Blonde (85 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Marilyn Monroe es una actriz natural. Como Jean Harlow en sus papeles provocativos. Como una Mae West infantil.

No había visto
La tentación vive arriba
desde junio, cuando se estrenó en Hollywood, y entonces se había apoderado de ella un pánico aislante incluso antes de que comenzara la proyección, aunque puede que estuviera agotada por la melancolía, el Nembutal con champán y las tensiones del divorcio, y hubiera visto el gigantesco rectángulo en tecnicolor a través de una neblina, como bajo el agua, y hubiese oído las risas de los demás como un zumbido, y hubiera tenido que hacer un esfuerzo para no dormirse, embutido el despampanante cuerpo en un vestido de noche sin tirantes, tan apretado por la pechera que apenas podía respirar, el cerebro falto de oxígeno y los ojos empañándosele en la marilynesca máscara de cerámica que Whitey, su maquillador, le había esculpido encima del color cetrino y enfermizo de la piel y las contusiones del alma. Obligada a levantarse al final de la proyección, ella y el protagonista masculino, Tom Ewell, parpadeando y sonriendo al público que aplaudía, a duras penas había conseguido no desmayarse, y después recordaría muy poco de la velada, sólo que había estado allí. Y durante el período de filmación en Nueva York, mientras su matrimonio se deshacía como el papel mojado, y después en Hollywood, en La Productora, se había negado a ver el metraje rodado durante la jornada, temerosa de ver algo que le impidiera continuar. Pues el veredicto del Ex Deportista había sido tajante y le resonaba en los oídos: «Enseñar el cuerpo de esa manera. Me prometiste que esta película sería diferente. Das asco».

¡Pero no! La Vecina de Arriba no daba asco. A Tom Ewell no le daba asco. Su cómica historia de amor no era más que… una comedia. ¿Y qué es la comedia sino la vida vista como carcajada y no como llanto? ¿Qué es la comedia sino negarse a llorar y echarse a reír? ¿La risa era siempre inferior a las lágrimas? ¿Era siempre la comedia inferior a la tragedia? ¿Todas las comedias, todas las tragedias?

—A lo mejor ya soy actriz.

Había que creer, al ver a Marilyn Monroe en aquella cinta intrascendente, que era una actriz consumada, con pleno dominio de sus recursos, acaparando casi todas las escenas con su cálida vocecita infantil, los vibrantes movimientos de su cuerpo voluptuoso, su inocente cara de niña. Se percibía a la Vecina de Arriba a través de los ávidos ojos de Tom Ewell, así que el espectador se reía de él, de aquella torpe fantasía adolescente que estaba tan cerca de realizarse y al mismo tiempo tan lejos; tan al alcance de la mano y sin embargo tan escurridiza. ¡Y aquello era divertido! La lujuria frustrada de un adulto, de un hombre casado, de un adúltero en potencia, resultaba divertida. Los espectadores del Sepulveda reían y Norma Jeane también reía. Y qué sano era reír con los demás.
Nos hace humanos a todos. No quiero estar sola
.

Norma Jeane casi se sentía orgullosa. Allí estaba aquel rubio yo de la pantalla, entreteniendo a perfectos desconocidos, haciéndolos reír para que contemplaran con optimismo la locura humana, y a sí mismos. ¿Por qué había menospreciado su talento su ex marido? ¿Y a ella?
Estaba equivocado. No doy asco. Esto es una comedia. Esto es arte
.

Pero no todos los espectadores reían. Dispersos en las filas de butacas había hombres solos que miraban la pantalla con una sonrisa tirante. Uno, gordo y cuarentón, con un bulto en la nuca que parecía una papada mal colocada, se había sentado cerca de Norma Jeane y la observaba aunque tenía la atención puesta en la Marilyn Monroe de la pantalla; sin reconocerla, quizá sin verla más que como mujer joven sentada a un metro de él en un cine a oscuras.
Me está introduciendo en sus fantasías sobre Marilyn. Quiere que vea lo que hace con las manos
.

Norma Jeane se levantó de súbito y se sentó varias filas por detrás del hombre solo y al otro lado. Junto a un joven matrimonio que se reía con la película. ¡Se sentía ofendida! Aquello sí daba asco. O quizá sólo lástima. El hombre solo de cuello gordo no se volvió para mirar a Norma Jeane, pero siguió con lo suyo, pícara, subrepticiamente, encorvado en su butaca. Norma Jeane dejó de prestarle atención y se concentró en la película. Quiso recordar lo que había estado sintiendo…, ¿era orgullo? ¡La sensación del trabajo bien hecho! Puede que las críticas favorables no hubieran exagerado, que Marilyn Monroe fuera realmente una actriz con dotes.
Puede que no sea un desastre. Que no haya motivos para renunciar. Para castigarme
. Aunque sonreía al ver a la Vecina de Arriba a través de los ojos del caliente Tom Ewell, un rodríguez, Norma Jeane estaba distraída pensando en las veces que había tenido que cambiar de butaca cuando iba sola al cine de adolescente. Mientras miraba extasiada a la Bella Princesa y al Príncipe Encantado había acabado por advertir que otros, hombres solos, la miraban a ella. En el Sepulveda y en otros lugares. ¡El Grauman de Hollywood Boulevard había sido el peor! Cuando era pequeña y vivía en Highland Avenue. Hombres solos en la última sesión de tarde, comiéndosela con los ojos en la oscuridad. Como si no pudieran creer en la suerte que les había tocado, una niña sola en el cine. Gladys le decía que no se sentara «cerca» de ningún hombre en el cine, pero el problema era que los hombres cambiaban de asiento para acercarse a ella. ¿Cuántas veces podía cambiar de asiento una niña? Una vez, en el Grauman, un acomodador la había enfocado con la linterna y la había reñido. Gladys le había dicho que no hablara con hombres, pero ¿y si los hombres le dirigían la palabra? Le habían dicho que al volver a casa fuese siempre por el bordillo de la acera. Cerca de las farolas.
Para que me vieran. Si alguien trata de abalanzarse sobre mí. ¿Era por eso?

