Él habría jurado que todo era muy inocente. Completamente inocente. La joven era una alumna y él era su profesor. Jamás la tocó. Puede que al abrirle la portezuela del coche su mano rozara la de ella o que le acariciara el cabello. Quizá, de manera involuntaria, aspirara su aroma. Tal vez la mirara con demasiada vehemencia o a veces, mientras hablaba animadamente con ella, perdiera el hilo de sus palabras y se repitiera. No quería reconocer que era culpable de llevarse consigo, al hogar alborotado y fatigoso donde era marido y padre, el recuerdo vívido de la risueña cara de la chica, la promesa de su cuerpo joven y la exasperante y azul mirada húmeda que siempre parecía un tanto desenfocada, como si con ella le concediera libre acceso a su interior.
Vivo en tus sueños, ¿no? ¡Ven, vive en los míos!
Sin embargo, en los meses que duró su «amistad», la chica no dijo nada que indujera a pensar en un flirteo o en segundas intenciones. Se la diría sinceramente deseosa de discutir los libros que Haring le había dado y sus poemas, que él parecía considerar prometedores. Si dichos poemas hablaban de amor y se dirigían a un misterioso «tú», Haring no tenía motivos para pensar que ese «tú» fuera él. Norma Jeane sólo lo sorprendió en una ocasión, mientras hablaban de otro tema. Haring mencionó de pasada que no se fiaba de Roosevelt, que creía que estaban manipulando las noticias, que él nunca se fiaba de los políticos. Entonces Norma Jeane saltó diciendo que no, no, estaba equivocado.
—El presidente Roosevelt es diferente.
—¿Sí? ¿Y cómo sabes que es «diferente»? —preguntó Haring, divertido—. No lo conoces personalmente, ¿verdad?
—Claro que no, pero tengo fe en él. Conozco su voz porque la he oído por la radio.
—Yo también le he oído hablar por la radio y creo que pretende manipularme. Todo lo que escuchas por la radio o ves en las películas está escrito, ensayado e interpretado para un público; no es espontáneo ni podría serlo. Quizá parezca nacido del corazón, pero no es así. Es imposible.
—¡El presidente Roosevelt es un gran hombre! —exclamó Norma Jeane, agitada—. Puede que tan grande como Abraham Lincoln.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo te-tengo fe en él.
Haring rió.
—¿Sabes cuál es mi definición de la fe, Norma Jeane? Creer en algo que uno sabe que no es verdad.
—Se equivoca —replicó Norma Jeane frunciendo el entrecejo—. Uno tiene fe en lo que sabe que es verdad, aunque no pueda probarlo.
—Pero ¿qué sabes tú de Roosevelt, por ejemplo? Sólo lo que has leído en los periódicos u oído por la radio. Apuesto a que no sabes que es un tullido.
—¿Un… qué?
—Un tullido. Dicen que tuvo la polio. Sus piernas están paralizadas y va en silla de ruedas. Si miras sus fotografías, advertirás que sólo se le ve de cintura para arriba.
—¡No es verdad!
—Bueno, lo sé por una fuente fidedigna, un tío mío que trabaja en Washington D. C.
—No lo creo.
—Pues muy bien —Haring rió, disfrutando de la discusión—, no lo creas. A Roosevelt no le importa lo que desee, crea o se niegue a creer Norma Jeane Baker, en Van Nuys, California.
Estaban en el coche de Haring, en una calle sin pavimentar de las afueras del pueblo, a cinco minutos de distancia de Reseda Street y la ruinosa casa de los Pirig. En las proximidades se avistaban las vías del ferrocarril y, más allá, las brumosas estribaciones de las montañas Verdugo. Alterada por la oposición de Haring, Norma Jeane pareció
verlo
por primera vez. Respiraba con agitación y tenía los ojos clavados en él, de modo que Haring sintió un impulso casi incontrolable de estrecharla en sus brazos para tranquilizarla. Pero ella, con los ojos como platos, murmuró:
—¡Le odio, señor Haring! No me gusta usted.
Haring rió y giró la llave de contacto.
Después de dejar a Norma Jeane en su casa, descubriría que había sudado: su camisa estaba empapada y su cabeza, húmeda. Por encima del escroto su pene palpitaba, furioso como un puño.
Pero no la toqué, ¿no? Podría haberlo hecho, pero no lo hice
.
Cuando volvieron a verse, el arrebato emocional de la chica era agua pasada. Ninguno de los dos lo mencionó, desde luego. Su conversación se ciñó a los libros, a la poesía. La joven era su alumna; él, su profesor. No volverían a discutir en esos términos, a Dios gracias, pensó Haring; él no estaba enamorado de esa quinceañera, pero no tenía sentido correr riesgos. Podía perder su empleo, poner en peligro su de por sí precario matrimonio, y tenía su orgullo.
¿Qué habría ocurrido si la hubiera tocado?
Ella había escrito poemas para él, ¿no? Sidney Haring era el «tú» al que ella adoraba, ¿verdad?
