Blonde (92 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

No puedo darte lo que pides. No soy el hombre al que buscas. Soy un hombre imperfecto, un hombre incompleto, un hombre al que la paternidad no ha alterado de modo apreciable, un hombre temeroso de herir, de humillar, de irritar a su esposa, no soy el salvador con el que sueñas, no soy ningún príncipe
.

La Actriz Rubia replicó:

—Cuando tenía pocos meses, mi madre y yo éramos como la misma persona… Y cuando era niña. Ni siquiera necesitábamos hablar. Casi me podía transmitir sus pensamientos. Nunca me sentía sola. Ése es el amor al que me refiero, el que hay entre una madre y un hijo. Te saca de ti misma, es real. Yo sé que sería una buena madre porque…, no te rías de mí, ¿vale?, veo a un niño en un cochecito de paseo y tengo que contenerme para no cogerlo y besarlo. «Oh, cielos», digo siempre, «¿me deja coger al niño un momento? ¡Es una monada!». Y me echo a llorar, no puedo evitarlo. Cuando era más joven y vivía en casas ajenas, me dejaban a mí al cuidado de los niños. Para cantarles y mecerlos, ya sabes. Hasta que se quedaban dormidos. Recuerdo a una niña, su madre no la quería, solían dejarla a mi cargo, la paseaba por el parque en el cochecito, esto fue después, cuando tenía ya unos dieciséis años, y le cosí un tigrecito de trapo con tela de una tienda barata, la quería mucho. Pero yo quisiera que el mío fuera niño, ¿y sabes por qué?

El Dramaturgo se oyó preguntar por qué.

—Sería como su padre, por eso. Y su padre sería un hombre por el que yo estaría loca, y no dudes que sería un hombre maravilloso. Yo no me enamoro de cualquiera, ¿sabes? —la Actriz Rubia rió entre jadeos—. La mayoría de los hombres ni siquiera me gustan. Y a ti tampoco te gustarían si fueras mujer, cariño.

Los dos se echaron a reír. El Dramaturgo se moría de deseo. Oyó que su propia voz decía:

—Seguro que serías una madre maravillosa, querida. Una madre nata.

¿Por qué, por qué decía una cosa así? Una escena improvisada, el vehículo a toda velocidad fuera de control y no hay nadie al volante.

¡Conducción en estado de embriaguez!

La Actriz Rubia lo besó en los labios, suave pero eróticamente. Por la ingle y la boca del estómago le corrió una descarga de deseo que se extendió a todo el cuerpo.

Y se oyó decir, con voz tierna y espontánea:

—Gracias. Cariño.

18

El marido adúltero
. No quería explotar a la Actriz Rubia. Era una niña, muy confiada. Quería avisarla, decirle:
¡Ojo con nosotros! No me ames
.

«Nosotros» quería decir él y Max Pearlman. Todo el mundillo teatral de Nueva York. La Actriz Rubia había peregrinado hasta allí como quien va a un lugar santo, para redimirse en el arte.

Para sacrificarse por el arte.

El Dramaturgo esperaba que hubiera peregrinado hasta allí para sacrificarse por él.

Su problema era que no había dejado de querer a su esposa. No era hombre que se tomara el matrimonio a la ligera, como muchos conocidos suyos. Incluso hombres de su generación, judíos educados como él en el liberalismo y la vida familiar. No soportaba las frívolas e imprudentes aventuras del sátiro de Pearlman; no soportaba que lo perdonaran con tanta facilidad las mujeres a las que trataba mal, incluida su atractiva pero ya madura esposa.

El Dramaturgo no había sido infiel a Esther ni una sola vez.

