A Elsie le gustó ese último, pero no entendió algunos de los otros, sobre todo los que no tenían rima, como debían tener todos los poemas.
Porque no podía detenerme para la Muerte,
ella, amablemente, se detuvo por mí;
en su coche no había nadie más que nosotros
y la Inmortalidad.
Aún más incomprensibles eran las oraciones que, según supuso Elsie, pertenecían al culto de la Ciencia Cristiana. La pobre niña parecía creer en esas patrañas y había copiado una plegaria por página:
Padre celestial,
deja que me funda con tu ser perfecto
en todo lo que es eterno —espiritual—, armonioso
y haz que el amor divino resista a todo mal
porque el amor divino es para siempre
ayúdame a amar como amas Tú.
El
DOLOR
no existeLa
ENFERMEDAD
no existeLa
MUERTE
no existeLa
TRISTEZA
no existeSólo el
AMOR DIVINO
existe
ETERNAMENTE
.
¿Quién podía encontrarle sentido a tamaña insensatez o, peor aún, creer en ella? Tal vez la madre enferma de Norma Jeane fuera devota de la Ciencia Cristiana y hubiera convertido a la niña; una no podía sino preguntarse si esas patrañas habían empujado a la mujer a la locura o si, una vez loca, se había aferrado a ellas como a un clavo ardiendo. Elsie volvió la página y leyó:
Padre celestial,
¡Gracias por mi nueva familia!
¡Gracias por la tía Elsie, a quien tanto quiero!
¡Gracias por el señor Pirig, que me trata bien!
¡Gracias por mi nuevo hogar!
¡Gracias por mi nueva escuela!
¡Gracias por mis nuevos amigos!
¡Gracias por mi nueva vida!
Ayuda a mi madre a recuperarse
y que la luz perpetua la ilumine
durante todos los días de su vida.
Y ayuda a mi madre a amarme
para que deje de desear hacerme daño.
Gracias, Padre celestial,
AMÉN
.
Elsie cerró rápidamente el diario y volvió a guardarlo en el cajón, entre la ropa interior de Norma Jeane. Se sentía como si le hubieran pegado un puntapié en el estómago. No acostumbraba a husmear entre las cosas de los demás, detestaba a los fisgones y estaba furiosa con Warren y la chica, malditos fueran, por empujarla a hacer algo así. Había decidido decirle a Warren que la chica tendría que marcharse.
¿Marcharse? ¿Adónde?
Me importa un bledo adónde. Fuera de esta casa
.
¿Estás loca? ¿Vas a devolverla al orfanato sin ningún motivo?
¿Quieres que espere a tener un motivo, cabrón?
Llamar cabrón a Warren Pirig, aunque lo hicieras afligida y hecha un mar de lágrimas, era arriesgarse a que te diera un puñetazo en la cara; en cierta ocasión lo había visto derribar una puerta a golpes (aunque ella lo había perdonado porque eran circunstancias especiales: estaba borracho y lo habían provocado). Warren pesaba ciento cinco kilos la última vez que subió a la báscula del médico, y Elsie, que medía un metro cincuenta y ocho, pesaba poco más de sesenta. Era obvio que tenía todas las de perder.
Como dirían en el mundo del boxeo, eran una pareja despareja.
En consecuencia, Elsie decidió no decirle nada. Guardar las distancias, como una mujer engañada. Hacer lo que decía esa canción de Frank Sinatra que emitían constantemente por la radio: «No volveré a sonreír». Pero Warren trabajaba doce horas diarias transportando neumáticos podridos al este de Los Ángeles, a una planta de Goodyear donde compraban caucho reciclable, por el cual, el 6 de diciembre de 1941, el día anterior al bombardeo de Pearl Harbor, pagaban menos de cinco dólares la libra. («¿Cuánto te han dado hoy?», preguntaba Elsie con expectación, pero Warren miraba a un punto situado detrás de la cabeza de ella y respondía: «Apenas lo suficiente». Llevaban veintiséis años casados y Elsie todavía no sabía cuánto ganaba Warren al año.) O sea que su marido pasaba todo el día fuera y cuando llegaba a casa no estaba de humor para cháchara, como decía él. Se lavaba las manos y los antebrazos, sacaba una cerveza de la nevera, se sentaba a comer, se levantaba de la mesa en cuanto acababa y pocos minutos después ella lo oía roncar en la cama, donde se había tendido sin quitarse nada más que los zapatos. Así que por mucho que Elsie guardara las distancias y se pusiera de morros, Warren no se enteraría.
