Cuando Gladys terminó de leer, todos aplaudimos. Todos. Incluso las maestras, que era previsible que sintieran envidia de esta interpretación. El profesor Dietrich miraba con la boca abierta a la joven a la que todos habíamos tomado por una secretaria, como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Estaba reclinado contra el escritorio, en su habitual postura relajada, con los hombros caídos y la cabeza inclinada sobre el texto, pero cuando Gladys hubo terminado se unió a los aplausos y dijo:
—Señorita, sin duda es usted poeta, ¿no es verdad?
Colorada como un tomate, Gladys encorvó los hombros y murmuró algo inaudible.
El profesor Dietrich insistió, medio en broma pero con su característico tono amable y didáctico, como si este episodio lo hubiera desconcertado y estuviera buscando las palabras precisas:
—¿No es verdad, señorita Pirig? Usted debe de ser una poetisa excepcional —le preguntó por qué creía que el poema estaba impreso con una tipografía tan curiosa. Gladys respondió con otro murmullo inaudible y el profesor dijo—: Más alto, por favor, señorita Pirig.
Gladys carraspeó y dijo con un hilo de voz:
—¿Porque pretende dibujar la figura de un altar? —esta vez su voz sonó acelerada e inexpresiva.
Daba la impresión de que la joven estaba a punto de huir del aula como un animal asustado, de modo que el profesor se apresuró a decir:
—Gracias, Gladys. Está en lo cierto. ¿Lo ven ahora los demás? «El altar» es un altar.
¡Increíble! Una vez que reconocías la figura, era imposible dejar de verla. Igual que con las manchas de tinta de los tests de Rorschach.
«Un corazón solitario.» La voz de la chica recitando estas palabras. «Un corazón solitario es como una piedra.» Todos los que estábamos allí esa noche seguiríamos oyéndola durante el resto de nuestra vida.
Noviembre de 1951. ¡Dios, cuánto tiempo ha pasado! Mejor no pensar en que somos muy pocos los que seguimos vivos.
Naturalmente, después de aquel día nos fijamos en ella. Le hablábamos más a menudo, o al menos lo intentábamos. Gladys Pirig: una chica misteriosa y atractiva. Su atractivo era precisamente el misterio. Su pelo rubio ceniza, su voz dulce y grave. Algunos buscamos su número de teléfono en el listín de Los Ángeles sólo para descubrir que allí no figuraba ninguna «Gladys Pirig». El profesor se dirigió a ella en un par de ocasiones más, en las que la chica se puso visiblemente tensa y no respondió, pero ya era demasiado tarde. Ahora su cara nos resultaba familiar. No a todos, pero a unos cuantos. Por mucho que se vistiera con ropas de secretaria, que se recogiera el pelo con horquillas como Irene Dunne y que se encogiera como un conejillo asustado cuando alguien intentaba entablar conversación con ella.
Si uno hubiera tenido que describirla de alguna manera, habría dicho que tenía el aspecto de una mujer maltratada por los hombres
.
Un jueves, uno de los alumnos llegó a clase temprano con un ejemplar del
Hollywood Reporter
, nos lo enseñó a los demás y todos observamos con asombro algo que, sin embargo, no nos tomó del todo por sorpresa.
—Santo cielo. Marilyn Monroe.
—¿Es ella? ¿Esa niñata insignificante?
—No es una niñata ni es insignificante. Mirad.
Miramos.
Algunos queríamos mantener nuestro descubrimiento en secreto, pero teníamos que enseñárselo al profesor, necesitábamos ver la expresión de su cara, y él contempló largamente la fotografía del
Hollywood Reporter
, con gafas y sin ellas. Porque allí había una lasciva foto de página entera de esta despampanante actriz de Hollywood que todavía no era una estrella pero lo sería pronto, exhibiendo un cuerpo que parecía a punto de desbordar el escotado vestido de lentejuelas y una cara tan maquillada que parecía un cuadro: M
ARILYN
M
ONROE
, M
ISS
R
UBIA
M
ODELO
1951. También publicaban fotogramas de
La jungla de asfalto
y de
Eva al desnudo
.
—Esta actriz, esta Marilyn Monroe, ¿es Gladys? —preguntó el profesor con voz ronca.
Respondimos que sí, que estábamos seguros. Una vez establecida la conexión, no quedaba duda alguna.
—Pero yo he visto
La jungla de asfalto
. Recuerdo bien a esa chica y no se parece en absoluto a nuestra Gladys.
—Pues yo acabo de ver
Eva al desnudo
—dijo uno de los seminaristas— y ella sale en la película. Tiene un papel pequeño, pero la recuerdo. Quiero decir que recuerdo a la rubia que aparentemente es Gladys.
