Blonde (83 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Por suerte, podía cantar de memoria, como una gran muñeca animada, canciones de
Los caballeros las prefieren rubias
. Cuántas veces había cantado
Diamonds Are a Girl’s Best Friend, When Love Goes Wrong
y
A Little Girl From Little Rock
. También se sabía la provocativa
Kiss
, de
Niágara, I Wanna Be Loved by You
y
My Heart Belongs to Daddy
. Marilyn Monroe había grabado estos temas laboriosamente, hasta en veinticinco sesiones para cada uno, y después el maravilloso equipo de sonido de La Productora había cortado las cintas y vuelto a empalmarlas para conseguir una grabación intachable.

Todas estas cosas pasaron por la mente de la Actriz Rubia mientras escuchaba al coronel. También pensó que, aunque estaba de luna de miel con el Ex Deportista, éste la amaría aún más si no estaba siempre inactiva.

Con cara de póquer le dijo al coronel:
¿Sabe una cosa? Podría recitar un monólogo de Shakespeare. ¡Y también hago mimo! El mes pasado interpreté a una anciana en su lecho de muerte. ¿Qué le parece?

La expresión del coronel. La Actriz Rubia le apretó la mano; hubiera querido besársela.
Eh, era una broma
.

Y así fue como el Ex Deportista se quedó solo en Japón. Él y la Actriz Rubia estaban de luna de miel, pero —como explicó a los malditos reporteros que los seguían a todas partes— había obligaciones profesionales ineludibles. El Ex Deportista viajó por todo el país para asistir a distintos partidos de béisbol, sin su rubia esposa actriz pero acompañado por una comitiva, y en todas partes recibió honores, orgulloso y agradecido, en su papel de gran jugador de béisbol estadounidense. Un día tras otro lo homenajearon con comidas e interminables cenas. (Donde más de una vez le pareció ver algún movimiento en las repulsivas exquisiteces que esperaban que comiera; ¡Dios, lo que habría dado por una hamburguesa con queso y patatas fritas, unos espaguetis con albóndigas o incluso un
risotto
apelmazado!) ¿Pasó quizá una ebria velada con
geishas
? Era lo menos que merecía un hombre en Japón. Un hombre que viaja sin su esposa, solterón por naturaleza, indignado con su mujer mientras todo el mundo insistía en preguntar: «¿Dónde está Marilyn?».

Cuando era a él, al Ex Deportista, a quien habían invitado a Japón.

Cuanto más pensaba en ello, más se enfurecía con su mujer. Largarse de esa manera, dejándolo solo. ¡Antes de casarse había fingido que le gustaba el béisbol! El Ex Deportista se había quedado de una pieza al oírle decir a un periodista japonés: «Todos los partidos de béisbol son iguales, aunque con pequeñas variaciones. Igual que el clima, ¿no? ¿Como un día casi idéntico al siguiente?».

No; jamás la perdonaría. Tendría que arrastrarse mucho para que lo hiciera.

En medio de una multitud de fotógrafos y cámaras de televisión, la Actriz Rubia, escoltada por personal militar, subió al avión que la llevaría en un turbulento vuelo hasta Seúl, la capital de Corea del Sur, y a continuación viajó en un aún más incómodo helicóptero hasta los campamentos de la marina y el ejército, emplazados en el interior. La Actriz Rubia vestía ropa militar: pantalones largos, camisa y chaqueta caquis y pesadas botas con cordones. Una gorra de la infantería, sujeta a su mentón con una correa con hebilla, protegía su cabeza de los vientos helados. (Porque estaban en febrero, ¡pero este febrero no se parecía en nada al de Los Ángeles!) De no ser por sus maravillosos ojos azules, grandes y con largas pestañas, y por su boca pintada de rojo intenso, habría pasado por una niña de doce años.

¿Estaba asustada Marilyn? Demonios, no. No tenía nada de miedo. Quizá no supiera que los helicópteros sufrían accidentes, sobre todo con fuertes vientos como los que soplaban en ese momento. Puede que hasta creyera que si ella iba en el helicóptero, éste no podía estrellarse. O quizá, tal como nos aseguró con su vocecilla de niña, sólo pensara: cuando te llega la hora, te llega. Si no, no
.

