Blonde (26 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

¿Se estaba enamorando? ¡Maldición! Puede que sí. Quizá ya fuera hora. No permitiría que se la llevara otro.

En opinión de Bucky Glazer había dos clases de mujeres: las «duras» y las «tiernas». Y él sabía que tenía debilidad por las segundas. Ahí estaba esa dulce niña, mirándolo con los ojos muy abiertos y confiados, asintiendo a prácticamente todo lo que él decía; claro que él sabía mucho más que ella, de modo que era lógico que asintiera, y por eso la admiraba; no le gustaban las mujeres agresivas que creían que exasperar a los hombres era la mejor manera de seducirlos, como Katharine Hepburn en las películas. Puede que esas maniobras excitaran también a Bucky, pero la sumisa y complaciente Norma Jeane lo excitaba de una manera diferente, de modo que comenzó a murmurar su nombre en sueños, a fantasear con que la abrazaba cuando abrazaba las mantas, a besarla y acariciarla con la imaginación.
No te haré daño, te lo prometo. Estoy loco por ti
. Despertaba en plena noche, loco de deseo, en la cama donde había dormido desde Dios sabía cuándo, desde los doce años, una cama que se le había quedado pequeña tiempo atrás, pues ahora sus tobillos y sus pies del cuarenta y seis rebasaban el borde del colchón.
Es hora de que compres tu propia cama. Una cama de matrimonio
.

Así que esa noche tomó la decisión. Tres semanas después de que los presentaran. En fin, en los tiempos que corrían todo sucedía más deprisa. Un tío de Bucky había sido dado por desaparecido en Corregidor. Su mejor amigo del equipo de lucha libre de Mission Hills era piloto de la armada y ya volaba en solitario, bombardeando puntos del sureste asiático. Norma Jeane lloró, dijo que sí, que se casaría con él, que aceptaba el anillo de pedida, que lo amaba; como si eso no fuera suficiente, acto seguido hizo la cosa más extraña que una chica hubiera hecho jamás, tanto en las películas como en la vida real: cogió las grandes y ajadas manos de él entre las suyas, pequeñas y suaves, y sin importarle que olieran al líquido de embalsamar (por mucho que las restregara, Bucky no conseguía eliminarlo), una mezcla de formaldehído, glicerina, bórax y fenol, se las llevó a la cara e inspiró, como si aquel hedor fuera un bálsamo para ella o le recordara un aroma entrañable, con los ojos cerrados, expresión soñadora y una voz que era apenas un murmullo:

—¡Te quiero! Ahora mi vida es perfecta.

Gracias, Dios. Gracias, oh, Dios. Prometo que nunca volveré a dudar de ti mientras viva. Nunca desearé castigarme por sentirme no deseada ni querida
.

Por fin concluyó la solemne ceremonia en la Primera Iglesia de Cristo de Mission Hills, California. Las mujeres no eran las únicas que habían llorado; muchos hombres se enjugaban los ojos. El alto novio, con las mejillas encendidas, se inclinó para besar a la novia, tímida y ansiosa como un niño en la mañana de Navidad. Estrechó sus costillas con tanta fuerza que el vestido de raso se abultó sobre la parte inferior de la espalda y el velo cayó con poca elegancia hacia atrás, descubriendo la cabeza.

Besó en la boca a la novia, ya la señora de Buchanan Glazer, y ella abrió sus temblorosos labios. Aunque sólo un poco.

La joven esposa

1

—La mujer de Bucky Glazer no trabajará nunca. De ninguna manera.

2

Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.

En el apartamento de la planta baja 5A de Verdugo Gardens, sito en el 2881 de La Vista Street, Mission Hills, California.

En los fascinantes primeros meses de casados.

¡Nada tan hermoso como el primer matrimonio! Aunque en su momento una no lo sabe
.

