Sobre todo el sótano de suelo sucio, techo bajo y sin ventanas. Había que bajar por peldaños de madera que se hundían con el peso, y atravesando con una linterna la oscuridad sembrada de telarañas. Había allí una caldera de aceite que por suerte no se utilizaba en verano. Olor fuerte a algo dulce y húmedo, como manzanas podridas.
Pero ¿por qué bajar al sótano? Ellos no bajaron. Estuvieron un rato mirando las cercanas aguas del mar, desde el porche cerrado con tela metálica; tomaron refrescos de limón, se cogieron la mano y hablaron de los meses inmediatos. La casa estaba muy silenciosa: el teléfono no tenía línea aún y fantasearon con que no tenían teléfono.
—¿Para qué? Para que sea útil a los que quieren
llamarnos
.
Pero al final tendrían teléfono. No podían prescindir de él: el Dramaturgo estaba profunda y apasionadamente entregado a su profesión. Luego subieron al piso de arriba y desempaquetaron las cosas en el dormitorio más grande y aireado, que tenía chimenea y fogón limpio, un empapelado que parecía nuevo y una vista del océano por encima de los enebros. La cama era antigua, de dosel, y la cabecera, de nogal tallado. En un espejo oval de cuerpo entero, sus rostros sonriendo. La frente de él, su nariz y sus mejillas estaban tostadas por el sol; ella tenía la cara blanca, ya que se había protegido del sol con un sombrero de paja de ala ancha. Frotó con Noxzema la escocida piel del Dramaturgo, con suavidad. ¿También se le habían irritado los antebrazos? Le frotó con Noxzema los antebrazos y le besó el dorso de las manos. Señaló la cara de ambos en el espejo oval y se echó a reír.
—Qué pareja tan feliz. ¿Sabes por qué? Tienen un secreto.
Se refería al niño.
La verdad es que el niño no era exactamente un secreto. El Dramaturgo había comunicado la noticia a sus ancianos padres y a sus mejores amigos de Manhattan. Había procurado que se le notase el orgullo en la voz; más aún, la preocupación, el desconcierto. Sabía lo que diría la gente, lo que dirían incluso personas que simpatizaban con él y le deseaban lo mejor en su nueva experiencia conyugal.
¡Un niño! ¡A su edad! ¡Qué hombre! Un hombre con una mujer joven y despampanante
. Norma no se lo había dicho a nadie todavía. Como si la noticia fuera demasiado valiosa para compartirla. ¿O era supersticiosa? (Una de sus expresiones favoritas era «¡Toquemos madera!», y la decía con una risa nerviosa.)
Norma dijo que pensaba llamar muy pronto a su madre, que estaba en Los Ángeles. Y que Gladys tal vez podría hacerles una visita, al final del embarazo. O cuando el niño hubiera nacido ya.
El Dramaturgo no conocía aún a su suegra. Le daba vergüenza conocerla, ya que imaginaba que no sería mucho mayor que él.
Estuvieron un rato acostados, disfrutando de la tarde, vestidos de arriba abajo, pero sin zapatos, en la cama de dosel; el colchón era de crin, ridículamente duro. Él la rodeaba con el brazo izquierdo y ella apoyaba la cabeza en su hombro, era la postura preferida de ambos. La adoptaban a menudo, cuando Norma se sentía débil, o sola, o necesitada de afecto. Unas veces se quedaban dormidos; otras hacían el amor; otras dormían y luego hacían el amor. En aquel momento estaban despiertos y escuchaban el silencio de la casa, que les parecía estratificado, complejo y misterioso; un silencio que empezaba en el sucio sótano sin ventanas y con olor a manzanas podridas, y subía por entre las vigas hasta las diversas estancias de la casa, hasta el desván sin concluir que tenían encima y que estaba forrado con un extraño material aislante parecido al papel plateado con que se envuelven los regalos navideños. El Dramaturgo imaginó que, conforme el tiempo se fuera desprendiendo de la tierra, se volvería más limpio, menos ruinoso.
Además del misterioso silencio de la Casa del Capitán, que fue suya hasta el Día del Trabajo, a comienzos de septiembre, estaba el rítmico retumbar del oleaje, semejante a los latidos de un corazón gigantesco. De tarde en tarde, hacia el otro extremo de la casa, el tráfico de la carretera provincial.
Pensó que ella se había dormido, pero entonces la oyó hablar con voz muy despierta y llena de emoción.
—¿Sabes una cosa, papá? Quiero que el niño nazca aquí. En esta casa.
Él sonrió. El niño no tenía que nacer hasta mediados de diciembre, cuando ya estuvieran en Manhattan, en la casa que habían alquilado en la calle 12 Oeste. Pero no quiso replicar.
Como si él hubiera dicho algo, ella respondió:
—No me daría miedo. El dolor físico no me asusta. A veces pienso que ni siquiera es real, que es lo que esperamos que sea, nos ponemos alerta y nos asustamos. Podríamos buscar una comadrona. Lo digo en serio.
—¿Una comadrona?
—Detesto los hospitales. No quiero morir en un hospital, papá.
