Nunca había sido tan feliz. Shinn la cogió de la mano y se paseó con ella por el vestíbulo. Él la había inventado; ella le pertenecía. No era verdad, pero se lo consentiría. No se rebelaría, al menos por el momento. Nunca había sido tan feliz como en esa noche mágica. Porque era la Cenicienta y había conseguido calzarse el zapato de cristal. Y era más guapa, despampanante y seductora que la protagonista femenina, Jean Hagen, a quien los fotógrafos prestaban menos atención; resultaba turbador ver cómo preferían a la desconocida y espectacular rubia que, según decían algunos ocultando sus sonrisas lascivas con las manos, era incapaz de actuar, pero, joder, qué tetas, mira qué culo, está más buena que Lana Turner.
Radiante, achispada por el champán, cosa que no sucedía desde su noche de bodas. A pesar de que él no había cogido el teléfono. A pesar de que él sabía cómo castigarla. Estaba ofendido y furioso con ella. Se había escondido y dormía profundamente en la lujosa cama prestada donde la noche anterior habían hecho el amor despacio, con ternura, tendidos de lado, sus cuerpos encajando a la perfección y sus bocas unidas y sus ojos rodando en las cuencas en el mismo momento
—¡Ah! ¡Ah! Cariño, te quiero—
y esa noche ella no había necesitado una poción mágica para dormir, como tampoco la había necesitado desde el final del rodaje y confiaba en no volver a precisar sedantes porque qué alivio, qué alegría, ¡le gustaba a esa gente!, ¡la gente de Hollywood sabía apreciarla!,
¿Quién es la rubia?
, preguntaban,
¿Por qué no figura en el reparto?
y el señor Z de La Productora, el asqueroso cabrón que la había explotado para después despedirla, estaría estupefacto y arrepentido, y ahora los ejecutivos de la Metro la valorarían y los productores de
La jungla de asfalto
incluirían su nombre en el reparto. Seguirían semanas, meses de promoción, durante los cuales Marilyn Monroe, la despampanante belleza rubia, aparecería en docenas de periódicos y revistas y sería premiada con los oportunos títulos honoríficos de Miss Modelo Rubia 1951 para
Photolife
, La Nueva Cara de la Pantalla 1951, La Starlet Más Prometedora de 1951, Miss Bombón 1952 y Miss Bomba Atómica 1952 (un premio que le entregó Frank Sinatra en Palm Springs). La despampanante belleza rubia estaría en todos los quioscos de periódicos, y no en las portadas de
Sir!
y
Swank
, que había dejado atrás como había dejado atrás a la subespecie de fotógrafos que trabajaban para esas revistas, sino en publicaciones respetables como
Look, Collier’s
y
Life
(«Los nuevos rostros de 1952»). Para entonces, La Productora volvería a contratar a Marilyn y el escarmentado señor Z le subiría el sueldo a quinientos dólares a la semana.
—¡Quinientos dólares! En Radio Plane no llegaba a los cincuenta.
Nunca había sido tan feliz.
Salvo aquella noche de enero de 1950, cuando todo empezó, cuando nació Marilyn. Cuando ella estaba loca de amor por Cass Chaplin y él no acudió al preestreno ni a Enrico’s y ella tuvo que celebrar su dicha con una multitud de elegantes desconocidos y con copas de champán, Marilyn Monroe resplandeciente con su vestido de seda y gasa, blanco como el de una novia, un vestido de fiesta comprado en Bullock’s, tan escotado que sus pechos parecían a punto de saltar de la ceñida tela. Esa noche, Shinn, el taimado agente, presentó a su deslumbrante cliente a B, J, P y R, ejecutivos y productores cuyos nombres ella no recordaría después, y cada uno de esos hombres risueños le estrechó la mano, o las dos manos, y le dio la enhorabuena por su «debut».
