Blonde (20 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—¿Eso dijo el señor Pi-pirig de mí? —preguntó Norma Jeane, desconcertada—. ¡Vaya! ¡Creía que le caía bien!

—No tiene nada que ver con que le caigas bien o mal —respondió Elsie—. Se trata de lo que el condado llama «medidas de emergencia».

—¿Qué medidas? ¿Qué emergencia? —preguntó la joven—. No estoy metida en ningún lío, tía Elsie. Yo…

Pero Elsie la interrumpió otra vez, ansiosa por soltarle lo que pensaba cuanto antes, como si escupiera algo repugnante:

—Lo importante es que tienes quince años y más de un hombre te echará dieciocho, pero hasta que los cumplas de verdad estarás bajo la tutela del estado y, de acuerdo con la ley, podrías volver al orfanato en cualquier momento. A menos que te cases, desde luego.

Las palabras salieron de su boca como un aluvión y Norma Jeane se quedó aturdida, como una persona dura de oído. La propia Elsie se sentía a punto de desmayarse, embargada por la misma desagradable sensación que le subía desde las plantas de los pies cuando había un temblor de tierra.
Tenía que hacerlo. ¡Que Dios me ayude!

—Pero ¿por qué iba a volver al orfanato? —preguntó Norma Jeane, asustada—. ¿Por qué iban a devolverme allí? ¡Ellos me enviaron
aquí
!

Elsie eludió su mirada y respondió:

—De eso hace dieciocho meses y las cosas han cambiado. Tú sabes que han cambiado. Cuando te enviaron aquí eras…, bueno, una cría. Y a veces te comportas como una mujer hecha y derecha. Nuestra conducta tiene consecuencias, sobre todo la conducta que…, bueno, quiero decir lo que uno hace con los hombres.

—Pero yo no he hecho nada malo —dijo Norma Jeane con creciente desesperación en la voz—. ¡Te lo juro, tía Elsie! ¡No he hecho nada malo! Esos hombres son decentes conmigo. Dicen que les gusta estar conmigo y sacarme a pasear. ¡Eso es todo! De verdad. Pero de ahora en adelante les diré que no; les diré que tú y el señor Pirig no me dejáis salir. ¡Lo haré!

Elsie no estaba preparada para aquella respuesta, de modo que titubeó cuando dijo:

—Pero… necesitamos la habitación. Mi hermana y sus hijos vendrán desde Sacramento a vivir con nosotros…

—Yo no necesito una habitación, tía Elsie —se apresuró a decir Norma Jeane—. Dormiré en el sofá, o en el cuarto de la lavadora…, en cualquier parte. Incluso podría dormir en uno de los coches que vende el señor Pirig. Algunos son bonitos y tienen cojines en el asiento trasero…

—Norma Jeane, el estado nunca permitiría algo así —repuso Elsie meneando la cabeza con gesto serio—. Sabes que envían inspectores.

—No me devolverás al orfanato, tía Elsie, ¿verdad? —dijo la joven cogiéndola del brazo—. ¡Creí que me tenías cariño! ¡Creí que éramos como una familia! Ay, tía Elsie, por favor. ¡Me encanta vivir en esta casa! ¡Te quiero! —hizo una pausa, jadeando. Su afligida cara estaba bañada en lágrimas y sus pupilas dilatadas reflejaban una expresión de terror animal—. ¡No me mandes al orfanato, por favor! ¡Te prometo que seré buena! ¡Trabajaré más! ¡No saldré con hombres! Dejaré el instituto y me quedaré en casa para ayudarte. También podría ayudar al señor Pirig con sus negocios. ¡Si me devuelves al orfanato, me moriré, tía Elsie! No quiero volver allí. Me suicidaré. ¡Por favor, tía Elsie!

Ahora Norma Jeane estaba en brazos de Elsie. Temblorosa, agitada, muy caliente, llorando. Elsie la estrechó con fuerza y sintió las sacudidas de sus omóplatos y la tensión de su espalda. La joven era un par de centímetros más alta que ella, de modo que se inclinaba para hacerse más pequeña, como una niña. Elsie pensó que nunca se había sentido tan mal en su vida de adulta. Ay, mierda, se sentía fatal. Si hubiera podido, habría echado a Warren a patadas y se habría quedado con Norma Jeane. Pero, naturalmente, no podía hacerlo.
Vivimos en un mundo de hombres y una mujer debe traicionar a sus congéneres para sobrevivir
.

