Encogida en el banco de la ventana de la Habitación del Niño, soñando, feliz, limpiándose las lágrimas de los ojos, con el cavernoso cielo muy arriba y el sótano de suelo sucio tan abajo que no alcanzaba a oír sus amortiguados murmullos, Norma Jeane se esforzó, probó, buscó… pero no pudo terminar la balada.
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La Habitación del Niño
. Sabía, lógicamente, que el niño nacería en Manhattan. En el Columbia Presbyterian Hospital. Si todo salía según lo previsto. (¡El 4 de diciembre era la fecha mágica!) Sin embargo, allí, en la Casa del Capitán de Galapagos Cove, Maine, soledad en abundancia y mucha felicidad de ensueño a lo largo del verano, había creado un cuarto infantil de fantasía en el que ponía artículos que compraba en las tiendas de antigüedades y en los mercadillos de la carretera. Una cuna de mimbre, de color blanco cremoso y decorada con flores blancas. (¿No era casi idéntica a la cuna que Gladys había comprado para ella?) Juguetitos de trapo, cosidos a mano. Un sonajero de marca popular. Cuadernos, cuentos infantiles, Mamá Oca, animales parlantes, objetos en los que podía perderse durante largas horas de trance.
Érase una vez…
Norma Jeane se encogía en el entrante de la ventana de la Habitación del Niño y fantaseaba con su vida.
Escribirá obras preciosas
.
Para que yo las interprete. Esos papeles me harán madurar. Me respetarán. Cuando me muera, no se reirá nadie
.
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A veces oía un golpe en la puerta. No tenía más remedio que invitarlo a entrar. Él había abierto ya y asomaba la cabeza. Sonriendo.
¡Tanto amor en sus ojos! Mi marido
.
En la Habitación del Niño, escribió en su diario de estudiante que constituía su vida secreta. Apuntes para su propio uso, fragmentos poéticos. Listas de palabras. En la Habitación del Niño, en el banco del entrante de la ventana, Norma Jeane se encogía y leía
Ciencia y salud
, de Mary Baker Eddy, y las fascinantes declaraciones (¡en el caso de que fueran verdaderas!) que aparecían en
The Sentinel
; leía libros que había llevado de Manhattan, aun sabiendo que el Dramaturgo no siempre aprobaba todos.
El Dramaturgo creía que una mente como la de Norma («susceptible, sensible, influenciable») era como un manantial. Agua pura, inestimable. No querrías contaminarla con elementos tóxicos. ¡Nunca!
La llamada en la puerta y él ya la había abierto y le sonreía, aunque la sonrisa se desvaneció cuando vio (Norma no se atrevió a ocultárselo) lo que estaba leyendo.
Una tarde,
La vergüenza de Europa: Historia de los judíos europeos
. (Por lo menos no era una publicación de la Ciencia Cristiana, que el Dramaturgo no podía ni ver.)
La reacción del Dramaturgo ante aquellos libros, los libros «judíos» de Norma, fue compleja. La cara se le contrajo en una sonrisa reflexiva, casi de miedo. Era ciertamente una sonrisa de indignación. O de dolor. Como si Norma, sin darse cuenta (¡ay, no quería hacerlo,
cuánto lo siento
!), le hubiera dado un puntapié en el estómago. Se acercó a la ventana, se arrodilló a su lado y hojeó el libro, deteniéndose ante algunas fotos. El corazón de Norma se había acelerado. Veía en el rostro de los muertos fotografiados los rasgos de su marido vivo; a veces incluso su expresión sarcástica. Sintiera lo que sintiese aquel hombre en aquel momento, y ella estaba muy lejos de poder imaginarlo (¿qué sentiría, si fuera judía, en una circunstancia así?, pensaba que no lo soportaría), no iba a decírselo. Podrían temblarle la voz y la mano, es verdad. Pero le hablaría con serenidad, con la voz del hombre que la amaba y que sólo deseaba lo mejor para ella y para el niño.
—Norma, ¿crees que es conveniente en tu estado —dijo— que te inquietes con estos horrores?
