bebí del elixir.
Era amargo y se me atragantó.
Apura el elixir, dijo el Director.
Hasta la última gota.
Así que apuré el elixir,
hasta la última gota.
Ahora te sumergirás, dijo el Director.
Ahora eres la Bella Princesa
e inmortal.
El Director enardeció a la multitud.
Abajo había una cuba con agua para que yo me lanzara.
Abajo, una banda tocaba música de circo.
El público empezaba a impacientarse.
El Director encendió una antorcha.
El Director enardeció a la multitud.
No sentirás dolor, dijo el Director.
Yo estaba hipnotizada por las llamas…
No podía mirar a otra parte.
El Director acercó la antorcha a mi cabeza
y un instante después mi pelo estaba en llamas
y mi cuerpo desnudo se abrasaba.
Levanté los brazos, con la cabeza ardiendo
en columnas de fuego.
Ahora la multitud estaba callada,
una enorme bestia observando.
El dolor que sentía era insoportable.
¡Qué dolor!
Mi pelo en llamas, mi vientre en llamas, mis ojos en llamas,
dejaría atrás mi cuerpo incendiado.
¡Salta!, ordenó el Director. ¡Obedece!
Salté de la plataforma a la cuba con agua.
Era una piedra preciosa ardiente, un cometa cayendo sobre la tierra.
Era la Princesa en llamas, inmortal.
Me lancé a la oscuridad, a la noche.
Lo último que oí fueron los gritos desquiciados de la multitud.
Corrí por la playa, descalza, con el pelo agitándose al viento.
Era Venice Beach al amanecer, yo estaba sola, la Princesa en llamas había muerto.
Y yo estaba viva.
El Francotirador
. Vestido con ropa oscura y la cara cubierta con un pasamontañas, el Francotirador entró por la puerta trasera de la aislada casa de estilo mexicano del 12305 de Fifth Helena Drive. Tenía la llave que le había entregado el informante R. F. El Francotirador cumplía órdenes y esas órdenes tenían que ver con hechos materiales, con pruebas. No era quién para entender. Ni siquiera entendería sus propias acciones. En él no había pasión ni piedad. Planeando, ingrávido, por la casa oscura igual que un ave rapaz en el aire. No vería su reflejo en un espejo. El haz de luz de su pequeña linterna no era más ancho que un lápiz, pero aun así, poderoso y firme. La voluntad del Francotirador era poderosa y firme.
El Mal es el nombre del objetivo. Cuando hablamos del objetivo, nos referimos al Mal
. No sabía si la Agencia lo había enviado a esta misión para proteger al Presidente de la zorra rubia del Presidente, que era una amenaza para él y en consecuencia para la «seguridad nacional», o si esa noche ejecutaría una acción que, una vez hecha pública, dañaría la imagen del Presidente por alternar con la zorra rubia. Porque el Presidente y la Agencia no siempre eran aliados; la Presidencia era un poder efímero y la Agencia, un poder permanente. El Francotirador estaba al tanto de las antiguas conexiones de esta mujer con organizaciones subversivas de Estados Unidos y el extranjero, de su matrimonio con un judío subversivo, de su aventura sexual con el comunista de Indonesia Sukarno (un encuentro en el hotel Beverly Hills en abril de 1956) y de su apoyo público a dictadores comunistas como Castro; sabía, y esto lo hubiese enfurecido de haber sido un hombre apasionado en lugar de un calculador, que esa individua había firmado exaltadas peticiones en contra del poder del propio Estado al que él había jurado defender con su vida. Sin embargo, no especularía. Recogería pruebas en un maletín y se las enviaría a sus superiores para que las examinaran y destruyeran. Él, personalmente, no destruiría ninguna prueba. Él no sabría nada de anotaciones comprometedoras en un diario, documentos o materiales que podían usar (o habían usado) para un chantaje. El primero de estos objetos fue una polvorienta rosa de papel metalizado que encontró en un florero en el salón y guardó en su maletín. A continuación, un diario en el cual habían introducido varias hojas sueltas y que estaba sobre una mesa pequeña del comedor, atestada de libros, guiones, periódicos, tazas, copas y platos sucios. Hojeó rápidamente este cuaderno, sabiendo que era una prueba y que debía confiscarse. Palabras distribuidas como «poesía» con una caligrafía insegura e infantil.