Al día siguiente tocaba hacer la colada, lo que significaba que Norma Jeane faltaría a las primeras clases de la mañana y se quedaría en casa para echar una mano a Elsie con la lavadora Kelvinator, que perdía agua, y con la centrifugadora, que siempre se quedaba atascada. Luego la ayudaría a sacar los cestos de ropa mojada al patio trasero y a tenderla (las normas del Tribunal de Menores prohibían que los tutores hicieran faltar a los niños al colegio por motivos como éste, pero Elsie sabía que Norma Jeane jamás se chivaría, a diferencia de un par de zorras ingratas que la habían denunciado en años anteriores). No era el momento más adecuado para sacar un tema tan grave, sobre todo porque Norma Jeane, alegre, sudorosa y resignada, como de costumbre, estaba haciendo la mayor parte del trabajo. Incluso tarareaba para sí, con su dulce voz titubeante, las canciones de la lista de éxitos de la semana. Allí estaba, levantando las sábanas mojadas con sus delgados brazos, sorprendentemente fuertes, y colgándolas en el tendedero mientras Elsie, que llevaba un sombrero de paja para protegerse del sol y un cigarrillo suspendido entre los labios, jadeaba como una mula vieja y cansada. De vez en cuando Elsie entraba en la casa para ir al lavabo, tomar un café o hacer una llamada telefónica, y entonces se reclinaba contra la encimera de la cocina y observaba cómo la quinceañera tendía la ropa de puntillas, como una bailarina. ¡Qué bonito culo tenía! Hasta Elsie, que no era lesbiana, sabía apreciarlo.
Marlene Dietrich sí que era lesbiana, según se rumoreaba. Igual que Greta Garbo. ¿Y Mae West?
Miró a Norma Jeane, que batallaba con la ropa mojada en el patio trasero. Las palmeras ralas y las hojas secas caídas debajo. Con cuánto cuidado tendía la chica la camiseta de deporte de Warren, que se hinchaba con el viento. Y cuando la brisa alcanzó los pantalones cortos de Warren, éstos prácticamente envolvieron la cabeza de Norma Jeane. ¡Maldito fuera Warren Pirig! ¿Qué había entre él y esa niña? ¿O acaso todo estaba en la cabeza de su marido, en esa expresión de imbécil, de deseo enfermizo, que Elsie no había visto en su cara, ni en la de ningún otro hombre, desde hacía veinte años? Era la naturaleza: los hombres caían sin pretenderlo. Ella no podía culparlo, ¿no? Y tampoco podía culparse a sí misma. Sin embargo, era su mujer y debía protegerse. Cualquier mujer necesitaría protegerse ante una jovencita como Norma Jeane. Porque ya podía ver a Warren acercándosele por detrás con un andar curiosamente elegante para un hombre de su talla, a menos que una recordara que había sido boxeador y que los boxeadores han de tener pies ágiles. Warren cubriendo con sus manazas las nalgas de la chica, como si fueran un par de melones, y ella que se gira, asombrada, y oculta la cabeza en el cuello de él, tapándole la cara con una cascada de pelo rubio pajizo.
Elsie sintió un nudo en el estómago.
—¿Cómo voy a echarla? —se preguntó en voz alta—. Nunca tendremos otra igual.
