Blonde (81 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—Supongo que tengo mucho que aprender, ¿verdad, papá?

Después de la boda, cuando cabía esperar que se sintiera más cómoda con la familia y se alegrara de ir a visitarla, no fue así. Ah, claro que daba esa impresión, lo intentaba. Pero él, el marido, un deportista entrenado para ver más allá de la cara de póquer de sus contrincantes, un bateador experto no sólo en descifrar los más pequeños gestos de un lanzador sino también en grabar en su mente la posición exacta en el campo de cada jugador del equipo contrario con relación a la suya y la de los miembros de su equipo (si había alguno) que estuvieran en la base, él lo sabía. ¿Acaso ella pensaba que estaba ciego? ¿Lo tomaba por un gilipollas más de aquellos con los que había «salido» desde sus tiempos de colegiala? ¿Creía que era tan insensible como ella, que se tomaba como un chiste el hecho de haber vomitado después de una de las grandes comilonas de mamá? Ella sabía, siempre se lo estaba diciendo, que la familia de él «la culpaba un poco» por lo de la excomunión. Él se había divorciado, desde luego, y la Iglesia no acepta el divorcio, pero no había violado la ley canónica hasta que volvió a casarse (¡y con una divorciada!). Necesitaba compensarlos, por si dudaban de ella. De su sinceridad. De su integridad. De su seriedad ante la vida y la religión. «¿Debería convertirme al catolicismo? ¿Lo aceptarías, papá? Mi ma-madre es una especie de católica.»

Así que fue a misa con ellas. Con las mujeres. Con la madre, la anciana abuela y las tías. Además de los niños. Y tanto mamá como la tía se quejaron de que ella estaba permanentemente «estirando el cuello» y «sonriendo». Como si no estuvieras en la iglesia, como si algo te hiciera gracia. Al entrar, ella señaló el altar lateral donde estaba el Sagrado Corazón de Jesús y murmuró:

—¿Por qué tiene el corazón fuera del cuerpo? —con esa sonrisa, como si todo fuese una broma.

«Papá dice que es una sonrisa de miedo, que ella es igual que un pajarillo asustado. ¿Así que está nerviosa? ¿Porque la gente la mira? Porque la miran, de eso no cabe duda. Saben quién es, y que además es tu esposa. Se la pasó tirando de la mantilla, que se le caía una y otra vez como si fuese un accidente, y bostezó tanto durante la misa que temimos que fueran a desencajársele las mandíbulas. Entonces llega el momento de la comunión y ella se prepara para venir con nosotras. “¿No debería?”, pregunta. Le dijimos: no, no eres católica, ¿o lo eres, Marilyn? Y entonces ella respondió con esa mueca tan suya de niña herida: “Oh, no. Ya saben que no”. Es evidente que sabe que los hombres la miran, se nota en la forma en que camina. Incluso cuando tenía la cabeza gacha, miraba a todas partes. Y cuando volvíamos en el coche, nos dijo que el “oficio” había sido muy interesante, como si nosotros estuviéramos obligados a entender una palabra como “oficio”. Pronuncia la palabra “ca-to-li-cis-mo” como si todo el mundo supiera de qué habla. Y dice con una risita tonta “Qué largo ha sido, ¿no?”, y los niños, riendo en el coche, le contestan: “¿Largo? Por eso vamos siempre a misa de nueve. Porque el cura es más rápido”. “¿Largo? Espera a que te llevemos a una misa mayor.” “¡O a una misa de réquiem!” Y todos riéndose de ella en el coche, y la mantilla cayéndose de su pelo porque es tan resbaladizo y brillante como el de una maniquí.»