Entonces apareció V, un popular, apuesto y pecoso ex jugador de fútbol de Kansas, intérprete de películas bélicas de la Paramount, entre ellas el éxito de taquilla
Héroes del aire
, que había hecho llorar incluso a Bucky Glazer; Norma Jeane recordaba haber apretado la mano de su esposo durante los aterradores combates aéreos, aunque también había habido tiernas escenas de amor entre V y la hermosa Maureen O’Hara y ella las había visto con avidez y asombro, imaginándose en el papel de la O’Hara, pero también con irritación, porque qué fantasía tan tonta, tan pueril y absurda, era aquélla para una joven esposa feliz. Y ahora, seis años después, ¡el propio V en persona se abría paso entre la multitud para acercarse a ella! ¡V, no con el uniforme de la Fuerza Aérea, sino con ropa de civil! Con la cara llena de pecas y un aspecto tan juvenil que cualquiera diría que tenía veintinueve años, en lugar de treinta y nueve, aunque su pelo ligeramente ralo indicaba que ya no era el joven e impetuoso piloto de
Héroes del aire
que había volado sobre Alemania y, tras ser alcanzado en el aire, había interpretado la caída en espiral más larga de la historia del cine, una escena tan lograda que el vociferante y acongojado público cae con él en el avión en llamas hasta que el piloto herido consigue saltar en paracaídas como en una pesadilla. Norma Jeane miró fijamente al hombre que rozaba el metro noventa de estatura, de torso y hombros fornidos, ahora algo más grueso en la zona de la barbilla pero todavía pecoso y con la mirada cálida y vehemente que ella recordaba. Porque una vez que has visto un primer plano tan íntimo de un hombre, llevas su imagen contigo como si se tratara de un sueño. Una vez que has fantaseado con una escena de amor con un hombre, atesoras en tu corazón el recuerdo de sus besos.
—¿Tú? Oh, ¿eres tú? —dijo Norma Jeane en voz tan baja que el bullicio de la conversación impidió que la oyeran, aunque tal vez no quisiera que la oyeran.
Cuánto deseaba coger las grandes y hábiles manos de V y decirle lo mucho que lo había amado, que había llorado al ver que lo herían y lo tomaban prisionero y también cuando había vuelto a reunirse con su amada, que había seguido llorando en el camino a Verdugo Gardens y ante la pavorosa mueca del viejo Hirohito expuesto sobre la radio.
—Así era mi vida entonces, cuando no sabía
quién era
.
Pero no cogió las manos de V ni le habló de Verdugo Gardens. Se limitó a alzar la mirada y sonreírle cuando él se inclinó sobre ella, muy cerca (como si ya fueran amantes), y le dio la enhorabuena por su debut. Qué podía responder Norma Jeane, que era Marilyn Monroe, aparte de un
Gracias, oh, gracias
en un murmullo, ruborizándose como una colegiala.
V la llevó a un rincón relativamente tranquilo del restaurante para hablar con seriedad de la película, de las sutilezas del guión, las caracterizaciones y el asombroso final; ¿cómo se había sentido trabajando para un director tan exigente como Huston?
—Hace que uno se sienta satisfecho con su profesión, ¿verdad? Con la vida que hemos escogido.
—¿Escogido? —preguntó Norma Jeane, desconcertada—. ¿Te refieres a que hemos elegido ser actores? Yo… nunca me lo he planteado de esa manera.
V rió, asombrado. La joven se preguntó si había dicho algo inoportuno.
Nunca sabías si hablaba en serio. Salía con cada cosa…
Marilyn Monroe, la hermosa actriz en ciernes, y V, la exitosa estrella del cine bélico, un actor juvenil pese a su madurez, de quien se rumoreaba que era un hombre decente injustamente tratado por su esposa, una actriz secundaria que tras el divorcio se había hecho con la custodia de los hijos de ambos y una importante suma de dinero. I. E. Shinn los vigilaba de cerca, como un padre posesivo.
De repente se acercó a la atractiva pareja un individuo maduro, casi calvo, con ojos rodeados de bolsas como los de una tortuga y profundos surcos alrededor de la boca. Su arrugada gabardina indicaba que no era uno de los ejecutivos de la Metro, pero resultaba obvio que algunos invitados lo conocían; V, por ejemplo, que desvió la mirada, incómodo y ceñudo.
