Widmark se quedó estupefacto. Nunca sabría quién era Marilyn y quién era Nell. No era su estilo de interpretación. Él era un actor experimentado y con técnica. Seguía las indicaciones del director. A menudo, su mente volaba. Para un hombre, hay algo humillante en el trabajo de actor. Todo actor es una especie de mujer. El maquillaje, el vestuario. La importancia del aspecto, el atractivo. ¿A quién demonios le importa la apariencia de un hombre? ¿Qué clase de hombre usa maquillaje, carmín, colorete? Pero había previsto llevarse toda la fama en la película. Un melodrama vulgar que parecía una obra de teatro, pues sobraba texto, era estático y casi toda la acción se desarrollaba en un único escenario. Richard Widmark era el único actor de renombre del reparto y estaba convencido de que se comería todas las escenas. Se pavonearía durante todo el rodaje de
Niebla en el alma
mientras las dos jóvenes guapas, que no se conocían entre sí, se disputaban su amor. (La otra era Anne Bancroft y era su debut en Hollywood.) Pero cada puñetera escena con Nell era una batalla. Habría jurado que la chica no actuaba. Estaba tan metida en su papel que era imposible comunicarse con ella; como hablar con una sonámbula. Claro que Nell, la niñera, era una especie de sonámbula: así la describía el guión. Al ver a Jed Towers no lo ve a él, sino a su novio muerto; está atrapada en un espejismo. El guión no explicaba el significado psicológico del problema que planteaba como melodrama: ¿dónde termina la ensoñación y dónde empieza la locura? ¿Acaso todo «amor» se basa en un engaño?
Más adelante, Widmark contaría que la astuta zorra de Marilyn Monroe le había robado todas las escenas que habían hecho juntos. ¡Todas! Aunque en el momento no se notaba, quedaba claro al final de la jornada, cuando veían los fragmentos filmados ese día. Pero ni siquiera entonces les pareció tan evidente como cuando vieron la película terminada. De hecho, Marilyn Monroe había conseguido robar todas las escenas en las que intervenía. Cuando Nell no estaba ante la cámara, la película se descalabraba. Widmark detestaba a Jed Towers porque no hacía más que hablar. No mataba, ni golpeaba, ni vapuleaba a nadie; las jugosas escenas de acción eran para la rubia niñera loca, que ataba y amordazaba a una niña malcriada y estaba a punto de arrojarla por la ventana. (En el preestreno, aunque el público estaba compuesto en su mayor parte por veteranos de Hollywood, todo el mundo lanzaba exclamaciones ahogadas y suplicaba «¡No! ¡No!».) Lo más increíble era que en el plató Marilyn parecía muerta de miedo. Guardaba un as en el culo.
—Qué imbécil. A pesar de su bonita cara y su figura escultural, uno quería huir de ella como si tuviera la peste. En aquellas escenas de «amor», era como si me chupara la sangre y, francamente, no me sobra sangre. O bien es incapaz de actuar, o está actuando todo el tiempo.
Su vida entera es una representación; actúa como respira
.
Lo que más cabreaba a Widmark era que Nell pretendía repetir mil veces cada maldita escena.
—Por favor. Sé que puedo hacerlo mejor —decía con su vocecilla de niña porfiada.
Así que volvíamos a empezar, aunque el director estuviera conforme con la toma anterior. Puede que la interpretación mejorara con cada nueva toma, pero ¿qué más daba? ¿Acaso ese vulgar melodrama merecía tanto esfuerzo?
Puede que ella estuviera luchando por su vida; pero él no.
3
Qué curioso. Una mañana cayó en la cuenta. Todos conocían a Marilyn Monroe, pero no a Norma Jeane.
4
¡De verdad quería matar a la niña! Había crecido demasiado; ya no era una niña. Estaba perdiendo aquello que la convertía en alguien especial
.
