Blonde (88 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—¿Mi Magda? ¿Ella?

Pero la Actriz Rubia que sostenía el texto del Dramaturgo en sus trémulas manos se parecía poco a Marilyn Monroe. Tras el inicial momento de curiosidad, la novedad se había desvanecido rápidamente. Los miembros del Ensemble eran actores y profesionales del teatro que estaban acostumbrados a la fama. Y al talento, incluso al genio. Sus juicios eran imparciales y objetivos.

La Actriz Rubia estaba sentada en el centro del semicírculo, como si Pearlman la hubiera puesto allí para protegerla. A diferencia de los demás, actores teatrales con más experiencia, estaba antinaturalmente inmóvil, con los hombros encogidos y la cabeza, que parecía un poco grande, grande para su esbelta constitución, echada hacia delante. Estaba nerviosa y se lamía los labios sin parar. En los ojos le brillaban lágrimas contenidas. Tenía cara de niña, la piel muy pálida y unas ojeras realzadas por las luces. Vestía un jersey de punto grueso que la deslumbrante iluminación había despojado de todo color y unos pantalones de algodón oscuros remetidos por unos botines hasta el tobillo. Llevaba el rubio pelo recogido en una trenza corta que le colgaba por detrás. No se había puesto joyas ni maquillaje.
No la habrías reconocido. No era nadie
. El Dramaturgo sintió una punzada de resentimiento, por que Pearlman se hubiera atrevido a dar a la Actriz Rubia un papel en su obra sin habérselo consultado más claramente. ¡Su obra! Un fragmento de su corazón. Y la Actriz Rubia, para bien o para mal, acapararía toda la atención del público.

Pero cuando por fin habló la Actriz Rubia, dando voz a Magda, al principio de la escena segunda, lo hizo titubeando, buscando, y enseguida se puso de manifiesto que era una voz demasiado baja para el espacio escénico. Aquello no era un plató de Hollywood, con micrófonos, amplificación, primeros planos. Su nerviosismo, o su terror, hipnotizaría al público como si se estuviera desnudando.
No sirve
, pensó el Dramaturgo.
No para ser mi Magda
. Estaba furioso con Pearlman, que estaba cerca de él, apoyado en la pared, chupeteando un puro apagado y contemplando la escena con cara de pasmo.
Está enamorado de ella. El muy hijo de puta
.

Sin embargo, la Actriz Rubia, en el papel de Magda, estaba fascinante. Había un temblor como de llama en su voz, en la misma inseguridad de sus ademanes, que despertaba profundas simpatías: sus apuros como Magda, la joven de diecinueve años, de familia de húngaros emigrados, que hacia 1925 entraba a trabajar en una mansión judía de las afueras de Nueva Jersey, y sus apuros como Actriz Rubia, un producto de Hollywood con algo de desastre nacional, valerosamente enfrentada a los actores de teatro neoyorquinos en un entorno despiadadamente desnudo.

—Por favor…, ¿señor Pearlman? ¿Le-le importaría si lo repito? Por favor.

La petición se hizo con ingenuidad y desesperación. La voz de la Actriz Rubia temblaba. Incluso el Dramaturgo, siempre estoico con el teatro, hizo una mueca de dolor. Porque en el Ensemble ningún actor se atrevía a interrumpir una escena para dirigirse a Pearlman ni a nadie; sólo el director tenía autoridad para interrumpir, una autoridad que ejercía con real discreción. Pero la Actriz Rubia no conocía el protocolo. Sus colegas neoyorquinos la miraban como visitantes de un zoo que vieran una rara, lozana y primitiva especie de antepasado del mono, dotada de habla, pero sin inteligencia para expresarse con propiedad. Durante el silencio turbador que se produjo, la Actriz Rubia miró a Pearlman con los ojos entornados, una mueca sonriente y un parpadeo que tal vez quería ser seductor, y repitió con voz cálida y apagada:

—Sé que puedo hacerlo mejor.
¡Por favor!

