Elsie no pudo resistirse.
—Nos quiere.
—Mierda.
—Pero ya sabes lo que pasó la última vez.
Elsie empezó a hablar atropelladamente de una chica que había vivido con ellos unos años antes; Lucille, que dormía en la habitación de la segunda planta, iba al Instituto de Van Nuys, se había metido en un «lío» a los quince y ni siquiera sabía quién era el padre de la criatura. Como si la olvidada Lucille tuviera algo que ver con Norma Jeane. Warren, absorto en sus pensamientos, no la escuchaba. La propia Elsie apenas si se escuchaba a sí misma. Sin embargo, el discurso le parecía apropiado en este punto.
Cuando Elsie hubo terminado, Warren preguntó:
—¿Piensas devolver a la pobre chica al condado? ¿Devolverla a, qué, al orfanato?
—No —Elsie sonrió. Su primera sonrisa sincera del día. Tenía un as en la manga y había estado reservándolo para ese momento—. Voy a hacer que la chica se case y se marche a un lugar seguro.
Respingó cuando Warren le dio súbitamente la espalda y, sin decir una palabra, salió de la casa dando un portazo. Oyó el motor de la furgoneta en el camino de entrada.
Regresó tarde, después de medianoche, cuando Elsie y los demás estaban en la cama. Los pesados pasos de Warren la despertaron de un sueño superficial y agitado y luego, cuando la puerta de la habitación se abrió con brusquedad, percibió la respiración entrecortada de él y el olor a alcohol. La habitación estaba completamente a oscuras y Elsie esperó a que él buscara a tientas el interruptor de la luz y la encendiera, pero no lo hizo, y ella se giró hacia la lámpara de la mesilla de noche demasiado tarde. Warren ya estaba encima de ella.
Sin una palabra de saludo o de reconocimiento siquiera. Caliente, pesado, henchido de la necesidad de ella, o de cualquier mujer, gimiendo y forcejeando, tirando del camisón de rayón, y ella tan sorprendida que ni siquiera pensó en protegerse ni (al fin y al cabo
era la esposa de ese hombre
) en moverse sobre la desvencijada cama con el fin de hacerle sitio.
No habían hecho el amor desde hacía —¿cuánto tiempo?— meses; «hacer el amor» no era la expresión que hubiera usado ella, más bien quizá «hacerlo», porque entre ellos siempre había habido cierta timidez verbal, por muy exigente y sexualmente voraz que Warren fuera en su juventud y por más que Elsie, demasiado reservada, bromeara y lo provocara, una curiosa forma de comunicarse, pero mencionar la palabra «amor», decir «te quiero», era difícil. Qué extraño, pensaba a menudo, que uno hiciera diariamente ciertas cosas como ir al lavabo, hurgarse la nariz, rascarse el cuerpo y tocarse a uno mismo y a otros (si había otros en tu vida a los que tocar y que te tocaran), y sin embargo nunca hablara de ello, pues para esas cosas no había palabras adecuadas.
Como lo que él le hacía ahora, con qué palabras describirlo, cómo explicar o entender siquiera esa agresión, una agresión sexual, aunque
ella era la esposa de ese hombre y en consecuencia él estaba en su derecho
y además ella lo había provocado, de modo que era justo, ¿no? Antes de arrojarse sobre la cama, Warren se había desabrochado el cinturón, bajado la cremallera y quitado los pantalones, pero aún llevaba puesta la hedionda camiseta. La ahogaría bajo los gruesos pelos de su cuerpo. La aplastaría bajo su peso. Nunca había pesado tanto y nunca su peso había sido tan denso, tan furioso. Su pene era un grueso ariete que se clavaba en el vientre de ella, al principio a ciegas. Le separó los flácidos muslos con las rodillas y cogió el pene con una mano para penetrarla de la misma manera en que ella lo había visto a menudo atacar a un coche destartalado con una barra de hierro para desguazarlo, disfrutando al vencer su resistencia. Elsie protestó:
—Dios, Warren… Ay, espera…
Pero el antebrazo de él estaba encajado bajo la barbilla de Elsie, que trató desesperadamente de liberarse porque ¿y si en su ebria inconsciencia la asfixiaba, le rompía la tráquea o el cuello? Warren atenazó entonces las muñecas de Elsie, extendió sus agitados brazos perpendicularmente a su cuerpo, como si fuera a crucificarla, clavándola a la cama, y la penetró con embestidas furiosas pero metódicas, y Elsie vio en la oscuridad la cara crispada de él, los labios que mostraban los dientes en una mueca que ella le había visto con frecuencia mientras dormía, gimiendo en sueños, reviviendo los combates de su juventud, cuando lo habían vapuleado de mala manera pero él también había vapuleado a otros.