—Perdone, perdone. ¿Puede firmar esto, por favor?
V se había apartado, pero la achispada y radiante Norma Jeane lo recibió con una mezcla de asombro y cortesía. El hombre con ojos de tortuga se acercó alarmantemente a ella. Pretendía que la joven firmara una petición que le puso delante de las narices; ella bizqueó y vio que estaba redactada por la Comisión Nacional para la Defensa de la Primera Enmienda, de la que había oído hablar, o creía haber oído hablar. En la tenue luz del restaurante descifró la primera línea, escrita en mayúsculas,
LOS ABAJO FIRMANTES PROTESTAMOS POR EL TRATAMIENTO CRUEL Y ANTIAMERICANO QUE SE HA DADO A
, seguida de una lista de nombres impresos en dos columnas. El primer nombre de la columna izquierda era
Charlie Chaplin
y el primero de la columna derecha,
Paul Robeson
. Al final de la lista había mucho espacio en blanco, pero apenas media docena de firmas. El hombre de los ojos de tortuga se identificó con un nombre que Norma Jeane no reconoció y añadió que había sido guionista de
También somos seres humanos, Héroes del aire
y muchas otras películas, hasta que lo pusieron en la lista negra en 1949.
Pese a que su agente le había advertido que no firmara ninguna de las peticiones que circulaban por Hollywood, Norma Jeane respondió con vehemencia:
—¡Sí! ¡Claro que firmaré! —aunque estaba radiante y achispada y V la miraba de cerca, se acaloró de inmediato. Parpadeó para contener las lágrimas de dolor e indignación y dijo—: Charlie Chaplin y Paul Robeson son grandes artistas. ¡Me da igual si son comunistas o… lo que sea! Es ho-horrible lo que este país está haciendo a sus me-mejores artistas.
Cogió la pluma que le alargaba el hombre de los ojos de tortuga y habría firmado en el acto de no ser porque V, que no había conseguido apartarla del individuo de la petición, decidió intervenir:
—Creo que no deberías firmar, Marilyn.
—¡Maldito seas! ¡Esto es entre la joven y yo! —exclamó el hombre de los ojos de tortuga.
—Pero ¿cómo me apellido? —preguntó Norma Jeane a los dos hombres—. ¿«Monroe»? He olvidado mi apellido —fue hasta una mesa cercana y, para sorpresa de las personas allí sentadas, trató infructuosamente de firmar la petición, porque la había apoyado sobre unos cubiertos. Rió, aunque seguía estando indignada—. Ah, sí, Marilyn Monroe.
Con un ademán afectado, firmó dos veces: como Marilyn Monroe y como Mona Monroe. Cuando empezaba a firmar como Norma Jeane Glazer, I. E. Shinn, que echaba humo por las orejas, le arrebató la pluma y tachó todos los nombres.
—¡Marilyn, maldición! Estás
borracha
.
—En absoluto. Soy la única persona sobria en este lugar.
Esa noche en Enrico’s conoció a V. Esa noche perdió a Cass, su amante.
Salió corriendo de Enrico’s. Estaba harta de todos.
Son comerciantes de carne
. Fuera del restaurante, mientras intentaba meterse en un taxi, la rodeó una pequeña multitud.
—¿Quién es la rubia?
—¿Lana Turner? No…, es demasiado joven.
Norma Jeane rió, incómoda. Con su escotado vestido de seda y gasa blanco. Con sus tacones de aguja. Un hombrecillo regordete con un impermeable de plástico chocó con ella, al parecer intencionadamente. ¿Otra petición arrojada a su cara? No; era una libreta de autógrafos.
—¡Firme, por favor!
—No puedo —murmuró Norma Jeane—. Yo no soy nadie.