Un cabo, un reportero del
Stars & Stripes
, fue designado para acompañarla a los campamentos. Éste contaría en su artículo que la Actriz Rubia había sorprendido a todos los que viajaban en el helicóptero —¡en especial al piloto!— preguntando si por favor podían sobrevolar el campamento antes de aterrizar para que ella pudiera saludar a los hombres desde el aire. De modo que el piloto vuela bajo sobre el campamento, la Actriz Rubia pega la nariz al cristal y saluda con la mano, entusiasmada como una niña, a los pocos hombres dispersos que la ven y la reconocen. (Naturalmente, todos los soldados saben que Marilyn llegará en un momento u otro, pero ignoran la hora exacta de su llegada.)

Otra vez, por favor
, pide la Actriz Rubia, y el piloto ríe igual que un niño, da la vuelta y vuelve a volar sobre el campamento, como un péndulo, mientras el viento nos sacude, y la Actriz Rubia saluda otra vez con la mano a los hombres, que ahora son más y corren detrás del helicóptero igual que colegiales alborotados. Ahora aterrizaremos, pensamos, pero entonces la Actriz Rubia nos desconcierta aún más diciendo:
Démosles una sorpresa, ¿eh? Abrid la puerta y sujetadme en el aire
. No podemos creer lo que esta loca maravillosa pretende hacer, pero ella está convencida de que debe hacerlo, quizá pensando que se trata de una película; imagina cómo la verán desde el suelo, la vista aérea y la terrestre alternativamente, y es una escena llena de suspense, de modo que se tiende en el suelo del helicóptero, nos dice que la sujetemos por las piernas y de súbito todos participamos en su película; abrimos a medias la puerta deslizante y poco falta para que el fuerte viento nos haga dar una vuelta de campana, pero Marilyn está decidida, hasta se quita la gorra
(¡para que vean quién soy!)
, se asoma por la puerta y está a punto de caer, pero no tiene miedo sino que se ríe de nosotros porque estamos aterrorizados, cogiendo sus piernas con tanta fuerza que seguramente le dejamos hematomas, y debía de dolerle, por no mencionar el viento helado, aunque el piloto le hace caso, pues a estas alturas debe de estar pensando igual que ella, igual que todos nosotros, que si te llega la hora, te llega y si no, no.

Así que sobrevolamos el campamento con Marilyn Monroe suspendida en el aire, saludando y lanzando besos a los hombres, gritando:
¡Ah, os quiero, soldados norteamericanos!
, y no una vez ni dos, sino tres. ¡Tres veces! A estas alturas todo el mundo está fuera: oficiales, el comandante, todos. Salen de la cocina, de la enfermería, en pijama; de las letrinas, sujetándose los pantalones. «¡Marilyn! ¡Marilyn!», grita todo el mundo. Hay quien se sube a los techos y a los depósitos de agua, y algunos desgraciados caen y se rompen un hueso. Un tipo que sale de la enfermería tropieza y la multitud lo pisotea. Es una escena de una turba. Igual que la hora de comer en un zoológico, con gorilas y monos corriendo. La policía militar tiene que apartar de la zona de aterrizaje a los muchachos más descontrolados.

El helicóptero aterriza y Marilyn Monroe baja flanqueada por nosotros, que tenemos toda la pinta de haber recibido un tratamiento de electrochoque y de haberlo pasado en grande. Marilyn tiene las blancas mejillas y la nariz congeladas; esos grandes y vidriosos ojos azules con largas pestañas, brillantes, y el pelo desgreñado, un pelo de un color que sólo hemos visto en las películas y que no creíamos que fuese real, pero lo es, y con lágrimas en los ojos exclama:
¡Oh! ¡Oh! Éste es el día más feliz de mi vida
, y si no la hubiésemos detenido, habría corrido a tocar las manos tendidas de los hombres, los habría besado y abrazado como si fuese la novia de todos recién llegada de la patria. La multitud le habría demostrado su amor descuartizándola; locos de amor por Marilyn, le habrían arrancado el alborotado pelo rubio de raíz, de modo que tuvimos que sujetarla y ella no se resistió, sino que dijo, como si se tratara de una profunda verdad zen que acabara de revelársele con claridad prístina:
Éste es el día más feliz de mi vida. ¡Oh, gracias!

Y era evidente que hablaba en serio.

La diosa norteamericana del amor en la reja del metro Nueva York, 1954

—Aaaaaah.