—Pero es que…, es que quiero saber, papá —replicó ella con voz apagada—. ¿Está mal?
—Cariño —dijo él dándole un beso—, claro que no está mal que quieras «saber». Pero tú ya sabes. Sabes lo del Holocausto y lo de los pogromos, sabes lo del suelo ensangrentado de la cristiana y «civilizada» Europa. Sabes lo de la Alemania nazi, sabes incluso lo de la indiferencia de Gran Bretaña y Estados Unidos durante la persecución de los judíos. Lo sabes en términos generales, aunque no hasta el último detalle. Tú ya sabes, Norma.
¿Era verdad? Era verdad.
El Dramaturgo era el amo de las palabras. Cuando entraba en una habitación, las palabras fluían hacia él como las limaduras de hierro hacia un imán. Norma Jeane, titubeando y tartamudeando, no tenía la menor oportunidad.
Él podía hablar entonces de «la pornografía del horror».
Podía hablar de «regodearse en el sufrimiento», «regodearse en el dolor».
Podía hablar cruelmente de «regodearse en el dolor ajeno».
¡Pero yo también soy judía! ¿Es que no puedo serlo? ¿Depende todo de cómo se nace? ¿Del alma?
Norma escuchaba. Escuchaba con seriedad. Jamás lo interrumpía. Si hubiera estado en la clase de interpretación, habría abrazado el funesto libro contra sus pechos y su acelerado corazón, y aunque no estaba en la clase de interpretación podía abrazar el funesto libro contra sus pechos y su acelerado corazón; mejor aún, podía cerrar el libro y dejarlo en el gastado cojín de pluma del banco de la ventana. Arrepentida en tales ocasiones, avergonzada y dolida, pero no herida, porque sabía que no tenía derecho a sentirse herida.
No, yo no soy judía. Supongo
.
Lo que pasaba era que su marido la amaba. Más que amarla, la adoraba. Pero también tenía miedo por ella. Empezaba a ser posesivo con sus emociones. Sus «sensibles» nervios. (¿Recuerdas lo que estuvo a punto de ocurrir en Inglaterra?) Le llevaba dieciocho años y tenía la obligación de protegerla. En ocasiones como la presente lo preocupaba la magnitud de sus propios sentimientos. Vio brillar las lágrimas en los preciosos ojos azules de Norma. El temblor de sus labios. En tan íntimo momento recordó que el director de
Bus Stop
se había asombrado de la facilidad con que Marilyn Monroe lloraba espontáneamente.
La Monroe no pide nunca la glicerina. Siempre tiene las lágrimas a punto
.
La escena, sin previo aviso, pasó a depender de la improvisación.
—Pero, papá —decía ella, balbuceaba—, si nadie lo hace, quiero decir, ahora, ¿no debería…?
—¿Qué deberías?
—Saber. Pensar. Por ejemplo, durante un día tan bonito como hoy. Aquí arriba, junto al mar. Personas como nosotros. ¿No debería ver las fotos por lo menos?
—No seas absurda, Norma. No hay nada que «debas» hacer.
—Lo que quiero decir es que esas fotos debería verlas siempre alguien, ¿entiendes? En cualquier parte del mundo. Cada minuto. Porque ¿y si… y si se olvidan?
—Cariño, no es probable que se olvide el Holocausto. Recordarlo no es responsabilidad tuya —el Dramaturgo se echó a reír, ruidosamente. La cara le ardía.
—Bueno, ya lo sé. Parece idiota —se estaba disculpando, pero no se estaba disculpando—. Creo que me refiero a… ¿qué dijo Freud? «Quien comparte una falsa ilusión es incapaz de reconocerla como tal.» ¿No podrías ser víctima de la ilusión de que otros están haciendo lo que necesitas hacer tú, para no necesitar hacerlo? En ese preciso momento. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—No. No entiendo lo que quieres decir. Con franqueza, lo que haces es regodearte en el dolor ajeno.
—¿Y eso qué es?
—Hay algo morboso en eso. Conozco a muchos judíos que se regodean, créeme. La suerte pésima en la historia en versión cosmológica. ¡Sandeces! Pero yo no me he casado con un animal carroñero —más exaltado de lo que pensaba, el Dramaturgo esbozó una sonrisa horrible—. No me he casado con un animal carroñero, me he casado con una mujer.
