Blonde (79 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Titulares de periódicos. Columnas especiales escritas por Louella Parsons, Walter Winchell, Sid Skolsky y Leviticus. Noticia de portada en
Hollywood R
e
porter
y el suplemento dominical de
L. A. Times
. Artículos más breves en publicaciones nacionales y en
Time, Newsweek
y
Life
. Batallones de fotógrafos y equipos de televisión. Menciones en los boletines vespertinos de noticias:

M
ARILYN
M
ONROE REGRESA AL ORFANATO DESPUÉS DE MUCHOS AÑOS
.

M
ARILYN
M
ONROE
«
REVIVE
»
SU PASADO EN UN ORFANATO
.

M
ARILYN
M
ONROE VISITA A LOS HUÉRFANOS EN
P
ASCUA
.

La Actriz Rubia le diría al Ex Deportista que no «tenía idea» de cómo había suscitado tanto alboroto. Otras celebridades visitaban orfanatos, hospitales e instituciones benéficas sin generar tanta publicidad.

La Actriz Rubia se sentía tan emocionada y asustada como una niña. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Dieciséis? «Pero desde entonces he vivido más de una vida.» Mientras el Chófer Sapo conducía con habilidad la reluciente limusina negra por el lujoso barrio de Beverly Hills, cruzaba Hollywood y tomaba hacia el sur, rumbo al interior de Los Ángeles, la Actriz Rubia comenzó a perder la compostura. El ligero dolor pulsátil que sentía entre los ojos se intensificó. Había tomado aspirinas porque (para su secreta vergüenza) había superado la dosis de Demerol, el «tranquilizante milagroso» que le había recetado Doc Bob, y estaba resuelta a no tomar ni una tableta más. Conforme se aproximaba a la poderosa presencia de la doctora Mittelstadt, semejante a un cálido sol curativo, comprendió que el remedio sólo podía proceder del interior. El dolor no existe y, en cierto sentido, tampoco existe la «curación».
El amor divino siempre ha satisfecho y siempre satisfará todas las necesidades humanas
.

En un coche aparte viajaban varios de sus ayudantes. Una furgoneta de reparto llevaba centenares de cestos de Pascua, alegremente decorados, llenos de conejitos de chocolate, pollitos de malvavisco y gominolas multicolores. Jamón cocido de Virginia y piñas naturales, recién traídas de Hawái. La Actriz Rubia llevaba un cheque personal (¿o era del Ex Deportista?) de quinientos dólares para entregárselo a la doctora Mittelstadt como «una muestra de gratitud».

Pero ¿no era cierto que la directora del orfanato había traicionado a Norma Jeane de alguna manera? ¿Que había dejado de escribirle después de un par de años? La Actriz Rubia se encogió de hombros. «Es una profesional muy ocupada. Igual que yo.»

Cuando el Chófer Sapo metió la limusina en los jardines del orfanato, la Actriz Rubia empezó a temblar. Ay, pero no estaban en el lugar indicado, ¿no? Habían limpiado la sucia fachada de ladrillo rojo, que ahora parecía en carne viva, como piel restregada. Donde antes había habido espacios abiertos, ahora había horrorosos cobertizos prefabricados. Donde había habido un pequeño parque de juegos, ahora había un aparcamiento de asfalto. El Chófer Sapo condujo silenciosamente la limusina hasta la entrada, donde aguardaba un bullicioso grupo de reporteros, fotógrafos y cámaras. Se los informó de que la Actriz Rubia hablaría con ellos más tarde, pero, como de costumbre, tenían que hacerle preguntas de inmediato y las gritaron a su espalda mientras ella entraba apresuradamente con sus escoltas en el edificio, perseguida por los fogonazos de cámaras que disparaban como ametralladoras. En el interior, unos desconocidos le estrecharon la mano, pero la doctora Mittelstadt no estaba a la vista. ¿Qué había pasado en el vestíbulo? ¿Qué sitio era aquél? Un hombre de mediana edad con una cara idéntica a la del cerdito Porky conducía a la Actriz Rubia a la sala de visitas, hablando rápida y alegremente.