La solicitud era tan espontánea que podía haber salido de la boca de Magda. Algunas mujeres del público que habían estudiado interpretación con Pearlman, que imprudentemente se habían enamorado de él y a cambio se habían dejado «amar» por él, aunque de forma breve y esporádica, sintieron en aquel instante no rivalidad inflamada, sino simpatía fraternal y miedo por la Actriz Rubia, que parecía muy vulnerable y se arriesgaba a un desdén público; los hombres, incómodos, se envararon. Pearlman se empotró el puro en la boca y lo mordió con fuerza. Los demás actores miraron sus respectivos textos. Se notaba (todo el mundo lo afirmaría) que Pearlman estaba a punto de decir algo mordaz a la Actriz Rubia, con su estilo estirado y frío, rápido como la lengua de una serpiente. Pero Pearlman se limitó a gruñir: «Claro».

11

¡Pearlman! El Dramaturgo conocía al polémico fundador del New York Ensemble of Theatre Artists desde hacía un cuarto de siglo y siempre le había tenido miedo en secreto. Pues Pearlman reservaba su respeto más profundo, a pesar de los entusiasmos del día, de la semana, de la temporada, para autores que hubieran fallecido y fueran «clásicos». Él se había encargado de llevar a la Nueva York de posguerra montajes radicalmente austeros y politizados de
La casa de Bernarda Alba
, de García Lorca, de
La vida es sueño
, de Calderón, de
El Solness, constructor
y
Al despertar de nuestra muerte
, de Ibsen; había no sólo dirigido, sino también traducido obras de Chéjov, atreviéndose a presentarlo tal como el autor ruso había deseado, no con los sombríos colores de la tragedia, sino con la agridulzura de la comedia. Llegó a afirmar que había «descubierto» al Dramaturgo, aunque los dos eran de la misma generación y tenían el mismo fondo familiar de judeoalemanes emigrantes.

En entrevistas que escocían al Dramaturgo, Pearlman hablaba del «misterioso y místico» proceso de colaboración teatral en el que las inteligencias se fundían, abrazaban y revolcaban, a la manera de la modificación evolutiva darwiniana, para crear obras de arte únicas. «Como si yo no hubiera escrito mis obras sin él.» Y sin embargo era verdad, las primeras obras del Dramaturgo habían evolucionado en el Ensemble y Pearlman había dirigido el estreno de su obra más ambiciosa, la que lo había hecho famoso y la que aparecería vinculada a su nombre para siempre. Pearlman se consideraba un hermano espiritual del Dramaturgo, no un rival; lo había felicitado cada vez que había recibido un premio o un homenaje, mientras murmuraba observaciones crípticas que el otro pudiera oír: «El genio es lo que queda cuando la fama muere».

Sin embargo, sin que nadie lo esperase, pues como actor había sido mediocre, Pearlman brillaba con luz cegadora como preparador de actores. El New York Ensemble of Theatre Artists había adquirido renombre internacional por los talleres y cursillos privados; enseñaba tanto a los principiantes, si tenían talento, como a los actores profesionales. El Ensemble se convirtió rápidamente en un hogar para estos actores, intérpretes famosos de Broadway y de la televisión que suspiraban por recuperar sus raíces o por tenerlas. Sus dependencias, céntricas y de bajo coste, se convirtieron en un refugio, no diferente de los lugares de retiro y meditación religiosa. Conocer a Pearlman había cambiado la vida de muchos actores y remozado su perspectiva profesional, aunque no siempre la comercial. Pearlman había prometido: «En mi teatro los famosos tienen derecho a fracasar. Pueden caerse de bruces o de culo sin que los críticos se den cuenta. Aquí pueden reconocer que no saben un pimiento de su profesión. Pueden empezar otra vez de cero. Pueden tener doce años, cuatro años. Pueden ser niños de pecho. Quien no sabe gatear, amigos míos, no sabe andar. Quien no sabe andar no sabe correr. Quien no sabe correr no sabe volar. Hay que comenzar por lo básico. El objetivo del teatro es despertar emociones. No entretener. La telebasura y la prensa amarilla entretienen. El objetivo del teatro es transformar al espectador. Quien no sepa transformar al espectador que se vaya. El objetivo del teatro (Aristóteles fue el primero y el que mejor lo dijo) es producir en el espectador una emoción profunda que suponga una catarsis del alma. Si no hay catarsis, no hay teatro. En el Ensemble no os mimamos, pero os respetaremos. Si demostráis que sabéis abriros las venas, os respetaremos. Si lo que queréis es más elogios vacíos de críticos y comentaristas, habéis venido al peor lugar. Yo no pido mucho a mis actores, sólo que se estrujen las entrañas». Según Pearlman, el intérprete más trágico era el prodigio que, al igual que el gran Nijinsky, alcanzaba la cima del genio en la adolescencia y sucumbía a un destino de decadencia igualmente prematura.