—Su motivación para matar a la niña es que la niña es ella —le dijo al director—. La niña es Nell. Quiere matarse a sí misma. No quiere madurar, y quien se niega a madurar debe morir. ¡Ojalá me permitiera añadir texto! Sé que podría mejorar el guión. Nell es una poetisa, ¿sabe? Ha hecho un cursillo nocturno de poesía y escribe poemas sobre el amor y la muerte. Sobre el amor que le ha arrebatado la muerte. Estuvo recluida en un hospital y sigue entre rejas aunque esté libre, porque su prisión es su mente. ¿Por qué me miran así? Está clarísimo. Es evidente. Deje que interprete a Nell a mi manera. Yo la conozco.
5
También a Nijinsky lo abandonó su padre en la infancia. Su apuesto padre bailarín. Un prodigio abandonado. ¡Baila, baila! Debutó a la edad de ocho años y se derrumbó veinte años después. ¿Qué más puedes hacer aparte de bailar y bailar? ¡Bailar! Bailas sobre brasas candentes y el público aplaude, porque cuando dejas de bailar, las brasas te consumen.
Yo soy Dios, soy la muerte, soy el amor; soy Dios, muerte y amor. Soy tu hermano
.
6
Serena como una muñeca de cuerda. Pero al mismo tiempo, aunque nadie lo notara, era un manojo de nervios y temblaba. Su piel estaba pálida y húmeda (la piel de Nell era pálida y húmeda) y, sin embargo, caliente al tacto.
Cuando nos besábamos, yo le sorbía el alma como si fuera la lengua. Reía: ¡ese hombre me tenía tanto miedo!
No estaba loca (la loca era Nell) pero veía a través de los penetrantes ojos de la locura. Ella no era Nell, desde luego, sino la capaz actriz joven que interpretaba a Nell, como quien «interpreta» una melodía al piano. No obstante, ella contenía a Nell. Un actor es más grande que las partes que contiene, de modo que Norma Jeane era más grande que Nell porque la contenía. Nell era el germen de la locura en su cerebro. Nell prometía en murmullos: «Seré como tú quieras que sea». Al final, mientras se la llevaban, murmuraba: «Las personas que se aman…». Nell, la Pobre Doncella. La Nell sin apellidos. Pretendía transformarse en princesa apropiándose de las posesiones de una mujer rica: un elegante vestido de fiesta negro, pendientes de diamantes, perfume y carmín. Pero la Pobre Doncella fue desenmascarada y humillada. Desbarataron incluso su intentona de suicidio. En un lugar público, el vestíbulo de un hotel, ante la mirada atónita de unos desconocidos.
Nunca fui tan feliz como cuando rocé mi cuello con el borde de la navaja de afeitar
. Y la voz de madre animándola:
¡Corta! ¡No seas cobarde como yo!
Pero Norma Jeane respondió con serenidad:
No. Soy una actriz. Éste es mi arte. Hago lo que hago para simular y no para ser. Porque si bien yo contengo a Nell, ella no me contiene a mí
.
Fue una época de autodisciplina. Se mataba de hambre y bebía agua helada. Al amanecer corría por las calles de West Hollywood y llegaba incluso a Laurel Canyon Drive, hasta que su cuerpo sano y joven vibraba de energía. No necesitaba dormir. No tomaba pociones mágicas para conciliar el sueño. Por las noches, alternaba los vigorosos ejercicios de calentamiento para actores con la lectura de libros, casi todos prestados o comprados en librerías de viejo. Nijinsky la fascinaba. Había tanta belleza y seguridad en su locura.
Empezó a pensar que conocía a Nijinsky desde hacía años. Compartía muchos de sus sueños.
Ella contenía a Nell, pero Norma Jeane no era Nell, desde luego. Porque Nell era una mujer inmadura, emocionalmente atrofiada. Era incapaz de vivir sin un amante que la protegiera de la locura y la autodestrucción. Era preciso vencerla, destruirla. ¿Por qué Nell no se vengaba? En la escena de mayor suspense de la película, Norma Jeane sentía la tentación de arrojar a la fastidiosa niña actriz por la ventana. Igual que madre había sentido la tentación de dejar caer al suelo a su pequeña hija.