Ni siquiera después de haber adquirido rápidamente una fama modesta, en 1948, cuando vio con asombro, desengaño y turbación que despertaba un creciente interés entre las mujeres: las intelectuales, las señoritas de buena familia de Manhattan, las divorciadas, incluso las esposas de algunos amigos del mundo del teatro. Estaban indefectiblemente en las universidades en las que lo invitaban a hablar, en los teatros de provincias donde se representaban sus obras, inteligentes, animadas, atractivas, cultas, judías y no judías, mujeres del mundo académico, del mundo literario, esposas de empresarios prósperos, muchas cuarentonas y de ojos vidriosos, siempre encima del genio macho. Puede que se hubiera sentido atraído por alguna por aburrimiento, por soledad o por las habituales contrariedades del trabajo, pero nunca había traicionado a Esther; estaba aquel aspecto suyo, lúgubre, voluntarioso y contabilizador consagrado a los hechos. No había sido infiel a Esther, ¿es que esto no significaba nada para ella?

Mi preciada fidelidad. ¡Qué hipocresía!

No había dejado de amar a Esther y creía que Esther, a pesar de su ira y su resentimiento, tampoco había dejado de amarlo. Pero ninguno sentía ningún brote de deseo por el otro. ¡Bueno, ni siquiera un brote de interés! Desde hacía años. El Dramaturgo vivía tanto dentro de su cabeza que a menudo los demás le parecían irreales. Cuanto más íntimos, menos reales. Una esposa, hijos. Hijos crecidos ya. Hijos que han adquirido distancia. Y una esposa a la que, literalmente, a veces ni siquiera miraba cuando hablaba con ella. («¿Me has echado de menos?» «Claro.» «Sí, ya veo.») La vida del Dramaturgo era las palabras, palabras dolorosamente escogidas, y cuando no palabras mecanografiadas con dos rápidos dedos en una Olivetti portátil, su vida era encuentros con productores, directores y actores, pruebas de declamación, lectura de papeles, talleres y ensayos (que culminaban en el ensayo general y los detalles técnicos), representaciones de tanteo y noches de estreno, críticas buenas, críticas menos buenas, lleno total, lleno a medias, premios y decepciones, una gráfica clínica de crisis continuas no diferente del accidentado curso de un esquiador que corre monte abajo por un terreno desconocido, con piedras entre la nieve, y o has nacido para esta vida delirante y disfrutas, por mucho que agote, o no has nacido para esta vida y lo que más sientes es agotamiento, hasta que deseas no sentir nada. El Dramaturgo no había querido casarse con una actriz, una escritora o una mujer con ambiciones artísticas, por eso se había casado con una joven buena, trabajadora y atractiva, de familia parecida a la suya y que había estudiado en la Escuela de Magisterio de Columbia. Después de la boda, Esther había enseñado matemáticas en un instituto durante una breve temporada, con eficacia pero sin entusiasmo; había querido casarse para tener hijos. Todo esto a comienzos de los años treinta, hacía una eternidad. El Dramaturgo era ahora un hombre importante y Esther, una de aquellas consortes de hombres importantes ante las que los observadores neutrales se preguntan:
¿Por qué? ¿Qué vería en ella?
En las reuniones sociales, el Dramaturgo y su mujer no gravitaban el uno hacia el otro de manera natural, no trababan conversación de manera natural, a lo sumo se miraban, sonreían y se alejaban. Ninguno de sus amigos comunes los habría presentado.

¡No era una tragedia! Sólo, creía el Dramaturgo, la vida normal. No la vida concentrada en escena.

Al Dramaturgo no le importaba que él y Esther no hicieran el amor ni se besaran con sentimiento desde hacía mucho. Cuando Eros ya no está, el beso es el más extraño de los movimientos: labios dormidos que tocan y aprietan:
¿por qué?
El Dramaturgo sabía que si abrazaba a Esther, se pondría rígida y diría con ironía: «¿Por qué? ¿Por qué ahora?».

Difícilmente iba a decirle su marido:
Porque me estoy enamorando de otra mujer. ¡Ayúdame!