«El verdadero actor —decía Pearlman— sigue creciendo hasta que se muere. La muerte no es más que la última escena del último acto. La estamos ensayando a todas horas».

El Dramaturgo, dado a las dudas y a las meditaciones, presa de una vanidad muy distinta de la de Pearlman, tenía que admirar a éste. ¡Qué energía! ¡Cuánta confianza en sí mismo! Aquel hombre le recordaba a los toreros. Era bajo, ya que no alcanzaba el metro setenta; era atractivo sin ser guapo, muy arreglado, o bien vestido; tenía la piel áspera y emanaba un olor de sudor febril; se peinaba el pelo raleante aplastándoselo contra el rojizo cráneo; con cuarenta y tantos años, se había puesto fundas en los manchados dientes delanteros, que cuando sonreía le brillaban como reflectores. Tenía fama de someter a los actores a agotadores ensayos que se prolongaban hasta la madrugada, en la época anterior a los contratos con el sindicato; no obstante lo admiraban, o al menos lo respetaban, pues jamás exigía nada que no se exigiera a sí mismo. Trabajaba entre doce y quince horas diarias. Admitía con franqueza que era un obsesivo; alardeaba de ser un «psicótico selecto». Se había casado tres veces y tenía cinco hijos; había tenido muchas aventuras amorosas, incluso, según se rumoreaba, con hombres jóvenes; le atraía la «chispa interior» y le daba igual el aspecto de la persona. (Por eso repetía en las entrevistas que su interés profesional por la Actriz Rubia no tenía que ver con la belleza de ésta, sino con su «don espiritual».) Algunos actores famosos de su escudería tenían una cara que sólo podía calificarse de característicamente personal; y era el único director teatral de Estados Unidos que se atrevía a meter individuos gordos en sus montajes si eran buenos actores; había despertado alguna admiración, pero sobre todo burlas, por haber seleccionado a una Hedda Gabler huesuda y de un metro ochenta en un montaje de la obra homónima de Ibsen. «Mi idea es que Hedda es una amazona solitaria en un mundo de machos pigmeos.» Podían burlarse de él, pero nunca metía la pata.

Es verdad. Le debo mucho. Pero no todo
.

El Dramaturgo era un hombre alto y desgarbado, como una cigüeña. Tenía una actitud reservada y alerta, ojos cautelosos, y una boca que tardaba en sonreír. En el mundo teatral neoyorquino no era una «personalidad», era un «ciudadano». Un trabajador infatigable, un hombre íntegro y responsable. Quizá no un poeta (como su rival Tennessee Williams), pero sí un artesano. Una de sus escasas excentricidades consistía en presentarse en los ensayos con camisa blanca y corbata, como si los ensayos fueran un trabajo tan formal como el de su padre cuando vendía artículos Kelvinator en Rahway. Max Pearlman, en cambio, era chaparro y parlanchín, se ponía jerséis viejos y pantalones sin cinturón, y en la cabeza, un gorro de pescador griego o un desenfadado sombrero flexible o, en invierno, su personalísimo gorro de astracán, que añadía algunos centímetros a su estatura. Si el Dramaturgo entregaba a los actores notas escrupulosamente redactadas, durante los ensayos o tras las lecturas, Pearlman se enfrascaba en monólogos interminables que fascinaban y agotaban a sus oyentes en proporciones iguales. Si el Dramaturgo tenía una cara alargada, magra y seria que algunas mujeres estimaban hermosa, comparable a un busto romano curtido por el tiempo, la de Pearlman no la encontraba hermosa ni su amante, una cara gorda y como comprimida, con labios y nariz bulbosos. Y sin embargo, qué ojos tan vivos y penetrantes. Si el Dramaturgo reía con suavidad, con el aire de un muchacho atacado de risa en un lugar (¿la escuela?, ¿la sinagoga?) donde la risa está prohibida, Pearlman reía con ganas, como si la risa fuera buena, terapéutica como un estornudo. ¡La risa de Pearlman! Se oía a través de las paredes. Se oía incluso en la ruidosa calle donde estaba el teatro. Los actores lo adoraban porque reía sus intervenciones cómicas aunque las hubiera oído docenas de veces; en las representaciones solía quedarse de pie en la parte trasera, durante un rato largo, al igual que todos los directores entregados y monomaníacos, tan nervioso por la actuación de sus pupilos que la cara y el cuerpo se le contraían de solidaridad, y reía a mandíbula batiente, con la risa más fuerte y contagiosa de la sala.