Elsie siguió abrazando a la llorosa joven y se mordió el labio inferior para contener sus propias lágrimas.

—Para ya, Norma Jeane. El llanto no sirve de nada. Si sirviera, a todos nos iría mucho mejor.

2

No me casaré, ¡soy demasiado joven!

Quiero ser enfermera de las fuerzas armadas y viajar al extranjero
.

Quiero ayudar a los que sufren
.

A esos niños ingleses heridos y tullidos, algunos enterrados bajo los escombros. Y sus padres, muertos. Niños que no tienen a nadie que los quiera
.

Quiero ser un receptáculo de amor divino. Quiero que Dios brille a través de mí. Quiero ayudar a curar a los heridos, quiero transmitirles mi fe
.

Podría fugarme. Alistarme en Los Ángeles. Dios responderá a mis oraciones
.

Se había quedado transfigurada de horror, con la boca abierta y laxa, la respiración rápida como la de un perro agitado y un terrible rugido barrenándole los oídos mientras miraba las fotografías de la revista
Life
, abierta sobre la mesa de la cocina: un niño con los ojos hinchados y un brazo amputado, un bebé envuelto en tantas vendas manchadas de sangre que sólo se le veían la boca y parte de la nariz, una niña de unos dos años con los ojos amoratados y una expresión de perplejidad en su carita demacrada. ¿Qué era lo que tenía en la mano la pequeña? ¿Una muñeca cubierta de sangre?

Warren Pirig le quitó la revista. Se la arrebató de las manos paralizadas. Su voz sonó grave, enfadada y a un tiempo indulgente, como sonaba a menudo cuando estaban a solas.

—No te conviene ver esas cosas —dijo—. No sabes lo que estás mirando.

Nunca la llamaba «Norma Jeane».

3

Se llamaban Hawkeye, Cadwaller, Dwayne, Ryan, Jake, Fiske, O’Hara, Skokie, Clarence, Simon, Lyle, Rob, Dale, Jimmy, Carlos, Esdras, Fulmer, Marvin, Gruner, Price, Salvatore, Santos, Porter, Haring, Widdoes. Eran soldados, un marinero, un marine, un ranchero, un pintor de brocha gorda, un fiador de personas en libertad condicional, el hijo del propietario de un parque de atracciones de Redondo Beach, el hijo de un banquero de Van Nuys, un trabajador de una fábrica de aviones, atletas del último curso del Instituto de Van Nuys, un maestro de la escuela dominical de Burbank, un guardia del Correccional de Los Ángeles, un mecánico de motos, el piloto de una avioneta fumigadora, un ayudante de carnicero, un empleado de correos, el hijo y asistente de un corredor de apuestas de Van Nuys, un profesor del Instituto de Van Nuys, un detective del Departamento de Policía de Culver City. La llevaban a las playas de Topanga, Will Rogers, Las Tunas, Santa Mónica y Venice. La llevaban al cine. La llevaban a bailar. (A Norma Jeane le daba vergüenza bailar los «lentos», pero era fantástica en las piezas movidas, que bailaba con los ojos cerrados, como si estuviera hipnotizada, y un brillo de piedra preciosa en la piel. ¡Y se movía al ritmo del hula-hula como una nativa de Hawái!) La llevaban a la iglesia y a las carreras en Casa Grande. La llevaban a patinar. La llevaban a pasear en canoa y se sorprendían cuando, a pesar de ser una chica, insistía en remar y lo hacía bien. La llevaban a jugar a los bolos. La llevaban al bingo y a las salas de billar. La llevaban a ver partidos de béisbol. La llevaban de excursión dominical a las montañas de San Gabriel. La llevaban en coche por la autopista de la costa, o hacia el norte, hasta Santa Bárbara; otras veces hacia el sur, hasta Oceanside. La llevaban a dar románticos paseos en automóvil a la luz de la luna, con el luminoso océano Pacífico a un lado, las oscuras colinas arboladas al otro, el viento agitando su cabello y chispas de los cigarrillos del conductor volando en la noche, aunque pasados los años confundiría estos paseos con escenas de películas que había visto o creía haber visto.
No me tocaban donde yo no quería que lo hicieran. No me obligaban a beber. Me respetaban. Lustraba mis zapatos blancos todas las semanas, mi pelo olía a champú y mi ropa tenía la fragancia de la ropa recién planchada. Si me besaban, yo mantenía la boca cerrada. Sabía que debía apretar los labios con fuerza. Y cerraba los ojos. Rara vez me movía. Mi respiración se aceleraba, pero nunca gemía. Dejaba las manos sobre el regazo, aunque a veces levantaba el antebrazo para apartar con suavidad al hombre
. El más joven tenía dieciséis años y estaba en el equipo de fútbol del instituto. El mayor tenía treinta y cuatro años: era el detective de Culver City cuyo matrimonio Norma Jeane había descubierto demasiado tarde.