Tan alto llegó el pájaro en su vuelo,
que ya no pudo decir «éste es el cielo».
Si el ciego puede ver,
¿qué no podré
yo
hacer?Para mi hijo
Contigo,
el mundo vuelve a nacer.
Antes de ti…
nada existía.
¡Un hijo! Eso sonaba peligroso para alguien.
Los japoneses tienen un nombre para mí.
Me llaman Monchan.
Me llaman «preciosa niñita».
Cuando mi alma voló de mi cuerpo.
¡Japoneses! No le sorprendió.
¡Socorro! ¡Socorro!
Socorro, siento que la Vida se acerca
El Francotirador sonrió. Metió una mano en la chaqueta, palpando la pluma de águila real que llevaba junto al corazón. Acto seguido encontró listas de palabras, obviamente en clave y escritas con la misma letra infantil para despistar. «Ofuscar, oblación, contumaz, plañidero, emergente, excoriación, palingenesia / metempsicosis.» El Francotirador introdujo este material en su maletín, para que los expertos lo descifraran, analizaran y destruyeran. Porque toda prueba que entraba en la Agencia se destruía en las gigantescas trituradoras o en los incineradores de la propia Agencia. (¿Sucedería lo mismo con los agentes, algún día serían borrados de los archivos de la Agencia? Ésa no era una pregunta digna de un patriota.)
Lo único que quedaría sería un expediente enigmático en su brevedad y su lenguaje, indescifrable incluso para la mayoría de los agentes. El Francotirador se dirigió ahora al oscuro dormitorio, situado en el fondo de la casa. Allí, la encontró en la cama, aparentemente dormida. Basándose en su ronca e irregular respiración, el Francotirador dedujo que estaba inconsciente. Su informante, R. F., se lo había garantizado: la Actriz Rubia se sumía cada noche en un profundo sopor inducido por las drogas y no era fácil despertarla. Aunque en 1962 el Francotirador era un experto profesional y no un joven bravucón que viajaba en la camioneta de su padre con un fusil del 22 preparado para disparar, seguía sintiendo una punzada de excitación en las proximidades de su presa. Y en especial ante esta presa, la famosa Actriz Rubia. Porque las presas como esta hembra siempre son «inconscientes»: ignorantes e impersonales.
El objetivo nunca es personal. Igual que el Mal nunca es personal
. La zorra del Presidente era una alcohólica y una drogadicta, de manera que su muerte no sorprendería a nadie en Hollywood y sus alrededores. Sobre su mesilla de noche había un sórdido despliegue de frascos de pastillas, ampollas y un vaso medio lleno de un líquido turbio. Junto a la ventana vibraba y zumbaba un pequeño aparato de aire acondicionado ineficaz para purificar el punzante hedor femenino mezclado con polvos de talco y perfume, toallas y sábanas sucias y un penetrante olor a una sustancia química que hacía llorar los ojos del Francotirador; dio gracias por llevar un pasamontañas de tejido tupido, que le protegía la boca y la nariz de ese aire enrarecido.
El sujeto no ofrecerá resistencia
. Las palabras de R. F., confirmadas.
La mujer estaba desnuda, cubierta por una sábana blanca como si ya estuviese en la camilla del forense. La sábana se adhería a su cuerpo febril, marcando el vientre, las caderas y los pechos de una manera a la vez excitante y repugnante. Debajo de la sábana, ¡las piernas lascivamente abiertas, con una rodilla semiflexionada! Uno de sus pechos, el izquierdo, estaba casi al descubierto. El Francotirador habría querido taparlo. El enmarañado cabello platino, semejante al de una muñeca y fantasmagóricamente pálido, era casi invisible sobre la almohada. Su piel también era fantasmagóricamente pálida. El Francotirador había visto muchas veces a esta mujer y siempre le había sorprendido la blancura y la antinatural suavidad de esa piel. Y lo que el mundo, con su cobarde servilismo, llamaba «belleza». También los grandes pájaros del cielo, las águilas reales y los halcones peregrinos eran hermosos en vuelo y sin embargo podían reducirse a simple carne para después colgar sus cadáveres de unos postes.