Hablaba del teatro como otros hablaban de Dios. O más que Dios, porque en el teatro se podía participar y vivir. «¡Morid por él! ¡Por vuestro talento! ¡Estrujaos las entrañas! ¡Sed inflexibles con vosotros mismos, lo soportaréis! Lo que ocurre en escena, amigos míos, es cuestión de vida o muerte. Y si no es de vida o muerte, no es
nada

Era lo que admiraba en él. Ay, cómo sabía llegar directamente a…

Pero te explotó, ¿verdad? Como mujer.

¿Mujer? ¿Qué me importo yo como mujer? Nunca me he importado… Fui a Nueva York para aprender a actuar.

¿Por qué das tanto valor a Pearlman? Me carga que en las entrevistas exageres el papel que desempeñó en tu vida. Él se lo lleva todo, le haces publicidad por todo lo alto.

Pero es verdad… ¿o no?

Sólo quieres desviar la atención de ti misma. Es lo que hacen las mujeres. Confiar en los bravucones. Querida, tú ya sabías actuar cuando llegaste.

No, no sabía.

Vaya si sabías. También esto me carga, que te malinterpretes.

¿Eso hago? Recórcholis…

Ya eras una actriz muy buena cuando llegaste a Nueva York. Él no te creó.

Tú me creaste.

Nadie te creó, siempre fuiste tú.

Bueno, supongo que ya sabía… algo. De cuando hice cine. La verdad es que leía a Stanislavski. Y el Diario
de… de Nijinsky
.

Nijinsky.

Nijinsky. Pero no sabía que lo sabía. En la práctica. Era sólo… lo que ocurría cuando tenía que interpretar. Que improvisar. Como rascar una cerilla…

A la porra con eso. Eras una actriz natural, una actriz nata.

Eh, papá, ¿por qué estás enfadado? No me lo merezco.

Sólo digo, querida, que naciste con el don. Que tienes una especie de genio. No necesitas las teorías. ¡Olvídate de Stanislavski! ¡De Nijinsky! Y de él.

Nunca pienso en él.

De él olisqueándote… olisqueando tu cerebro, tu capacidad… como unos dedos gruesos que atraparan una mariposa y le desdorasen y rompieran las alas.

Venga, no soy ninguna mariposa. ¿Quieres palpar mis músculos? Fíjate qué pierna. Soy bailarina.

Las gilipolleces teóricas son para los tipos como él: no saben actuar, no saben escribir.

¿Un besito, papá? Vamos.

* * *

Oye, escucha. El señor Pearlman no fue realmente mi amante.

¿Qué es eso de «realmente»?

Bueno, que puede que hiciera algunas cosas, pero que no… No me mires así, papá. Me asustas.

¿Qué te hizo?

Nada serio.

¿Te… te tocó?

Seguramente. ¿A qué te refieres con tocar?

A como un hombre toca a una mujer.

¡Mmmmm! ¿Así?

* * *

¿O así?

* * *

Pero, papá, ya te lo he dicho: no fue nada serio.

¿Qué fue entonces?