¡El detective Frank Widdoes! Un poli de Culver City que a finales del verano de 1941 investigaba un asesinato en Van Nuys. Habían hallado un cuerpo acribillado a balazos en un lúgubre barrio a las afueras de Van Nuys, junto a las vías del tren, y tras la identificación de la víctima como el testigo de un asesinato ocurrido en Culver City, Widdoes acudió a interrogar a los residentes de la zona. Y mientras estaba examinando el escenario del crimen vio llegar por un camino de tierra a una chica en bicicleta, una chica de cabello rubio oscuro que pedaleaba despacio, con aire distraído, ajena a las miradas del policía vestido de civil que al principio la tomó por una cría de doce años, aunque rápidamente descubrió que era mayor, que acaso tuviera diecisiete, pues vio un busto de mujer bajo el ceñido jersey color mostaza y un trasero con forma de corazón, igual que el de Betty Grable en el cartel donde aparecía en bañador, bajo los diminutos pantalones cortos de pana blanca, y cuando la detuvo para preguntarle si había visto algo «sospechoso» en la zona, observó que tenía unos espectaculares ojos azules, unos preciosos ojos cristalinos y soñadores que no parecían mirarlo a él, sino a algo situado en su interior, como si él ya la conociera, y aunque él no la conocía, ella pensó que la conocía y tenía derecho a interrogarla, a detenerla y obligarla a sentarse a su lado en el coche policial sin identificación durante tanto tiempo como quisiera, o como la «investigación» requiriera, y tenía una cara que él no podría olvidar, también con forma de corazón, un hoyuelo, la nariz un pelín grande y los dientes ligeramente torcidos, cosa que le añadía encanto, pensó él, le daba aspecto de plácida normalidad, pues al fin y al cabo era una cría pese a su aspecto de mujer, una cría que lucía su cuerpo de mujer como una niña disfrazada con ropas de adulta, una cría que en cierto modo parecía consciente de su atractivo y se recreaba en él (el ceñido jersey, su manera de sentarse con una perfecta pose de modelo, respirando hondo para expandir su caja torácica, y sus piernas bronceadas también perfectas bajo los pantalones cortos que apenas le cubrían la entrepierna) y al mismo tiempo parecía ignorarlo. Si le hubiera ordenado que se desnudara, ella lo habría hecho, sonriente, deseosa de complacer, y habría parecido más inocente aún, más hermosa; si lo hubiera hecho —aunque no lo hizo, naturalmente—, pero si lo hubiera hecho, habría merecido la pena, incluso si después se hubiera convertido en estatua de piedra o los lobos lo hubieran devorado vivo.

