Cuando leas esto, mi querido Bucky, yo estaré pensando en
TI
y en
LO MUCHO QUE TE QUIERO
.
Y:
Cuando leas esto, papá, ¡piensa en tu muñequita y en el
AMOR
ardiente que te dará cuando llegues a
CASA
!
Bucky no podía resistir la tentación de enseñar estas notas a sus compañeros de trabajo en Lockheed. Pretendía impresionar, en especial, a un guaperas fanfarrón, Bob Mitchum, un aspirante a actor unos años mayor que él. Pero Bucky dudaba antes de mostrar los extraños poemas de Norma Jeane:
Cuando nuestros corazones se derriten de amor
ni siquiera los ángeles del cielo
pueden evitar sentir celos.
¿Era poesía si no rimaba? ¿Si no rimaba
bien
? Bucky doblaba los poemas y se los reservaba para sí. (De hecho, a menudo los perdía o hería los sentimientos de Norma Jeane porque olvidaba mencionarlos.) Bucky desconfiaba de esa fantasiosa faceta de colegiala de Norma Jeane. ¿Por qué no se conformaba con ser bonita y sencilla, como otras chicas guapas? ¿Por qué pretendía ser también «profunda»? Él sospechaba que eso tenía alguna relación con las pesadillas y los «problemas femeninos». La amaba porque era especial, pero en parte ese rasgo suyo lo inquietaba. Como si Norma Jeane sólo fingiera ser la chica que él conocía. Esa costumbre de alzar la voz inesperadamente; esa risa chillona, fastidiosa, y ese rasgo que podía definirse como curiosidad morbosa cuando lo interrogaba, por ejemplo, sobre su trabajo como ayudante del señor Eeley en la funeraria.
Pero a los Glazer les caía bien Norma Jeane, y eso significaba mucho para Bucky. En cierto modo, se había casado con ella para complacer a su madre. Bueno, no: él bebía los vientos por la chica. ¡De verdad! Con la forma en que los demás hombres se volvían para mirarla en la calle, habría estado loco si no la hubiera querido. Y qué buena
esposa
fue durante el primer año y más. La luna de miel parecía no tener fin. Norma Jeane escribía a mano en fichas el menú de la semana entrante y pedía la aprobación de Bucky. Copiaba las recetas que le recomendaba Bess y recortaba otras nuevas de
Ladies’ Home Journal, Good Housekeeping, Family Circle
y las demás revistas femeninas que le pasaba la señora Glazer. Incluso cuando tenía jaqueca, tras una jornada entera haciendo la colada y otras tareas domésticas, Norma Jeane contemplaba con adoración a su joven y apuesto esposo mientras él se zampaba vorazmente la comida que ella le había preparado.
Una no necesita tanto a Dios si tiene un marido
. Eran como plegarias: pastel de carne con grandes rodajas de cebolla roja cruda, pimientos verdes picados y migas de pan con una gruesa capa de ketchup encima que se volvía crujiente en el horno. Guiso de carne (aunque a la sazón la carne era pura grasa y cartílago) con patatas y otras verduras (debía tener cuidado con las verduras porque a Bucky no le gustaban) y salsa espesa («enriquecida» con harina) sobre las galletas de pan de maíz de mamá Glazer. Pollo rebozado frito con puré de patatas. Salchichas en panecillos, chorreando mostaza. Desde luego, a Bucky le encantaban las hamburguesas solas y con queso que Norma Jeane le servía, cuando conseguía carne, con una montaña de patatas fritas y un montón de ketchup. (Mamá Glazer se lo había advertido: si no ponía suficiente ketchup en la comida de Bucky, corría el riesgo de que él se impacientara, cogiera la botella, le diera un golpe en la base y vertiera la mitad del contenido en el plato.)