A pesar de todo, el Dramaturgo creía que el amor de ambos no había dejado de existir, sólo que se había apagado. Como la sobrecubierta del primer libro del Dramaturgo, un delgado volumen de poemas publicado cuando tenía veinticuatro años, que había recibido reseñas de elogio y apoyo y del que se habían vendido seiscientos cuarenta ejemplares. En el recuerdo, la sobrecubierta de
The Liberation
era de un hermoso azul cobalto con letras amarillo canario, pero de vez en cuando comprobaba, y siempre con sorpresa, que el sol casi había borrado el fondo y que las letras antaño amarillas eran ya casi ilegibles.

Estaba la sobrecubierta del recuerdo y estaba la sobrecubierta visible a metro y pico de la mesa del Dramaturgo. Podría argüirse que las dos eran reales. Pero existían en tiempos distintos.

—Hablamos muy poco últimamente, cariño —dijo el Dramaturgo con voz vacilante, entre estanterías desbordantes, a la mujer con la que vivía en la atractiva y vieja casa de la calle 72 Oeste—. Esperaba, ahora que…

—¿Cuándo hemos hablado mucho? Hablabas tú.

Aquello era injusto. En realidad era inexacto. Pero el Dramaturgo prefirió olvidarlo sin decir nada.

Dijo otro día:

—¿Qué tal San Petersburgo?

Esther lo miró fijamente, como si el Dramaturgo hablara en clave.

En el escenario, los diálogos están en clave. El verdadero sentido del texto está debajo del texto. ¿Y en la vida?

El Dramaturgo, muerto de culpabilidad, llamó a la Actriz Rubia para cancelar la cita de aquella tarde. Iba a ir por primera vez al piso del Village en el que la Actriz Rubia vivía realquilada.

Recordaba las escabrosas escenas de porno blando que había en
Niágara
. Las piernas de la rubia asombrosamente abiertas, la V de sus ingles casi visible a través de la sábana subida hasta los pechos. ¿Cómo se las habían arreglado los responsables de la película para que los censores dejaran pasar aquellas escenas? ¿Para que la aprobase la censura de la Legión Católica de la Decencia? El Dramaturgo había visto la película solo. Por curiosidad.

No había visto
Los caballeros las prefieren rubias
ni
La tentación vive arriba
. Ver a Marilyn Monroe en papeles cómicos no le habría importado. Hasta que vio
Niágara
.

Explicó cautelosamente a la Actriz Rubia que durante una temporada no podría verla. Tal vez durante una semana o dos. Que lo comprendiera, por favor.

Con la animosa y apagada voz de Magda, la Actriz Rubia dijo que sí, que lo comprendía.

19

La sonata de los fantasmas
. El Dramaturgo y Esther asistieron al estreno de un montaje de
La sonata de los fantasmas
de Strindberg que se representaba en el Circle in the Square, en Bleecker Street. Entre el público había muchos amigos, conocidos y colegas del Dramaturgo; el director de escena era un viejo amigo. El aforo del teatro era sólo de unas doscientas localidades. Poco antes de que las luces se apagaran se oyeron murmullos, el Dramaturgo se volvió y vio a la Actriz Rubia avanzando por el pasillo central. Al principio creyó que estaba sola, pues siempre le daba la sensación de que estaba sola, sola en su recuerdo, extraña y luminosamente sola, con aquella sonrisa vaga, dulce y nostálgica, con aquellos ojos parpadeantes y su aire de haber entrado allí por casualidad. Entonces advirtió que estaba con Max Pearlman, su mujer y su amigo común Marlon Brando; Brando era la pareja de la Actriz Rubia, hablaba y reía con ella mientras se sentaban en la segunda fila. Qué imagen: Marilyn Monroe y Marlon Brando. Los dos vestidos informalmente, Brando con barba de tres días, el revuelto pelo por detrás de las orejas, cazadora de cuero raída y pantalón caqui; la Actriz Rubia envuelta en el abrigo de lana oscuro que había comprado en una tienda de Broadway que vendía restos del ejército. Iba con la cabeza descubierta; su pelo platino, de raíces oscurecidas, resplandecía.

El Dramaturgo, de un metro ochenta, se hundió en el asiento con la esperanza de que no lo vieran. Su mujer le dio un codazo y preguntó:

—¿Ésa es Marilyn Monroe? ¿Por qué no me la presentas?