Es verdad que en la cocina se esforzaba. Tenía buenas intenciones, pero era demasiado torpe. Resultaba más sencillo quitarle las cosas de las manos y hacerlas una. Si te acercabas a ella, se ponía nerviosa. Dejaba hervir la pasta hasta que quedaba hecha puré y tenías que vigilarla constantemente porque siempre se le estaban cayendo cosas, como el cuchillo grande. Era incapaz de preparar un buen
risotto
porque su mente estaba permanentemente en otra parte. Cuando probaba algo, no se daba cuenta de cómo sabía. «¿Está demasiado salado? ¿Necesita más sal?» ¡Creía que la cebolla y el ajo eran la misma cosa! ¡Pensaba que no había diferencia entre el aceite de oliva y la mantequilla derretida! Preguntó: «¿La gente hace pasta? Quiero decir, ¿no la compra en una tienda?». Tu tía le dio un huevo marinado recién sacado de la nevera y ella dijo: «Oh, ¿esto es para comer? ¿De pie?».

El Ex Deportista, el marido, escuchaba con respeto la letanía de quejas de su madre, acompañada por el estribillo «claro que no es asunto mío». Él escuchaba y callaba. Con la cara roja de sangre, él clavaba la vista en el suelo, y cuando mamá terminaba salía de la habitación e invariablemente oía a su espalda, en un italiano con un dejo de dolor: «¿Lo ves? Él me culpa a mí».

Lo que más le molestaba, porque hería su sentido del decoro de solterón, era el hecho de que su esposa dejara todas las habitaciones por las que pasaba hechas un asco; no sólo no recogía lo que ensuciaba él, sino tampoco lo que ensuciaba ella misma. Incluso en casa de los padres de él. El Ex Deportista habría jurado que ella no era tan distraída antes de casarse; entonces era pulcra, ordenada y deliciosamente tímida a la hora de desnudarse en su presencia. Ahora él tropezaba con prendas femeninas que no recordaba que ella tuviera y mucho menos que hubiese usado hacía poco. ¡Pañuelos de papel manchados de maquillaje! En el cuarto de baño que compartían en casa de sus padres, había chorreones de maquillaje en el lavabo, un tubo de dentífrico sin tapa, cepillos y peines llenos de pelos rubios y suciedad en la bañera, todo lo cual lo descubriría mamá cuando se marcharan a menos que él, personalmente, lo limpiara antes. ¡Maldita fuera!

A veces olvidaba tirar de la cadena.

No era por las drogas, estaba seguro. Él se había deshecho de su alijo y le había leído la cartilla hasta que ella había jurado que nunca, nunca volvería a tomar una de esas píldoras.

—¡Oh, papá, créeme!

El Ex Deportista no lo entendía: si no estaba rodando ninguna película, ¿para qué necesitaba energía o valor? Casi parecía que lo que la asustaba era llevar una vida corriente. Igual que algunos de sus compañeros de equipo, que daban lo mejor de sí en un partido difícil, pero el resto del tiempo eran piltrafas humanas. Con cuánta seriedad decía cosas como: «¡Ay, papá, qué miedo da pensar que una escena con gente de verdad sigue y sigue para siempre! Igual que un autobús. ¿Qué puede detenerla?».

Y aquella expresión nostálgica en su cara cuando decía: «¿Alguna vez te has fijado en lo difícil que resulta descifrar lo que quiere decir la gente, cuando es posible que en realidad no quieran decir nada? No es igual que un guión. ¿No buscas a veces el sentido de algo que ha pasado, cuando de hecho no tiene sentido, sino que simplemente “ha pasado”? Igual que el clima».

Él meneaba la cabeza, sin saber qué coño responder. Había salido con actrices, modelos y coristas y habría jurado que conocía a las de su clase, pero Marilyn era otra cosa. Tal como le decían sus amigos, sugestivamente, dándole un codazo en las costillas: «Marilyn es demasiado, ¿eh?». Y los muy gilipollas no conocían ni la mitad de la historia.

A veces ella lo asustaba. O algo parecido. Como si una muñeca abriera sus ojos de cristal azul y uno esperara oír una jerga infantil, pero lo que decía ella era algo tan raro, y posiblemente tan profundo, como esos acertijos zen, algo que uno no entendía. Dicho con el vocabulario de una cría de diez años. Él trataba de convencerla de que la entendía. Lo intentaba.

—Mira, Marilyn, llevas diez años trabajando sin parar y eres una verdadera profesional, casi como yo; ahora te estás tomando un descanso, estás fuera de temporada, igual que yo estoy retirado, ¿entiendes?