Érase una vez una joven esposa. Una joven ama de casa que robaba tiempo a sus tareas para escribir un diario secreto.
La señora de Bucky Glazer. La señora de Buchanan Glazer. La señora Norma Jeane Glazer
.

El apellido «Baker» ya no figuraba. Pronto ni siquiera lo recordaría.

Bucky sólo le llevaba seis años, pero desde el primer abrazo ella lo llamaba «papá». A veces era el gran papá, orgulloso poseedor de la cosa grande. Ella era la nena, a veces la muñeca, orgullosa poseedora de la cosita.

Había llegado virgen al matrimonio, naturalmente. Bucky también estaba orgulloso de ello.

Eran el uno para el otro.

—Es como si nosotros hubiéramos inventado el amor, pequeña.

Qué curioso pensar que a los dieciséis años Norma Jeane había triunfado allí donde Gladys había fracasado. Había hallado un marido bueno, afectuoso; se había casado, era una
señora
. Norma Jeane sabía que ésa había sido la causa de la enfermedad de Gladys: la ausencia de un marido, el hecho de que nadie la quisiera de la única manera que de verdad contaba.

Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que quizá Gladys no se hubiera casado nunca. De que «Baker» y «Mortensen» eran personajes inventados para evitar el ridículo.

Hasta había engañado a la abuela Della. Probablemente.

También era curioso que recordara la mañana en que Gladys la había llevado a Wilshire Boulevard para presenciar el funeral de un gran productor de Hollywood. Ella esperando con el corazón en un puño el momento en que papá fuera a buscarla. Pero pasarían años.

—¿Me quieres, papá?

—Estoy loco por ti, pequeña. No hay más que verme.

Norma Jeane había enviado una invitación a Gladys para su boda. Asustada, emocionada, ansiosa por ver a la mujer que era «madre». Y al mismo tiempo, aterrorizada ante la posibilidad de que madre se presentara.

¿Quién diablos es esa loca? ¡Mira!
Todos clavarían sus ojos en ella.

Naturalmente, Gladys no asistió a la boda de Norma Jeane. Tampoco envió una felicitación ni una nota con buenos deseos.

—Me da igual. ¿Por qué iba a importarme?

Como le dijo a Elsie Pirig, le bastaba con una suegra. No necesitaba una madre. La señora Glazer. Bess Glazer. Le había pedido a Norma Jeane que la llamara «mamá» antes incluso de que terminara la ceremonia, pero la palabra se atoraba en la garganta de Norma Jeane.

A veces se atrevía a llamarla «mamá Glazer» con una voz tímida y trémula, prácticamente inaudible. Qué mujer más amable; una verdadera cristiana. Pero nadie podía culparla por someter a su nueva nuera a un meticuloso escrutinio.
Por favor, no me odie por haberme casado con su hijo. Por favor, ayúdeme a ser una buena esposa
.

Ella triunfaría allí donde Gladys había fracasado. Se lo prometió a sí misma.

Le encantaba cuando Bucky le hacía el amor con vehemencia, llamándola su amada, su cielo, su pequeña, su muñeca, gimiendo, temblando y relinchando como un caballo —«¡Eres mi caballito, pequeña! ¡Arre!»— mientras los muelles de la cama chillaban como ratones moribundos. Y más tarde, Bucky entre sus brazos, respirando agitadamente, con el cuerpo cubierto del profuso y aceitoso sudor que a ella le encantaba oler; Bucky, que caía sobre ella como una avalancha, clavándola a la cama.
Un hombre me ama. Soy la mujer de un hombre. No volveré a estar sola
.

Ya había olvidado los temores de la vida de soltera. Qué niña tan tonta había sido.

Ahora las mujeres solteras, las que no estaban siquiera prometidas, la envidiaban. Se les veía en los ojos. ¡Qué emoción! Anillos mágicos en el anular de la mano izquierda. Decían que eran «reliquias» de la familia Glazer. La alianza era de oro mate, desvaído por el tiempo.
Procedía del dedo de una muerta
. El anillo de compromiso tenía un diminuto diamante. Pero eran anillos mágicos que atraían la atención de Norma Jeane en los espejos y otras superficies reflectantes, cuando los veía como debían de verlos los demás.
¡Anillos! Una mujer casada. Una joven amada
.

