Blonde (18 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Roja de vergüenza, Norma Jeane se levantó con dificultad. Los deberes de matemáticas cayeron al suelo.

—Vete. Déjame en paz.

—Mira, es verdad —dijo Debra Mae—. Los dolores son
reales
. La regla es
real
. La sangre es
real
.

Norma Jeane salió de la sala de estudios tambaleándose, con la vista borrosa. Un reguero de sangre descendía por el interior de su muslo. Había estado rezando y mordiéndose el labio inferior, resuelta a no sucumbir. No quería que la tocaran ni que la compadecieran. Oyó voces a su espalda. Se escondió en el hueco de la escalera, en un armario, en el lavabo. Tras asegurarse de que nadie la miraba, se escabulló por la ventana. Subió a gatas a la parte más alta del tejado. El cielo del anochecer surcado de nubes, la pálida luna en cuarto creciente, el aire fresco y, a varios kilómetros de distancia, las parpadeantes luces de RKO.
La mente es la única verdad. Dios es la mente. Dios es amor. El amor divino siempre ha satisfecho y siempre satisfará todas las necesidades humanas
. ¿Alguien la llamaba? No oyó nada. Rebosaba alegría y seguridad. Era fuerte y pronto lo sería aún más. Sabía que tenía el poder de resistir el dolor y el miedo. Sabía que había sido bendecida, y el amor divino inundaba su corazón.

El dolor que palpitaba en su cuerpo ya comenzaba a alejarse, como si perteneciera a otra chica más débil que ella. ¡Estaba escapando de él mediante un acto de voluntad! Trepando al empinado techo y elevándose hacia el cielo, donde las nubes formaban cúmulos como peldaños, peldaños que subían, estriados por la luz del sol que se ponía en el oeste, al borde mismo del horizonte. Un paso en falso, un titubeo, y caería al suelo, inerte como una muñeca rota, pero eso no sucedería.
Era mi voluntad que no ocurriera
, de modo que no ocurrió. Intuyó que a partir de ese momento estaría al frente de su vida, siempre que el amor divino inundara su corazón.

Le habían prometido que en Navidad estaría en su nueva casa. ¿Hacia dónde quedaría?

La adolescente

1942 - 1947

El tiburón

La silueta del tiburón apareció antes que el tiburón. Había silencio en el profundo mar verde. Un tiburón deslizándose en las profundas aguas verdes. Yo debía de estar bajo el agua, fuera del oleaje, pero no nadaba; tenía los ojos abiertos, que me escocían a causa de la sal —en aquellos tiempos era una buena nadadora y mis amigos me llevaban a Topanga Beach, Will Rogers, Las Tunas y Redondo, pero mis playas favoritas eran Santa Mónica y Venice, las «playas de los músculos», donde se reunían los apuestos culturistas y surfistas—, y miraba fijamente al tiburón, a la silueta del tiburón deslizándose en el agua oscura que me impedía calcular su tamaño o incluso identificarlo.

El tiburón ataca cuando menos te lo esperas. Dios le ha dado grandes y destructoras mandíbulas, feroces dientes afilados como navajas de afeitar.

En cierta ocasión vimos un tiburón colgado, chorreando sangre, en el embarcadero de Hermosa. Lo vimos mi prometido y yo. Acabábamos de prometernos y yo tenía quince años, casi una niña. ¡Dios! ¡Era tan feliz!

Sí, pero sabes que su madre está en Norwalk
.

No voy a casarme con la madre, sino con Norma Jeane
.

Es una buena chica. Al menos lo parece. Pero eso no está tan claro cuando son jovencitas
.

¿Qué cosa?

Lo que podría ocurrirle más adelante
.

¡Yo no lo oí! No estaba escuchando. Permitid que os diga que estaba en el séptimo cielo —prometida a los quince años y objeto de envidia de todas las chicas a las que conocía—, y me casaría inmediatamente después de cumplir los dieciséis en lugar de regresar al instituto para dos años más. Con Estados Unidos en guerra, como en
La guerra de los mundos
, ¿quién podía asegurar que hubiera un futuro?

«Hora de que te cases»

1

—¿Sabes una cosa, Norma Jeane? Creo que es hora de que te cases.

Le soltó esas palabras alegres y sorprendentes a bocajarro, como si hubiera encendido la radio y de súbito oyeran una voz cantando. No las había ensayado. No era de las que estudian sus discursos. Descubrió lo que se proponía decir cuando se escuchó a sí misma decirlo. ¿O no? Y una vez dicho, dicho estaba. Abrió la puerta mosquitera que daba al porche de atrás, adonde habían sacado la tabla de planchar y la chica planchaba; prácticamente había vaciado el cesto de ropa y las camisas de manga corta de Warren colgaban en las perchas. Norma Jeane sonrió a Elsie, como si no hubiera oído sus palabras, o como si las hubiera oído pero no entendido, o como si las hubiera entendido pero pensara que eran uno de los chistes de Elsie. Norma Jeane, vestida con pantalones muy cortos y una camiseta a topos que dejaba entrever el nacimiento de sus redondos pechos, descalza, con la piel brillante de sudor, el vello rubio incluso en las piernas y las axilas y el cabello rizado y crespo atado con un pañuelo viejo de Elsie. Qué niña más alegre y buena era, a diferencia de otras, que cuando una se les acercaba, aun con una sonrisa de oreja a oreja, se encogían como si temieran que fueran a azotarlas; sí, había habido otros más jóvenes, tanto chicos como chicas, que se meaban encima si una se les acercaba de improviso. Pero Norma Jeane no era como ellos. Norma Jeane no se parecía a ninguno de los niños que habían tenido a su cargo con anterioridad.

