—Mantente a distancia de Öse, Cass Chaplin y la gente de su calaña.
Shinn hablaba con vehemencia. En momentos como ése, moviendo exageradamente sus labios carnosos, parecía un viejo, un auténtico vejestorio, y su simpatía se esfumaba.
¿Qué quería decir con «la gente de su calaña»? Norma Jeane se estremeció al oír que Shinn despreciaba a su amante y por alguna razón misteriosa lo equiparaba al cruel fotógrafo con cara de halcón, un hombre que carecía de la sensibilidad y la nobleza de Cass.
—Pero yo quiero a Cass —murmuró—. Espero que algún día se case conmigo, pronto.
Shinn no la oyó o se negó a oírla. Se puso en pie, sacó su cartera de piel de cocodrilo, que medía el doble que una cartera de caballero normal, y dio instrucciones a la vendedora. Norma Jeane ahora se veía mucho más alta que él y tuvo que resistirse a la tentación de encorvarse para disimular la diferencia de estatura.
Mantente erguida como una princesa
, le aconsejó una voz sabia.
Y pronto lo serás
.
Habían hecho estas espléndidas compras un par de días antes de la proyección. Después, el señor Shinn acompañó a Norma Jeane a su nueva casa de huéspedes en Buena Vista y la ayudó a meter los paquetes. (Por suerte, Cass no estaba allí, despatarrado sobre la cama, deprimido, ni descansando en un círculo de sol invernal en el minúsculo balcón del fondo. El pequeño apartamento olía a él, al empalagoso aroma de su cuerpo, sus axilas y su gruesa melena azabache, siempre ligeramente húmeda. Pero si los peludos orificios nasales de Shinn percibieron ese olor, el agente tuvo el tacto o el orgullo suficientes para no demostrarlo.) Norma Jeane pensó que debía ofrecerle una copa antes de que se marchara, pero en la cocina no había más que unas cuantas botellas que pertenecían a Cass (whisky, ginebra, coñac) y que le daba miedo tocar. Por lo tanto, no invitó a Shinn a tomar un trago, ni siquiera le pidió que se sentara mientras ella preparaba café. ¡No, no! Quería que el feo hombrecillo se largara cuanto antes para probarse la ropa nueva frente al espejo y lucirla ante Cass cuando llegara.
Mira. Mírame. ¿No te parezco bonita?
Dio las gracias a Shinn y lo acompañó a la puerta. Al ver que la mirada ansiosa del agente parecía esperar algo más, dijo con la voz grave y seductora de Marilyn:
—Gracias, papá.
Y se inclinó para depositar un beso ligero como una pluma en los labios del estupefacto hombrecillo.
Norma Jeane marcó el número de Cass en el teléfono del tocador de señoras. Era un número nuevo, ya que Cass estaba pasando unas semanas en casa de unos amigos en Montezuma Drive, en Hollywood Hills.
—Cass, atiende, por favor. Cariño, ya sabes cuánto te necesito. No me hagas esto.
Por favor
.
La proyección había terminado y el futuro de Norma Jeane estaba decidido. Desde el vestíbulo llegaba el runrún de una multitud de voces, pero era imposible que ella escuchara la reiterada pregunta de
¿Quién es la rubia? ¿Quién es la rubia?
ni que imaginara siquiera este fenómeno. Entretanto, Shinn respondía con orgullo:
La rubia es mi cliente, la señorita Marilyn Monroe
.
Jamás habría adivinado que, después de esta legendaria proyección, el estudio decidiría incluir su nombre entre los de los protagonistas de
La jungla de asfalto
: Sterling Hayden, Louis Calhern, Jean Hagen y Sam Jaffe, todos dirigidos por John Huston.
—Cass, cariño,
por favor
—murmuraba ella al teléfono. Y al otro lado de la línea, el aparato sonaba y sonaba.
Amor a primera vista
.
Loca de amor. ¡Condenada!
El amor penetra por los ojos
.