Norma Jeane reía con los demás, aunque se dio cuenta de que había otro hombre solo a su izquierda, dos butacas más allá. ¿Por qué no se había fijado en él antes de sentarse allí? El hombre se adelantó de forma brusca para mirarla. Un cuarentón de aspecto juvenil, gafas redondas, mentón hundido y rasgos algo infantiles que le recordó a… ¿al señor Haring? ¿Su profesor de lengua y literatura? Pero el hombre solo estaba casi calvo. Norma Jeane no se atrevía a mirarlo abiertamente. Si era el señor Haring, los dos lo sabrían cuando terminase la película; si no, no. Norma Jeane esbozó una sonrisa forzada en espera de la escena siguiente. Era la más famosa de la película: la Vecina de Arriba en la calle, con el vestido marfil de pechera ceñida, sin medias y con zapatos de tacón alto, de pie en la reja del metro mientras las ráfagas de aire le suben la falda y el tráfico de Lexington Avenue prácticamente se detiene. La escena de la película, y eso lo sabía ella, era muy diferente de las fotos publicitarias. Para que no la condenara la Legión Católica de la Decencia, La Productora la había censurado a conciencia: la falda de la Vecina se levanta sólo hasta la rodilla y en ningún momento se entrevén las bragas blancas. Era la escena que esperaban todos los espectadores, ya que las fotos se habían distribuido por todo el mundo, la deslumbrante falda blanca, la rubia cabeza echada hacia atrás, la sonrisa extasiada y soñadora, como si las ráfagas de aire copularan con ella o, en cierto modo, como si con las manos invisibles tras el flotante vestido se estuviera masturbando: una postura vista de frente, de perfil, por detrás, de medio perfil, con tantos enfoques fotográficos como ojos para percibirla. Norma Jeane esperaba esta escena sin olvidar al hombre solo que tenía cerca. ¿Sería el señor Haring? Pero ¿no estaba casado? (A lo mejor se había divorciado y vivía solo en Van Nuys.) ¿La conocería? Tenía que haber reconocido a la Marilyn de la película, su antigua alumna, pero ¿la reconocería a ella? Habían pasado muchos años. Ya no era una niña.

¡Qué extraño! La Vecina de Arriba parecía un ser distinto de la actriz agobiada y angustiada que la había encarnado. Norma Jeane recordaba las noches de insomnio pasadas incluso tomando Nembutal. Y Doc Bob le había recetado Benzedrina para reanimarla. Había estado muerta de preocupación por su vida conyugal. El Ex Deportista había querido visitar el plató, aunque no soportaba el cine, ni el aburrimiento que le producía, ni, como él mismo decía con estremecedora literalidad, «lo muy falso que es todo eso». Como si hubiera creído que las películas eran reales. Que los actores recitaban su papel espontáneamente, sin seguir un guión. Norma Jeane no quería creer que se hubiera casado con un ignorante, con un ignorante y un inculto que además era idiota; no, amaba de verdad a su marido y desde luego él la amaba a ella. Era el centro de su vida sentimental. Su misma virilidad dependía de ella. Así pues, había tenido que interpretar el papel de la Vecina, había tenido que hacer comedias banales, comedias de relleno, mientras su marido la fulminaba en silencio con la mirada, a un lado del plató. Había puesto incómodo a todo el mundo, pero allí había estado, sin faltar casi ningún día, aunque en su vida profesional, como promotor de béisbol y presunto asesor de fabricantes de artículos de deporte, tenía sin duda muchas cosas que hacer. Nerviosa en su presencia, Marilyn tenía que repetir las escenas una y otra vez. «Quiero que salga bien. Sé que puedo hacerlo mejor.» El director había perdido la paciencia en ocasiones, pero siempre había cedido. ¿Se puede mejorar una escena por muy bien que haya salido ya? ¡Sí!

Con la misma expresión de condena que el viejo Hirohito del mueble de la radio, el Ex Deportista la miraba. Apretaba las mandíbulas mientras pensaba en su familia, allá en San Francisco, en su querida mamá, que vería aquello.
¡Esa basura! ¡Basura obscena! Después de esta película se acabó, ¿me oyes?

