Con quince años de edad y siendo como era una chica lista y despierta, lo más probable era que Norma Jean supiese mucho sobre sexo. Incluso la Ciencia Cristiana debía admitir su existencia. Estaba demasiado nerviosa y excitada para ir directamente a casa, de modo que pasó de largo Reseda Street y siguió viaje hacia las afueras del pueblo. Warren no estaría en casa, seguramente, y cuando él no estaba en casa una esperaba y esperaba a que volviera sin saber de qué humor llegaría.
Notó que Norma Jeane se estremecía de expectación, como una niña pequeña. Le había contado que hacía años, antes de enfermar, su madre solía llevarla a dar largos y maravillosos paseos dominicales en coche y que aquéllos eran los recuerdos más felices de su infancia.
Elsie insistió:
—Cuando te cases, Norma Jeane, y está bien que lo hagas, verás las cosas de otra manera. Tu marido te enseñará —hizo una pausa y luego, incapaz de resistirse, añadió—: Ya lo he elegido y es un chico encantador. Ha tenido varias novias y es cristiano.
—¿Ya lo has ele-elegido, tía Elsie? ¿Quién es?
—Pronto lo averiguarás. No es seguro. Es un chico normal de sangre roja, como digo yo, fue un atleta en el instituto y sabe lo que se hace —Elsie hizo una pausa. Una vez más, fue incapaz de resistirse a la tentación de añadir—: Warren también sabía lo que se hacía; vaya si lo sabía —asintió con vehemencia.
Norma Jeane vio que Elsie se acariciaba la barbilla. Antes le había pedido que la ayudara a disimular los cardenales, explicando que se los había hecho al golpearse con la puerta del lavabo en la oscuridad de la noche.
Norma Jeane había dicho: «Ay, tía Elsie. Qué fastidio». Y ni una palabra más. Como si supiera perfectamente cuál era la causa de los hematomas. Y Elsie cojeando por la casa, rígida como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo.
Sabiendo también, con profunda sabiduría femenina, que no debía hablar del tema.
Durante los últimos días, Warren había evitado mirar a Norma Jeane. Cuando no tenía más remedio que estar en la misma habitación que ella, giraba la cara de tal modo que la chica quedaba del lado de su ojo ciego. Una ternura herida se reflejaba en sus ojos en los inevitables momentos en que Norma Jeane le hablaba, pero ni siquiera entonces la miraba de frente, cosa que debía de intrigar y doler a la joven. Últimamente no cenaba en casa; se quedaba en una taberna o pasaba sin la cena.
—Quizá la noche de bodas deberías beber de más —decía Elsie—. No digo que te emborraches, pero sí que te achispes un poco con champán. Por lo general, el hombre se pone encima de la mujer y ella está preparada para recibirlo, o debería estarlo. No duele.
Norma Jeane se estremeció. Miraba a Elsie de reojo con gesto desconfiado.
—¿No duele?
—No siempre.
—Ay, tía Elsie. Todo el mundo dice que
duele
.
—Bueno, a veces —concedió Elsie—. Al principio.
—Pero la mujer sangra, ¿no es cierto?
—Si es virgen, tal vez.
—Entonces ha de doler.
Elsie suspiró.
—Supongo que eres virgen, ¿no? —Norma Jeane asintió con solemnidad y Elsie, violenta, explicó—: Bueno. Tu marido te prepara. Ahí abajo. Entonces te mojas y estás lista. ¿Nunca te ha pasado?
—¿Qué cosa? —preguntó Norma Jeane con voz temblorosa.
—Si has deseado hacer el amor.
Norma Jeane sopesó la cuestión.
—Casi siempre me gusta que me besen y me encanta que me abracen. Como con una muñeca. Aunque entonces la muñeca soy yo —rió como solía hacerlo, con voz aflautada, asustada, chillona—. Si cierro los ojos, ni siquiera sé quién lo hace. Cuál de ellos es.
—¡Qué cosas dices, Norma Jeane!
—¿Por qué? Sólo son besos y abrazos. ¿Qué importancia tiene quién sea el chico?
Elsie meneó la cabeza, un tanto escandalizada. ¿Qué importancia tenía? Que la condenaran si lo sabía.
Pensaba en que Warren la habría matado si hubiera besado a otro hombre, y ¡qué decir si hubiera tenido una aventura! Claro que él le había sido infiel muchas veces y ella había sufrido, se había puesto furiosa, le había dicho lo que pensaba de él, loca de celos, llorando, y él lo había negado todo aunque era evidente que disfrutaba con la reacción de su esposa. Era parte del juego, parte del matrimonio, ¿no? Al menos en la juventud.
—Se supone que debes ser fiel a un solo hombre —declaró Elsie con falsa indignación—. «En la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte os separe.» Son cosas de la religión, supongo. Quieren asegurarse de que si tienes hijos, éstos sean de tu marido y no de otro. Te casarás con una ceremonia cristiana. Yo me ocuparé de ello.
Norma Jeane se mordía la uña del pulgar. Elsie soltó una mano del volante y le dio una palmada. Norma Jeane bajó las manos en el acto y las cruzó sobre el regazo.