Nada, una tontería en su despacho. Como… como un regalo que le hacía. Me dijo que quería tener una charla conmigo. ¡Conmigo! Dijo que no acababa de entenderlo. ¿Por qué una actriz de cine famosa querría estudiar en su teatro? ¿Era…, no sé, una especie de propaganda? ¿Que a los demás les importara adónde iba yo o lo que hacía? ¿Y había dejado el cine? Me preguntó cosas así. Estaba receloso y no lo culpo. Creo que me eché a llorar. ¿Cómo sabría él que Marilyn Monroe era un ser real? Él le abrió la puerta y entré yo.

¿Qué te preguntó?

Mi… motivación.

¿Y era?

No… morir.

¿Qué?

No morir. Seguir tirando.

Me carga cuando hablas así. Me parte el corazón.

No, por favor. Perdona.

Hizo el amor contigo. ¿Cuántas veces?

¡No fue amor! No lo sé. Papá, por favor, me siento mal. Estás enfadado conmigo.

No estoy enfadado contigo, cielo. Sólo quiero comprender.

¿Comprender qué? Entonces no te conocía. Estaba… divorciada.

¿Dónde os veíais tú y Pearlman? No sería siempre en aquel hediondo despacho suyo.

Bueno, casi siempre. Tarde, después de clase. Pensaba…, bueno, me sentía privilegiada. ¡Cuántos libros! Algunos, por los títulos, creo que estaban escritos en alemán. O en ruso. Una foto del señor Pearlman con Eugene O’Neill. Y aquellos actores extraordinarios, Marlon Brando, Rod Steiger… Vi un libro en alemán que yo había leído en inglés, quiero decir que vi el nombre de Schopenhauer, lo cogí y fingí leer. Dije: «Leo mejor a Schopenhauer cuando escribe en inglés, que cuando está así».

¿Qué contestó Pearlman?

Corrigió mi forma de pronunciar Schopenhauer. No creyó que hubiera leído aquel libro. En ningún idioma. Pero yo lo había leído. Me lo había regalado un fotógrafo al que conocía. «Aquí está la verdad del mundo, El mundo como voluntad y representación.
» Solía leerlo hasta que me ponía triste
.

Pearlman no cesaba de decir que habías representado una auténtica sorpresa para él. Por lo que eras realmente.

Pero… ¿qué sería eso? ¿Qué soy realmente?

Tú y nada más.

Pero eso no basta, ¿verdad?

Desde luego que sí.

No. Nunca basta.

¿A qué te refieres?

Tú eres escritor porque ser sólo tú mismo no te basta. Yo quiero ser actriz porque ser sólo yo misma no me basta. Pero no se lo digas a nadie, ¿eh?

Yo nunca hablaría de ti, criatura. Sería como desollarme vivo.

Tampoco escribas sobre mí…, ¿verdad que no lo harás, papá?

¡Naturalmente que no!

Aquello… con el señor Pearlman… fue sólo algo que pasó. Como un regalo… para darle las gracias. Como Marilyn Monroe, durante unos minutos.

¿Dejaste que Pearlman hiciera el amor con Marilyn Monroe?

Así lo habría llamado él seguramente… ¡Pero a él no le gustaría esto! Que te lo cuente.

¿Qué te hizo exactamente?

Bueno, sobre todo… besarme, nada más. En distintos sitios.

¿Vestida o desnuda?

Casi totalmente vestida. No lo sé.

¿Y él?

No lo sé, papá. No miré.

Y tú… ¿te excitaste?

Creo que no. Por lo general no me excito… salvo cuando estoy con alguien al que quiero. Contigo, por ejemplo.

¡No me metas en esto! El asunto fue entre tú y aquel cerdo.

No era un cerdo. Era un hombre.

Un hombre entre los hombres, ¿verdad?

* * *

Un hombre entre los hombres de Marilyn.

* * *

Vamos, perdóname. Estoy tratando de encajarlo.

¡Ahora me acuerdo, papá! Pensaba en Magda…, la de tu obra. El regalo del señor Pearlman. Ensayar tu última obra… con actores de teatro de verdad. Tu regalo.

Te seleccionó sin consultarme. Yo no sabía nada. Cuando dirigía, seleccionaba él a todo el reparto.

Ya sé que no te dijo nada de mí. Estaba muy asustada… Te admiraba muchísimo.

Me dijo: «Confía en mí, ya tengo a tu Magda».

¿Confiabas en él?

