—En la vida real, la gente no se pone a cantar ni a bailar de repente —protestaba Bucky—. Por Dios, ni siquiera hay música.
Norma Jeane resistió la tentación de señalar que siempre había música en las películas, incluso en las de guerra o en los noticiarios como
The March of Time
. No quería discutir con Bucky, que en los últimos tiempos estaba hipersensible. Nervioso e irritable como un hermoso perrazo al que uno no se atrevería a tocar por mucho que le apeteciera.
Ella no lo sabía, pero lo intuía. Durante meses. Lo intuía desde antes de lo de la peluca, la ropa interior de encaje y los
clics
de la cámara. Escuchaba los murmullos de Bucky, sus insinuaciones. Todas las noches, durante la cena, oía las noticias de la radio. Devoraba los periódicos locales,
Life, Collier’s, Time
. Bucky, que leía con dificultad, arrastrando los dedos por las líneas impresas y esbozando las palabras con los labios. Despegaba de las paredes los mapas desactualizados y los reemplazaba por otros nuevos, recortados de los periódicos. Una nueva configuración de chinchetas de colores. Parecía distraído e impaciente mientras hacía el amor. Empezaba y terminaba en un pispás.
Lo siento, cariño. Buenas noches
. Norma Jeane lo abrazaba y él se sumía rápidamente en el sueño, como una piedra hundiéndose en el blando lodazal del fondo de un lago. Sabía que se iría pronto. El país sufría una fuga masiva de hombres. Era el otoño de 1943 y la guerra parecía haber durado ya una eternidad. Era el invierno de 1944 y los estudiantes del último curso de instituto temían que la guerra terminara antes de que ellos pudieran alistarse. A veces, aunque cada vez con menor frecuencia, Norma Jeane volvía a acariciar su viejo sueño de convertirse en enfermera de la Cruz Roja o en piloto. ¡Una mujer piloto! A las mujeres entrenadas para pilotar bombarderos no se les permitía hacerlo. Las mujeres muertas en acto de servicio no tenían funerales con honores militares, como los hombres.
Norma Jeane lo entendía: los hombres merecían una recompensa por ser hombres, por arriesgar su vida de hombres, y su recompensa eran las mujeres. Las mujeres que los esperaban en casa. Era absurdo que las mujeres pelearan codo con codo con ellos en el campo de batalla; no podía haber mujeres-hombres. Las mujeres-hombres eran monstruos. Las mujeres-hombres eran obscenas. Las mujeres-hombres eran lesbianas, «tortilleras». Cualquier hombre normal querría estrangular a una tortillera, o follársela hasta que los sesos le salieran por las orejas y la sangre empezara a chorrear por su coño. Norma Jeane había oído a Bucky y sus amigos despotricar contra las lesbianas, que eran casi peores que los mariposones, los maricas, los «pervertidos». Esos bichos raros patéticos y asquerosos inspiraban en un hombre sano y normal el deseo de lanzarse sobre ellos y darles su merecido.
Bucky, por favor, no me hagas daño. Ay, por favor
.
Bucky ya no veía el cráneo del viejo Hirohito expuesto sobre la radio en el salón. De hecho, Norma Jeane tenía la impresión de que ni siquiera la veía a
ella
. Pero ella era muy consciente de la presencia del
souvenir
y temblaba cada vez que le quitaba el pañuelo de encima.
Yo no te he matado ni decapitado. No es culpa mía
.
A veces veía en sueños las cuencas de los ojos de la calavera. El asqueroso agujero de la nariz, la sonriente mandíbula superior. El olor a humo de tabaco, el sonido del agua caliente saliendo furiosamente del grifo.
¡Te pillé, pequeña!
En una de las últimas filas del Capitol de Mission Hills, Norma Jeane deslizó su mano en la de Bucky, que estaba pringosa por la mantequilla de las palomitas. Como si en lugar de estar en la platea de un cine, participaran en una cabalgada salvaje que ponía en peligro la vida de ambos.