Pero cuando llegaba a ese punto olvidaba lo que quería decir. No se le daban bien los discursos. Simplemente, era capaz de ver las semejanzas entre los dos. Cuando eres un profesional de primera y los ojos del mundo están pendientes de ti, cuando estás en plena temporada de juego, durante las finales y las series, uno no tiene que pensar en nada, y mucho menos en
hacer
algo. La temporada de juego consume las horas del día como ninguna otra cosa, salvo quizá la lucha en una guerra o la muerte.

—En boxeo dicen «eso sí que ha llamado su atención» cuando a un tío le dan un buen golpe —se lo dijo para que viera que la entendía, pero ella lo miró sonriente y confundida, como si le hablara en un idioma extranjero—. Lo importante es la atención —dijo él con un titubeo—. La concentración. Si uno no tiene eso… —sus palabras se dispersaron como ingrávidos globos infantiles.

Cierta vez, en la casa de Bel Air, él había entrado en el dormitorio y la había encontrado ordenando apresuradamente su ropa, a pesar de que la criada (contratada por él) llegaría unas horas después. Ella acababa de ducharse y estaba desnuda del todo salvo por una toalla que llevaba como un turbante en la cabeza. Al verlo se había comportado como si se sintiera culpable y había dicho, tartamudeando: «No en-entiendo qué ha pasado aquí. Supongo que he estado enferma».

El Ex Deportista había llegado a pensar que ella era dos personas diferentes: la mujer aparentemente ciega y distraída que dejaba un caos a su paso y la mujer inteligente y sufrida, una niña casi, que lo miraba como si fuesen dos críos de quince años que despertaran de repente y descubrieran que estaban casados. En esos momentos, el cuerpo de ella no le parecía un voluptuoso cuerpo femenino sino una responsabilidad que compartían ambos, como un bebé gigantesco.

Pero en la casa de sus padres, en Beach Street, San Francisco, él se sentía lejos de ella. Incluso cuando ella lo miraba con expresión nostálgica y culpable. Incluso cuando, fuera de la vista de la familia, ella lo pellizcaba y decía: «¡Ayúdame, me estoy ahogando!». En cierto sentido, estas cosas endurecían el corazón del Ex Deportista. Su primera esposa se había llevado bien, o razonablemente bien, con la familia de él. Y Marilyn era una chica de ensueño, a quien todo el mundo adoraba. Sin embargo, se cerraba como una ostra si alguien le preguntaba qué tal era ser «una estrella de cine», como si jamás hubiera oído una pregunta semejante. Se sonrojaba y empezaba a tartamudear si le decían que habían visto sus películas, como si estuviera avergonzada de ellas, cosa que quizá fuera así. Se había quedado sin habla, completamente turbada, cuando una de las sobrinas del Ex Deportista le había preguntado con inocencia: «¿Tu pelo es de verdad?».

Poco más tarde él había visto una expresión feroz en su cara: era Rose, la puta. Presuntuosa. Burlona. Bueno, en aquella inmunda película, Rose no era más que una camarera y una zorra. Y Marilyn Monroe, una
pin-up
, una modelo fotográfica, una actriz en ciernes y sólo Dios sabía qué más.

Él habría querido azotarla con un cinturón. ¿Quién coño se creía que era para mirar de esa manera a su familia?

Aunque nunca se lo había dicho, naturalmente, había estado a punto de cancelar la primera cita después de que un amigo le contara que Marilyn había estado liada con Bob Mitchum, el cual, como todo el mundo sabía, era un cocainómano y sospechoso de ser rojillo; se comentaba que ella se había quedado embarazada y que Mitchum le había provocado un aborto de una paliza.

(¿Sería cierto? El Ex Deportista sabía con qué rapidez se propagaban los rumores y cuánto mentía la gente. Había contratado a un detective recomendado por su amigo Frank Sinatra, que a su vez lo había contratado para que siguiera a Ava Gardner, de quien estaba perdidamente enamorado. Sin embargo, después de pagar seiscientos pavos, los resultados de las pesquisas habían sido «infructíferos».)

