Durante esos meses, Widdoes frecuentó a varias mujeres. No veía a Norma Jeane como una mujer. Quizá fuera el sexo lo que lo había empujado a ella, pero no era sexo lo que obtenía de la joven. Al menos no de una manera de la cual la chica fuera consciente o pudiera reconocer como tal.
¿Cómo terminó todo entre ellos? Inesperadamente. De golpe. A causa de un incidente que Widdoes deseaba que no llegara a oídos de nadie, y mucho menos a los de sus superiores del Departamento de Policía de Culver City, donde Frank tenía un expediente con varias quejas por «abuso de autoridad» mientras efectuaba un arresto. Y aquello no era un arresto. Una tarde de marzo de 1942 había quedado con Norma Jeane en una esquina, a pocas manzanas de Reseda, y por primera vez la joven no estaba sola. La acompañaba un muchacho y parecían enfrascados en una discusión. Él era un tipo corpulento de unos veinticinco años, con pinta de mecánico, vestido con ropa hortera y barata, y Norma Jeane lloraba porque el tal «Clarence» la había seguido y no la dejaba en paz por mucho que ella insistiera, de modo que Widdoes le gritó que se fuera a tomar por el culo y Clarence le respondió algo que no debía, o que nunca habría dicho si hubiera estado sobrio o hubiera tenido ocasión de mirar mejor a Widdoes, que sin decir otra palabra bajó del coche y ante la mirada horrorizada de Norma Jeane desenfundó la Smith & Wesson y le cruzó la cara con ella al muy cabrón, rompiéndole la nariz y produciendo un reguero de sangre con ese único golpe; y cuando Clarence cayó de rodillas sobre la acera, Widdoes le asestó otro golpe en la nuca y el imbécil se desplomó en el suelo en el acto, sin sentido, moviendo las piernas entre espasmos. Entonces Widdoes empuja a Norma Jeane hasta el coche, la obliga a subir y arranca, pero la chica está paralizada de miedo, literalmente paralizada, rígida e inmóvil, tan asustada que no parece oír las palabras de Widdoes, que aunque destinadas a tranquilizarla, quizá suenen furiosas, rencorosas. Incluso más tarde no dejará que él la toque, ni siquiera la mano. Y Widdoes tiene que admitir que él también está asustado ahora que ha tenido tiempo de pensar en lo ocurrido. Algunas cosas están permitidas y otras no, y él ha cruzado el límite en un lugar público, ¿y si hubiera habido testigos?, ¿y si el muchacho hubiera muerto? Naturalmente, no querría que una cosa así se repitiera. De modo que no volvió a ver a la pequeña Norma Jeane. Ni siquiera para despedirse de ella.
4
Ella empezaba a olvidar.
En virtud de cierto mecanismo mágico asociaba el
olvido
con el período menstrual, que veía como una forma de eliminar veneno más que como una hemorragia. Le ocurría una vez cada tantas semanas y era algo bueno, necesario; las jaquecas, la piel febril, las náuseas y los dolores no eran
reales
, sino indicios de su debilidad. Tía Elsie le había explicado que era un fenómeno natural y que toda chica debía soportarlo. Lo llamaban «la maldición», pero Norma Jeane nunca empleaba ese término. Porque procedía de Dios y en consecuencia sólo podía ser una bendición.
«Gladys» ya no era un nombre que pronunciara en voz alta, ni tampoco para sí. Cuando mencionaba a su madre en este nuevo lugar (cosa que hacía rara vez y únicamente delante de tía Elsie), decía «mi madre» con voz serena y neutral, como quien dice «mi profesor de literatura» o «mi jersey nuevo» o «mi tobillo». Nada más.
Pronto, despertaría una mañana y descubriría que el recuerdo de «mi madre» se había desvanecido de la misma manera en que la regla, después de tres o cuatro días de seguir su curso natural, desaparecía tan misteriosamente como había empezado.