Una joven de cuerpo esplendoroso en lo mejor de su belleza física. Un vestido marfil de tirantes y sin espalda que le recoge los pechos en blandos y ondulados pliegues del tejido. Está de pie encima de un respiradero del metro de Nueva York, con las piernas abiertas y sin medias. La rubia cabeza cae extasiada hacia atrás mientras una ráfaga de aire le levanta la deslumbrante falda, poniendo al descubierto las blancas bragas de algodón. ¡Algodón blanco! El vestido de crepé flota, es vaporoso como la magia. El vestido es magia. Sin el vestido, la joven sería carne de hembra, cruda y desnuda.

¡Ella no piensa esas cosas! Ella no.

Ella es una joven estadounidense, sana y limpia como una tirita. Nunca había tenido ningún pensamiento sucio o pesimista. Nunca había tenido ningún pensamiento melancólico. Nunca había tenido ningún pensamiento violento. Nunca había tenido ningún pensamiento desesperado. Nunca había tenido ningún pensamiento antiamericano. Con aquel vestido fino como el papel de seda, es una enfermera de tiernas manos. Una enfermera de boca exquisita. Muslos macizos, pechos generosos, ligeros pliegues de grasa infantil en las axilas. Ríe y chilla como una quinceañera mientras otra ráfaga le levanta la falda. Los hombros, los brazos, los pechos son de mujer madura, pero la cara es infantil. Tiritando en pleno verano neoyorquino mientras el vapor del metro le levanta la falda como la respiración acelerada de un amante.

—¡Ah! ¡Aaaaaaah!

Es medianoche en Manhattan, Lexington Avenue a la altura de la calle 51. Sin embargo, las blanquísimas luces emanan el calor de mediodía. La diosa del amor ha estado de aquel modo, con las piernas abiertas, con unos zapatos de tacón tan alto y tan apretados que le han deformado los meñiques de los pies, durante horas. Ha chillado y gritado, y la boca le duele. En la nuca se le está formando una mancha de oscuridad, como de agua negra. El cuero cabelludo y el pubis le pican a causa del agua oxigenada que se puso por la mañana. La Chica Sin Nombre. La Chica de la Reja del Metro. La Chica de Vuestros Sueños. Son las tres menos veinte de la madrugada y la luz cegadoramente blanca de los focos cae sobre ella, sólo sobre ella, chillidos rubios, risa rubia, Venus rubia, insomnio rubio, rubias y afeitadas piernas abiertas y manos rubias que aletean en un vano esfuerzo por impedir que la falda se le suba y revele las blancas bragas de algodón de chica estadounidense y la sombra, sólo la sombra, del vello teñido.

—¡Aaahhhh!

Ahora se rodea con los brazos por debajo de los generosos pechos. Sus párpados aletean. Es evidente que tiene el coño limpio. No es una chica sucia, nada extranjero ni exótico. Es un tajo estadounidense en la carne. Aquel vacío. Garantizado. La han mondado y deshuesado hasta dejarla limpia, no quedan cicatrices que estropeen el placer, ni ningún olor. Sobre todo ningún olor. La Chica Sin Nombre, la chica sin ningún recuerdo. No ha vivido mucho y vivirá poco.

¡Amadme! ¡No me peguéis!

En el límite de las humeantes luces blancas, como en el límite de la civilización, hay una muchedumbre, sobre todo de hombres, una muchedumbre de elefantes solitarios, inquietos y excitados, y que se mantienen detrás de los cordones de la policía, ya que el rodaje comenzó a las diez y media de la noche. El tráfico se ha desviado y cualquiera pensaría que allí hay algo oficial.
¿O están filmando una película? ¿Marilyn Monroe?