El emisario

Los Dióscuros han dicho que echan de menos a su Norma y al niño
.

En la bañera de patas como garras y brillante grifería de bronce, el Príncipe Encantado, desnudo. En el agua humeante que ella había cubierto generosamente de sales aromáticas, como cuando se prepara el baño de un dios. Para recibir al Príncipe Encantado. Para honrar al Príncipe Encantado. «Amo a un hombre —le había confesado de súbito—. Estoy tan profundamente enamorada de un hombre por primera vez en la vida que a veces quiero morir. ¡No, quiero vivir!». El Príncipe Encantado le dio un casto beso en la frente. No como un amante. Porque el Príncipe Encantado no podía amarla. Había amado a demasiadas mujeres y estaba harto del amor de las mujeres, incluso del tacto de las mujeres. Ella creía que el Príncipe Encantado le daría su bendición de este modo. «Sólo vivir —dijo ella—, y saber que él también vive. Que algún día podremos amarnos como marido y mujer». El Príncipe Encantado había acabado por despreciar a las princesas, pero a ella la llamaba Ángel. Desde el principio la había llamado Ángel. No la llamaba por ninguno de sus nombres, sólo Ángel. Arrastrando maliciosamente las palabras y con sus hermosos y crueles ojos muy cerca de los suyos, le dijo: «Ángel, no me digas que crees en el amor. Como quien cree en el más allá». Y ella, aturdida, respondió con rapidez: «Pero ¿no sabes que los judíos no creen en el más allá, como los cristianos?». El Príncipe Encantado dijo: «Tu amante es judío, ¿eh?», y ella dijo con viveza: «No somos amantes. Nos amamos de lejos». El Príncipe Encantado se echó a reír y dijo: «Guarda esa distancia, Ángel. Y conservarás a tu amor». Y ella dijo: «Quiero ser una gran actriz, por él. Que se sienta orgulloso de mí». El Príncipe Encantado se tambaleaba. Y se tiraba de la camisa, que tenía empapada de sudor. Se había quitado ya la raída cazadora de cuero, que yacía en el suelo enmoquetado del piso de la calle 11 Este en el que ella vivía realquilada. Puede que el Príncipe Encantado no supiera dónde estaba exactamente. Era de esas personas a las que atienden otros, por ejemplo doncellas y lacayos. El Príncipe Encantado manipuló la hebilla del cinturón y la cremallera de la bragueta, que quedó parcialmente abierta. «Necesito un baño —afirmó el Príncipe Encantado—. Necesito asearme». Era una petición brusca e inesperada, pero ella estaba preparada para las peticiones bruscas e inesperadas de los hombres.

Ayudándolo a meterse en la bañera del fondo del piso, abriendo los relucientes grifos de bronce, echando sales de baño en la bañera y en el agua, que salía humeando, para darle la bienvenida, para hacerle los honores. El Príncipe Encantado era un emisario de su pasado y la aterrorizaba el mensaje que podía transmitirle, ya que se habían conocido hacía mucho, cuando ella era la Norma que vivía con los Dióscuros, antes de hacer
Niágara
y ser Marilyn Monroe, y no quería pensar en aquella época, y era posible que no pudiera pensar claramente, charlando con el Príncipe Encantado tal como las mujeres acostumbran para crear una música de fondo peliculera y exorcizar el terror del silencio. Al volverse, vio con consternación que el Príncipe Encantado, con movimientos torpes, había acabado por desnudarse del todo. Sólo conservaba los calcetines. Jadeaba a causa del esfuerzo invertido. Llevaba varias horas bebiendo y se había fumado un delgado cigarrillo arrugado del que emanaba un olor dulzarrón y que le había ofrecido (ella había dicho que no), y ahora jadeaba, tenía el rostro rojizo y los ojos soñolientos. Apartó con el pie los pantalones, los sucios calzoncillos y la sudada camiseta, que yacían en el suelo.

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