Sí; Bucky se proponía alistarse en las fuerzas armadas para luchar por su país, y se lo había dejado claro a su novia, Norma Jeane, desde el principio.
Son los tiempos que corren. ¡Todo va más deprisa!
La comidilla: casi todos los asistentes a la boda eran invitados del novio. Los Glazer y sus numerosos parientes eran estadounidenses robustos, saludables y de aspecto bonachón, todos parecidos a pesar de las grandes diferencias de edad y sexo, y al verlos apiñados en los bancos de la pequeña iglesia estucada, daba la impresión de que habían entrado arreados como ganado. A una señal, se levantarían y saldrían en manada. Muchos eran feligreses de la Primera Iglesia de Cristo y se los veía en su elemento, asintiendo sin cesar durante la ceremonia nupcial. Los invitados de la novia se limitaban a los padres adoptivos, los Pirig; dos chicos muy distintos entre sí, descritos como «hermanos adoptivos»; unas cuantas alumnas del instituto llamativamente maquilladas, y una mujer con el cabello encrespado, vestida con traje de sarga azul, que se presentó a sí misma como «doctora» y rompió a llorar con voz ronca cuando el pastor de la Iglesia de Cristo preguntó con voz seria a la novia: «¿Tú, Norma Jeane, aceptas a este hombre, Buchanan Glazer, como tu legítimo esposo en la riqueza o en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe, en el nombre de Dios Nuestro Señor y Jesucristo, su Único Hijo?» y la novia tragó saliva antes de responder en un murmullo:
—¡Oh!,
sí, señor
.
Con la titubeante voz de una huérfana. Para toda la vida.
La doctora Edith Mittelstadt regaló a los recién casados una «reliquia de la familia»: un servicio de té de plata —una tetera pesada y barroca, boles para la nata y el azúcar y bandeja a juego— que Bucky empeñaría en Santa Mónica por la decepcionante cantidad de veinticinco dólares.
Y encima había tenido que sufrir la ofensa de que le tomaran las huellas dactilares mientras Norma Jeane, roja de vergüenza y riendo tontamente, contemplaba la escena.
Como si fuera un delincuente. Joder; qué rabia
.
¿Dónde estaba la verdadera madre de la novia? ¿No había asistido a la boda de su hija? ¿Y el padre? Nadie se atrevió a preguntar.
¿Era cierto que la madre de la novia estaba confinada en un manicomio? ¿Era cierto que estaba encerrada en una cárcel de mujeres? ¿Era cierto que había intentado matar a su hija cuando ésta era pequeña? ¿Era cierto que se había suicidado en el manicomio, o en la cárcel? Nadie se atrevió a hacer preguntas en una ocasión tan dichosa.
¿Era cierto que no tenía padre? ¿Que no había ningún Baker? ¿La novia era hija ilegítima? ¿Figuraba acaso en su partida de nacimiento la inscripción «
PADRE DESCONOCIDO
»?
Como Bucky había dicho a su futura esposa la víspera de la boda, no debía avergonzarse de sus circunstancias.
No pienses en ello, cariño. Ningún miembro de la familia Glazer desprecia a una persona por motivos que no están bajo su control, te lo prometo. Si lo hicieran, les pegaría un puñetazo en la nariz
.
Ahora que Norma Jeane se había transformado en una mujer lo suficientemente hermosa, un hombre la reclamaba.
Amor a primera vista, un amor que atesoraremos durante toda nuestra vida
, aunque quizá no fuera del todo así.
La verdad es que Bucky Glazer no quería conocer a Norma Jeane Baker. Al verla en el Sepulveda con esa arpía de Elsie Pirig, las dos en el escenario, al exigente Bucky se le había antojado que era una colegiala pendona del montón —con el agravante de ser demasiado joven—, de modo que había hecho enfadar a su madre escapando del cine y esperándola en el aparcamiento, reclinado contra el capó del coche y fumando un cigarrillo como un personaje de película. Pobre señora Glazer, tambaleándose sobre sus altos tacones y riñendo a su hijo como si tuviera doce años en lugar de veintiuno.