—Ay, tía Elsie, lo siento. Tengo mucho miedo.
—Lo sé, cariño. Pero se te pasará.
—¿Y si tengo un hijo?
—Bueno, eso no ocurrirá hasta pasado un tiempo.
—Si me caso el mes que viene, podría tener un hijo en menos de un año.
Era cierto, pero Elsie no quería pensar en ello en ese momento.
—Podrías pedirle que se protegiera. Ya sabes, que usara uno de esos chismes de goma.
Norma Jeane arrugó la nariz.
—¿Esas cosas que son como globos?
—Son asquerosas —convino Elsie—, pero lo otro es peor. A su edad, tu marido debería alistarse en el ejército, la marina o lo que sea; hasta puede que ya lo haya hecho. Y no tendrá más interés que tú en que te quedes embarazada. Y si se marcha al extranjero, estarás segura.
Norma Jeane se animó.
—¿Crees que se iría al extranjero? Sí. Irá a la guerra.
—Todos los hombres van.
—¡Ojalá pudiera ir yo! Me gustaría ser hombre.
Y a quién no. Pero no caerá esa breva. Debemos jugar con las cartas que nos han tocado
.
Elsie había llegado al final de una calle de tierra sin salida. Cerca de allí estaban las vías del tren, aunque era imposible verlas en la oscuridad. Un año antes habían encontrado en los alrededores el cuerpo acribillado a balazos de un hombre de otra ciudad. Un «ajuste de cuentas del hampa», según los periódicos. Ahora el viento soplaba entre la alta hierba como los espíritus de los muertos. Las cosas que se hacen los hombres entre sí. Todo el mundo recibe su parte de sufrimiento. Elsie pensó que si aquélla hubiera sido una escena de película, ella y Norma Jeane solas en ese lugar desolado, habría ocurrido algo: la música habría sugerido que estaba a punto de ocurrir algo. En la vida real no había música ni pistas. Te metías en una escena sin saber si era importante o no. Si la recordarías durante el resto de tu vida o la olvidarías en menos de una hora. El solo hecho de que la gente apareciera en una película, ante el objetivo de la cámara, significaba que iba a suceder algo crucial; la sola presencia de la cámara indicaba que pasaría algo. Quizá se debiera a la alegría de haber ganado los platos de plástico (que usaría y sorprenderían gratamente a Warren), pero lo cierto era que esa noche sus pensamientos volaban en todas las direcciones y tuvo que hacer un esfuerzo para no coger la mano de Norma Jeane y apretar, apretar,
apretar
.
—Las películas como las que hemos visto esta noche están bien y entretienen —dijo de repente, como si viniera a cuento—, pero no son más que una sarta de mentiras, ¿sabes? Bob Hope es muy gracioso, pero no es real. Las películas que me gustan a mí son
El enemigo público; Hampa dorada; Scarface, el terror del hampa
. Jimmy Cagney, Edward G. Robinson, Paul Muni. Hombres guapos y mezquinos que al final se salen con la suya.
Elsie dio la vuelta con el coche y condujo hacia Reseda. No había nada que le impidiera volver a casa; era tarde y le apetecía una cerveza, pero no se la tomaría en la cocina, sino que la llevaría a su habitación y la bebería despacio hasta que le entrara sueño. Finalmente dijo con voz más animada, como si en efecto interpretara la escena de una película que de pronto cambiaba de tono:
—Hasta es posible que te guste tu marido, Norma Jeane. Y que quieras tener hijos. En un tiempo, yo quise.
El tono de Norma Jeane también cambió cuando repuso:
—Puede que quiera tener hijos. Es lo normal, ¿no? Un niño de verdad. Una vez que ha nacido y salido de tu cuerpo. Cuando ya no puede hacerte daño. Me encanta abrazar a los bebés. Ni siquiera tendría que ser mío. Cualquier bebé —hizo una pausa para recuperar el aliento—. Pero si fuera
mi hijo
, tendría derecho a estar con él las veinticuatro horas del día.
Elsie la miró, sorprendida por su cambio de humor. Sin embargo, esas oscilaciones eran típicas de Norma Jeane: a veces estaba meditabunda y abstraída y en cuanto te veía se transformaba en una joven desenfadada, animada y rebosante de alegría, como si de súbito la enfocara una cámara.
—Sí, me gustaría tener un bebé —repitió con mayor entusiasmo—. Bastaría con uno. Entonces no me sentiría sola, ¿no?
Elsie respondió con tristeza:
—Por un tiempo —suspiró—. Hasta que ella se fuera y te dejara.
—¿Ella? Yo no quiero una hija. Mi madre sólo tuvo niñas. Yo quiero un
niño
.
Norma Jeane hablaba con tanta vehemencia que Elsie la miró con alarma.
Qué chica más rara. ¿Es posible que no la conozca?