Él la llamaba «Norma». Fue el único de sus amantes que la llamó así.
Nunca «Norma Jeane». Nunca «Marilyn».
(Norma Shearer había sido el ídolo de Cass en su infancia. La Norma Shearer de
María Antonieta
. La hermosa reina con su altísimo y ridículo moño adornado con piedras preciosas, vestida con sus mejores galas, capas y capas de una tela lujosa y tan rígida que prácticamente le impedía moverse; una mujer condenada a una muerte cruel, bárbara e injusta: ¡la guillotina!)
Ella lo llamaba «Cass».
Cass, mi hermano, mi niño
. Eran tan tiernos el uno con el otro como niños que previamente se han hecho daño practicando juegos bruscos. Sus besos eran lentos y llenos de curiosidad. Hacían el amor en silencio durante largas horas de ensueño, sin saber dónde estaban, en la cama de quién, cuándo habían empezado o cuándo y dónde terminarían. Uniendo sus acaloradas mejillas, desesperados por fundirse el uno en el otro, por ver a través de un solo par de ojos.
Te quiero, te quiero, te quiero. Oh, Cass
. Estrechando con fuerza al hermoso joven de cabello alborotado, como si fuera un premio arrebatado a otros brazos avariciosos. Aunque nunca había sido apasionada en el amor, ahora descubrió que podía serlo.
Jurando
Te querré hasta que me muera. Y también después
.
Cass rió y dijo:
Hasta la muerte es suficiente, Norma. Un mundo por vez
.
Norma Jeane no le contó que mucho tiempo antes él solía mirarla fijamente con sus maravillosos ojos desde el cartel de
Luces de la ciudad
. ¡Cuánto hacía que se había enamorado de aquellos ojos! ¿O acaso eran los ojos oscuros, pensativos pero joviales, del hombre cuyo retrato enmarcado colgaba de la pared de la habitación de Gladys?
Te quiero. Te protegeré. No lo dudes nunca: algún día regresaré para buscarte
. Una de las mayores sorpresas de su vida, una vida que tal como Otto Öse había predicho no sería larga pero sí enmarañada como un sueño y plagada de misterios como un puzle cuyas piezas encajan a la fuerza, fue el momento —un momento que en una película hubiera sido anticipado por una música emocionante, capaz de acelerar el pulso— en que salió de detrás del raído biombo chino del estudio de Otto Öse, sintiéndose rebajada, corrompida, humillada —¡todo por cincuenta miserables dólares!— y vio a Cass Chaplin sonriéndole.
Ya nos conocíamos, Norma. Nos conocemos desde siempre. Ten fe en mí
.
Un salto cinematográfico en el tiempo. Días, semanas y finalmente meses. Nunca convivirían (Cass sufría ataques de ansiedad o asma ante la sola idea de compartir casa con alguien; de mezclar la ropa de ambos en el armario o sus pertenencias en el cuarto de baño, por ejemplo, o de crear una historia común. ¡No podía respirar! ¡No podía tragar! No es que fuera digno hijo del Gran Dictador, incapaz de mantener una relación madura y responsable con una mujer; tampoco era un hipócrita cruel, vengativo y hedonista como el Gran Hombre; no, Cass no era así, tenía verdaderos síntomas físicos; Norma Jeane los observaba con horror en los momentos de intimidad y estaba ansiosa por hacerle saber
¡Yo no te asfixiaré! No soy esa clase de mujer
), pero estaban siempre juntos (o casi, en función de la misteriosa agenda de Cass, compuesta de audiciones, visitas y largos paseos meditativos bajo la lluvia o el sol por la playa de Santa Mónica) cuando Norma Jeane no tenía que ir a los estudios de la Metro en Culver City.
Fue mi primera película de verdad. Me concentré en ella con toda mi energía. Y esa energía procedía de Cass, de un hombre que me amaba. Porque ya no estaba sola. Ahora éramos dos. La pareja me daba fuerzas
.