El veneno ha desaparecido. Y otra vez soy feliz. ¡Tan feliz!
5
Norma Jeane era una chica alegre, siempre risueña.
Aunque su risa era extraña, inarmónica: aflautada y chillona como la de un ratón (que así la llamaban a la pobre) aplastado por un pie.
Daba igual. Ella reía a menudo porque era feliz y porque los demás reían, de modo que hacía lo mismo en su presencia.
En el Instituto de Van Nuys era una alumna del montón.
Una chica del montón, salvo por su aspecto.
Una chica del montón, salvo por la expresión tensa, nerviosa, excitable y la tendencia a ruborizarse.
Candidata a animadora. Sólo las chicas más bonitas y populares, con buena figura y habilidades atléticas, eran elegidas animadoras, pero allí estaba Norma Jeane, sudando y mareándose durante las pruebas en el gimnasio.
Ni siquiera recé, porque creía que no tenía sentido importunar a Dios por una causa perdida
. Llevaba semanas practicando las cancioncillas y se las sabía de memoria, igual que los saltos, las contorsiones de la columna, las aperturas de brazos y piernas; se consideraba tan capaz como cualquier otra chica del instituto, pero a medida que se acercaba la hora se sentía más débil y asustada, la voz empezaba a fallarle y al final no consiguió pronunciar palabra y tenía tan poca fuerza en las rodillas que prácticamente se desplomó sobre la colchoneta. Un silencio incómodo descendió sobre las cuarenta jovencitas reunidas aquella tarde en el gimnasio. La capitana de las animadoras se apresuró a decir con tono expeditivo y alegre:
—Gracias, Norma Jeane. ¿Quién es la siguiente?
Candidata a miembro del grupo de teatro. Se presentó a una audición para
Nuestra ciudad
, de Thornton Wilder. ¿Por qué? La desesperación debió de influir. Era normal; más que normal, era una elección. Y cabía prever que, en esta obra que le parecía tan hermosa, en su participación en la obra, ella, Norma Jeane, encontraría un hogar; sería Emily y los demás la llamarían por ese nombre. Había leído y releído el texto y creía entenderlo; una parte de su alma lo entendía. Aunque aún faltaban años para que llegara a la conclusión de que me he
situado en el centro mismo de circunstancias imaginarias, existo en el corazón de una vida imaginaria, en un mundo de cosas imaginarias y ésta es mi redención
. Pero de pie bajo las potentes luces del escenario, deslumbrada, escrutando la primera fila de la platea, donde estaban sentadas las personas que la evaluarían, se sintió súbitamente presa del pánico.
—El siguiente. ¿Quién es el siguiente? —preguntó el profesor de teatro—. Norma Jeane, empieza.
Pero ella no pudo empezar. Sujetaba el libro con una mano temblorosa, las palabras se desdibujaban ante sus ojos, su garganta parecía cerrada. Las frases que la noche anterior se sabía de memoria ahora se arremolinaban en su cabeza como moscas desquiciadas. Por fin comenzó a leer con voz presurosa, quebrada. ¡Su lengua era demasiado grande para su boca! Tartamudeó, titubeó, perdió el hilo.
—Gracias, querida —dijo el profesor invitándola a retirarse.
Norma Jeane alzó la vista del texto y preguntó:
—Po-por favor, ¿puedo intentarlo de nuevo? —y siguió una violenta pausa. Oyó murmullos y risitas ahogadas—. Creo que podría ser Emily. Sé… sé que soy Emily.
Si pudiera desnudarme. Si pudiera lucirme ante vosotros tal como Dios me creó, ¡entonces me veríais!
Pero el profesor no se conmovió y repuso con voz cargada de ironía, para que sus alumnos preferidos se rieran de su ingenio y de la víctima de sus burlas:
—Mmm… ¿De verdad, Norma Jeane? Gracias, jovencita. Pero dudo que Thornton Wilder compartiera esa opinión.