—¿Dónde está la doctora Mittelstadt? —preguntó la Actriz Rubia.

Pero nadie pareció oírla. Sus ayudantes llevaban los cestos de Pascua y las cajas de cartón con jamones y piñas. Estaban probando el sistema de altavoces. La Actriz Rubia no veía bien con sus gafas de sol, pero no quería quitárselas porque temía que los buitres de los periodistas vieran el miedo reflejado en sus ojos. En varias ocasiones exclamó:

—¡Dios mío, es un honor estar aquí! Gracias por invitarme. ¡Pascua es un tiempo tan especial! ¡Estoy muy feliz de estar aquí! Gracias a todos por invitarme.

La celebración transcurrió en medio de una especie de nebulosa. Pero no fue una nebulosa rápida. Porque en algún momento de la ceremonia la Actriz Rubia fue fotografiada para los «archivos» del orfanato. Junto al radiante cerdito Porky, que se quitó los bifocales para la foto; con miembros del personal, y finalmente con algunos niños. Una de las niñas le recordó a la Debra Mae de diez u once años… La Actriz Rubia quería acariciar la alborotada melena pelirroja de la niña.

—¿Cómo te llamas, bonita? —preguntó.

La niña respondió con un par de sílabas entrecortadas que la Actriz Rubia no entendió. ¿Donna, quizá? ¿Dunna? No lo sabía.

La ceremonia se celebró en el comedor. La Actriz Rubia recordaba bien aquella estancia grande y fea. Hicieron entrar a los niños en fila y sentarse a las mesas para mirarla a ella como si fuese un dibujo animado de Disney. Cuando la Actriz Rubia se puso ante el micrófono para recitar el discurso que tenía preparado, sus ojos vagaron por el comedor, buscando caras familiares. ¿Dónde estaba Debra Mae? ¿Dónde estaba Norma Jeane? ¿Era aquélla Fleece?… Una criatura desgarbada y enfurruñada. No, por desgracia era un niño.

Se diría que la Actriz Rubia, contrariamente a las expectativas de la mayor parte del personal del centro, era una mujer «tierna, amable y en apariencia sincera». A ojos de muchos se comportó «como una dama». «No era una mujer llamativa, como aparecía en la publicidad, pero sí muy bonita. Y
bien equipada
.» Advirtieron que «estaba nerviosa; a veces, hasta tartamudeaba». (¡Rogamos por que no oyese cómo la imitaban algunos niños!) Era admirable su paciencia con los niños, que estaban alterados y nerviosos a causa de los cestos de Pascua, inquietos y alborotadores, «en especial los hispanos, que no entienden inglés». Algunos chicos mayores le dirigieron groseras miradas lascivas, relamiéndose, pero se dijo que la Actriz Rubia «tuvo la sensatez de no hacerles caso. O puede que le encantara, ¿quién sabe?».

A pesar de su palpitante dolor de cabeza, la Actriz Rubia disfrutó entregando los cestos a los niños, que pasaron por riguroso turno por delante de ella. Una infinidad de huérfanos. Una eternidad de huérfanos. ¡Ah, habría podido seguir haciendo eso para siempre! ¡Cualquiera que tomara la medicina mágica de Doc Bob podía hacer cualquier cosa eternamente! Era mejor que el sexo. (Bueno, todo era mejor que el sexo. ¡Eh, no era más que una broma!) Ah, si el mundo le preguntaba, ella diría que aquélla había sido una experiencia gratificante, enriquecedora y placentera. Pero no confesaría que las niñas huérfanas le interesaban mucho más que los niños. Los niños no la necesitaban. A ellos les daría lo mismo una mujer que otra, cualquier cuerpo femenino les serviría para definirse como hombres y en consecuencia como seres superiores, porque un cuerpo es igual a otro, pero las niñas la miraban fijamente, la grababan en su memoria, la recordarían siempre. Las niñas huérfanas, que habían sido heridas igual que Norma Jeane. Ella lo veía. Las niñas huérfanas necesitaban contacto físico, una rápida caricia en el pelo o en la mejilla, incluso un leve beso.