Volvió la cabeza para mirarla, con expresión extrañada. ¿Qué había dicho?
6
Sí, pero tú mataste al niño
.
¡Ella no lo mató! No tenía intención de hacerlo.
Sí, quisiste matarlo. Fue decisión tuya
.
Al mismo niño no. A este niño no.
Era yo, claro. Siempre soy yo
.
Ella sabía que tenía que evitar el sótano de suelo sucio y con olor a manzanas podridas. El niño ya estaba allí, aguardándola.
7
¡Qué contenta estaba! ¡Qué sana! El ánimo del Dramaturgo se elevó en la Casa del Capitán. En aquel lugar de veraneo junto al mar. Amaba a su mujer más que nunca. Y tan agradecida.
—Está espléndida. El embarazo le sienta bien. Incluso las náuseas matutinas la llenan de alegría. Dice: «Es como debe ser, ¿no?» —y se echaba a reír. Adoraba tanto a su mujer que tenía cierta tendencia a imitar su voz lírica, cantarina, ligera. Era el Dramaturgo y las diferencias sutiles y no tan sutiles entre las voces le fascinaban—. Lo único que lamento… es que el tiempo pasa muy deprisa.
Hablaba por teléfono. En otra habitación de la espaciosa casa, o en el florido jardín trasero, ella canturreaba para sí, totalmente absorta, y no lo oía.
Como es natural, él estaba inquieto. Y si no inquieto, «preocupado».
Las emociones de su mujer, sus estados de ánimo. Su fragilidad. El miedo a que se rieran de ella. El miedo a que la «espiaran»: a que la fotografiaran sin que lo supiera ella o lo consintiera. Su forma de comportarse en Inglaterra había sido una pesadilla para él. Un comportamiento para el que había estado tan preparado como un explorador de la Antártida equipado para un paseo por Central Park en verano. Las únicas mujeres a las que conocía íntimamente eran su madre, su ex esposa y su hija, que ya era adulta. Todas capaces de perder los nervios, como es lógico, pero siempre dentro de lo que podría llamarse juego limpio, o sentido común. Norma era muy diferente de aquellas mujeres, como si perteneciese a otra especie. Arremetía contra él ciegamente, pero con saña.
¡Dejadme morir! Es lo que todos queréis, ¿verdad?
El Dramaturgo pensaba que, en una obra de teatro, una acusación así contendría un asomo de verdad. Aunque la acusación se desmintiera con firmeza, el público lo entendería.
Sí, es así
.
Sin embargo, las estrategias teatrales no eran aplicables a la vida real. En los extremos emocionales se decían cosas terribles que no eran verdad ni pretendían serlo, ya que sólo eran formas de expresar el dolor, la ira, la confusión, el miedo; emociones pasajeras, no verdades arraigadas. El Dramaturgo había estado muy dolido y había tenido que preguntarse: ¿creía Norma en serio que a otros les gustaría que muriera? ¿Creía que a él, a su marido, le gustaría que ella muriese? ¿Eso quería creer? Lo desgarraba por dentro pensar que su mujer, a la que amaba más que a su propia vida, creyera o deseara creer algo así de él.
Sin embargo, allí, en Galapagos Cove, muy lejos de Inglaterra, no se entrometieron estos desagradables recuerdos. Raras veces hablaban del trabajo de Norma. De Marilyn. Allí era Norma y por este nombre se la conocía en la zona. Estaba contenta y más sana que nunca; no quería arriesgarse a intranquilizarla hablándole de dinero, de contratos, de Hollywood, de su trabajo cinematográfico. Le impresionaba la fuerza con que Norma había clausurado totalmente aquella parte de su vida. No creía que un hombre, en la situación de ella, pudiera hacerlo, ni siquiera que quisiera hacerlo. Él por lo menos no habría podido.
Pero, como era evidente, al Dramaturgo no le atemorizaba su trabajo. Su imagen pública le gustaba. Estaba orgulloso de la obra realizada y confiaba en el futuro. Pese a su reserva e ironía, admitía que era un hombre ambicioso. Sonriéndose, pensando que sí, que no haría ascos a más aplausos ni a más ingresos.
El año anterior, con un estreno en Broadway y montajes de obras anteriores en distintos puntos de Estados Unidos, había ganado menos de cuarenta mil dólares. Sin descontar los impuestos.
Se había negado a responder a las preguntas del Comité de Actividades Antiamericanas. Se había negado a que Marilyn Monroe fuera fotografiada con el presidente del comité. (Aunque le habían dicho que el comité «sería blando» con él si conseguía arreglarse lo de la sesión fotográfica. ¡Qué chantaje!) Lo habían declarado culpable de desacato al Congreso, sentenciado a un año de cárcel y a pagar una multa de mil dólares, y aunque se había apelado, su abogado decía que lo más probable era que no aceptasen la apelación; en el ínterin tenía que pagar costas y la sensación de que aquello no se iba a acabar nunca. El Comité de Actividades Antiamericanas lo venía acosando desde hacía ya seis años. No había sido casual que Hacienda revisara sus ingresos. Y tenía que pasar la pensión alimenticia a Esther, ya que quería ser un ex cónyuge honrado y generoso. Incluso con los ingresos de Marilyn Monroe tenían poco dinero. Había gastos médicos y con el embarazo de Norma y el inminente nacimiento del niño habría más.