Se me ha resbalado
, le había gritado a la enfermera.
No ha sido culpa mía
. Norma Jeane detuvo el rodaje al preguntar a N, el director, si podía reescribir parte de la escena. Sólo algunas líneas.
—Yo sé lo que diría Nell y éstas no son sus palabras.
Pero N se negó. Estaba perplejo. ¿Qué harían si todas las actrices quisieran reescribir su texto?
—Yo no soy todas las actrices —protestó Norma Jeane.
No le dijo a N que era una poetisa capaz de redactar sus propias frases. Le indignaba el injusto destino de Nell. Porque en un mundo que ensalza la cordura, la locura debe castigarse. Así se vengan los mediocres de los superdotados.
Hasta I. E. Shinn comenzaba a advertir los cambios que se operaban en su cliente. Había visitado el plató de
Niebla en el alma
varias veces. ¡El gesto de Rumpelstiltskin! Norma Jeane estaba tan absorbida en su papel que no se había fijado en él, como tampoco se fijaba en los demás espectadores. Entre una toma y otra, se escondía. No era «sociable». No acudía a las entrevistas. Los demás actores no sabían qué pensar de ella. Anne Bancroft estaba fascinada por su vehemencia, pero la miraba con recelo. ¡Sí, podía ser contagioso! Widmark se sentía sexualmente atraído por ella, pero la chica lo irritaba y le inspiraba desconfianza. El señor Shinn le aconsejó que no se «entregara tanto», que no fuera tan «apasionada». Ella habría querido reírse en su cara. Estaba dejando atrás a Rumpelstiltskin. Que siguiera con sus hechizos. Como si él hubiera inventado a Marilyn. ¡Él!
Fue una época de autodisciplina. Con el tiempo recordaría su trabajo con Nell como el verdadero comienzo de su vida de actriz. El momento en el que había descubierto que actuar era una vocación, un destino. Su «carrera» no era más que vulgar propaganda orquestada por La Productora. No tenía nada que ver con su intensa vida interior. A solas, vivía y revivía las escenas de Nell. Memorizaba su texto. Intentaba encontrar un cuerpo y un ritmo verbal para Nell. Por la noche, demasiado nerviosa para dormir después de un frenético día de trabajo, leía
To the Actor
, de Michael Chekhov,
Un actor se prepara
, de Konstantin Stanislavski y otro libro recomendado por su profesor de teatro,
The Thinking Body
, de Mabel Todd.
El cuerpo es inestable,
por eso sobrevive.
Parecía poesía, una paradoja y, a su vez, una verdad. Sabía que su forma de interpretar era intuitiva, que quizá no estuviera actuando en absoluto y que su pasión podía llegar a consumirla antes de que cumpliera los treinta. Eso había dicho el señor Shinn. Norma Jeane era como una atleta joven ansiosa por superar sus propios límites, dispuesta a entregar su juventud a cambio del aplauso del público. Era lo mismo que le había pasado al prodigioso Nijinsky. Un genio no necesita técnica. Pero la «técnica» es cordura. Sus profesores le decían que le faltaba «técnica». Pero ¿qué es la «técnica» sino la ausencia de pasión? Nell no era accesible a través de la «técnica». Sólo se podía llegar a ella zambulléndose en su alma. Nell era una mujer feroz y condenada. Era preciso vencerla, negar su sexualidad. Ah, ¿cuál era el secreto de Nell? Norma Jeane se había acercado a él, pero no alcanzaba a desentrañarlo. Sólo podía «ser» Nell hasta cierto punto. Consultó con N, que no entendió nada de lo que le dijo. Habló con V, confesándole que nunca había pensado que una actriz pudiera sentirse tan sola.
—La del actor es la profesión más solitaria que conozco —respondió V.