—¡Buchanan Glazer! ¡Cómo te atreves! ¡Grosero! ¡Humillar a tu propia madre! ¿Qué le diré a Elsie? Me llamará por la mañana. ¡He tenido que esconderme para que no me viera! Y la chica es un encanto.
Era la exasperante estrategia de Bucky permitir que su madre protestara cuanto quisiera, echara humo por las orejas y se sonara los mocos, convencida de que a la larga se saldría con la suya como todas las mujeres de la familia Glazer. Lo había hecho con el hermano mayor y las dos hermanas mayores de Bucky, obligándolos a casarse jóvenes, la medida más prudente para evitar problemas; el mundo es tan peligroso para los chicos como para las chicas y la pobre Bess estaba desesperada por que Bucky rompiera su escandalosa aventura con una divorciada de veintinueve años a quien había conocido en el turno de noche de Lockheed, madre de un niño pequeño, una cara bonita y dura que «ha cogido a mi niño entre sus garras», como se lamentaba Bess a todo el que estuviera dispuesto a escucharla. Bucky había salido con muchas chicas en sus años de instituto y en la actualidad frecuentaba a varias, incluida la hija del director de la funeraria, pero en opinión de Bess la divorciada suponía una seria amenaza.
—¿Qué tiene de malo la hija de Elsie Pirig? ¿Por qué no te gusta? Elsie jura que es una buena cristiana que no fuma ni bebe, lee la Biblia, ha nacido para ama de casa y es reservada con los chicos. ¿Sabes, Bucky?, deberías pensar en sentar la cabeza con una chica en la que puedas confiar. Si te marchas al extranjero, desearás que alguien te esté esperando en casa. Necesitarás una enamorada que te escriba.
Bucky no pudo resistirse.
—Carmen me escribirá, mamá. Ya les escribe a un par de tipos.
Bess se echó a llorar. Carmen era la guapa divorciada que había cogido a Bucky entre sus garras.
Arrepentido, Bucky rió y abrazó a su madre diciendo:
—Tú me estarás esperando en casa, ¿no, mamá? Y me escribirás. ¿Para qué necesito a otra?
Poco tiempo después, Bucky escandalizó a una habitación llena de parientes femeninas cuando oyó que su madre decía con llorosa voz de mártir: «Mi hijo se merece una virgen»; entonces se inclinó contra la jamba de la puerta y preguntó en voz alta, con cara inexpresiva:
—¿Qué es una virgen? ¿Cómo la reconocería si la viera? ¿Y
tú
, mamá? —y siguió su camino silbando.
Vaya con Bucky Glazer, ¿no es demasiado? El más listo de la familia
.
Pero, de alguna manera, ocurrió. Bucky accedió a conocer a Norma Jeane. Era más sencillo ceder ante Bess que soportar sus quejas o, peor aún, sus suspiros y miradas de víctima. Sabía que Norma Jeane era joven, pero no le habían dicho que tenía quince años, así que se llevó toda una impresión al verla de cerca. Su andar titubeante, como el de una sonámbula, cuando fue a su encuentro y cómo se detuvo de repente, paralizada por la timidez, diciendo su nombre entre tartamudeos.
Una cría. Pero, Dios, había que verla. ¡Qué silueta!
Aunque había planeado que más tarde se burlaría de su «cita» con los amigotes, ahora experimentó una atracción tan fuerte hacia la chica que sus pensamientos se adelantaron hasta el momento en que se jactaría de haber salido con ella. Se vio enseñando su foto. Mejor aún, presentándola.
Mi nueva novia, Norma Jeane. Es algo joven, pero madura para su edad
.
Bucky podía imaginar la expresión de sus amigos.