A eso de las diez y media, cuando Norma Jeane hubo terminado de tender la ropa, Elsie la envió al Instituto de Van Nuys con una carta dirigida al director para justificar el retraso:
Por favor, disculpe a mi hija Norma Jeane, que tuvo que acompañar a su madre en coche al médico porque no me sentía con fuerzas para conducir en el camino de ida y también en el de vuelta.
Era una excusa original, que Elsie no había usado antes. No quería explotar demasiado los problemas de salud de Norma Jeane, pues en el instituto podían empezar a sospechar si la joven faltaba a clase a menudo debido a lo que Elsie describía como «migraña y fuertes dolores de barriga». Era verdad que la pobre Norma Jeane padecía unos dolores de regla que Elsie jamás había experimentado a su edad, ni a ninguna otra. Tal vez debería llevarla al médico. Si es que aceptaba ir. Se tendía en su cama de la segunda planta, o en el sofá de mimbre de la planta baja para estar cerca de Elsie y se quejaba, sollozaba, a veces incluso lloraba en voz baja, la pobrecilla, con una bolsa de agua caliente sobre el vientre (cosa que por lo visto la Ciencia Cristiana permitía), aunque sin que ella se enterara, Elsie le daba aspirinas disueltas en el zumo de naranja, tantas aspirinas como consideraba que podían pasar inadvertidas, pues la tonta e ingenua cría afirmaba que las medicinas eran «antinaturales» y que si una tenía suficiente fe, Jesús te «curaría». Seguro; como si Jesús pudiera curar el cáncer, o hacer que te creciera una pierna nueva cuando te la habían amputado, o devolverte la vista en un ojo con lesiones en la retina, como el de Warren. Como si Dios pudiera hacer algo por los niños tullidos, víctimas de las Luftwaffe de Hitler, cuyas fotos publicaban en
Life
.
Así que Norma Jeane se marchó a la escuela mientras la ropa se secaba en el tendedero. No había mucho viento, pero brillaba un sol abrasador. A Elsie nunca dejaba de sorprenderle el hecho de que, en cuanto Norma Jeane terminaba con las tareas domésticas, aparecía el coche de uno de sus amigos frente a la puerta, le tocaban el claxon y la chica salía corriendo, sonriendo de oreja a oreja y agitando sus alborotados rizos. ¿Cómo era posible que el conductor de esa carraca (demasiado mayor para ir al instituto, pensó Elsie espiándolo a través de las cortinas del salón) supiera siquiera que Norma Jeane se había quedado en casa esa mañana? ¿Acaso ella le enviaba señales telepáticas? ¿Se trataba de una especie de radar sexual? ¿O (Elsie prefería no pensar en esta posibilidad) de un olor auténtico, como el que despiden las perras en celo y hace que todos los perros machos del vecindario se presenten jadeando y escarbando la tierra?
Los hombres caen sin pretenderlo. Una no puede culparlos, ¿no?
En ocasiones eran más de uno los que acudían a buscarla para llevarla al instituto. Entonces ella, riendo como una niña, arrojaba una moneda al aire para decidirse por un coche y un muchacho.
Uno de los misterios del diario de Norma Jeane era que en él no figuraba ni
un solo nombre de chico
. De hecho, aparecían pocos nombres, aparte del de Warren y el de ella, ¿y qué significaba eso?
Poemas, plegarias. Cosas incomprensibles. No era normal en una chica de quince años, ¿no?
Hablarían ahora. Era inevitable.
Elsie Pirig siempre recordaría esta conversación. Maldita fuera; la hacía sentir rencor hacia Warren: vivimos en un mundo de hombres y ¿qué puede hacer al respecto una mujer realista?
Norma Jeane dijo con timidez, en un tono que indicó a Elsie que había estado cavilando sobre el asunto desde primera hora de la mañana:
—Bromeabas cuando dijiste que debería casarme, tía Elsie, ¿verdad?