¡Tenía que escapar! Otro hombre acudió en su auxilio, abriendo la puerta trasera del taxi y ayudándola a subir. Ella tuvo la fugaz e inquietante impresión de que la cara del hombre estaba abollada, como si fuera un objeto modelado en plastilina. Tenía una nariz, aplastada y ancha en la base, como una espátula; los ojos hinchados y los párpados caídos; las cejas parecían chamuscadas y le faltaba parte de una oreja, como si estuviera corroída. Despedía un olor rancio a levadura, igual que Gladys en Norwalk.
Continuaría percibiendo ese olor hasta la mañana siguiente, cuando se lavaría con furia y desesperación.
Quizá sea mi propio olor. Puede que éste sea el comienzo
.
Shinn la había ofendido. V había retrocedido con discreción. Al hombre de los ojos de tortuga lo habían echado de Enrico’s. Norma Jeane se apretó los párpados con los dedos para borrarlos a todos de su mente. Era una costumbre adquirida en el orfanato. Una estrategia del Viajero del Tiempo, que accionaba la palanca de su máquina mágica para avanzar rápidamente en el tiempo. De modo que cuando abrió los ojos, unos quince minutos después, estaba ya en el bungalow colonial de Montezuma Drive. La casa se hallaba al pie de una colina y no en la cima, como las mansiones de los millonarios. Norma Jeane estaba nerviosa y desde el mediodía no había comido nada, aparte de un par de canapés devorados distraídamente durante la recepción. Se había dejado la estola de zorro blanco que le habían prestado en el departamento de vestuario de la Metro, pero el señor Shinn tenía la papeleta del guardarropa y la devolvería. ¡Cuánto lo odiaba! Dejaría de ser su cliente, aunque eso significara no volver a trabajar jamás en Hollywood. Tenía consigo el pequeño bolso con perlas bordadas, pero en su interior no había más de cinco dólares; por suerte, era suficiente para pagar al taxista, que en ese momento le preguntaba si estaba segura de que aquélla era la dirección correcta, pues la casa estaba a oscuras.
—¿La espero, señorita? Tal vez quiera que la lleve a otro sitio.
—No, no quiero ir a ningún otro sitio —respondió ella con brusquedad, aunque enseguida añadió más prudentemente—: De acuerdo, espere, pero sólo un minuto. Gracias.
No tuvo dificultades para subir por el escarpado camino con sus tacones altos, lo que significaba que no estaba borracha como había dicho el cruel enano.
Oh, Cass, te quiero. Te he echado de menos; creo que ha sido un éxito. Yo fui un éxito. Bueno, es un principio. Un papel secundario, pero un principio de todos modos. No tengo por qué avergonzarme. Es todo lo que pido: no tener motivos para sentirme avergonzada. No espero felicidad. Mi única felicidad eres tú, Cass…
El pequeño bungalow, rodeado de raquíticas palmeras y de enredaderas marchitas y sin flores, parecía desierto, pero Norma Jeane espió por la ventana del salón y vio una luz tenue brillando en el fondo. La puerta delantera estaba cerrada con llave. Ella tenía una llave, pero ¿dónde estaba?…, en el bolso con perlas, no. O quizá no la tuviera.
—¿Cass? ¿Cariño? —llamó en voz baja.
Supuso que estaría durmiendo. Ojalá no se hubiera sumido en uno de esos sueños profundos, inducidos por fármacos, de los que resultaba imposible despertarlo.
El motor del taxi runruneaba en el camino de grava. Norma Jeane se quitó los zapatos y bordeó la casa a tientas. Cass nunca se molestaba en cerrar la puerta trasera. En la oscuridad vislumbró una piscina de lona para niños llena de hojas de palmera. La primera vez que había visto aquella andrajosa piscina, en una extraña alucinación, había imaginado a la pequeña Irina nadando en ella. Al ver cómo la miraba con ojos desorbitados y la cara pálida, Cass le había preguntado qué pasaba, pero ella no se lo había dicho. Él estaba informado sobre su precoz matrimonio y su divorcio; sobre Gladys, que había sido poeta antes de desmoronarse; sobre el padre de Norma Jeane, que era un importante productor de Hollywood y nunca había reconocido a su hija «ilegítima». Pero eso era todo lo que sabía.