La llevó al cine. La llevó a bailar. La llevó de excursión, a pasear en canoa y a pescar. Le sorprendió comprobar que, a pesar de su apariencia, a la chica le gustaba la naturaleza. Entre los amigos de él, todos de su edad, permanecía callada, atenta y risueña, disfrutando con sus chistes y juegos, y estaba tan claro como el agua que Norma Jeane era la chica más guapa que cualquiera hubiera visto fuera de una película, con esa carita de corazón, ese hoyuelo, ese cabello rubio oscuro cayendo sobre sus hombros en una cascada de rizos y la elegancia con que lucía sus ceñidos jerséis, faldas y pantalones con pinzas, ahora que en los lugares públicos se permitía llevar pantalones a las mujeres.
Sexy
como Rita Hayworth. Pero la clase de chica con la que uno querría casarse, igual que Jeanette MacDonald.
Eran tiempos en los que las cosas se precipitaban. Desde el horror de Pearl Harbor. Cada día era como un terremoto y, al despertar, uno se preguntaba qué pasaría a continuación. Titulares de periódico, boletines de radio. Pero también era emocionante.
Había que compadecer a los viejos de más de cuarenta, que ya habían perdido su oportunidad en las fuerzas armadas y no los llamaban para combatir de verdad. Para defender su país. Y si habían tenido su oportunidad —en la Primera Guerra Mundial, por ejemplo—, hacía tanto tiempo de ello que ya nadie se acordaba. Lo que ocurría en Europa y en el Pacífico era el
presente
.
Norma Jeane tenía una forma de inclinarse hacia él, casi temblando de expectación ante lo que iba a decir; rozándole la muñeca y alzando los soñadores y vidriosos ojos azules con la respiración entrecortada, como si hubiera corrido, para preguntarle qué creía que les depararía el futuro. ¿Estados Unidos ganaría la guerra y salvaría al mundo de las garras de Hitler y Tojo? ¿Cuánto duraría la guerra?, y ¿verían caer bombas en su país? ¿En California? En tal caso, ¿qué les sucedería? ¿Cuál sería su destino? Bucky no pudo por menos que sonreír; nadie que él conociera habría usado una palabra tan curiosa:
destino
. Pero ahí estaba esa chica que lo obligaba a pensar, y eso le gustaba. A veces se sorprendía a sí mismo hablando como alguien de la radio. Tranquilizaba a Norma Jeane diciéndole que no se preocupara: si los japoneses intentaban bombardear California o cualquier otra zona del «territorio de Estados Unidos», los liquidarían en el aire con armas antiaéreas. («Para tu información, en Lockheed estamos fabricando misiles secretos.») Si alguna vez trataban de desembarcar tropas, los hundirían antes de que llegaran a la costa. Y si conseguían pisar suelo estadounidense, todos los ciudadanos sanos lucharían contra ellos hasta la muerte.
Es imposible que triunfen aquí
.
Mantuvieron una extraña conversación. Norma Jeane hablaba de
La guerra de los mundos
, de H. G. Wells, que decía haber leído, y Bucky le explicó que no, que se trataba de un programa de radio conducido por Orson Welles unos años antes. Norma Jeane no discutió y dijo que seguramente se había confundido. Bucky creyó adivinar el motivo de esa confusión:
—Supongo que no lo escuchaste, ¿no? Eras muy pequeña. En casa lo oímos. ¡Caray, fue increíble! Mi abuelo pensó que era verdad y casi le da un ataque al corazón y mi madre, ya sabes cómo es, a pesar de que Orson Welles no dejaba de decir que era un «informativo simulado», estaba aterrorizada, como todo el mundo, yo era un crío y pensé que podía ser real, pero en el fondo sabía que no, que no era más que un programa de radio. Pero, joder —Bucky sonrió al ver que Norma Jeane lo miraba con profundo interés, como si cada palabra que él pronunciaba fuera preciosa—, todos los que vivieron ese momento, el programa de esa noche, pensaron que podía ser real, aunque no lo fuera. Así que cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor unos años después, la cosa no fue muy distinta, ¿eh?