Los guisos no eran santo de la devoción de Bucky, pero si tenía hambre —y siempre la tenía—, los engullía con casi el mismo apetito con que daba cuenta de sus platos preferidos: atún, macarrones con queso, salmón triturado con maíz de lata sobre una tostada, porciones de pollo en salsa de nata con patatas, cebollas y zanahorias. Budín de maíz, de tapioca, de chocolate. Gelatina con caramelos de malvavisco. Pasteles, galletas, tartas. Helado. ¡Si no fuera por la guerra, por el racionamiento! La carne, la mantequilla y el azúcar comenzaban a escasear. Bucky sabía que no era responsabilidad de Norma Jeane, pero de un modo infantil parecía culparla: los hombres culpan a las mujeres por las comidas insatisfactorias, así como por las relaciones sexuales insatisfactorias; así es la vida y Norma Jeane Glazer, pese a llevar menos de un año casada, lo intuía. Pero cuando a Bucky le gustaba la comida rebosaba entusiasmo y a ella le encantaba verlo comer, igual que mucho tiempo antes (o lo parecía: de hecho, habían pasado pocos meses) la fascinaba mirar a su profesor de instituto, el señor Haring, leyendo sus poemas en voz alta o incluso en silencio. Bucky, sentado a la mesa de la cocina con la cabeza levemente inclinada hacia el plato, masticando con un ligero brillo en su huesudo rostro. Si acababa de llegar del trabajo, se habría lavado la cara, los antebrazos y las manos y peinado el cabello húmedo para despejar la frente. Se habría quitado la ropa sudada y llevaría una camiseta limpia y pantalones holgados con cinturilla elástica, o a veces simplemente calzoncillos. Qué exótica se le antojaba a ella su virilidad. Su cabeza, que según le diera la luz parecía modelada en arcilla, su mentón cuadrado, sus poderosas mandíbulas, su boca infantil y sus claros ojos castaños, más hermosos, pensó la enamorada Norma Jeane, que los ojos de cualquier hombre al que hubiera visto de cerca, fuera de las películas. Sin embargo, un día Bucky Glazer diría de ella, su primera mujer: «La pobre Norma Jeane se esforzaba, pero era incapaz de cocinar; hacía unos guisos llenos de grumos de queso y zanahoria, flotando en ketchup y mostaza». Diría con franqueza: «No nos queríamos; éramos demasiado jóvenes para estar casados. Sobre todo ella».
Él repetía de todo. Cuando le servía sus platos favoritos, tomaba tres raciones.
—Está delicioso, cariño. Te has superado otra vez.
La alzaba con unos brazos musculosos como los de Popeye sin darle tiempo a dejar los platos en remojo en el fregadero y ella chillaba con anticipado terror, como si durante una fracción de segundo olvidara quién era el muchacho lascivo de cien kilos que gritaba: «¡Te pillé!». La llevaba a la habitación con pasos tan pesados que hacían temblar el suelo de madera —los vecinos lo notarían; con toda seguridad, en el apartamento de al lado, Harriet y sus compañeros de piso sabrían qué hacían los recién casados—, y ella se agarraba con fuerza de su cuello como si estuviera ahogándose, de modo que la respiración de Bucky salía agitada y audible como la de un caballo. Él reía, Norma Jeane estaba a punto de estrangularlo con una llave digna de un campeón de lucha libre y pataleaba y se revolvía mientras él, con un grito triunfal, le inmovilizaba los hombros contra la cama, le abría el vestido o le levantaba el jersey, le acariciaba con la nariz los bonitos pechos desnudos, unos pechos suaves y firmes con pezones marrón-rosáceos como gominolas, el redondeado vientre cubierto de una fina pelusilla rubia y siempre caliente, los pelillos cobrizos, rizados, húmedos y suaves al final de su vientre, una mata sorprendentemente poblada para una chica de su edad.
—Ah, muñeca, aaaaahhhh.