Salió del escenario. Le ardía la cara, pero estaba decidida a mantener su dignidad. En una película podían exigirte incluso que murieras. Siempre que los demás te observen, debes mantener la dignidad.
Un silbido de tenorio la siguió en su retirada.
Candidata a miembro del coro de niñas. Sabía que era capaz de cantar, ¡lo sabía! Siempre cantaba en casa, lo adoraba, su voz sonaba melodiosa a sus oídos, ¿y no le había prometido Jess Flynn que era posible educar su voz? Estaba convencida de que era soprano.
These Foolish Things
era su mejor canción. Pero cuando la directora del coro le pidió que cantara
Spring Song
, de Joseph Reisler, que nunca había oído antes, se quedó mirando la partitura, incapaz de leer las notas. Y después, cuando la mujer se sentó al piano, empezó a tocar y le ordenó que la siguiera, Norma Jeane perdió la confianza y canturreó con una voz entrecortada, temblorosa y decepcionante ¡que no era la suya!
Suplicó que la dejara intentarlo una segunda vez, por favor.
La segunda vez su voz sonó algo más segura, pero no mucho.
La directora del coro la despidió con cortesía.
—Quizá el año que viene, Norma Jeane.
Para el profesor de lengua y literatura, el señor Haring, había escrito redacciones sobre Mary Baker Eddy, la fundadora de la Ciencia Cristiana; Abraham Lincoln, «el mejor presidente de Estados Unidos», y Cristóbal Colón, «un hombre que no se amilanaba ante lo desconocido». También le había enseñado al señor Haring sus poemas pulcramente escritos con tinta azul sobre papel sin pautar.
Sé que jamás moriría de desconsuelo
en lo más alto del cielo.
Sé que no sería triste tu suerte
si yo pudiera quererte.
Si en la tierra el amor fraterno
pudiera ser eterno.
Si el hombre supiera
decir «te amo» y de verdad lo sintiera.
Así como Dios dice «te quiero
a ti, y a ti te quiero»
y su amor es siempre
VERDADERO
.
Cuando el profesor Haring sonrió con turbación y dijo que el poema era «muy bueno» —la rima, «perfecta»—, Norma Jeane se ruborizó de placer. Había tardado varias semanas en armarse de valor para enseñarle sus poesías y ahora ¡qué recompensa! ¡Y tenía muchas más! ¡Su diario estaba lleno de poemas! Había transcrito algunos que había escrito su madre durante su juventud en el norte de California, antes de casarse.
Roja es la hoguera del amanecer,
violeta la mitad de la jornada,
el día ámbar por fin decae
y después no queda nada.
Pero estrellas por doquier
revelan al anochecer
un incendio en el Territorio Argénteo
que sin embargo no se ha consumido.
El profesor Haring leyó y releyó este extraño poema con expresión ceñuda. ¡Ay!, ¿habría cometido un error al enseñárselo? El corazón de la joven se alborotó como un conejo asustado. Haring era autoritario con sus alumnos a pesar de su juventud: veintinueve años, delgado, cabello rubio ceniza que empezaba a ralear y una leve cojera consecuencia de un accidente en la infancia: un joven esposo tratando de mantener a su familia con el sueldo de profesor de escuela pública. Parecía una versión más endeble y menos amistosa de Henry Fonda en
Las uvas de la ira
. No siempre se le veía contento en clase y tenía cierta inclinación al sarcasmo. No sabías cómo iba a reaccionar, qué cosas extrañas podía llegar a decir, pero esperabas que al menos te sonriera. Y solía sonreír a Norma Jeane, que era callada y tímida, una niña de sorprendente belleza y precoces curvas que usaba jerséis demasiado pequeños para ella y tenía una actitud inconscientemente provocativa…, al menos Haring creía que era inconsciente.
Una quinceañera que rebosaba atractivo sexual y no parecía saberlo. ¡Y qué ojos!