—Bueno, es un tema propio de mis obras, ¿verdad? La economía como destino de la humanidad.
Por lo visto, Norma había renunciado definitivamente a su profesión. Puede que estuviera dotada para la interpretación, decía, pero le faltaban carácter y nervios. Después de
El príncipe y la corista
se había negado incluso a pensar en hacer otra película. Decía que había huido con su vida, «pero sólo con lo puesto».
Bromeaba sobre la pesadilla inglesa. Pícaramente y con circunloquios, y al parecer sin conocer, o sin admitir que conocía, la gravedad de lo que había sucedido en realidad.
Le lavaron el estómago. Una cantidad mortal de medicamentos en la sangre. El médico británico preguntándole a él si su mujer tenía impulsos suicidas conscientes
. No, Norma no tenía aquellos impulsos. Y él no tenía palabras para decírselo, ni valor.
Temía estropear la recuperación de Norma. Su remozada alegría de vivir.
Cuando Norma supo que estaba embarazada, salió del consultorio del médico, fue en busca de su marido (al estudio de su casa, donde trabajaba casi todos los días) y le dio la noticia susurrándosela al oído.
—Ya está, papá. Por fin me ha sucedido. Voy a tener un niño.
Lo abrazó llorando. Con alegría, con alivio. Él se había quedado atónito, pero era feliz por ella. Sí, claro que era feliz por ella. ¡Un niño! Su tercer hijo, que nacería cuando él tuviera cincuenta años; en un momento profesional en el que se sentía estancado, sin inspiración… Pero sí, claro que era feliz. Nunca permitiría que su mujer pensara que no era tan feliz como ella. Porque Norma había deseado con todas sus fuerzas quedarse embarazada. Era prácticamente su único tema de conversación; incluso se quedaba mirando en la calle a los bebés y los niños pequeños, como si estuviera en trance; él casi había empezado a compadecerla y a temer su furor erótico. Sin embargo, al final todo había salido bien, ¿no? Como una obra de costumbres limpiamente construida.
Al menos los dos primeros actos.
Norma había encontrado su papel más exquisito haciendo de esposa y de futura madre. No era un papel con Marilyn Monroe envuelta en celofán. Pero era un papel para el que físicamente parecía predestinada. Se paseaba casi desnuda haciendo alarde de que los pechos se le estaban poniendo más grandes y más duros. Estaba orgullosa de que el vientre se le hinchara «como una sandía». Desde que estaba en Maine reía espontáneamente, sin otro motivo que la felicidad. Casi todas las comidas que hacían en casa las preparaba ella. A última hora de la mañana subía a un dormitorio que daba al océano para llevar al Dramaturgo, que trabajaba allí, un jarrón con una flor y una taza de café recién hecho. Fue amable, aunque extrañamente tímida, con los amigos de su marido que los visitaron; escuchó con atención mientras las mujeres le hablaban de sus embarazos y alumbramientos, experiencias que contaron con gusto y con detalle; el Dramaturgo oyó que Norma decía a una de aquellas mujeres que su madre le había contado en cierta ocasión que el embarazo le había producido mucha satisfacción, que era la única ocasión en la que una mujer se sentía realmente a gusto con su cuerpo, y con el mundo: «¿Es eso cierto?». El Dramaturgo no se quedó a escuchar la respuesta; se preguntó qué significaba tal revelación para un hombre.
¿Nunca nos sentimos a gusto con nuestro cuerpo? ¿Ni con el mundo? ¿Salvo durante la cópula, cuando pasamos nuestra simiente a la hembra?
¡Era una identidad lamentable y truncada! Él no creía en aquel morboso misticismo sexual, en absoluto.
Norma era la madre más abnegada de un niño que aún no había nacido. No dejaba que nadie fumase cerca del niño. Siempre estaba pronta a abrir las ventanas, o a cerrarlas si hacía viento. Se reía de sí misma, pero no cambiaba.
—El niño me comunica sus deseos. Norma sólo es el vehículo.
¿Creía en lo que decía? A veces, venciendo las náuseas, comía seis o siete veces al día, platos poco abundantes pero nutritivos. Masticaba concienzudamente. Bebía mucha leche, líquido que, según decía ella misma, siempre había detestado. Y en los últimos tiempos sentía debilidad por la avena regada con azúcar moreno sin refinar, el pan integral, unos filetes rarísimos que chorreaban sangre, los huevos crudos, las zanahorias crudas, las ostras crudas y los melones, que devoraba como una lima. Se zampaba los purés de patata mezclados con trozos helados de mantequilla sin sal, y se los comía de la fuente, con un cucharón. Lavaba su plato después de comer, y a menudo también el de él. «¿Soy tu niña buena, papá?», preguntaba con nostalgia. Él se echaba a reír y la besaba. Recordando con una punzada de placer que años antes había dado un beso a su hija para recompensarla por haber realizado una hazaña como fregar los platos.