Era la bonita y dulce Janet Gaynor en
La feria de la vida, Una chica de provincias, Un plato a la americana
. Era una joven June Haver, una joven Greer Garson. Hermana de Deanna Durbin y de Shirley Temple. De la mañana a la noche perdió interés por las actrices despampanantes, como la Crawford, la Dietrich o la Harlow, con su falso pelo rubio, ostensiblemente decolorado. Porque su encanto no era más que una farsa. La farsa de Hollywood. ¡Y Mae West! ¡Qué ridícula! Un remedo de mujer.

Como es lógico, esas mujeres hacían lo que podían para venderse. Eran lo que los hombres deseaban. La mayoría de los hombres. No se diferenciaban mucho de una prostituta. Pero su precio era más alto, pues tenían una «carrera».

¡Yo nunca tendré que venderme! No, mientras me amen
.

En el tranvía de Mission Hills, Norma Jeane observaba con emoción y placer cómo los ojos de desconocidos, tanto mujeres como hombres, se posaban en su mano, en sus anillos. La identificaban en el acto como una
mujer casada, y ¡tan joven!
Jamás se quitaría esos anillos, esas reliquias de familia.

Sabía que si lo hacía, moriría.

—Como si entrara en el cielo. Y aún no estoy muerta.

Sin embargo, después de la boda, Norma Jeane empezó a tener una pesadilla nueva: un ser sin rostro (¿hombre?, ¿mujer?) se inclinaba sobre ella mientras estaba en la cama, paralizada, incapaz de escapar; esa persona quería sus anillos, y como Norma Jeane se negaba a dárselos, le atenazaba la mano y comenzaba a cortarle el dedo con un cuchillo tan real que ella no podía creer que no sangrara, se despertaba revolviéndose y gimiendo, y si Bucky estaba a su lado, si esa noche no trabajaba, la abrazaba, la acunaba en sus fuertes brazos y la tranquilizaba con voz soñolienta:

—Vamos, muñeca. Sólo ha sido una pesadilla. Papá te protegerá de cualquier daño. ¿Vale?

Pero no siempre la convencía de inmediato. A veces Norma Jeane estaba tan asustada que era incapaz de conciliar el sueño durante el resto de la noche.

Bucky trataba de ser comprensivo, y le halagaba la desesperada necesidad de él que demostraba su joven esposa, pero al mismo tiempo se inquietaba. Él también había sido un niño durante demasiado tiempo. ¡Sólo tenía veintiún años! Y empezaba a descubrir que Norma Jeane era imprevisible. Cuando eran novios, ella era una joven constantemente risueña, mientras que ahora, durante estas noches agitadas, empezaba a vislumbrar otra faceta de su personalidad. Igual que sus «dolores», como describía ella con cara avergonzada el período menstrual, habían supuesto una alarmante revelación para Bucky, otrora protegido de esos secretos femeninos por su propio bien; ahí estaba Norma Jeane, que además de sangrar (como un cerdo empalado, no podía por menos que pensar él) por la vagina, el lugar clave para el «amor», no servía prácticamente para nada durante dos o tres días, tendida con una bolsa de agua caliente sobre la barriga y una compresa fría en la frente (también tenía «migraña»), pero lo peor era que se negaba a tomar medicamentos, ni siquiera aceptaba las aspirinas que le ofrecía Bess, de modo que él se enfadaba ante «esas patrañas de la Ciencia Cristiana, que nadie se toma en serio». Pero no quería discutir con ella, porque hacerlo sólo hubiera servido para empeorar las cosas. Así que trataba de ser comprensivo, se esforzaba de verdad, era un hombre casado y (tal como decía con resignación su hermano mayor, también casado) más le valía acostumbrarse a esas cosas, incluso al olor. Pero ¡las pesadillas! Bucky estaba agotado y necesitaba dormir —si nadie lo molestaba, era capaz de hacerlo durante diez horas seguidas—, y Norma Jeane lo despertaba, le daba un susto de muerte cada vez que chillaba en plena noche, presa del pánico, con el camisón empapado en sudor. Bucky no estaba acostumbrado a dormir con otros. Al menos, no una noche entera. Ni una tras otra. Con alguien tan imprevisible como Norma Jeane. Daba la impresión de que era dos personas a la vez, como un par de gemelas, y la gemela nocturna se imponía de tanto en tanto, por muy dulce que fuera la gemela diurna y por muy loco que él estuviera por ella. Él la abrazaba y sentía los latidos desbocados de su corazón. Como si estrechara en sus brazos un pajarillo asustado, un colibrí. Sin embargo, con qué fuerza lo abrazaba, Señor. Una chica asustada es casi tan fuerte como cualquier hombre. Antes de despertar del todo, Bucky pensaba que había regresado misteriosamente al instituto y que estaba sobre la colchoneta del gimnasio, luchando con un contrincante empeñado en romperle las costillas.