Era curioso: desde que se había convertido en la señora de Bucky Glazer, Norma Jeane no se interesaba tanto por las películas. Eran tan…
optimistas
. Optimistas a la manera de las cosas irreales. Uno compraba la entrada, se sentaba y abría bien los ojos para ver… ¿qué? A menudo se distraía durante la proyección. Al día siguiente tendría que hacer la colada y ¿qué le haría de cenar a Bucky? Y el domingo: si pudiera conseguir que Bucky fuera a la iglesia en lugar de quedarse durmiendo hasta las tantas. Bess Glazer había hecho una velada alusión al hecho de que la «joven pareja» no asistía al oficio dominical y Norma Jeane estaba convencida de que su suegra la culpaba a ella por no arrastrar a Bucky hasta la iglesia. La otra tarde, Bess Glazer la había visto empujando el cochecito de Irina en el parque y poco después le había telefoneado para expresar su sorpresa:
—¿Cómo es que tienes tiempo para todo, Norma Jeane? Incluso para ocuparte del bebé de otra mujer. Lo único que puedo decir es que espero que te pague por tus servicios.
Esa noche
The March of Time
atronaba. La música marcial era tan estridente y emocionante que aceleraba el corazón. Eran secuencias de la vida real. Era la
realidad
. Durante las noticias de la guerra, Bucky se irguió en el asiento y miró fijamente a la pantalla. Sus mandíbulas dejaron de triturar palomitas. Norma Jeane contemplaba las escenas con una mezcla de fascinación y horror. Allí estaba el malhumorado «Vinegar Joe» Stilwell con barba de varios días diciendo: «Nos han dado una buena paliza». Pero la música subía de volumen y retumbaba. La pantalla relampagueaba con vertiginosos cambios de plano. Granulados cielos grises y, abajo, suelo extranjero. ¡Combates aéreos sobre Birmania! ¡Los fabulosos Tigres Voladores! Todos los hombres y mujeres presentes en el Capitol habrían deseado ser Tigres Voladores. Habían pintado los viejos Curtiss P-40 para que parecieran caricaturas de tiburones. Eran temerarios, héroes de guerra. Se enfrentaban a los Zeros japoneses, aviones más veloces y técnicamente más avanzados.
En el curso de un único combate aéreo sobre Rangún, los Tigres derribaron veinte de los setenta y ocho aviones japoneses… ¡sin perder ninguno de los suyos!
El público aplaudió. Hubo silbidos aislados. Los ojos de Norma Jeane se llenaron de lágrimas. Hasta Bucky se enjugó los suyos.
Impresionaba ver semejante acción en el cielo: llamaradas de proyectiles antiaéreos; aviones que caían en picado dejando una estela de fuego y humo. Cualquiera hubiera dicho que aquello era un conocimiento secreto. El conocimiento de la muerte de otro. Cualquiera hubiera dicho que la muerte era algo sagrado e íntimo, pero la guerra lo había cambiado todo. Las películas lo habían cambiado todo. Además de la posibilidad de contemplar a distancia la muerte de otro, uno tenía el privilegio de hacerlo desde una perspectiva de la cual los moribundos estaban privados.
Así debe de vernos Dios. Si es que nos mira
.
Bucky apretó la mano de Norma Jeane con tanta fuerza que ella tuvo que contenerse para no protestar. En voz baja y apremiante dijo algo como:
—Tengo que ir, pequeña.
—¿Irte? ¿Adónde?
¿Al lavabo de caballeros?
—Tengo que alistarme antes de que sea demasiado tarde.
Norma Jeane rió, convencida de que bromeaba. Lo besó con ferocidad. En los tiempos en que empezaban a conocerse, siempre se besuqueaban en el cine. Los Tigres Voladores habían desaparecido de la pantalla y ahora mostraban bodas de soldados. Sonrientes soldados de permiso o en las bases en el extranjero.
La marcha nupcial
sonaba a todo volumen. ¡Cuántas bodas! Cuántas novias, de todas las edades. La rapidez con que las parejas de novios aparecían y desaparecían de la pantalla daba a las escenas un aire de comedia. Ceremonias religiosas y ceremonias civiles. Paisajes exuberantes y paisajes agrestes. Tantas sonrisas radiantes, tantos abrazos vigorosos. Tantos besos apasionados. Tanta
esperanza
. Se oían risitas ahogadas entre el público. La guerra era noble, pero el amor, el matrimonio y las bodas hacían gracia. La mano de Norma Jeane se movía como un ratoncillo en la entrepierna de Bucky.