Elsie se alegró de ver que la destartalada furgoneta de Warren no estaba en el camino de entrada, aunque eso significaba que volvería tarde, sin duda borracho, y si había perdido en una partida de cartas, como le ocurría a menudo en los últimos tiempos, estaría de pésimo humor, pero arrinconó esa idea por el momento. Dejaría los platos de plástico en la mesa de la cocina para que Warren los viera y se preguntara: ¿qué diablos? Imaginó su expresión de intriga. Le gustaban las buenas noticias. Hasta puede que sonriera. Cualquier cosa que uno consiguiera sin dar nada a cambio, que cayera como llovida del cielo, era un chollo, ¿no? Elsie dio las buenas noches a Norma Jeane con un beso y dijo en voz baja:
—Todo lo que te he dicho esta noche es por tu bien, cariño. Tienes que casarte porque no puedes quedarte con nosotros y sabe Dios que no te conviene volver a… a ese lugar.
Norma Jeane parecía haber asimilado con serenidad esta revelación, que días antes la había horrorizado.
—Lo sé, tía Elsie.
—Algún día tendrás que convertirte en una mujer. Es inevitable.
Norma Jeane emitió una risita triste y chillona.
—Supongo que me ha llegado la hora, tía Elsie.
—¡Te quiero! Ahora mi vida es perfecta.
Llegó el día, menos de tres semanas después de que cumpliera dieciséis años, el 19 de junio de 1942, el día en que Norma Jeane intercambió los sagrados votos matrimoniales con un muchacho al que amó a primera vista, que la amó a primera vista, mirándose el uno al otro con un asombro cargado de ternura (
Hola, soy Bucky
y
Yo, No-norma Jeane
), mientras a una distancia prudencial Bess Glazer y Elsie Pirig los observaban con ojos risueños y ya húmedos, previendo este gran momento.
Naturalmente, todas las mujeres asistentes a la boda en la Primera Iglesia de Cristo de Mission Hills, California, lloraron ese día al ver a la joven y hermosa novia
que aparentaba apenas catorce años junto al novio, imponente con su metro noventa y dos de estatura y sus ochenta y seis kilos, que por su parte no parecía mayor de dieciocho, un muchacho desgarbado pero gallardo, apuesto como un Jackie Coogan adulto con el pelo moreno cortado a cepillo, dejando al descubierto sus grandes y puntiagudas orejas. En el instituto había sido campeón de lucha libre y jugador de fútbol y era obvio que protegería a esa pobre niña huérfana.
Amor a primera vista por ambas partes. Prometidos durante menos de un mes. Son los tiempos que corren, la guerra. Todo va más deprisa
.
¡Mirad sus caras!
La de la novia, pálida y luminosa como el nácar excepto en las mejillas delicadamente maquilladas con colorete. Sus ojos parecían llamas danzarinas. Su perfecta cara de muñeca enmarcada por el cabello rubio oscuro, brillante como aprisionados rayos de sol, peinado en parte en tirabuzones y en parte en trenzas hechas por la propia madre de la novia y entrelazado con lirios del valle sobre los cuales flotaba el velo nupcial, ligero y vaporoso como un soplo de aire. En la pequeña iglesia se respiraba la dulce y nostálgica inocencia de los lirios del valle,
ese aroma que recordaré durante el resto de mi vida, el aroma de la felicidad hecha realidad. Y el miedo a que mi corazón se parara y Dios me acogiera en su seno
.
Y el vestido de novia, tan bonito. Metros de resplandeciente raso blanco, un corpiño ceñido, ajustadas mangas largas con volantes en los puños, metros y metros de deslumbrante raso, pliegues y tablas blancas, cintas, puntillas, pequeños lazos, diminutos botones de perla y una cola de metro y medio: nadie habría adivinado que era un vestido usado, perteneciente a Lorraine, la hermana de Bucky; naturalmente, lo habían adaptado a la altura y la figura de Norma Jeane y enviado a la tintorería, de modo que estaba impecable. Y las sandalias forradas de raso blanco también estaban impecables, aunque sólo habían pagado cinco dólares por ellas en una tienda benéfica de Van Nuys. La chaqueta color perla del novio se ajustaba a sus fornidos hombros; cualquiera podía ver que era un chico fuerte, corpulento, que no se andaba con chiquitas, un chico que había conseguido graduarse en el Instituto de Mission Hills en la promoción del 39 a pesar de que faltaba a clase a menudo porque detestaba los libros de texto, las aulas, las pizarras y la obligación de permanecer sentado, sentado y sentado en pupitres demasiado pequeños para él, escuchando a profesores solterones de ambos sexos soltar peroratas y peroratas como si conocieran el secreto de la vida, cosa que obviamente no era así. En razón de sus méritos deportivos, a Bucky Glazer le habían ofrecido becas en las universidades de Los Ángeles, Pacific y San Diego, entre otras, pero él las había rechazado porque prefería ganar dinero y ser independiente y había aceptado un empleo de media jornada como ayudante de embalsamador en la más antigua y prestigiosa funeraria de Mission Hills, de modo que los Glazer se jactaban de que su hijo era casi un embalsamador, y un embalsamador era casi lo mismo que un médico que hace autopsias, un forense; pero por las noches también trabajaba en la cadena de montaje de Lockheed Aviation, fabricando milagrosos bombarderos como el B-17, destinado a aniquilar a los enemigos de Estados Unidos.