Repentina y misteriosamente, Norma Jeane abandonó el Instituto de Van Nuys a finales de mayo. Cuando faltaban tres semanas para que acabara el décimo curso. No avisó a su profesor favorito. Un buen día, sencillamente no asistió a clase de lengua y literatura y a la mañana siguiente Haring se enteró por el director, igual que los demás profesores, de que la joven se había marchado aduciendo «razones personales». Haring se quedó de una pieza, pero se cuidó muy bien de no demostrar su asombro. ¿Qué había pasado? ¿Por qué abandonaría el colegio en un momento como ése? Y sin decirle una sola palabra a
él
.
En varias ocasiones descolgó el auricular con intención de llamar a casa de los Pirig y hablar con ella, pero no tuvo valor para hacerlo.
No te involucres. Mantén las distancias
.
A menos que la quieras. ¿La quieres?
Finalmente, una tarde, obsesionado por el recuerdo de la joven ahora tan ausente de su vida como de su clase, fue en coche a Reseda Street con la esperanza de encontrársela, de verla aunque sólo fuera al pasar, y se quedó mirando fijamente el bungalow de madera, el agostado jardín delantero y, más allá, el adefesio de patio trasero, aspirando el hedor de basura quemada. Qué clase de «acogida», se preguntaba uno, tendrían los niños en esa casa. A la cruda luz del mediodía la pobreza de la casa de los Pirig resultaba desafiante y la desconchada pintura gris y el techo podrido se le antojaron a Haring cargados de sentido, un emblema del mundo perdido que la inocente niña estaba destinada a habitar por un accidente de nacimiento y del cual sólo podría rescatarla la valiente intervención de alguien como él.
Norma Jeane. He venido por ti. He venido a salvarte
.
Fue entonces cuando Warren Pirig salió del garaje situado detrás de la casa y caminó hacia la furgoneta aparcada en el camino de entrada.
Haring pisó el acelerador y se alejó a toda velocidad.
6
Tan sencillo como arrojarse de cabeza contra un cristal.
Pero esa tarde ella había tomado dos cervezas y ya tenía en sus manos la tercera.
—Tiene que irse —dijo.
—¿Norma Jeane? ¿Por qué?
Elsie no respondió de inmediato. Fumaba un cigarrillo. El sabor era amargo y estimulante.
—¿Se la lleva su madre? —preguntó Warren—. ¿Es eso?
No se miraban. Ni siquiera miraban en la dirección del otro. Elsie sabía que el ojo sano de Warren estaba cerrado y el enfermo, nublado. Ella estaba sentada a la mesa de la cocina, ante sus cigarrillos y una botella de cerveza caliente a la que le había arrancado la mayor parte de la etiqueta de Twelve Horse. Warren, que acababa de entrar, estaba de pie y llevaba las botas de trabajo. En momentos como aquél tenía aire de temible autoridad, como cualquier hombre corpulento que acabara de entrar en un lugar pequeño, sofocante y con aroma a mujer. Tras quitarse la camisa sucia, arrojándola sobre una silla y quedándose con la fina camiseta de algodón, Warren despedía un calor velludo y un fuerte olor a sudor. Pirig el Cerdo. En un tiempo habían tenido intimidad, habían jugado como niños. Él era Pirig el Cerdo, loco por escarbar, hozar, embestir, gruñir y chillar. Sus musculosos michelines eran como filetes de carne cruda en las manos de su joven esposa.
¡Ay, ay, ay, ay! ¡Warren! ¡Dios santísimo!
Hacía años de aquello, más de los que Elsie deseaba recordar. Desde entonces su marido se había transformado en un hombre aún más corpulento: los hombros, el pecho, la barriga. Enormes antebrazos, cabeza imponente. Encrespados copetes de vello cano en todos los sitios visibles. Incluso en la parte superior de la espalda, los costados, el dorso de sus grandes y ajadas manos.
Elsie se enjugó los ojos y alargó distraídamente el ademán para limpiarse la nariz.
—Creí que la madre estaba chalada —dijo Warren con estridencia—. ¿Ya está mejor? ¿Desde cuándo?
—No.
—No ¿qué?
—Esto no tiene nada que ver con la madre de Norma Jeane.
—¿Con quién, entonces?
Elsie sopesó la cuestión. No acostumbraba a ensayar sus palabras, pero había ensayado éstas… tantas veces que ahora parecían desinfladas, falsas.
—Norma Jeane tendrá que marcharse antes de que pase algo.
—¿Qué dices? ¿Qué va a pasar?
Las cosas no iban tan bien como ella había deseado. De pie, a su lado, Warren era un hombre tan alto… Sin la camisa, su cuerpo velludo era demasiado grande para la cocina. Elsie buscó a tientas su cigarrillo.
Maldito cabrón. El problema eres tú
. Elsie se había puesto colorete en las mejillas y se había recogido el pelo para ir al centro, pero al mirarse al espejo vio su cara amarillenta, cansada. Y allí estaba Warren mirándola desde un lado; joder, detestaba que la miraran de perfil, que vieran su barbilla rechoncha y su nariz que parecía el hocico de un cerdo.
—Tiene demasiados amigos —dijo Elsie—. Algunos son hombres mayores.
—¿Hombres mayores? ¿Quiénes?