Norma se echó a reír.
—Una mujer que no es un animal carroñero.
—Una mujer guapa, no un animal carroñero.
—Aaaah, ¿es que no puede ser guapo un animal carroñero?
—No. Un animal carroñero no puede ser guapo. Sólo una mujer.
—Sólo una mujer. ¡De acuerdo!
Levantando Norma la cara, para que la besasen. En su perfecta boca.
Cuando improvisamos, no sabemos adónde vamos. Pero a veces sale bien
.
«No me quiere. Quiere a un ser rubio que hay en su cabeza. No a mí.»
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Lo cierto es que se escabulló como un perro castigado. Y el niño en su útero, encogido de vergüenza hasta el tamaño de un pulgar.
Después siempre hacían las paces. Horas más tarde, en la cama de dosel. El colchón de crin, ridículamente duro, los chirriantes muelles del somier. Momentos exquisitos que el Dramaturgo recordaría toda la vida, asombrado de la fuerza del amor físico, del placer sexual que sigue vibrando en el tiempo mucho después de la muerte de los individuos que generaron tal amor con su cuerpo anhelante y angustiado.
Sería Rose para él si era a Rose a la que deseaba.
¡Era su mujer, podía ser cualquiera! Para él.
Lo besó hasta dejarlo sin aliento. Le succionó la lengua para metérsela en la boca. Le pasó las manos por el cuerpo, por el delgado y anguloso cuerpo que comenzaba a aflojarse en la cintura y en el vientre, le besó el pecho con pasión, el vello rizado del pecho, le besó y le chupó las tetillas, se echó a reír, le hizo cosquillas, le acarició con intensidad. Las hábiles manos de Norma. Practicaba (lo excitaba pensar que era esto, fuese verdad o no) como una pianista pasa los dedos por el teclado, haciendo escalas. Era la Rose de
Niágara
. La esposa adúltera, la esposa homicida. La rubia de belleza y atractivo sexual inigualables a la que había visto en alguna ocasión hacía años, mucho antes de que existiera incluso la posibilidad de conocerla. ¡Y qué fantasía, la posibilidad de conocerla! Cuando se identificó con el traicionado e impotente marido, interpretado por Joseph Cotten. Hasta el final de la película se había identificado con él. Cuando Cotten estrangula a Rose. Una escena medio fantástica, de estrangulación silenciosa. Un ballet de muerte. La expresión de la perfecta cara de la Monroe cuando se da cuenta.
¡Va a morir! ¡Su marido es la muerte!
El Dramaturgo miraba estupefacto las parpadeantes imágenes de aquella película que le había conmovido más que ninguna otra. (Tendía a hablar despectivamente del cine como de un medio de masas.) Nunca había visto a una mujer como Rose. Había visto la película solo, en un cine de Times Square, y pensaba que todos los hombres del público tenían que sentir lo mismo que él.
Ningún hombre está a su altura. Tiene que morir
.
En la cama de la casa costera de Galapagos Cove se tendió encima de él, su esposa, su esposa embarazada, y se puso en posición. Su dulce aliento infantil. Los dulces grititos estrangulados («¡Ay, papá! ¡Ay, Dios mío!») que él no sabría si eran auténticos o fingidos. Nunca lo sabría.
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El Dramaturgo abrió la puerta del cuarto de baño sin saber que ella estaba dentro.
Con una toalla en el pelo, desnuda, descalza, con el vientre hinchado, se volvió sobresaltada.
—¡Eh! ¡Oye! —en una mano píldoras, en la otra un vaso de plástico. Se metió las píldoras en la boca y bebió del vaso.
—Cariño —dijo él—, creía que ya no tomabas nada.
—Son vitaminas, papá —dijo ella mirándolo por el espejo—. Y aceite de hígado de bacalao.
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Sonó el teléfono. Pocos sabían el número de la Casa del Capitán y los timbrazos fueron inquietantes.