Diciendo: «¡Qué guapa eres, me encantan tus trenzas», o «¿Cómo te llamas? ¡Qué bonito nombre!». Con el aire de quien cuenta un secreto, les dijo:

—Cuando yo vivía aquí me llamaba Norma Jeane.

Y una de las niñas respondió:

—¿Norma Jeane? Ah, ojalá me llamara así.

La Actriz Rubia cogió la carita de la niña entre sus manos y sorprendió a todos los presentes echándose a llorar.

Más tarde preguntaría: ¿Cuál era el nombre completo de esa niña?

Enviaría un talón al orfanato, destinado a «ropa especial y libros» para esa niña.

Nunca sabría si ese talón de doscientos dólares se invertiría en la niña o pasaría a engrosar el presupuesto del orfanato. Porque no lo recordaría.

Una de las desventajas, aunque también ventaja, de la fama: se olvidaban muchas cosas.

¿Y el talón de quinientos dólares que había extendido impulsivamente a nombre de la doctora Mittelstadt? La Actriz Rubia no lo sacaría del bolso.

El nuevo director de la Casa de Expósitos de Los Ángeles era, de hecho, el hombre de mediana edad con la cara idéntica a la del cerdito Porky. Un hombre agradable aunque charlatán y presuntuoso. La Actriz Rubia lo escuchó con paciencia durante unos minutos antes de preguntar, ahora con firmeza, qué le había pasado a la doctora Mittelstadt, y entonces él empezó a parpadear rápidamente.

—La doctora Mittelstadt fue mi predecesora —dijo el cerdito Porky con una voz sin inflexiones—. Yo no tuve ninguna relación con ella. Jamás hago comentarios sobre mis predecesores. Creo que todos hacemos las cosas lo mejor que podemos. No me gusta criticar a los demás.

La Actriz Rubia habló con una de las celadoras mayores, una cara familiar. Otrora joven y ahora madura, regordeta y con las mejillas flácidas pero sonriente.

—¡Claro que te recuerdo, Norma Jeane! ¡La niña más tímida y dulce! Tenías… ¿un problema de alergia?, ¿asma? No. ¿Habías tenido la polio y cojeabas? ¿No? (Bueno, es evidente que ahora no cojeas. Te vi bailar en tu última película, ¡y tan bien como Ginger Rogers!) ¿Eras amiga de esa salvaje de Fleece? ¿Sí? Y la doctora Mittelstadt te adoraba. Eras una de su círculo.

La celadora rió, cabeceando. Era una escena cinematográfica: la Actriz Rubia que regresaba al orfanato donde había estado confinada durante gran parte de su infancia y recibía revelaciones como si le echaran las cartas, pero no podía determinar cuál era el estilo de la música de fondo. En el transcurso de la ceremonia de entrega de los cestos de Pascua, en el comedor había sonado
Easter Parade
en la dulce voz de Bing Crosby. Pero ahora no había música.

—¿Y la doctora Mittelstadt? Supongo que se habrá retirado.

—Sí, se retiró.

—¿Dó-dónde está?

—Me temo que la pobre Edith ha muerto.

—¡Muerto!

—Era mi amiga. Trabajé con ella veintiséis años. Jamás he respetado a nadie tanto como a ella. Nunca trató de convertirme a su religión. Era una mujer buena y afectuosa —la boca fruncida se curvó hacia abajo—. No como los de la nueva generación. Los que viven pendientes del presupuesto y nos dan órdenes como si fuesen de la Gestapo.

—¿De q-qué murió la doctora Mittelstadt?

—De un cáncer de mama. Eso nos dijeron —los ojos de la celadora se humedecieron.