Haring intuyó que el poema de la madre de Norma Jeane, que no tenía título, no estaba «terminado». Cogió una tiza y escribiendo en la pizarra (Norma Jeane había ido a consultarlo después de clase) demostró que la rima era deficiente. «Amanecer» y «decae», como Norma Jeane podía ver, no rimaban de verdad aunque tuvieran algunas vocales comunes. La rima de la segunda estrofa era aún peor. Al fin y al cabo la poesía es música y uno no se limita a leerla; también debe poder oírla. Además, ¿qué era el Territorio Argénteo? Haring nunca había oído hablar de ese lugar y dudaba de su existencia. «Oscuridad y afectación»: eran los típicos puntos flacos de la poesía femenina. Para que un poema tenga fuerza se necesita una buena rima y el sentido nunca debe ser críptico.
—De lo contrario, el lector se encoge de hombros y dice: «Vamos, hasta yo soy capaz de escribir mejor».
Norma Jeane rió porque el señor Haring rió. Se sentía profundamente avergonzada por los defectos del poema de su madre (si bien continuaría pensando con obcecación que era un poema hermoso, extraño, misterioso, debía reconocer que ella tampoco sabía qué significaba «Territorio Argénteo»). Disculpó a su madre ante el profesor diciendo que no había ido a la universidad.
—Mamá se casó cuando tenía diecinueve años. Quería ser poetisa. Quería ser profesora, igual que usted, señor Haring.
Haring se conmovió. ¡Era una chica tan dulce! Se mantuvo al otro lado del escritorio.
Algo en la voz trémula de Norma Jeane lo indujo a preguntar con cautela:
—¿Dónde está tu madre, Norma Jeane? No vives con ella, ¿verdad?
Norma Jeane negó con la cabeza. Sus ojos se humedecieron y su carita infantil se tensó, como si corriera el riesgo de romperse.
Fue entonces cuando Haring recordó haber oído que la joven estaba bajo la tutela del estado. Que vivía con los Pirig. Otros hijos adoptivos de la pareja habían asistido a sus clases con anterioridad. Le sorprendió que ésta fuera tan pulcra, sana e inteligente. Su cabello rubio oscuro no estaba grasiento, su ropa se veía limpia y planchada a pesar de ser tan llamativa: el barato y ceñido jersey rojo y la barata y ceñida falda de sarga gris que permitía adivinar la raja entre las nalgas. Si se hubiera atrevido a mirar.
No había mirado ni tenía intención de hacerlo. Él y su joven esposa agotada tenían una hija de cuatro años y un hijo de ocho meses y ese hecho, crudo e implacable como el sol del desierto, flotó ante sus ojos inyectados en sangre.
Pero se apresuró a decir:
—Oye, Norma Jeane, tráeme poemas cuando quieras. Los tuyos o los de tu madre. Será un placer leerlos. Forma parte de mi trabajo.
De modo que en el invierno de 1941, Sidney Haring, que era el profesor favorito de Norma Jeane, empezó a ver a la joven después de clase un par de veces a la semana. No se cansaban de hablar —ay, ¿de qué hablaban?— principalmente de novelas y poemas que Haring hacía leer a Norma Jeane:
Cumbres borrascosas
, de Emily Brontë;
Jane Eyre
, de Charlotte Brontë;
La buena tierra
, de Pearl Buck; volúmenes más cortos de poesía de Elizabeth Barrett Browning, Sara Teasdale, Edna St. Vincent Millay y el favorito de Haring, Robert Browning. Él continuó «criticando» sus poemas de colegiala (por suerte, ella no le enseñó ningún otro de su madre). Una tarde, Norma Jeane se percató de pronto de que se había retrasado, de que la señora Pirig la esperaba para que ayudara con las tareas domésticas, y Haring se ofreció a acompañarla: a partir de ese momento, cada vez que Norma Jeane acudía a verlo, él la llevaba en coche a casa, que quedaba a unos dos kilómetros del instituto. De ese modo tenían más tiempo para conversar.