Ahí residía el problema. Norma Jeane era un caso especial.

Llevaba dieciocho meses con ellos, compartiendo una habitación de la segunda planta con la prima de Warren, que trabajaba en Radio Plane Aircraft. Casi podía decirse, quizá exagerando, que la querían. ¡Era tan distinta de los pupilos que solía mandar el Tribunal de Menores! Callada pero atenta y siempre dispuesta a sonreír, a reír los chistes (¡en casa de los Pirig no faltaban chistes!) y a hacer sus tareas, a veces incluso las de los demás niños; mantenía su mitad de la habitación ordenada, hacía la cama como le habían enseñado en el orfanato, bajaba la vista para bendecir la mesa antes de las comidas, aunque nadie más lo hiciera, y la prima de Warren, Liz, se reía de ella porque rezaba de rodillas junto a la cama durante tanto tiempo, que cualquiera hubiera dicho que lo que fuera que pedía ya debería habérsele concedido. Pero Elsie nunca se burlaba de Norma Jeane. Una chica tan asustadiza que si veía un ratón luchando por liberarse de la trampa de la cocina, o si Warren aplastaba una cucaracha de un pisotón, o si la propia Elsie se armaba de valor y despachaba una mosca con el matamoscas, se comportaba como si fuera el fin del mundo, por no mencionar las veces que salía corriendo de la habitación para evitar oír algo doloroso (por ejemplo, ciertas noticias sobre la guerra, como la de los hombres enterrados vivos tras la ocupación de Corregidor). También se impresionaba cuando la ayudaba a desplumar y limpiar gallinas, naturalmente, pero Elsie jamás se reía. Era ella quien siempre había deseado una hija; Warren había aceptado alojar pupilos del estado únicamente por el dinero, pues era de la clase de hombre que o bien tenía hijos propios o no quería ninguno, aunque también él tenía sólo buenas palabras para Norma Jeane. Por lo tanto, ¿cómo se lo explicaría Elsie a la chica?

¡Sería como estrangular a un gatito! Pero sabía Dios que tenía que hacerlo.

—Sí. He estado pensando que es hora de que te cases.

—¿Qué? ¿Cómo has dicho, tía Elsie?

Alguien berreaba en la pequeña radio de plástico situada sobre la barandilla del porche, parecía —¿cómo se llamaba?— Caruso. Elsie hizo algo que jamás hacía: apagó la radio.

—¿Nunca has pensado en casarte? Cumplirás los dieciséis en junio.

Norma Jeane sonrió, perpleja, con la pesada plancha de hierro en alto. A pesar de su asombro, la chica tomó la precaución de no dejar la plancha apoyada sobre la tabla.

—Yo
me casé muy joven, prácticamente a tu edad. También en mi caso hubo circunstancias especiales.

—¿Casarme? ¿Yo? —preguntó Norma Jeane.

—Bueno… —rió Elsie—, no iba a ser yo. No hablamos de mí.

—Pero ni siquiera tengo un novio estable.

—Sales con muchos chicos.

—Pero ninguno es mi novio. No estoy enamorada.

—¿Enamorada? —Elsie volvió a reír—. Ya te enamorarás. A tu edad, una se enamora enseguida.

—Bromeas, ¿verdad, tía Elsie? ¿Me estás tomando el pelo?

Elsie frunció el entrecejo mientras buscaba los cigarros en el bolsillo. No llevaba medias —sus piernas salpicadas de pálidas arañas vasculares se veían regordetas a la altura de las rodillas, pero todavía bien torneadas en la parte inferior— y sus pies desnudos estaban calzados con zapatillas. Vestía una bata de andar por casa, una prenda de algodón barato no demasiado limpia, con los ojales tirantes en la pechera. Sudaba más de lo que le hubiera gustado y empezaban a olerle las axilas. No estaba acostumbrada a que nadie, salvo Warren Pirig, le plantara cara en su propia casa, de modo que sus dedos se crisparon peligrosamente.
¿Qué te parecería que te diera un guantazo en esa carita de inocente, pequeña puta ladina?

¡De repente sentía tanto odio! Aunque sabía, vaya si lo sabía, que la culpa no era de Norma Jeane. El único culpable era su marido, e incluso ese pobre imbécil era inocente a medias.

Eso creía. A juzgar por lo que había visto. ¿O tal vez no lo hubiera visto todo?