Ahora sabes lo que eres. Ahora ves el poder del Francotirador
. Los párpados de la mujer temblaron como si hubiese oído sus pensamientos, pero el Francotirador no tuvo miedo; en semejante estado, «el sujeto» podía abrir los ojos y sin embargo no ver nada, perdida en sus sueños y ajena a todo lo que la rodeaba. Su boca estaba flácida como un tajo cortado en la cara, y los músculos de sus mejillas se movían espasmódicamente, como si quisiera hablar. De hecho, gimió en voz baja. Tembló. Tenía el brazo izquierdo sobre la frente, enmarcando su cabeza. Exhibiendo una axila cuyos pelos rubios oscuros brillaron a la luz de la linterna, inspirando repugnancia al Francotirador. Sacó una jeringuilla del maletín. Un médico contratado por la Agencia la había preparado con Nembutal líquido. Aunque el Francotirador llevaba guantes, éstos eran de fino látex, como los que usaría un cirujano. Sin prisa alguna, el hombre dio vueltas alrededor de la cama, calculando el mejor ángulo de ataque. Debía ser un ataque rápido y certero, tal como le habían ordenado. Lo ideal habría sido sentarse a horcajadas sobre su objetivo, pero no podía arriesgarse a despertarla. Finalmente, se inclinó sobre el lado izquierdo de la mujer inconsciente y mientras ella respiraba hondo, levantando la caja torácica, le hundió la aguja de quince centímetros en el corazón.
La Hacienda
. ¡En la oscura platea! Fue su momento más feliz. Reconoció el Teatro Egipcio de Grauman de su infancia. Aquellas tardes en las que madre trabajaba pero ella no se sentía sola porque podía ver el programa doble y memorizar todo lo posible para contárselo a madre, que se quedaba embelesada ante sus exaltados relatos sobre el Príncipe Encantado y la Bella Princesa y a veces le pedía que le contara más. En el cine no debía sentarse junto a hombres solos. Hombres solitarios. Así que esa tarde, sentada cerca de dos señoras con las bolsas de la compra, supo que estaría segura, ¡y fue tan feliz! Aunque la película terminó con la muerte de la Bella Princesa, su dorado cabello extendido sobre la almohada y el Príncipe Encantado afligido junto a ella, y cuando se encendieron las luces, las mujeres se enjugaban las lágrimas y ella se enjugó las suyas y se limpió la nariz con la mano, pese a que la cara muerta de la Bella Princesa empezaba a desvanecerse ya, una imagen en una pantalla con menos sustancia que el aleteo de un colibrí.
Salió del cine deprisa, antes de que alguien pudiera hablarle como hacían a veces, y fuera anochecía, brillaban las luces de la calle y el día era sorprendentemente húmedo y fresco, porque llevaba prendas ligeras, las piernas desnudas y expuestas y una camiseta de algodón de manga corta, como si se hubiese vestido o la hubiesen vestido para otra estación. Emprendió el camino a casa andando cerca del bordillo, como le había dicho madre. Había poco tráfico; un tranvía pasó ruidosamente a su lado, pero dentro no parecía haber nadie. No podía perderse; conocía el camino. Sin embargo, al llegar junto al edificio de apartamentos de su madre vio que era L
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ACIENDA
y no el otro, y comprendió que se había confundido de época. Aquello no era La Mesa sino Highland Avenue; aunque era La Mesa, porque ahí estaba el edificio estucado de estilo colonial, con los postigos verdes que Gladys llamaba adefesios y con la herrumbrosa escalera de incendios que, según bromeaba Gladys, se derrumbaría bajo el peso de cualquiera que intentara escapar del fuego. El umbral de L
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ACIENDA
estaba cegadoramente iluminado como un plató de cine, pero alrededor de la entrada sólo había oscuridad, y de repente tuvo miedo.