Por lo general, Bucky estaba tan excitado que se corría sobre los muslos de Norma Jeane; un buen método anticonceptivo, asimismo, para cuando no alcanzaba a ponerse el condón a tiempo, pues incluso en los momentos de mayor frenesí Bucky Glazer era perfectamente consciente de que no quería hijos. Pero, igual que un semental, volvía a tener una erección pocos minutos después, cuando la sangre afluía a su cosa grande como si alguien hubiera abierto el grifo del agua caliente. Enseñó a hacer el amor a su esposa adolescente, que era una sumisa y aplicada alumna, y a veces, Bucky debía reconocerlo, su pasión le asustaba un poco; sólo un poco,
porque esperaba tanto de mí, del amor
. Se besaban, se abrazaban, se hacían cosquillas, se metían mutuamente la lengua en la oreja. Atenazándose, agarrándose con fuerza el uno al otro. Si Norma Jeane intentaba escapar reptando por la cama, Bucky se arrojaba sobre ella y la inmovilizaba. «¡Te pillé otra vez!» La lanzaba nuevamente sobre las sábanas arrugadas, gritando, riendo, jadeando y gimiendo, y Norma Jeane también gemía y lloraba, sí, al diablo con los entrometidos vecinos de al lado, o de arriba, o con cualquiera que pasara junto a la ventana con mosquitera y la persiana que habían olvidado bajar. Estaban casados, ¿no? Por la Iglesia. Se querían, ¿verdad? Tenían todo el derecho de hacer el amor siempre que les apeteciera, ¿no? ¡Todo el derecho!
Era una chica dulce, pero tan sentimental. Pedía amor continuamente. Era inmadura e inestable y supongo que yo también; éramos demasiado jóvenes. Si hubiera sido mejor cocinera y un poco menos sensible, quizá la relación habría funcionado
.
4
A mi marido
Mi amor por ti es profundo,
más profundo que el mar.
Sin ti, cariño mío,
mi corazón dejaría de palpitar.
En el invierno de 1942-1943, ante las malas noticias sobre el curso de la guerra en Europa y el Pacífico, Bucky Glazer empezó a inquietarse y a hablar de alistarse en la armada, los marines o la marina mercante.
—Dios quiso que Estados Unidos fuera el número uno por alguna razón. Tenemos que asumir esa responsabilidad.
Norma Jeane lo miró con una sonrisa alegre y pasmada.
La junta de reclutamiento pronto llamaría a filas a los hombres casados que no tuvieran hijos. Lo lógico era alistarse antes de que te reclutaran, ¿no? Bucky trabajaba cuarenta horas semanales en Lockheed, además de una o dos mañanas ayudando al señor Eeley en la funeraria McDougal. («Pero es curioso: ya no muere tanta gente. Muchos hombres se han ido a la guerra y los viejos quieren seguir vivos para ver cómo acaba todo. Además, con la escasez de gasolina, nadie conduce a suficiente velocidad como para sufrir un accidente.») Su experiencia como embalsamador le resultaría útil en las fuerzas armadas. Igual que los conocimientos de fútbol, lucha libre y atletismo adquiridos en el instituto: Bucky Glazer había sido un deportista de primera y podría ayudar a entrenar a los reclutas. También tenía talento para las matemáticas —al menos las que enseñaban en el Instituto de Mission Hills—, la reparación de radios y la lectura de mapas. Todas las noches escuchaba las noticias de la guerra y leía con atención el
L. A. Times
. Llevaba a Norma Jeane al cine todas las semanas, sobre todo para ver
The March of Time
. En las paredes del apartamento había colgado mapas de Europa y el Pacífico y clavaba chinchetas de colores en las zonas donde combatían sus familiares o amigos. Nunca hablaba de la posibilidad de que alguno de ellos muriera, desapareciera o fuera tomado prisionero, pero Norma Jeane intuía que pensaba en ello a menudo.