Lo atendió Norma. Su cara de susto. Sin decir nada, tendió el auricular al Dramaturgo y salió rápidamente de la habitación.
Era Holyrod, el agente de Hollywood. Pedía disculpas por llamar. Sabía, dijo, que Marilyn no tenía intención de hacer cine por el momento. Pero se trataba de un proyecto especial. Se titulaba
Con faldas y a lo loco
y era una comedia disparatada sobre hombres disfrazados de mujer y con un papel principal escrito expresamente para Marilyn Monroe. La Productora estaba deseosa de financiar el proyecto y pagaría a Marilyn cien mil dólares como mínimo.
—Gracias. Pero ya te lo dijimos: a mi mujer no le interesa Hollywood por el momento. Nuestro primer hijo ha de nacer en diciembre.
¡Qué placer al pronunciar estas palabras! El Dramaturgo sonreía.
Nuestro primer hijo. ¡Nuestro!
Qué placer, aunque pronto se quedarían sin dinero.
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D
ESEOPorque me deseas
no soy.
Se la enseñó con timidez a su marido, ya que éste decía con frecuencia que le gustaría ver sus poesías.
El Dramaturgo leyó los dos versos, volvió a leerlos y sonrió con perplejidad, porque había esperado algo muy distinto. Algo que rimase, desde luego. Bueno, ¿qué decirle ahora? Quería darle ánimos; sabía lo anormalmente sensible que era, la facilidad con que se lesionaban sus sentimientos.
—Cariño, es un comienzo fuerte y dramático. Es muy… muy prometedor. Pero ¿qué viene después?
Norma asintió rápidamente con la cabeza, como si hubiera esperado aquella crítica. No, no era crítica, claro que no, era un estímulo. Le quitó el papel de las manos, lo dobló varias veces y, riendo como la Vecina de Arriba, dijo:
—¿Qué viene después? Ay, papá, cuánto sabes. Viene el enigma de nuestra vida, supongo.
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No muy lejos, bajo el suelo de la vieja casa, un débil sonido de queja, un maullido, un gemido.
¡Socorro! ¡Ayudadme!
—No hay nada ahí abajo. Y tampoco oigo nada.
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Era fines de julio, al atardecer. Había llegado de visita un amigo del Dramaturgo y los dos se habían ido de pesca. Norma estaba sola en la Casa del Capitán.
Sola con el niño: sólo nosotros
. Estaba de buen humor, nunca se había sentido tan fuerte. Hacía días que no bajaba al sótano, ni siquiera miraba desde lo alto de la escalera.
No hay nada ahí abajo
.
—Es que donde yo nací no había sótanos. No hacían falta.
Había adoptado la costumbre de hablar en voz alta cuando estaba sola.
Hablaba al niño. ¡Su amigo más íntimo!
Era precisamente lo que a Nell la niñera le había faltado, en su propio ser: un niño.
—¿Por qué querría tirar a aquella niña por la ventana? Si hubiera tenido un hijo propio…
(Pero ¿qué había sido de Nell? No se había podido rebanar el pescuezo. La habían encerrado. Se había entregado sin resistencia.)
A fines de julio, al atardecer. Un día de bochorno. Norma Jeane entró en el estudio del Dramaturgo con la emoción y el temblor de una intrusa. Sin embargo, al Dramaturgo no le importaba que usase su máquina de escribir. ¿Por qué tenía que importarle? No era exactamente una escena improvisada, ya que ella la había planeado. Quería escribir una carta con copia y enviársela a Gladys. Aquella mañana se había despertado sobresaltada, pensando que Gladys debía de echarla de menos. Había estado lejos mucho tiempo, en la Costa Este. ¡Invitaría a Gladys a estar con ellos unos días en Galapagos Cove! Porque estaba segura de que Gladys se había recuperado y de que podría viajar si quisiera; era la imagen materna que había dado al Dramaturgo y a ella se le antojaba posible. El Dramaturgo le había dicho que Gladys tenía que ser muy interesante y que le gustaría conocerla. Norma Jeane escribió dos cartas con sendas copias. Una para Gladys y otra para el director de Lakewood.