—Nunca me dejarás, ¿verdad, papá? —suplicaba Norma Jeane.

—No —respondía Bucky, adormilado.

—Prométeme que no me dejarás, papá —decía ella.

—Claro, te lo prometo, pequeña —respondía él. Pero Norma Jeane seguía insistiendo y Bucky decía—: ¿Por qué iba a dejarte, muñeca? ¿No acabo de casarme contigo?

Había algo equivocado en esa respuesta, pero ninguno de los dos habría podido definirlo. Norma Jeane se arrimaba más a Bucky, apretando su cara caliente y bañada en lágrimas contra el cuello de él, oliendo a cabello húmedo, polvos de talco y algo que él suponía un primitivo terror animal, murmurando:

—¿De verdad me lo prometes, papá? —Bucky respondió que sí, que lo prometía, pero ¿podían volver a dormir? De repente Norma Jeane rió y dijo—: Júralo y que te caigas muerto si no cumples.

Con el dedo índice dibujó una cruz sobre el corazón saltarín de Bucky, haciéndole cosquillas en el pecho, y súbitamente él se excitó, la cosa grande se excitó, y cogió los dedos de Norma Jeane, fingiendo comérselos, mientras la joven pataleaba, reía y se removía gritando:

—¡No, papá,
no
!

Bucky la inmovilizó sobre la cama, trepó sobre su delgado cuerpo, le restregó la nariz contra los pechos, mordiendo esos pechos que lo volvían loco, dándoles lengüetazos, gruñendo:

—Sí, papá, sí. Papá hará lo que quiera con su pequeña muñeca, porque la muñeca le pertenece. Y esto también y esto… y esto.

Cuando lo tenía dentro de mí, yo estaba segura. Deseaba que nunca terminara
.

3

Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.

Preparaba la comida de Bucky. Grandes emparedados dobles, los favoritos de Bucky. Salchicha ahumada, queso y mostaza entre gruesas rebanadas de pan. Jamón con salsa picante. Restos de carne con ketchup. Una naranja de Valencia, las más dulces. De postre, gelatina de cerezas o pastel de jengibre con salsa de manzana. Dado que el racionamiento era cada vez más riguroso, Norma Jeane guardaba su ración de carne de la cena para los almuerzos de Bucky. Él no parecía advertirlo, pero ella sabía que se lo agradecía. Bucky era un chico grande, todavía en etapa de crecimiento, con «un apetito de caballo», según bromeaba Norma Jeane, «de caballo hambriento». El rito de levantarse temprano para preparar el almuerzo de Bucky la llenaba de emoción, le hacía saltar las lágrimas. Dentro de la fiambrera metía notas de amor adornadas con cenefas de corazones.

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