En la Navidad de 1942, un primo que estaba en el ejército le envió un cráneo de «recuerdo» desde Kiska, una de las islas Aleutianas. ¡Qué sorpresa! Bucky desenvolvió el paquete, levantó el cráneo con las dos manos como si fuera una pelota de baloncesto, emitió un largo silbido y llamó a Norma Jeane, que estaba en la habitación contigua, para que fuera a verlo. La joven entró rápidamente en la cocina y estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué era ese objeto tan horrible? ¿Una cabeza? ¿Una cabeza humana? ¿Una
cabeza humana
sin pelo ni piel?
—No pasa nada. Es el cráneo de un japonés —dijo Bucky.
Su cara se cubrió de un rubor infantil. Metió los dedos en las inmensas cuencas de los ojos. El agujero de la nariz también parecía anormalmente grande e irregular. Tres o cuatro dientes descoloridos seguían unidos a la mandíbula superior, pero no había rastros de la inferior. Lleno de emoción y envidia, Bucky repitió varias veces:
—¡Vaya! Trev me ha ganado la carrera final.
Norma Jeane volvió a esbozar su sonrisa alegre y pasmada, como quien no ha pillado un chiste o no quiere demostrar que lo ha pillado, igual que cuando los Pirig y sus amigos le contaban chistes asquerosos para hacer que se ruborizara y ella no les daba ese gusto. Pero era obvio que su marido estaba contento y no tenía intención de hacerle cambiar de humor.
El «viejo Hirohito» acabó expuesto en el comedor, sobre la radio RCA Victor. Bucky estaba tan orgulloso como si él mismo hubiera capturado al japonés en las islas Aleutianas.
5
Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.
¡Era tan exigente! Y se fijaba en todo.
Todas las mañanas, Norma Jeane limpiaba escrupulosamente el apartamento de Verdugo Gardens: tres habitaciones pequeñas y un cuarto de baño apenas lo bastante grande para acomodar una bañera, una pila y un inodoro. Unas estancias confiadas a sus cuidados que ella limpiaba con la concentración y el fervor de un mendicante. Sin ver ironía alguna en las palabras «la mujer de Bucky Glazer no trabajará nunca. De ninguna manera». Comprendía que el trabajo de la mujer en la casa no es trabajo, sino un deber y un privilegio sagrados. «La casa» justificaba cualquier derroche de energía o esfuerzo. Era una convicción frecuentemente voceada por los Glazer, y de una misteriosa forma emparentada con su devoción cristiana, que ninguna mujer, en particular ninguna mujer casada, debía trabajar fuera del «hogar». Incluso durante la Depresión, cuando parte de la familia había vivido en una caravana y una tienda de campaña en el valle de San Fernando (Bucky, turbado y avergonzado, no entraba en detalles y Norma Jeane no deseaba incomodarlo con preguntas), incluso entonces sólo habían «trabajado» los miembros masculinos de la familia, incluidos los niños y sin duda el propio Bucky, que a la sazón no contaba más de diez años.
Era una cuestión de orgullo, de orgullo masculino, el hecho de que las mujeres Glazer no trabajaran fuera del «hogar».
—Pero ahora hay una guerra —observó Norma Jeane con inocencia—. ¿No es diferente?
Su pregunta flotó en el aire, sin respuesta.
Mi mujer, jamás. ¡De ninguna manera!
¡Ser objeto del deseo masculino equivale a saber que
existo
! La expresión de los ojos. La erección. Aunque no valgas nada, te desean.
Aunque tu madre no te quisiera, te desean.
Aunque tu padre no te quisiera, te desean.
La verdad fundamental de mi vida, ya fuera una verdad o un remedo de verdad: cuando un hombre te desea, estás a salvo
.