7
Yo nunca la exploté; en absoluto. No pretendía imitarla. Fue un regalo que me hizo ella. ¡Lo juro!
Fue una mañana llena de emoción aquella en la que Norma Jeane pidió prestado un descapotable Buick y emprendió viaje al Hospital Estatal de Norwalk. Una mañana libre. Un día sin Nell. No tendría que ensayar ni filmar ninguna escena. Como de costumbre, Norma Jeane llevó regalos a Gladys: un pequeño libro de poemas de Louise Bogan y ciruelas y peras en un cesto de mimbre, aunque tenía motivos para pensar que Gladys no leía los volúmenes de poesía que le llevaba y que desconfiaba de los obsequios comestibles. Pero ¿quién iba a querer envenenarla? ¿Quién, aparte de ella misma? Norma Jeane le dejaría dinero, como siempre. Se sentía avergonzada porque no había visitado a su madre desde Pascua y ya estaban en el mes de septiembre. Le había enviado un giro postal de veinticinco dólares, pero todavía no le había dado la buena noticia de
Niebla en el alma
. De hecho, hacía bastante tiempo que no le comunicaba las alentadoras novedades de su vida y su carrera, pensando:
¿Es posible que nada de esto sea cierto? ¿Podría ser un sueño? ¿Me lo arrebatarán todo?
Para la visita al hospital, Norma Jeane se puso elegantes pantalones de fibra sintética, una blusa de seda negra, un pañuelo de gasa negro sobre su reluciente cabello rubio platino y brillantes zapatos negros de tacón mediano. Tenía un aspecto refinado y hablaba con voz aterciopelada. No estaba tensa ni ansiosa ni en vilo; no era Nell, había dejado a su personaje atrás; Nell habría sentido pánico en un hospital psiquiátrico, se habría quedado paralizada en la puerta.
—Es evidente que
no soy Nell
.
No es más que un personaje
, se decía.
Un papel en una película. Una parte de un todo. Nell no es real; tú no eres ella. Nell no es tu vida. Ni siquiera es tu carrera
.
Nell está enferma y tú te encuentras bien
.
Nell es el «personaje» y tú eres la actriz
.
Era verdad. ¡Era verdad!
Esta mañana, ella era la Bella Princesa que visitaba a su madre en Norwalk. A una madre «con trastornos mentales» a quien quería y no había olvidado. A su madre, Gladys Mortensen, a la que nunca abandonaría, a diferencia de tantos hijos, hijas, hermanos y hermanas que abandonaban a sus familiares en el hospital.
Ahora era la Bella Princesa, a quien otros observaban con esperanza y exaltada admiración, midiendo la distancia que los separaba de ella y deseando no equivocarse en el cálculo.
Ahora era la Bella Princesa a quien La Productora y la agencia Preene habían ordenado aparecer en público siempre perfectamente vestida y maquillada, sin un pelo fuera de lugar, porque es imposible pasar inadvertida, porque los ojos y los oídos del mundo están pendientes de ti.
Advirtió de inmediato que la recepcionista y las enfermeras la miraban con risueño interés. Como si una llama andante hubiera entrado en el lóbrego hospital. Y ahora acudía a su encuentro el doctor K, que nunca había aparecido con tanta rapidez. Y un colega, el doctor S, a quien Norma Jeane no había visto antes. ¡Sonrisas, apretones de manos! Todos estaban impacientes por ver a la hija actriz de Gladys Mortensen. Ninguno había visto
La jungla de asfalto
ni
Eva al desnudo
, pero sí habían visto, o creían haber visto, fotografías de la hermosa actriz Marilyn Monroe en revistas y periódicos. Incluso aquellos que sabían tan poco de Marilyn Monroe como de Norma Jeane Baker querían verla aunque sólo fuera fugazmente mientras las enfermeras la conducían por un laberinto de pasillos al lejano pabellón C. (¿«C» de enfermos «crónicos»?)