Elsie se encogió de hombros. Quería que Warren notara que estaba de su parte.
—Yo no le pido nombres, cariño. Y esos hombres no entran en la casa.
—Tal vez deberías pedirle nombres —replicó Warren con agresividad—. Puede que lo haga yo. ¿Dónde está?
—Fuera.
—¿Dónde?
Elsie temía mirar a su marido a la cara. Ese ojo inmóvil inyectado en sangre.
—Creo que ha salido a dar una vuelta en coche. Adónde la llevan esos chicos no lo sé.
Warren resopló.
—Es natural que una chica de su edad tenga amigos —dijo Warren con la calma forzada de un hombre cuyo vehículo derrapa y se sale de la carretera.
—Norma Jeane tiene demasiados. Y es demasiado confiada.
—¿Qué quieres decir con que es demasiado confiada?
—Que es demasiado
amable
.
Elsie dejó que sus palabras calaran en él. Si Warren le hubiera hecho algo a la cría cuando estaban solos, sería únicamente porque Norma Jeane era demasiado amable, buena y dócil; demasiado obediente para rechazarlo.
—No estará metida en un lío, ¿no?
—Todavía no. Al menos, que yo sepa.
Pero Elsie sabía que Norma Jeane había tenido la regla la semana anterior. Dolores desgarradores, una jaqueca insoportable. La pobrecilla sangraba como un cerdo empalado. Tenía un miedo de muerte, pero se negaba a admitirlo y rezaba a Jesucristo, que todo lo cura.
—«Todavía no.» ¿A qué viene eso?
—Warren, tenemos que pensar en nuestra reputación. La de los Pirig —como si él necesitara que le recordara su apellido—. No podemos correr riesgos.
—¿En nuestra reputación? ¿Por qué?
—Ante el condado. Ante el Tribunal de Menores.
—¿Han estado husmeando? ¿Haciendo preguntas? ¿Desde cuándo?
—He recibido algunas llamadas.
—¿Llamadas? ¿De quién?
Elsie empezaba a ponerse nerviosa. Dejó caer la ceniza del cigarrillo en un cenicero del color de la arcilla. Era verdad que había recibido llamadas, aunque no de las autoridades del condado de Los Ángeles, y tenía miedo de que Warren pudiera leerle el pensamiento. Según decía él, el gran boxeador Henry Armstrong, a quien había visto pelear en Los Ángeles, podía leer el pensamiento de su contrincante; de hecho, Armstrong sabía qué iba a hacer o tratar de hacer su rival incluso antes que el propio rival. Cuando Warren se decidía a mirarla, en su ojo sano se reflejaba una expresión astuta y mezquina que presagiaba peligro.
Alzándose sobre ella, ahora más cerca. Su cuerpo fornido. Su denso olor a sudor. Y sus manos. Sus puños. Si ella cerraba los ojos, aún podía recordar la brutalidad del puñetazo en su mejilla derecha. Y la cara hinchada, torcida. Algo en que pensar. Algo que rumiar. De ese modo, una nunca está sola.
En otra ocasión la había golpeado en el vientre, haciéndola vomitar en el suelo. Los niños que en ese entonces vivían con ellos (ahora desperdigados, niños de los que no sabían nada desde hacía tiempo) habían corrido al patio como si se los llevara el diablo, riendo. Naturalmente, en opinión de Warren, no la había golpeado con fuerza.
Si hubiera querido hacerte daño, te lo habría hecho. Pero no fue el caso
.
Elsie debía admitir que se lo había buscado. Hablando en voz alta y chillona, cosa que Warren detestaba, y haciendo amago de salir de la habitación justo cuando él se disponía a contestarle, cosa que también detestaba.
Más tarde, no inmediatamente pero quizá al día siguiente, la noche siguiente, él había estado encantador. No es que se disculpara con palabras, pero había demostrado que deseaba hacer las paces. Con las manos, con la boca. Qué extraña manera de usar la boca. No decía gran cosa, porque ¿qué iba a decir en esas circunstancias?
Nunca le había dicho que la quería. Pero ella lo sabía, o creía saberlo.
Te quiero
, había dicho la niña. Con esos ojos húmedos y asustados.
Ay, tía Elsie, te quiero, no me eches de aquí
.
—Tenemos que pensar en el futuro, cariño —dijo Elsie con cautela—. En el pasado cometimos errores.
—A la mierda el pasado. El pasado no es ahora.
—Ya conoces a las adolescentes —insistió Elsie con tono plañidero—. Sabes lo que les pasa.
Warren había ido hasta la nevera, abierto la puerta, sacado una cerveza, cerrado de un portazo y ahora bebía con avidez. Se inclinó sobre la encimera, junto al cochambroso fregadero, y empezó a levantar la masilla con la uña larga, roma y mugrienta del pulgar que se había lastimado hacía unos años. La masilla que él mismo había puesto ese invierno y que, maldita fuera, ya comenzaba a desprenderse. Y en las grietas había minúsculas hormigas negras.
—Se lo tomará mal —dijo Warren, incómodo como un hombre que se prueba una prenda que le viene pequeña—. Le caemos bien.