Si ésta era una escena de película, y obviamente lo era, resultaba vívida, real y dolorosa; de manera que más tarde la Actriz Rubia tendría que ordenar al Chófer Sapo que se detuviera delante de una farmacia de El Centro, rogar al farmacéutico que llamara al número de urgencias de Doc Bob, comprar una cápsula de emergencia de Demerol y tomarla en el acto.
Así de real era la escena, aunque no tuviera música de fondo
.

La Actriz Rubia dio un respingo.

—Ay, lo lamento tanto. Cáncer de mama. Oh, Dios.

Inconscientemente, la Actriz Rubia cruzó los brazos sobre sus pechos, los célebres y voluminosos pechos de Marilyn Monroe. Hoy, en el orfanato, como invitada a la celebración de Pascua, la Actriz Rubia no hacía ostentación de esos pechos. Lucía un atuendo discreto y de buen gusto. Llevaba incluso un sombrero de Pascua, decorado con florecillas de aciano y un velo. Y un ramillete de muguetes en la solapa. Los pechos de la doctora Mittelstadt eran más grandes que los suyos, aunque, naturalmente, no pertenecían al mismo género que los de la Actriz Rubia, que eran, o se habían convertido en obras de arte. Ella bromeaba diciendo que la única inscripción que deberían hacer en su lápida eran sus medidas: 96 - 60 - 96.

—¡Pobre Edith! Sospechábamos que estaba enferma, porque había adelgazado mucho. ¿Imaginas a la doctora Mittelstadt casi
delgada
? Ah, la pobrecilla debió de perder veinticinco kilos mientras estaba aquí, con nosotros. Su piel parecía de cera y tenía unas ojeras horribles. Insistimos en que fuera a ver a un médico. Pero recordarás lo terca y valiente que era. «No necesito un médico», decía. Estaba aterrorizada, pero jamás lo habría reconocido. Tal vez sepas que los fieles de la Ciencia Cristiana tienen gente que reza por ellos cuando están enfermos. O lo que sea, porque ellos dicen que no «enferman». Esa gente reza y reza sin parar. En teoría, si tienes fe, te curas. Así fue como Edith trató su cáncer. Cuando nos dimos cuenta de lo que ocurría, de la gravedad de su estado, ya había tenido que dejar de trabajar. Se negó a ir al hospital hasta el final. Incluso entonces, fue contra su voluntad. Lo más trágico fue que Edith empezó a dudar de su fe. Mientras el cáncer la consumía hasta los huesos, esa infeliz y obcecada mujer estaba convencida de que todo era culpa suya. Jamás mencionó la palabra «cáncer» —la celadora respiró hondo y se enjugó los ojos con un pañuelo de papel—. Ellos no creen en la «muerte», ¿sabes? Me refiero a los devotos de la Ciencia Cristiana. De modo que cuando se ven a punto de morir, creen que es culpa suya.

La Actriz Rubia se armó de valor y preguntó:

—¿Y Fleece? ¿Qué ha sido de Fleece?

—Ah, Fleece. Lo último que supimos de ella fue que se había alistado en el Cuerpo Femenino. Debe de ser por lo menos sargento.

—Ay, papá, abrázame, por favor.

Entre sus brazos cálidos y musculosos. Él estaba sorprendido, ligeramente incómodo, pero la quería. Estaba loco por ella. Incluso más que al principio.

—Me siento tan… débil, supongo. ¡Ay, papá!

Él estaba confundido, no sabía qué decir.

—¿Qué pasa, Marilyn? —masculló—. No entiendo nada.

Ella tembló y se acurrucó contra su pecho. Él sintió que el corazón de la mujer latía rápidamente, igual que el de un pájaro. ¿Cómo entenderla? Esta mujer hermosa y
sexy
, capaz de hablar mucho mejor que él en público, una de las mujeres más famosas de Estados Unidos y quizá del mundo…, ¿escondida en los brazos de su marido?

La quería; no había ninguna duda. La cuidaría. Claro que sí.

Aunque le desconcertaba esta clase de conducta, que era cada vez más frecuente.

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