—Mmm, pequeña —murmuró Bucky, sorprendido—. Ahora no. Eh.
Pero se volvió hacia ella y la besó con fuerza. Venciendo la fingida resistencia de la joven, le abrió los labios para meterle la lengua profundamente en la boca y ella gimió y se apretó a él. Le cogió el pecho derecho con la mano izquierda como si cogiera un balón de fútbol. Los asientos se sacudieron. Jadeaban como perros. Detrás de ellos, una mujer golpeó el respaldo de los asientos y murmuró:
—Si queréis hacer esas cosas, marchaos a casa.
Norma Jeane se volvió y replicó con furia:
—Estamos casados, así que déjenos en paz. Márchese usted. Váyase al infierno.
Bucky rió: ¡su dulce esposa se había convertido súbitamente en un basilisco!
Aunque más adelante pensaría:
Fue entonces cuando empezó todo. Esa noche, supongo
.
11
—Pero… ¿dónde? ¿Adónde ha ido? ¿Cómo es que no lo sabes?
Sin previo aviso, Harriet desapareció de Verdugo Gardens en marzo de 1944. Llevándose consigo a Irina y dejando tras de sí sus miserables pertenencias.
Norma Jeane estaba asustada: ¿qué haría ella sin su niña?
Con una confusión propia de un sueño, creía recordar que había ido a presentar a la niña a Gladys y que ésta le había dado su bendición. Pero ahora no había ninguna niña. No habría bendición.
Norma Jeane llamó a la puerta de sus vecinas una media docena de veces. Pero las compañeras de piso de Harriet también estaban estupefactas y preocupadas.
Nadie parecía saber dónde había ido la deprimida Harriet con su hija. No estaba con su familia en Sacramento, ni con sus suegros en el estado de Washington. Sus amigas dijeron que se había marchado sin decir adiós ni dejar una nota de despedida. Sin embargo, había dejado pagada su parte del alquiler de marzo. Hacía tiempo que planeaba «desaparecer». Había dicho que «no tenía madera de viuda».
También había estado «enferma». Había intentado hacer daño a Irina. Hasta era probable que le hubiera hecho daño por algún medio que no dejara señales.
Norma Jeane retrocedió, entornando los ojos.
—No. Eso no es cierto. Yo lo habría notado. No deberías decir esas cosas. Harriet era amiga mía.
Era incomprensible que Harriet se hubiera marchado sin decir adiós a Norma Jeane. Sin permitirle que se despidiera de Irina.
Harriet no haría una cosa así. Dios no se lo habría permitido
.
—Hola, qui-quiero denunciar la de-desaparición de una pe-persona. Una ma-madre y su hi-hija.
Norma Jeane llamó al Departamento de Policía de Mission Hills, pero empezó a tartamudear de tal manera que tuvo que colgar. Sabía que en cualquier caso no serviría de nada, porque era evidente que Harriet se había marchado por voluntad propia. Era una adulta y la verdadera madre de Irina, de modo que aunque ella quisiera a la niña más que Harriet y creyera que ese amor era recíproco, no podía hacer nada, absolutamente nada.
Harriet e Irina se habían esfumado de su vida como si nunca hubieran estado allí. El padre de la niña seguía oficialmente «desaparecido en acto de servicio». Jamás encontrarían sus restos. ¿Era posible que los japoneses se hubieran llevado su cabeza? Cuando Norma Jeane se concentraba con todas sus fuerzas, veía una escena en una habitación lejana —aunque quizá fuera un sueño, pues no distinguía las imágenes con claridad— en la que Harriet bañaba a la pequeña Irina con agua hirviendo, la niña daba gritos de dolor y pánico y nadie, excepto ella, podía rescatarla, pero Norma Jeane corría con impotencia de un extremo al otro de un pasillo sin puertas y lleno de vapor, tratando de localizar la estancia, apretando los dientes con desesperación y furia.