Rió. Todos reímos, emocionados y eufóricos. Muchos de nosotros habíamos vivido momentos que podían definirse como sorprendentes durante la guerra, cuando uno creía estar seguro de ciertas cosas que, de súbito y para siempre, se manifestaban de una manera distinta, cuando la vida misma no parecía tener mayor peso o significado que una telaraña, y este momento parecía uno de ellos debido a su carácter asombroso, a su cariz de irreversible revelación, aunque en este caso las circunstancias eran dichosas, felices, como si todos hubiéramos ganado la lotería y deseáramos celebrarlo. El seminarista, que disfrutaba con nuestro interés, añadió:
—No es fácil olvidar a alguien como Marilyn Monroe.
El jueves siguiente, una docena de alumnos llegamos al aula temprano con ejemplares de
Screen World, Modern Screen, PhotoLife
(«La Starlet Más Prometedora de 1951») y otro número del
Hollywood Reporter
, donde aparecía una foto de «Marilyn Monroe en un estreno de cine, escoltada por el joven y atractivo actor Johnny Sands». Teníamos incluso números atrasados de
Swank, Sir!
y
Peek
. En la edición de
Look
del otoño anterior, publicaban un artículo sobre ella: «Miss Sensación Rubia: M
ARILYN
M
ONROE
». Mientras intercambiábamos revistas, ilusionados como niños, entró Gladys Pirig, vestida con gabardina color caqui y sombrero: una joven de aspecto anodino, a quien nadie habría mirado dos veces. En cuanto nos vio con las revistas, debió de percatarse de lo que sucedía. ¡Los ojos nos delataban! Teníamos toda la intención de guardar el secreto, pero su entrada fue como arrojar una cerilla encendida en un campo seco. Uno de los muchachos más atrevidos le dijo a bocajarro:
—Eh, tú no te llamas Gladys Pirig, ¿no? Eres Marilyn Monroe.
Fue lo bastante grosero para ponerle en la cara la portada de
Swank
en la que ella aparecía con un camisón transparente y zapatos de tacón rojos, el pelo alborotado y los brillantes labios carmesí fruncidos en un beso.
«Gladys» lo miró como si acabara de abofetearla.
—No…, no —se apresuró a decir—. No soy yo.
Su rostro reflejaba pavor. No era una actriz de Hollywood, sino una jovencita asustada. De no ser porque le bloqueábamos el paso —sin premeditación, sencillamente porque estábamos en su camino—, habría huido del aula. Además, estaban entrando otras personas. Alumnos de otras clases, intrigados por los rumores. Hasta el profesor Dietrich llegó cinco minutos antes de hora. Entretanto, el atrevido decía:
—Marilyn, creo que eres estupenda. ¿Me das tu autógrafo? —no bromeaba. Le alargaba el libro de poesía renacentista para que se lo firmara.
Otro alumno, uno de los veteranos, observó:
—Yo sí que creo que eres estupenda. No permitas que estos idiotas te pongan nerviosa.
Un tercero decidió imitar a la Angela de
La jungla de asfalto
:
—«Tío Leon, he ordenado que te sirvan arenques para el desayuno. Sé que te gustan.»
La joven soltó una risita chillona.
—Bueno, supongo que me habéis pillado.
Entonces llegó el profesor Dietrich, aparentemente cohibido pero también emocionado, con la cara encendida. Esa noche llevaba una chaqueta azul marino decente, con todos los botones, pantalones planchados y una corbata flamante.
—Mm, Gladys… Señorita Pirig —farfulló con torpeza—. Me han dicho…, creo… que tenemos una actriz en ciernes entre nosotros. ¡Enhorabuena, señorita Monroe!
La chica sonreía, o lo intentaba, y atinó a decir:
—Gra-gracias, profesor Dietrich.
Él le contó que había visto
La jungla de asfalto
, que la película le había parecido «insólitamente profunda para Hollywood» y la interpretación de ella, «excelente». La joven se cohibió visiblemente al oír estas palabras de boca del profesor. Al ver sus ojos brillantes y su gran sonrisa. «Gladys Pirig» no tenía intención de sentarse como de costumbre: era obvio que deseaba escapar de nosotros.
Como si la tierra temblara bajo sus pies. Como si hubiera tenido la vana ilusión de que no fuera así, aunque estábamos en el sur de California y ¿qué otra cosa podía esperar?
Retrocedía hacia la puerta mientras nosotros nos empujábamos mutuamente para acercarnos a ella, hablando en voz alta, disputándonos su atención entre todos, incluidas las maestras. Entonces el manual de poesía renacentista, un volumen grueso y pesado, resbaló de entre los dedos de la joven y cayó al suelo. Uno de los alumnos lo levantó y se lo tendió, pero sin soltarlo, como para impedir que ella se largara.
—De-dejadme en paz —dijo, casi suplicó, la chica—. No soy quien creéis.
¡La expresión de su cara! Una mezcla de dolor, súplica, miedo y resignación femenina que algunos volveríamos a ver en su preciosa cara, profundamente conmovidos, dos años después, en la escena culminante de
Niágara
, cuando la adúltera Rose está a punto de ser estrangulada por su desquiciado marido; entonces pensaríamos que habíamos sido los primeros en ver esa expresión en el rostro de Marilyn en un lluvioso jueves de noviembre de 1951, el día en que «Gladys Pirig» consiguió escabullirse del aula, abandonando su libro y dejándonos boquiabiertos mientras el profesor Dietrich gritaba:
—¡Señorita Monroe! ¡Por favor! No le crearemos más problemas. Se lo prometemos.