De modo que había visto a la chica varias veces. Viajaba a Van Nuys y la esperaba cerca del instituto. ¡No la tocaba! No de esa manera. De hecho, apenas si le ponía las manos encima. Sabía que la chica era menor de edad y era consciente de los problemas profesionales que podía crearle, por no mencionar los de pareja, pues había engañado a su mujer con anterioridad y ella lo había pillado. Además, descubrió que la chica, Norma Jeane, estaba bajo la tutela del estado. Era una pupila del condado de Los Ángeles que vivía con una familia de acogida en Reseda Street, una calle de bungalows miserables y jardines marchitos, y su padre adoptivo era propietario de un garaje de venta de coches, camiones y motos de segunda mano, entre otras cosas, y había un permanente olor a goma quemada en el aire, una bruma azulada sobre el barrio, y Widdoes podía imaginar el interior de la casa, pero decidió no investigar, mejor no, pues podía salirle el tiro por la culata y, en cualquier caso, ¿qué iba a hacer él?, ¿adoptar a la chica? Tenía sus propios hijos, que ya le costaban lo suyo. Norma Jeane le inspiraba compasión, de modo que le daba dinero, billetes de uno o cinco dólares, para que «se comprara algo bonito». Todo era muy inocente en realidad. Ella era de la clase de chica que obedece, o está dispuesta a obedecer, así que si eres un hombre responsable, te cuidas bien de lo que le pides. Cuando depositan su confianza en ti, la tentación es mucho mayor que cuando desconfían. Y con su edad. Con ese cuerpo. No era sólo la placa (ella admiraba la placa, le «encantaba» la placa, siempre quería mirarla, igual que la pistola; había preguntado si podía tocar la pistola y Widdoes había reído y respondido que adelante, por qué no, siempre que permaneciera en la funda y con el seguro puesto), sino también su aire de autoridad, porque cuando uno lleva once años en la policía adquiere un aire de autoridad, interrogando a la gente, dando órdenes, o sea que los demás prevén que si se resisten, lo lamentarán, lo saben intuitivamente, porque somos capaces de adivinar en la presencia física de otro un poder que llevado al límite, y ese límite no es negociable, puede hacernos daño. Sin embargo, todo era muy inocente en realidad. Las cosas no siempre son lo que aparentan. Como buen detective, Widdoes lo sabía. Norma Jeane sólo tenía tres años más que su hija. Pero esos tres años eran cruciales. Era mucho más lista de lo que parecía a primera vista. De hecho, en varias ocasiones lo había sorprendido. Los ojos y la voz de niña engañaban. La joven era capaz de hablar con seriedad de las mismas cosas de las que hablaría cualquier adulto (la guerra, el «significado de la vida»). Tenía sentido del humor. Se reía de sí misma. Quería ser «cantante con Tommy Dorsey». Quería ser oficial del Cuerpo Femenino del Ejército. Quería ingresar en la Escuela Femenina de Vuelo de las Fuerzas Aéreas, sobre la cual había leído en los periódicos. Quería ser médico. Le dijo a Widdoes que era «la única nieta viva» de la mujer que había fundado el movimiento de la Ciencia Cristiana, que su madre, muerta en un accidente de aviación sobre el Atlántico en 1934, había sido una actriz de Hollywood contratada por La Productora como doble de Joan Crawford y Gloria Swanson, y que su padre, a quien no veía desde hacía años, era productor en Hollywood y a la sazón comandante de la marina en el Pacífico Sur, y aunque Widdoes no creyó ninguna de esas afirmaciones, escuchaba a la joven como si la creyera, o como si intentara creerla, y ella parecía agradecida por su amabilidad. Le permitía besarla siempre y cuando no la obligara a abrir los labios, cosa que él no hizo. Se dejaba besar en la boca, el cuello y los hombros, pero sólo si llevaba los hombros al descubierto. Se ponía nerviosa si él le tocaba la ropa, si pretendía bajar cremalleras o desabrochar botones. Esa turbación infantil resultaba conmovedora para él, un rasgo de personalidad que evocaba a los de su hija.
Ciertas cosas están permitidas; otras no
. Pero Norma Jeane accedía a que le acariciara los aterciopelados brazos, e incluso las piernas hasta mitad del muslo; dejaba que le acariciara su largo cabello ondulado y se lo cepillara. (¡Ella misma le daba el cepillo! Decía que su madre solía hacerlo cuando era pequeña, ¡y ella la echaba tanto de menos!)

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