Yo repartí mi parte de sufrimiento
. ¿Qué clase de felicidad, felicidad de hombre, era aquella de quien dice
Yo repartí mi parte de sufrimiento
ni siquiera con presunción, sino con total naturalidad? Elsie trató de colocarse en una postura que le permitiera atemperar la fuerza del ataque de Warren, pero él era demasiado fuerte y demasiado astuto. Si
pudiera, me mataría. Me follaría hasta matarme. No a Norma Jeane
. Logró soportarlo sin gritar ni pedir auxilio, sin llorar siquiera pese a que le costaba respirar y las lágrimas y la saliva se deslizaban por su cara, tan crispada como la de él. Intuía que entre las piernas estaría desgarrada, sangrando. El pene de Warren nunca le había parecido tan grande. Hinchado de sangre, demoníaco.
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!
La pobre cabeza de Elsie golpeaba contra la cabecera de la cama que habían tenido durante toda su vida de casados, y la cabecera golpeaba a su vez contra la pared, y la propia pared vibraba y se sacudía como si temblara la tierra.
Tenía miedo de romperse el cuello, pero esto no ocurrió.
7
—¿Qué te había dicho, cariño? Es nuestra noche de suerte.
Como si tuviera el agridulce presentimiento de que sería la última vez que irían juntas al cine. Elsie llevó a Norma Jeane a la sesión nocturna del jueves en el cine Sepulveda, en el centro del pueblo, donde ponían
Tres días de amor y fe
y
El recluta enamorado
, además del avance de la última película de Hedy Lamarr. Al final de la sesión había un sorteo, y qué grito pegó Elsie Pirig cuando anunciaron el número del segundo premio y resultó ser el de la papeleta de Norma Jeane.
—¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Tenemos el número! ¡Es el de mi hija! ¡Ya vamos!
El incrédulo y feliz grito de una mujer que jamás había ganado nada.
Elsie parecía una niña: tan emocionada estaba que el público rió con benevolencia y aplaudió, y mientras subían apresuradamente al escenario con los demás ganadores, se oyeron un par de silbidos dirigidos a la hija.
—Qué pena que Warren no esté aquí para ver
esto
—murmuró Elsie al oído de Norma Jeane.
Lucía sus mejores galas: un vestido de rayón azul marino con topos blancos y aparatosas hombreras y el último par de medias sano. Se había puesto colorete en las mejillas, que ahora estaban encendidas. Las misteriosas magulladuras y marcas que tenía debajo de la barbilla había conseguido disimularlas —o casi— con polvos para la cara. Norma Jeane, con la falda plisada y el raído jersey rojo que usaba para el colegio, un collar de cuentas de vidrio y el ondulado cabello rubio oscuro recogido con un pañuelo, era la persona más joven que había en el escenario y la que más miradas atraía. No se había puesto carmín, pero sus labios eran casi tan rojos como su jersey. También sus uñas estaban pintadas de rojo. Aunque su corazón latía frenéticamente, como un pajarillo atrapado entre sus costillas, logró mantenerse erguida y con la cabeza alta mientras los demás, Elsie incluida, se encorvaban con timidez, se manoseaban con nerviosismo el pelo y la cara o escondían la boca tras los dedos. Norma Jeane ladeó apenas la cabeza y sonrió como si subir al escenario del Sepulveda en la noche de un día laborable con el fin de estrechar la mano del maduro administrador y recoger su premio fuera lo más natural del mundo para ella. Varios años antes, en la Casa de Expósitos de Los Ángeles, el Príncipe Encantado había cogido con sus manos enfundadas en guantes blancos a una niña asustada y la había subido a la plataforma iluminada, y ella había mirado estúpidamente al público, más allá de las luces, pero ahora tenía experiencia. Ahora resistió la tentación de mirar a la platea, sabiendo que allí había individuos a los que reconocería, que la conocían, algunos del Instituto de Van Nuys.
Deja que me miren, que me miren
. Al igual que la voluptuosa Hedy Lamarr, Norma Jeane no rompería el hechizo cinematográfico prestando atención a aquellos cuyo deber era mirarla a ella.
Elsie y Norma Jeane recibieron su premio: un juego de doce servicios de platos y ensaladeras de plástico decorados con flores de lis. El público aplaudió calurosamente a los cinco ganadores, todas mujeres a excepción de un viejo regordete tocado con un deshilachado gorro de faena del ejército. Elsie abrazó a Norma Jeane allí mismo, en el escenario, tan feliz que poco faltó para que rompiera a llorar.
—No es sólo por los platos de plástico. ¡Es una señal!
Elsie no se lo había dicho a Norma Jeane, pero el muchacho de veintiún años al que se proponía presentarle, hijo de una amiga que vivía en Mission Hills, estaría esa noche entre el público. De acuerdo con el plan de Elsie, el chico observaría a Norma Jeane a una distancia prudencial y luego decidiría si le interesaba salir con ella. Según había dicho la madre del muchacho, la diferencia de edad, seis años, que no significarían nada para un adulto —de hecho, era un punto a favor de la chica ser seis años menor—, podía parecer excesiva entre jóvenes. «Dale una oportunidad», había pedido Elsie, que ahora estaba convencida de que el chico se habría quedado impresionado al ver a Norma Jeane en el escenario, como una reina de la belleza. También para él sería una señal.
¡Esa chica trae buena suerte!