Una cosa estaba clara: mucho antes de que él la conociera, ella había posado desnuda. En Hollywood también se rumoreaba que la Monroe había hecho varias películas porno antes de cumplir los veinte, pero ninguna de estas cintas salió jamás a la luz. Después de que se casaran, un individuo que se hacía llamar «distribuidor fotográfico» se puso en contacto con un colega del Ex Deportista, diciendo que obraban en su poder unos negativos «que sin duda el marido de la señorita Monroe querría adquirir». El Ex Deportista llamó al individuo en cuestión y le preguntó sin rodeos si se trataba de un chantaje. ¿Pretendía extorsionarlo? El hombre respondió que no era más que una transacción comercial:

—Usted paga y yo le entrego la mercancía.

El Ex Deportista preguntó cuánto. El individuo mencionó una suma.

—Nada vale tanto dinero.

—Si usted ama a esa mujer, puedo asegurarle que esto lo vale.

—Puedo encargarme de que le hagan mucho daño —respondió el Ex Deportista en voz baja—. Cabrón.

—Eh, vamos, esa actitud no es la más conveniente —el Ex Deportista no respondió y el vendedor se apresuró a añadir—: Yo estoy de su parte. Soy un gran admirador suyo. Y también de la señora. Es una mujer con clase. De hecho, una de las pocas mujeres honradas en su profesión —hizo una pausa, durante la cual el Ex Deportista oyó su respiración—. Pero creo que estos negativos deberían estar fuera del mercado para que no caigan en malas manos.

Concertaron una cita y el Ex Deportista acudió solo. Examinó las fotografías durante largo rato. ¡Qué joven estaba ella! ¡Era casi una niña! Se trataba de desnudos artísticos para calendarios, del estilo del de Miss Sueños Dorados 1949, que él ya había visto en
Playboy
. Algunos eran más crudos, más reveladores. Un mechón de rubio vello pubiano, las delicadas plantas de los pies descalzos. ¡Sus pies! Habría querido besarlos. Ésa era la mujer a la que había amado antes de que se convirtiera en esa mujer. Antes de que fuera Marilyn. Su cabello no era rubio platino sino de un castaño claro como la miel, ondulado y largo hasta los hombros. Una jovencita de cara dulce y confiada. Hasta sus pechos parecían diferentes. Su nariz, sus ojos. La inclinación de su cabeza. Todavía no había aprendido a ser Marilyn. El Ex Deportista cayó en la cuenta de que ésa era la mujer a quien amaba de verdad. La otra, Marilyn, lo tenía cautivado, o quizá desquiciado, pero no podía confiar en ella.

En consecuencia, el Ex Deportista compró las fotos y los negativos, pagando al «distribuidor fotográfico» en metálico, tan asqueado por la transacción que fue incapaz de mirar al hombre a los ojos. Además de ser el marido de esa mujer, el Ex Deportista era un hombre honrado. Lo que el mundo sabía sobre él, sobre su virilidad, su orgullo e incluso su discreción, era todo verdad.

—Gracias, Bateador. Ha hecho lo que debía.

Igual que un boxeador entrenado para no golpear nunca excepto en defensa propia, el Ex Deportista alzó la cabeza con brusquedad ante este comentario burlón y miró a los ojos a su torturador, un individuo con cara de molusco, de raza blanca y edad indeterminada, pelo grasiento, patillas y una risueña fila de dientes empastados; entonces, sin mediar palabra, el Ex Deportista le dio un puñetazo en la boca sin mover siquiera el hombro, un excelente puñetazo para un hombre de casi cuarenta años que no estaba en su mejor momento físico y que era naturalmente un tipo tranquilo y nada camorrista. El vendedor se tambaleó y cayó. Todo tan rápido y limpio como un
home run
. Hasta el maravilloso
¡crac!
del golpe. El Ex Deportista, ahora jadeando, todavía callado, frotándose los nudillos doloridos, se marchó a toda prisa del lugar.

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