Una quería creerlo. Tenía todas las razones para creerlo. Las palabras sonaban como si hubieran salido de un guión. Eran palabras preparadas, no espontáneas y en consecuencia, verosímiles. Igual que leer la escritura cuando una posee la clave, la sabiduría secreta. Igual que cuando se completa un puzle sin haber perdido ninguna pieza: todas encajan en su sitio. Y con cuánta naturalidad encajaban ellos en aquel dulce desmayo, en un delirio de dolorosa necesidad física, como si hubieran hecho el amor mucho tiempo antes, en la infancia. Como si la
masculinidad
y la
femineidad
no se interpusieran entre ambos. No necesitaban, por ejemplo, el turbador engorro de los condones. Los feos, apestosos, degradantes condones. Las «gomas», como los llamaba Bucky Glazer con su brutal llaneza. ¿No le había dicho también Frank Widdoes «usaré una goma, no te preocupes»? Pero Norma Jeane, sonriendo, con la mirada fija al otro lado del parabrisas, no lo había oído ni lo oiría, porque la frase no se repitió.
Ese lenguaje grosero disgustaba a Norma Jeane. Ella era una romántica. Porque su amante era hermoso como una mujer y cuando estaban el uno junto al otro frente al espejo, se ruborizaban y sus ojos se dilataban de amor y reían y se acariciaban mutuamente el pelo y habría sido imposible decir cuál de los dos era más bello y cuál de los cuerpos, más deseable. ¡Cass Chaplin! Le encantaba pasear con él y observar cómo las demás mujeres se quedaban prendadas de él (¡y los hombres también! Ah, lo veía). Detestaban que la ropa se interpusiera entre ellos, de modo que andaban por la casa desnudos siempre que podían. Cass era la Amiga del Espejo rediviva. Su amante era apenas un par de centímetros más alto que ella y tenía un torso suave y musculoso, cubierto en la zona del liso pecho por una pátina de fino vello oscuro, apenas más grueso que la delicada pelusilla de los antebrazos de Norma Jeane, y ella disfrutaba acariciando ese torso, los hombros, los tersos y fuertes brazos, los muslos, las pantorrillas; disfrutaba apartándole de la frente el cabello grueso, húmedo, aceitoso, y besando, besando, besando esa frente y los párpados, los labios, succionando la lengua para que entrara en su boca, mientras el pene de Cass se levantaba, presto, impaciente, cálido y temblaba en la mano de la joven como un ser con vida propia. Aquello no era un cruel sueño perverso sobre una herida sangrante entre sus piernas; aquello era el destino, sin desesperación.
¡Esos ojos!
Te enamoras instantáneamente y es como si siempre hubieras estado enamorada.
Un salto cinematográfico en el tiempo.
¡Clive Pearce!
, pensó esa mañana.
Durante el ensayo había recitado su texto con torpeza y falta de expresividad. ¡Qué incómoda se sentía trabajando con el célebre y maduro Louis Calhern, que nunca la miraba a los ojos! ¿La despreciaba por ser una actriz joven e inexperta? ¿O ella lo desconcertaba? Mientras que en la audición Norma Jeane había dicho las frases de Angela con aparente espontaneidad, tendida inocentemente en el suelo, ahora que estaba de pie se sentía paralizada de miedo ante la magnitud del desafío.
¿Y si te equivocas? Si te equivocas. Te equivocarás. Entonces tendrás que morir
. Si la echaban de la película, se vería obligada a destruirse, por más que estuviera locamente enamorada de Cass y deseara tener un hijo suyo en el futuro. «¿Cómo voy a abandonarlo?» También tenía la responsabilidad de Gladys, que seguía en el hospital de Norwalk. «¿Cómo voy a abandonarla? Madre no tiene a nadie más que a mí.»