A la salida, bajo la oscura marquesina, Elsie se rezagó con Norma Jeane, esperando que su amiga y su hijo fueran a su encuentro. Pero no fue así. (Elsie no los había visto entre el público. ¡Malditos fueran si no habían acudido a la cita!) Quizá se debiera a que había demasiada gente alrededor tratando de hablar con ellas. Algunos eran amigos y vecinos, pero otros, completos desconocidos.
—A todo el mundo le gusta hablar con un ganador, ¿eh? —Elsie dio un suave codazo en las costillas a Norma Jeane.
La emoción fue decayendo gradualmente. Apagaron las luces del vestíbulo. Bessie Glazer y su hijo Bucky no habían dado señales de vida, ¿qué significaba eso? Elsie estaba demasiado eufórica para pensar en ello. Ella y Norma Jeane volvieron a Reseda Street, con la caja de platos de plástico en el asiento trasero del sedán Pontiac de 1939 de Warren.
—Hemos estado dándole largas, cariño. Pero esta noche deberíamos hablar de ya sabes qué.
—Tía Elsie, tengo tanto
miedo
—repuso Norma Jeane en voz baja y resignada.
—¿De qué? ¿De casarte? —Elsie rió—. La mayoría de las chicas de tu edad tienen miedo de
no
casarse.
Norma Jeane no respondió. Elsie sabía que tenía la loca fantasía de enrolarse en el Cuerpo Femenino de las Fuerzas Armadas o de asistir a un curso de enfermería en Los Ángeles, pero era demasiado joven. No iría a ninguna parte, salvo allí adonde ella la enviara.
—Mira, cariño, estás haciendo una montaña de un grano de arena. Ya has visto la picha de un chico, o de un hombre, ¿no?
Elsie era tan franca y grosera que Norma Jeane rió, sorprendida.
Asintió tímidamente con la cabeza.
—Bueno, también sabrás que aumenta de tamaño —Norma Jeane volvió a asentir con timidez—. Eso pasa cuando te miran. Les dan ganas de…, ya sabes, de «hacer el amor».
—Nunca he mirado, tía Elsie —dijo Norma Jeane con inocencia—. En el orfanato, los chicos nos la enseñaban, supongo que para asustarnos. Y aquí, en Van Nuys, algunos me la han enseñado cuando salimos. Querían que la tocara.
—¿A quién te refieres?
Norma Jeane cabeceó, pero no evasivamente, sino con un aire de auténtico desconcierto.
—No estoy segura. Los confundo. Fueron varios, en citas y momentos diferentes. Quiero decir, si un chico se propasaba conmigo en la primera cita pero después se disculpaba y me pedía que le diera otra oportunidad, yo siempre se la daba y a partir de entonces se comportaba. La mayoría de los chicos se portan como caballeros si una insiste. Es como Clark Gable y Claudette Colbert en
Sucedió una noche
.
Elsie gruñó.
—Mientras te respeten…
—Yo no me enfadaba con los que querían que les tocara la… la pirula —dijo Norma Jeane con seriedad—, porque sé que los hombres son así, han nacido así. Pero me asustaba y me daba por reír como hago siempre, como si me hicieran cosquillas —Norma Jeane rió también ahora, avergonzada. Estaba en el borde del asiento del coche, como si estuviera sentada sobre huevos—. Una vez, en Las Tunas, me bajé del coche de un chico y salí corriendo hacia el coche de un amigo que estaba con otra chica…, los conocía, porque habíamos ido juntos…, les pedí que me dejaran subir y volví a Van Nuys con ellos. Y el otro, el que había salido conmigo, nos siguió y trató de chocarnos. Supongo que armé más alboroto del necesario.
Elsie sonrió. Cuánto le gustaba que aquella adolescente atractiva hiciera sufrir a esos cabrones salidos.
—¡Niña! Eres increíble. ¿Cuándo fue?
—El sábado pasado.
—El sábado pasado —Elsie rió—. Conque quería que se la tocaras, ¿eh? Chica lista, hiciste bien. Eso sólo lleva al paso siguiente —hizo una pausa sugestiva, pero Norma Jeane no preguntó cuál era el paso siguiente—. La palabra apropiada es «pene» y sirve para hacer bebés, aunque supongo que ya lo sabes. Es como una manguera que lanza la «semilla».
Norma Jeane emitió una risita tonta. Elsie también rió. Si una describe la cuestión en términos de hidráulica, no hay mucho que decir. En otros términos, sin embargo, hay tanto que decir que una no sabría por dónde empezar.
En el transcurso de los años, Elsie había tenido que instruir a muchas de sus pupilas en materia sexual (con los chicos no se molestaba, convencida de que ya lo sabían todo al respecto), y cada vez abreviaba más su discurso. Ciertas chicas se escandalizaban o se asustaban; algunas prorrumpían en carcajadas histéricas; otras la miraban con incredulidad. Algunas se turbaban porque ya sabían más del tema de lo que hubieran querido.
Una cría que, según descubriría más tarde, había sido violada por su propio padre y sus tíos, sacudió a Elsie y le gritó a la cara:
—¡Calla, vieja arpía!