Había perdido el hilo de lo que decía. Pretendía hacer una observación y sabía que era una observación importante, pero con Norma Jeane tan cerca de él, oliendo a jabón o a polvos de talco o a lo que fuera, un aroma floral, le resultaba imposible concentrarse. No había nadie cerca, de modo que se inclinó rápidamente para besarla en los labios y de inmediato los ojos de ella se cerraron, igual que los de una muñeca, y un calor como una llama recorrió el cuerpo de él, desde el pecho a la entrepierna, y le puso una mano con los dedos extendidos detrás de la cabeza ladeada, levantando la cascada de rizos, y la besó con más fuerza, ahora también él con los ojos cerrados; se perdió en un sueño aspirando su fragancia, e igual que la mujer de un sueño, ella era suave, dócil, sumisa, así que la besó más fuerte aún, tratando de abrir con la lengua los labios firmemente cerrados, a sabiendas de que uno de esos días Norma Jeane abriría la boca y, ¡oh, Dios!, ojalá no se corriera en los pantalones.
Amor a primera vista
. Bucky Glazer empezaba a creérselo.
Ya les contaba a los muchachos de Lockheed que la había visto por primera vez en el escenario de un cine. Ella había ganado un premio y ay, tíos, ay,
ella misma era un premio
mientras subía hacia las candilejas y el público aplaudía, enloquecido.
—Todo hombre merece casarse con una virgen. Es una cuestión de respeto hacia sí mismo.
Pensaba mucho en Norma Jeane. Los habían presentado en mayo y su cumpleaños era el primero de junio; entonces cumpliría los dieciséis. Las chicas podían casarse a los dieciséis, en la familia Glazer había varios ejemplos. «No debes precipitarte, Bucky», había advertido su madre, pero él se percató de que era una de las tácticas de Bess: decirle lo que
no
debía hacer, a sabiendas de que eso sería precisamente lo que
desearía
hacer. Sin embargo, nunca había pensado en una chica como pensaba en Norma Jeane. Incluso cuando estaba con Carmen. Especialmente cuando estaba con Carmen, porque entonces hacía comparaciones.
Afróntalo, es una puta. No puedes fiarte de ella
. Pensaba en Norma Jeane durante las tardes en la funeraria, mientras ayudaba al señor Eeley, el embalsamador, a preparar los cadáveres para el velatorio. Si el cadáver era de mujer y medianamente joven, lo embargaba una desazón nueva para él y meditaba sobre la brevedad de la vida y la mortalidad; «Polvo eres y polvo serás», decía la Biblia. Todas las semanas la revista
Life
publicaba fotografías de heridos y muertos, soldados semienterrados en arena en alguna isla del Pacífico dejada de la mano de Dios de la cual nadie había oído hablar con anterioridad, montañas de cadáveres de chinos muertos durante los bombardeos de los japoneses. Todos los muertos estaban desnudos.
¿Qué aspecto tendría Norma Jeane desnuda?
A punto de desmayarse, tuvo que doblar el torso para poner la cabeza entre las rodillas, y el señor Eeley, un gracioso solterón con cejas tan gruesas como las de Groucho Marx, se burló de su «flaqueza». Durante sus turnos de noche en Lockheed, en medio de un barullo ensordecedor, recordaba a Norma Jeane, preguntándose si habría salido esa noche a pesar de que le había prometido que se quedaría en casa pensando en él. En la línea de montaje trabajaban hombres poco mayores que él, hombres impacientes por volver a casa con su mujer y meterse en la cama a las seis de la mañana. Las cosas que decían restregándose las manos. Sonriendo y poniendo los ojos en blanco. Algunos enseñaban fotos de sus jóvenes y guapas esposas o novias. Uno de ellos hizo circular una foto de su esposa en una pose al estilo de Betty Grable, dando la espalda a la cámara y mirando por encima del hombro, aunque no vestía un bañador, como Betty Grable, sino unas bragas de encaje y tacones altos. Señor. A Bucky prácticamente le rechinaron los dientes. La mujer no estaba ni la mitad de sugerente de lo que lo estaría Norma Jeane en esa misma pose.
Esperad a ver a mi chica
.