—Yo no bromearía sobre un tema semejante —respondió Elsie sacándose una hebra de tabaco de la boca.
—Me asusta la idea de casarme con cualquiera —explicó Norma Jeane, preocupada—. Una tiene que querer mucho a un hombre para unirse a él.
—Sin duda serías capaz de querer a alguno de los muchos que te rondan, ¿no? —repuso Elsie a la ligera—. He oído hablar de ti, cariño.
—¿Te refieres al señor Haring? —se apresuró a preguntar Norma Jeane, pero al ver que Elsie la miraba sin entender, dijo—: Ah, ¿te refieres al señor Widdoes? —Elsie volvió a mirarla con desconcierto, así que la joven se ruborizó y añadió—: ¡Ya no veo a ninguno de los dos! No sabía que estuvieran casados, tía Elsie,
lo juro
.
Elsie dio una calada al cigarrillo y sonrió ante esta revelación. Si mantenía la boca cerrada el tiempo suficiente, Norma Jeane le contaría su vida con pelos y señales. Mirándola con esa dulce carita de niña, con esos ojos intensamente azules y húmedos, y hablando con voz trémula, como si tuviera que esforzarse para no tartamudear. La expresión «tía Elsie» sonaba bien en la voz de Norma Jeane. Elsie solía pedir a sus pupilos que la llamaran así, y la mayoría lo había hecho, pero Norma Jeane había tardado casi un año en atreverse; lo intentaba y se atoraba una y otra vez con la palabra. No era de extrañar que se hubiera negado a actuar en la función de teatro del instituto, pensó Elsie. ¡Era tan sincera que no valía para actriz! Pero a partir de Navidad, cuando Elsie le hizo varios regalos, entre ellos un espejo de mano con una silueta femenina de perfil estampada en la parte trasera, Norma Jeane por fin empezó a llamarla «tía Elsie», como si fueran
parientes
de verdad.
Razón por la cual este trance resultaba aún más doloroso.
Razón por la cual Elsie estaba aún más furiosa con Warren.
—Tarde o temprano tendrás que hacerlo —dijo Elsie con cautela—. Así que más vale que sea temprano. Ahora que ha empezado esta horrible guerra y que todos los hombres jóvenes deben alistarse, te conviene asegurarte un marido mientras haya hombres disponibles y todavía enteros.
—¿Hablas en serio, tía Elsie? —protestó Norma Jeane—. ¿No estás bromeando?
—¿Tengo cara de estar bromeando, jovencita? —preguntó Elsie con irritación—. ¿Crees que Hitler bromea? ¿Y Tojo?
Norma Jeane cabeceó, como si tratara de aclararse las ideas.
—No lo entiendo, tía Elsie. ¿Por qué iba a casarme? Tengo sólo quince años y todavía me quedan dos cursos para terminar el bachillerato. Quiero ser…
—¡El bachillerato! —interrumpió Elsie, furiosa—.
Yo
me casé cuando estaba en primero y mi madre ni siquiera terminó la primaria. No necesitas ningún diploma para casarte.
—Pero soy demasiado jo-joven, tía Elsie —protestó Norma Jeane con tono plañidero.
—Ése es el problema —replicó la mujer—. Has cumplido quince años, tienes amigos jóvenes y mayores y en cualquier momento te meterás en un lío. Como dijo Warren hace unos días, los Pirig tenemos que cuidar nuestra reputación en Van Nuys. Hace veinte años que recibimos pupilos del condado de Los Ángeles, y más de una chica de las que tuvimos a nuestro cargo se complicó la vida mientras vivía bajo nuestro techo; y no eran todas malas, también hubo algunas chicas buenas que salían con hombres y nos dejaban en mal lugar. Qué hace Norma Jeane viéndose con hombres casados, dice Warren, y
yo
digo que es la primera noticia que tengo y él responde: «Elsie, debemos tomar medidas cuanto antes».