Al despertar, Norma Jeane se arrastró hasta el diminuto cuarto de baño, bajo la deslumbrante bombilla del techo. Estaba tan asustada que se metió en la bañera. Le castañeteaban los dientes. Su piel ardía en el agua caliente, muy caliente. Allí la descubriría Bucky a las seis de la mañana. La habría alzado en sus brazos musculosos y llevado a la cama, pero
me miraba de tal manera, con las pupilas dilatadas como las de un animal, que supe que no debía tocarla
.
12
—Nuestra época ya es historia.
Por fin llegó el día. Norma Jeane estaba casi preparada.
Esa mañana, Bucky la informó de que se había enrolado en la marina mercante. Dijo que probablemente se marcharía seis semanas después. A Australia, según creía. Pronto invadirían Japón y la guerra terminaría. Como ella ya debía de saber, hacía tiempo que quería alistarse.
Le aseguró que eso no significaba que no la quisiera, porque la amaba con toda su alma. No significaba que no fuera feliz, porque
era feliz. Nunca había sido tan feliz
. Pero quería que su vida fuera algo más que una luna de miel.
Vives en una época histórica; si eres un hombre, debes hacer tu parte. Debes servir a tu país.
Demonios; Bucky sabía que aquello sonaba cursi. Pero era lo que pensaba.
Podía ver el dolor en la cara de Norma Jeane; sus ojos anegados en lágrimas. Se sentía culpable, pero también contento. ¡Eufórico! No era sólo Norma Jeane, sino también Mission Hills, donde había pasado toda su vida; su familia, que lo asfixiaba; la fábrica Lockheed, donde estaba atascado en la cadena de montaje; el inmundo olor de la sala de embalsamamiento.
No pensaba terminar siendo un embalsamador. Yo no
.
Le sorprendió la compostura de Norma Jeane, que se limitó a decir con tristeza:
—Ay, papá. Ay, Bucky. Lo entiendo.
La estrechó en sus brazos y de pronto los dos se echaron a llorar. ¡Bucky Glazer, que jamás lloraba! Ni siquiera cuando se rompió el tobillo jugando al fútbol en el último curso del instituto. Se arrodillaron en el suelo de linóleo de la cocina, que Norma Jeane mantenía limpio y encerado, y rezaron juntos. Luego Bucky la levantó en brazos y la llevó a la habitación entre sollozos. Ése fue el primer día.
Después de una agotadora jornada de trabajo en Lockheed, despertó de su profundo sueño al sentir unos torpes dedos infantiles acariciándole la polla. En su sueño, la niña se reía de él, de su cara de disgusto, porque Bucky llevaba la camiseta de fútbol y las nalgas al aire, estaban en un sitio público y la gente los miraba, de modo que Bucky empujó a la niña y consiguió soltarse, pero entonces, para su sorpresa, descubrió que era Norma Jeane quien jadeaba junto a él en la oscuridad, acariciando y tirando de su cosa grande; sintió un muslo cálido sobre el suyo mientras ella restregaba su vientre y su pubis contra él gimiendo:
¡Oh, papá! ¡Oh, papá!
Era un hijo lo que quería esa mujer que le hacía cosquillas con el pelo en la nuca, esa hembra que gemía a su lado, desnuda y con un único deseo en mente, un deseo impersonal, frío e implacable como una fuerza que lo empujaba a su posible muerte en las aguas inimaginablemente oscuras de aquello a lo que sólo podía llamar «historia». Bucky apartó a Norma Jeane con brusquedad, diciendo que lo dejara en paz, que lo dejara dormir, por el amor de Dios, que tenía que levantarse a las seis. Norma Jeane no pareció oírlo y siguió abrazándolo, besándolo con pasión. Bucky la empujó, esta vez como si ella fuera un animal en celo, un animal en celo repulsivo a sus ojos. Su pene, erecto mientras soñaba, se había encogido. Se tapó la entrepierna con las manos, bajó las piernas de la cama y encendió la lámpara: eran las 4.40 de la madrugada. Volvió a maldecir a Norma Jeane. A la luz de la lámpara vio que estaba a gatas sobre la cama, jadeando, con el pecho izquierdo colgando fuera del camisón, la cara encendida y las pupilas dilatadas igual que unas noches antes.
Como si ésa fuera su personalidad nocturna. La gemela nocturna que supuestamente yo no debía ver. La mujer a la que ni siquiera ella veía o conocía
.