Lo que le enfurecía era la naturalidad con la que se trataban Marilyn y Ewell, el protagonista masculino. ¡Los dos juntos, riendo! Cuando él estaba con Marilyn, no estaba tan alegre; ella reía poco; él reía poco; ella quería hablar con él, abandonaba y luego se sentaba, a cenar por ejemplo, y comía en silencio. A veces incluso le preguntaba si podía leer un guión o un libro. Lo había animado a ver la televisión, cuando daban algún partido o noticias deportivas. ¡Nunca le perdonaría que lo hubiera dejado plantado en Japón para irse a «animar» a los soldados destacados en Corea! La publicidad internacional que había seguido al acontecimiento había eclipsado al Ex Deportista, que había recibido en Japón el homenaje de las multitudes, aunque habían sido grupúsculos comparados con las hordas que aclamaban a Marilyn Monroe. En total, más de cien mil soldados estadounidenses la vieron con un escotado vestido de lentejuelas púrpura y zapatos de tacón alto y punta descubierta, y la oyeron cantar
Diamonds Are a Girl’s Best Friend
y
I Wanna Be Loved by You
, al aire libre, con una temperatura bajo cero y echando vaho por la boca. Sospechaba que su mujer había tenido un breve idilio con el joven y enamoradísimo cabo de
Stars & Stripes
que la había acompañado en Corea. Sospechaba que había tenido un idilio aún más breve, un polvo rápido a lo sumo, con un joven intérprete japonés de la Universidad de Tokio que a sus ojos parecía una anguila en posición vertical. En Nueva York, en el plató, había tenido poderosas razones para creer que Marilyn y Tom Ewell se escapaban durante los descansos para hacer el amor en el camerino de éste. ¡Había una relación cálida, humorísticamente sexual entre ellos! El Ex Deportista no era celoso, pero todos los del plató lo sabían, y tal vez todo el mundillo de Hollywood. ¡Y se reían de él, del cornudo!

Su padre y sus hermanos le habían hablado con franqueza. ¿Es que no puedes controlarla? ¿Qué clase de matrimonio tenéis tú y ésa?

Al final no había sido capaz de amarla. De hacer el amor con ella. Como hombre. Como hombre había sido… el gran Bateador de los Yanquis. Y la había odiado también por eso. Sobre todo por eso.
Exprimes a un hombre hasta secarlo. Estás muerta por dentro. No eres una mujer normal. Espero que Dios no te dé hijos nunca
.

Ella se quejaba diciendo que por qué odiaba a Marilyn si había amado a Marilyn. ¿Por qué odiaba a la Vecina de Arriba? La Vecina era muy dulce y buena, y sensata y simpática. Claro que era una fantasía sexual masculina, un ángel del sexo, pero era para que hiciese gracia, ¿no? ¿Es que no era divertida la sexualidad? No hacía daño. La Vecina de Arriba invitaba a reírse de ella y con ella, pero no era una risa cruel.

—Gusto porque no soy irónica. No me han herido, así que no puedo herir.

El adulto aprende a ser irónico cuando sabe lo que es el dolor, la desilusión y la vergüenza, pero la Vecina de Arriba puede eliminar ese conocimiento.

La Bella Princesa bajo la forma de joven promesa neoyorquina a mediados de los años cincuenta.

La Bella Princesa sin Príncipe Encantado. Pues ningún hombre está a su altura.

La Bella Princesa anunciando dentífricos, champús, bienes de consumo. Es gracioso, no trágico, que se utilice a chicas guapas para vender tales productos; ¿por qué Otto Öse no veía la parte cómica del asunto? «El Holocausto no lo es todo.» En realidad (como le dijo al señor Wilder, el director de la película) fue una paradoja profunda y maravillosa que Norma Jeane, en
La tentación vive arriba
, con el personaje inventado de Marilyn Monroe, tuviera la oportunidad de purgar ciertas humillaciones de su joven vida, no como tragedia sino como comedia.

¡Y luego la escena de la falda levantada! Más de cuatro horas de rodaje en Nueva York, en ese tiempo su matrimonio se fue a pique y no se aprovechó ni un fotograma de aquel metraje. El metraje definitivo se rodó en Hollywood, en las dependencias de La Productora, en un estudio particular insonorizado. Ninguna multitud de hombres boquiabiertos pegados a los cordones de la policía. La escena de la falda levantada fue simpática, breve y nada más. Sin nada que impresionase. Sin nada que excitara. El Ex Deportista no había visto esta escena en la película definitiva. La Vecina chilla, ríe y se da manotazos a la falda, las bragas no se ven y… y ya está.

—Señorita, señorita.

El hombre solo sentado junto a Norma Jeane se dirigía a ella, pícaramente encogido. Norma Jeane sabía que no debía hacerle caso, pero miró con desamparo hacia donde estaba el hombre, medio pensando que era en definitiva el señor Haring y que la había reconocido, aunque advirtió, al ver sus rasgos inmaduros y extrañamente corroídos, las gafas redondas que protegían los ojos húmedos y parpadeantes, la frente grasienta, que no lo había visto en su vida.

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