Pero no. Se había ido. Algunos la seguimos por las escaleras. Se alejó corriendo. Bajó por aquellas escaleras tan veloz como un niño, o un animal asustado, y no miró atrás.
—¡Marilyn! —gritamos—. ¡Vuelve, Marilyn!
Pero nunca volvió.
¿Qué hechizo es éste? ¿Cuánto durará? ¿Quién me ha embrujado?
No era el Príncipe Encantado ni V, su amante secreto, quien le había pedido matrimonio, sino el enano Rumpelstiltskin.
Nadie le había dado un guión. No se atrevía a reírse. Protestó con una vocecilla suave y apagada:
—No lo dirá en serio, señor Shinn.
Él respondió sonriendo, como un listillo de Hollywood diría en cierta ocasión, igual que sonreiría un cascanueces si pudiera sonreír:
—Por favor, cariño, ya me conoces bien. Soy Isaac; no el señor Shinn. Me conoces y conoces mi corazón. Si me llamas señor Shinn, me convertiré en polvo igual que Bela Lugosi en el papel del conde Drácula.
Norma Jeane se humedeció los labios y dijo:
—Is-aac.
—¿Eso es lo que te ha enseñado tu caro profesor de dicción? Prueba otra vez.
La joven rió. Quería ocultar los ojos de la mirada luminosa y penetrante del agente.
—Isaac. ¿Is-aac? —más que una respuesta, era una súplica.
En realidad, no era la primera vez que el temible Rumpelstiltskin pedía a la Bella Princesa que se casara con él, pero ella parecía olvidar este hecho entre una proposición y la siguiente. Como la bruma matinal, la amnesia oscurecía esos episodios. Pretendían ser románticos, pero una música estridente interfería. ¡La Bella Princesa tenía tantas cosas en las que pensar! Una apretada agenda, repleta de anotaciones para cada hora del día, estaba consumiendo su vida.
La Pobre Doncella está disfrazada de Bella Princesa. La habían hechizado para que, al menos ante los ojos de los plebeyos como ella, apareciera luminosa y resplandeciente como la Bella Princesa
.
Interpretar ese papel resultaba agotador, pero como le explicaba pacientemente el señor Shinn, por el momento no había ningún otro para ella («con tu aspecto, tu talento»). En cada década ha de haber una Bella Princesa idolatrada por encima de las otras, y además de una apariencia física extraordinaria, el papel exigía aptitudes, como le explicaba aún más pacientemente el señor Shinn. («No crees que la belleza es un talento, ¿verdad, cariño? Algún día, cuando hayas perdido ambas cosas, lo creerás.») Sin embargo, al mirarse al espejo, ella no veía a la Bella Princesa que maravillaba al mundo, sino a su antiguo yo, la Pobre Doncella. Los asustados ojos azules, los aprensivos labios entreabiertos. Con tanta claridad como si hubiera sucedido una semana antes, recordaba el momento en que la habían echado del escenario en el Instituto de Van Nuys. El sarcasmo en la voz del profesor de teatro, los murmullos y las risas que había oído mientras se alejaba. Esta humillación se le antojaba natural, una justa respuesta a su valía. No obstante, ¡se había convertido en la Bella Princesa!
¿Qué hechizo es éste? ¿Cuánto durará? ¿Quién me ha embrujado?
La estaban preparando para el «estrellato». Era un proceso de transformación artificial, algo parecido a lo que harían en un criadero de animales.
Naturalmente, Rumpelstiltskin se atribuía el mérito, porque sólo él tenía los poderes mágicos necesarios para transformarla. Poco a poco, Norma Jeane había llegado a creer que I. E. Shinn era, en efecto, el único responsable: el enano hechicero que decía amarla. (Hacía tiempo que Otto Öse había desaparecido de su vida y apenas pensaba en él. ¡Qué curioso que alguna vez hubiera podido confundir a Otto con el Príncipe Encantado! No era ningún príncipe. Era un fotógrafo, un chulo. Había contemplado el cuerpo desnudo y lleno de deseo de la joven sin un ápice de ternura. La había traicionado. Norma Jeane Baker no era nada para él, por más que la sacara de una montaña de basura y le salvara la vida. En marzo de 1951, tras recibir una citación para comparecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas, había desaparecido de Hollywood.) En esa misma época, Shinn llamó a Norma Jeane a su despacho de Sunset Boulevard y desplegó sobre el escritorio las galeradas de una revista con fotografías de Marilyn Monroe en poses que ella había olvidado por completo.
—Pequeña, mira lo que ha hecho el fantasmón de tu amigo fotógrafo. Bonito, ¿eh? Seguro que a los ejecutivos de La Productora les encantaría verlo.