Con mayor nitidez que la apasionada presencia de su marido en el apartamento, Norma Jeane recordaría algún día las largas y agradables horas comprendidas entre la mañana y la primera hora de la tarde pasadas en aquel lugar oscuro, casi secreto, nunca tranquilo (pues Verdugo Gardens era un edificio tan bullicioso como un cuartel; niños gritando en el jardín, bebés llorando, radios con el volumen más alto que la de Norma Jeane): los rítmicos, repetitivos, hipnóticos placeres de las tareas domésticas. Con qué rapidez el cerebro animal se acostumbra a la herramienta de turno: el cepillo para alfombras, la escoba, la fregona, el estropajo. (La joven pareja Glazer todavía no podía permitirse una aspiradora eléctrica. Pero pronto la tendrían, ¡Bucky lo había prometido!) En el salón había una alfombra rectangular de metro ochenta por dos y medio, color azul chillón, un resto de serie comprado por ocho dólares con noventa y ocho centavos que Norma Jeane repasaba una y otra vez con el cepillo, en estado de trance. Una simple pelusa suponía una aventura: una imperfección que primero estaba allí y segundos después ¡desaparecía! Norma Jeane sonrió. Quizá recordara a Gladys cuando estaba de mejor humor, de un humor casi afable, realizando alguna tarea (nunca doméstica), drogada pero algo más que drogada, porque ahora Norma Jeane entendía que el cerebro de su madre generaba un singular y conveniente proceso de reacciones químicas. Estar tan completamente absorta en el momento presente. Fundirse con la acción que tienes entre manos.
Sea lo que fuere: este milagro ante mí
, empujando el pesado cepillo por la alfombra de adelante atrás, de atrás adelante. Después en el dormitorio, sobre la alfombra aún más pequeña y ovalada. Cantando al son de la música de la radio, de una popular emisora de Los Ángeles. En voz baja, titubeante, desafinada, alegre. Recordó las clases de Jess Flynn y sonrió al pensar en los ambiciosos planes de Gladys para ella: ¡Norma Jeane, cantante! Tenía gracia, igual que las lecciones de piano de Clive Pearce. El pobre hombre dando respingos y forzando una sonrisa mientras la niña tocaba, o intentaba tocar. Experimentó una oleada de vergüenza al evocar su fallida tentativa en la audición para interpretar un papel en una obra de teatro en el instituto: ¿cuál era? Sí.
Nuestra ciudad
. Era más difícil sonreír ante aquel recuerdo. El ridículo, la voz autoritaria y segura del profesor: «Dudo que Thornton Wilder compartiera esa opinión». ¡Tenía razón, desde luego! Ahora adoraba el cepillo para limpiar la alfombra, regalo de boda de una de las tías de Bucky. Los Glazer le habían hecho otro obsequio útil: una fregona con palo de madera y un cubo de plástico verde con escurridor. Estas herramientas la ayudarían en su objetivo de convertirse en una mujer perfecta. Fregó y enceró el estropeado suelo de linóleo de la cocina y fregó y enceró el desvaído suelo de linóleo del cuarto de baño. Con los estropajos Dutch Boy restregó con habilidad y fanatismo las pilas, las encimeras, la bañera y el inodoro. Algunos de estos enseres nunca quedarían limpios, ni siquiera mínimamente limpios. Los inquilinos anteriores, ante quienes ya no podrían reclamar, los habían dejado irremediablemente manchados. Cambió con rapidez las sábanas, «ventilando» el colchón y las almohadas. Todas las semanas llevaba la ropa sucia a una lavandería automática cercana. Volvía con la colada húmeda y la tendía en el balcón del apartamento. Le encantaba planchar y coser. Bucky era «un desastre con la ropa», tal como Bess Glazer había advertido con seriedad a su nuera, y Norma Jeane estaba dispuesta a afrontar este desafío con entereza y optimismo inagotables, remendando calcetines, camisas, pantalones, calzoncillos. En el instituto había aprendido a tejer para el Fondo Británico de Ayuda a los Damnificados por la Guerra y ahora, cuando tenía tiempo, tejía una sorpresa para su marido: un jersey verde siguiendo un patrón que le había pasado la señora Glazer. (Nunca lo terminaría, ya que, siempre insatisfecha con los resultados, destejía una y otra vez las vueltas que había tejido.)