Lo que había visto, lo que había estado viendo durante meses hasta que se sintió incapaz de seguir respetándose a sí misma si fingía que no lo veía, era la manera en que Warren miraba a la chica. Y eso que Warren Pirig no miraba a nadie. Cuando te hablaba desviaba la vista, como si no mereciera la pena mirarte puesto que ya te había visto antes y sabía quién eras. Incluso cuando estaba con sus compañeros de copas, a quienes apreciaba y respetaba, miraba hacia otro lado, como si no hubiera nada digno de verse, nada que, en efecto, justificara el esfuerzo. Y eso un hombre que se había lesionado el ojo izquierdo en Filipinas, en sus tiempos de boxeador aficionado en el ejército de Estados Unidos, si bien tenía visión perfecta en el ojo derecho, razón por la cual se negaba a usar gafas diciendo que no eran más que un «estorbo». Para hacerle justicia, había que reconocer que tampoco se miraba a sí mismo, al menos con atención. Casi siempre tenía demasiada prisa para afeitarse o ponerse una camisa limpia, a menos que Elsie se la diera y metiera las usadas en el fondo del cesto de la ropa sucia, donde no pudiera encontrarlas; de hecho, para ser vendedor, aunque sólo fuera de chatarra, neumáticos usados y algún que otro coche o camión de segunda mano, no podía decirse que fuera un hombre preocupado por la impresión que causaba. Había sido un hombre apuesto en su juventud, cuando estaba delgado y vestía uniforme, en los tiempos en que Elsie lo había conocido en San Fernando, a sus diecisiete años, pero hacía mucho que no era joven ni delgado ni usaba uniforme.

Tal vez Joe Louis o el presidente Roosevelt habrían conseguido llamar la atención de Warren Pirig si se le hubieran puesto delante de las narices. Pero ninguna persona corriente lo lograba, y mucho menos una cría de quince años.

Elsie vio que los ojos de ese hombre seguían a la chica, moviéndose en las cuencas como las bolas de acero de un rodamiento. Vio que la miraba como nunca había mirado a ningún otro pupilo del estado, a menos que el niño en cuestión creara problemas o diera la impresión de que estaba a punto de crearlos. Pero a Norma Jeane sí la miraba.

Nunca durante las comidas. Elsie había reparado en ese detalle, preguntándose si evitaba hacerlo deliberadamente. Porque era el único momento en que estaban sentados todos juntos, cara a cara. Warren era un hombre corpulento con un apetito voraz, convencido de que la hora de la comida era para comer y no para cotorrear, como decía él, y Norma Jeane solía guardar silencio en la mesa (aunque riera en voz baja las bromas de Elsie, nunca decía gran cosa por iniciativa propia). Tenía unos modales de señorita que le habían enseñado en el orfanato y que, en opinión de Elsie, no casaban demasiado con la casa de los Pirig, de modo que permanecía callada y tímida, aunque comiera tanto como los demás, exceptuando a Warren. Así pues, cuando estaban juntos y cara a cara, Warren no miraba a Norma Jeane, ni a nadie más, sino que por lo general leía el periódico que antes había plegado en una estrecha tira vertical; no era exactamente una grosería, porque Warren Pirig era así. Pero en otros momentos, incluso estando Elsie delante, Warren observaba a la chica como si no supiera que lo hacía, y era esa aparente indefensión suya, esa expresión débil y enfermiza en su cara —una cara castigada, señalada como el terreno montañoso en un mapa— lo que caló hondo en Elsie y le dio que pensar. Y de repente se encontró dándole vueltas al asunto incluso cuando no era consciente de ello, pese a que darles vueltas a las cosas no era propio de ella, que llevaba veinte años enemistada con algunos parientes y no se cortaba un pelo si tenía que hacer un desplante a sus antiguas amigas al cruzárselas por la calle, pero jamás rumiaba sobre esas personas; sencillamente, no pensaba en ellas. Sin embargo, ahora en su mente había un espacio sucio que contenía a su marido y a esa chica, cosa que le daba rabia, porque Elsie no era celosa ni lo había sido nunca, era demasiado orgullosa para ello. Pero ahora se había sorprendido a sí misma revisando las pertenencias de Norma Jeane en la habitación de la segunda planta, que ya en abril era como un horno con abejas zumbando bajo el alero, y lo único que había encontrado era el diario encuadernado en piel roja que la propia chica le había enseñado con anterioridad, orgullosa de ese obsequio de la directora del orfanato. Elsie había hojeado el diario con manos temblorosas (¡ella!, ¡Elsie Pirig!, ¡qué impropio de su persona!) temiendo ver algo que hubiera preferido no ver, pero en el diario de Norma Jeane no había nada interesante, o al menos nada que, con las prisas, Elsie hubiera tenido tiempo de detenerse a considerar. Había poemas, probablemente copiados de libros o aprendidos en la escuela, escritos con la esmerada caligrafía de colegiala de Norma Jeane:

Tan alto llegó el pájaro en su vuelo,

que ya no pudo decir «éste es el cielo».

Tan hondo descendió el pez en el mar,

que ya no pudo decir «no existe otro lugar».

Y:

Si el ciego puede ver,

¿qué no podré
yo
hacer?

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