Sí.

Por qué no recordaré mejor las cosas, la cabeza se me empapa del papel que hago y… es como si estuviera en dos sitios a la vez, ¿verdad? Con otras personas, pero no… con éstas. Por qué me gusta actuar. Incluso cuando estoy sola no lo estoy.

Tu don es tan natural que no «actúas». No necesitas ninguna técnica. Sí, es como rascar una cerilla. Una llama súbita y cegadora…

¡Pero me gusta leer, papá! En la escuela saqué buenas notas. Me gusta… pensar. Es como hablar con otra persona. En Hollywood, en los platós, tenía que esconder el libro si estaba leyendo… Los demás decían que yo era rara.

Puedes hacerte un lío. Te dejas influir con facilidad.

Sólo por las personas en quienes confío.

He visto su despacho multitud de veces. El sofá… Asqueroso, ¿verdad? Olía a su brillantina, al humo de sus puros, a embutido seco… La suciedad es la atmósfera que envuelve a Pearlman, es su imagen. En medio del grosero mercado de Broadway. «Imparcial.» «Insobornable.»

¿En serio? Pensaba que eras su a-amigo.

Cuando nos citó el Comité de Actividades Antiamericanas, en 1953, contrató a un costoso abogado de Harvard. No a un judío. Yo contraté a un tipo de aquí, de Manhattan, un amigo. Lo llamaban «abogado comunista»… Yo era el idealista. Pearlman, el pragmático. Suerte tuve de no ir a la cárcel.

¡Oh, papá! Eso no volverá a ocurrir. Estamos en 1956. Hemos progresado.

Se excitaba, ¿verdad?

¿Por qué no se lo preguntas a él? Sois amigos desde hace mucho.

Pearlman no es amigo mío. Desde el principio tuvo celos de mí.

Pensaba que el señor Pearlman te había dado… la alternativa.

¿Que yo no habría hecho carrera sin él? ¿Es eso lo que dice? Mentira.

No sé lo que dice. En realidad no conozco al señor Pearlman. Tiene centenares de amigos en Nueva York…, todos lo conocéis mejor que yo.

¿Lo ves ahora?

¡Qué! Oh, papá.

Tú y él, estáis juntos…, te mira. Lo he visto. Y tú lo miras a él.

¿Eso hago?

Tu comportamiento.

¿Qué comportamiento?

Ese comportamiento típico de Marilyn.

Puede que sea sólo… nerviosismo.

No tienes que decírmelo, cariño, si es demasiado doloroso.

Decir… ¿qué?

Cuántas veces…, vosotros.

Papá, no lo sé. Mi cabeza no es… una calculadora.

Necesitabas expresarle tu agradecimiento.

¿Eso fue? Sí, supongo.

Antes de que tú y yo nos conociéramos.

Ay, papá, sí.

Y fue… ¿cuántas veces? ¿Cinco, seis? ¿Veinte? ¿Cincuenta?

¿Qué?

Ya sabes qué.

Sólo… cuatro o cinco veces. Yo estaba metida en Magda. No estaba allí.

Está casado.

Creo que sí.

Joder, yo también estaba casado, ¿no?

* * *

¿Te corriste alguna vez?

¿Qué?

¿Tuviste algún orgasmo? ¿Con él?

¿Que si yo…? Pero, papá, si yo no te conocía entonces. Quiero decir en persona. Conocía tu obra. Te admiraba.

¿Tuviste algún orgasmo con Pearlman? Mientras te «besaba».

Papá, papá, si alguna vez tuve un… un… fue puro teatro, ¿entiendes? Y luego el teatro se acababa.

* * *

¿Estás enfadado conmigo? ¿No me quieres?

Te quiero.

No es verdad, no me quieres.

Claro que te quiero. Me gustaría salvarte de ti misma, eso es todo. Del bajo precio que te pones.

Pero si estoy salvada. En la actualidad, viviendo contigo… Papá, no escribirás sobre mí, ¿verdad? Sobre nosotros hablando así. Después de que yo…, cuando, quizá, ya no me quieras, entonces…

No digas esas cosas, querida. Tienes que haberte dado cuenta ya de que te querré siempre.

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