Todas sus escenas con Calhern eran interiores, ensayadas y rodadas en un estudio de sonido de la Metro en Culver City. En la película, Angela y su «tío Leon» se encontraban solos, pero en la realidad, en el plató, estaban rodeados de desconocidos. Una sentía una extraña satisfacción al aislarse de estos individuos. Cámaras, asistentes, el propio director. Igual que en el orfanato, cuando se columpiaba alto, muy alto, olvidándose del resto del mundo. O cuando se dirigía a su mesa del bullicioso comedor sin ver ni oír nada. Aquélla era su arma secreta y nadie podría arrebatársela. Creía que Angela, su personaje, era ella misma, aunque atrofiada. Sin lugar a dudas, Norma Jeane contenía a Angela en su interior. Sin embargo, Angela era demasiado limitada para contener a Norma Jeane. ¡Todo se reducía a una cuestión de dominio! En el argumento de la película, Angela es un ser impreciso. Norma Jeane reparó con perspicacia en que la joven era una fantasía de su «tío Leon». (Y una fantasía de los guionistas, que eran hombres.) En la hermosa, etérea y rubia Angela, la inocencia y la vanidad son la misma cosa. No existe una verdadera motivación para el personaje, excepto un egoísmo infantil. Ella no provoca escenas ni intercambios dramáticos. No es un ser activo, sino meramente reactivo. Recita sus frases como una actriz aficionada, dando palos de ciego, improvisando, guiándose por el pie que le da el «tío Leon». No existe por sí misma. Ninguna mujer de
La jungla de asfalto
tiene vida propia, salvo la que le conceden los hombres. Angela es pasiva como un lago en el que otros ven sus reflejos, pero ella, personalmente, es incapaz de «ver». No es casual que en su primera escena, Angela aparezca acurrucada en un sofá, dormida, y que la veamos a través de los posesivos ojos de su amante maduro.
¡Oh!, debo de haberme quedado dormida
. Pero incluso despierta, con los ojos muy abiertos en una continua expresión de asombro, Angela es una sonámbula.
Durante los ensayos, Calhern se impacientaba con Norma Jeane. ¡Era verdad que la despreciaba! El personaje del actor era Alonzo Emmerich, y estaba predestinado a volarse los sesos. Angela era su única esperanza de rejuvenecer y empezar una vida nueva: una esperanza vana.
Me culpa a mí. No puede tocarme. En su corazón no hay amor, sino ira
.
No encontraba la clave para entenderlo. La clave de las escenas que compartían. Norma Jeane sabía que si no conseguían trabajar bien juntos, la reemplazarían por otra actriz.
Ensayaba compulsivamente las escenas. Tenía pocas frases, casi todas en respuesta a las de «tío Leon» y más tarde a las de los policías que la interrogaban. Practicaba con Cass cuando éste se encontraba a su lado o estaba de humor para ayudarla. Él decía que quería que Norma Jeane triunfara. Que sabía lo que eso significaba para ella. (El «éxito» significaba poco para él, que era hijo del actor más famoso de todos los tiempos.) Sin embargo, enseguida se impacientaba con ella. La sacudía como a una muñeca de trapo para despertarla del trance de Angela. Se burlaba, tratando de disimular su furia.
—Por el amor de Dios, Norma Jeane. El director te guiará paso a paso en cada escena; así son las películas. No se trata de una verdadera interpretación, como en el teatro o como cuando estás a solas. ¿Por qué te esfuerzas tanto? ¿Por qué te vuelves loca? Estás sudando como un caballo. ¿Por qué le das tanta importancia?
La pregunta quedó suspendida en el aire.
¿Por qué le das tanta importancia? ¡Tanta importancia!
Sabía que no podía explicar a Cass su absurda motivación:
Porque no quiero morir, porque la muerte me inspira terror. No puedo dejarte
. Porque fracasar en su carrera de actriz equivalía a fracasar en la vida que había escogido para justificar su inexcusable nacimiento. Pero a pesar de encontrarse fuera de sí, percibía la falta de lógica de semejante razonamiento.