Y allí, con los demás hombres, anónimo como ellos, está el Ex Deportista, el marido. Mirando como los demás. Mirones inquietos y excitados. Hombres por los que pasa, masificado, el deseo sexual, como una ola por la superficie del agua. Hay un espíritu ardiente. Hay un espíritu irritado. Hay un espíritu agresivo. Hay un espíritu de coger, rasgar y meterla. Hay un espíritu festivo. Un espíritu de celebración. ¡Todos han estado bebiendo! Él, el marido, forma parte del paquete. Su cerebro arde. Su polla arde. Con lentas llamas azules de ira. Sabiendo que la hembra lo tocará, besará y acariciará con aquellos dedos. Voz suave, cálida, culpable. «Aaay papá mecachis siento haberte hecho esperar tanto por qué no me esperaste en el hotel ostras ¿por qué no?» Hasta que las luces blancas se apagan, los hombres sin rostro se van y, como en un salto en la acción de una película, están solos en las habitaciones del Waldorf-Astoria, con trémulas arañas en el techo y la intimidad garantizada, y ella no quiere ceder a sus súplicas. La misma respiración infantil. Los ojos de muñeca brillantes de miedo.

—No. No, papá. Entiéndelo, estoy trabajando. Mañana. Todos se darán cuenta si…

Pero sus manos, las manos del marido, saltan hacia delante. Las dos manos. Los dos puños. Son manos grandes, manos de deportista, manos con mucha práctica, manos con una fina capa de vello en el dorso. Porque ella se resiste. Lo desafía. Esconde la cara ante la injusticia de los puñetazos.

—¡Puta! ¿Estás orgullosa? ¡Enseñar el coño de aquella manera, en la calle! ¡Mi mujer!

Y lanzó a la Chica Sin Nombre contra la pared forrada de seda con el impulso del último puñetazo, dulce como una carrera de béisbol.

«Mi bonita hija perdida»

La tuvo un rato en la temblorosa mano antes de abrirla. Una postal de felicitación, con una rosa roja en relieve en la cubierta y las palabras F
ELIZ CUMPLEAÑOS
,
HIJA
. Dentro, un papel mecanografiado.

1 de junio de 1955

Mi querida hija Norma Jeane:

Te escribo para tu cumpleaños, para desearte un feliz cumpleaños y contarte que he estado enfermo, pero que pienso mucho en ti.

¡Cumples veintinueve años! Ya eres una mujer adulta y has dejado definitivamente de ser una niña.
Supongo que el trabajo de Marilyn Monroe se acabará después de los treinta, ¿no?

No he visto tu «última película»; la vulgaridad del título y la publicidad que la ha rodeado, los carteles gigantes y las marquesinas de los cines, y tu crudo retrato posando con el vestido levantado para que todo el mundo vea tus partes no me incitan a comprar una entrada.

Pero no voy a criticarte, Norma Jeane, porque tienes tu propia vida. Es la Generación de Posguerra. Has vencido la maldición de tu enferma madre y te has abierto camino, por este hecho hay que elogiarte.

¿Sabes?, me habría gustado conocer a tu marido. He sido admirador suyo muchos años. Aunque no un fanático del béisbol como otros. Norma Jeane, me desilusionó mucho
(pero no me sorprendió
) que tu matrimonio con este famoso jugador terminara en divorcio y toda esa publicidad indiscreta y desagradable. Por lo menos no ha habido hijos que cosecharan la vergüenza.

Pese a todo, espero tener un nieto. ¡Algún día! Antes de que sea tarde.

Circula un rumor que dice que Marilyn Monroe es sospechosa de tratar con comunistas y compañeros de viaje. En Dios confío y espero que no haya, querida hija, nada incriminador en tu pasado. Tu vida en Hollywood debe de tener muchos rincones a los que no llega la luz del sol. El «derrocamiento del gobierno de Estados Unidos» es un peligro real. Si los rojos comunistas nos asestan un golpe nuclear antes de que empuñemos las armas, ¿qué será de nuestra civilización? Los espías judíos como los Rosenberg nos venden al enemigo y merecen morir electrocutados. Es erróneo defender la «libertad de expresión» como tú has hecho sin saber nada de las duras realidades de la vida. Todos han visto cómo se comportan esos traidores que antaño se tuvieron por «grandes» (Charlie Chaplin y el negro Paul Robeson, por ejemplo) cuando se los acorrala. ¡Pero basta ya de esto! Hija mía, cuando hablemos cara a cara, espero convencerte de tu insensatez.

Nos veremos pronto, te lo prometo. Han pasado demasiados años. Hasta tu madre comienza a aparecérseme en la memoria más como enferma que como mala. Durante mi reciente indisposición empecé a comprender que debo perdonarla. Y debo verte, mi bonita hija perdida, Norma. Antes de que «emprenda un largo viaje» a ultramar.

Tu afligido padre

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