Blonde (99 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

Sólo si papá la dejaba embarazada volvería a quererlo.

¡Cuánto deseaba tener un hijo! En sus sueños más dulces, la arrugada almohada era un niño, blando y caliente. Los pechos le dolían de tan llenos de leche como estaban. El niño estaba allí, nada más cruzar el círculo de luz. El niño de ojos relampagueantes. Sonriendo al reconocer a su madre. Allí estaba el niño, falto de su amor, sólo de su amor.

Había cometido una equivocación hacía años. Había perdido el niño.

También había perdido a Irina. No la había salvado de su Madre Muerte.

Nada de esto podía explicárselo a su marido, ni a ningún hombre.

Cuántas veces encogida entre los brazos de su marido le había quitado las gafas (como en una escena de película, y él era Cary Grant) para besarlo y abrazarlo y, con tímida audacia infantil, acariciarlo por encima del pantalón, para ponérsela muy gorda, como ninguna mujer se la había puesto (¿de verdad?) utilizando exactamente el mismo procedimiento.
Ay, papá. Oh, cielos
.

Sí, lo perdonaría si la dejaba embarazada. Se había casado con él para quedarse embarazada y tener el niño, el hijo del Dramaturgo estadounidense al que reverenciaba. (Sus libros estaban en todas las librerías. ¡Incluso en Londres! Lo había querido mucho. Estaba muy orgullosa de él. Preguntándose con los ojos dilatados qué se siente al ver tu nombre en la cubierta de un libro. Mirar en una librería sin esperar ver tu nombre en el lomo de un libro y de pronto verlo allí; ¿qué se sentía entonces? Sé que estaría orgullosísima, que nunca más volvería a ser desdichada ni a sentirme inferior.)

Sí, lo perdonaría. Por tomar partido por el británico O, que la odiaba, y por toda la puta compañía de actores británicos, que la toleraban.

Sin embargo, él continuaba implorándole. Que entrara en razón. Como si fuera una cuestión de lógica.

Cariño tienes fiebre / / no has comido / / Cariño voy a llamar a un médico
.

Y volvió a los estudios. Éstos significaban ahora trabajo, significaban deber, obligación y expiación. ¡Silencio a su llegada!; como en las secuelas o en los primeros indicios de un cataclismo. Al fondo del estudio se oyeron aplausos de ironía. Y cuánto, cuánto costaba, y qué dolorosamente, evocar a la despampanante Marilyn ante el espejo del camerino, no una sino dos horas, hasta que las hábiles y sacerdotales manos de Whitey producían su magia.

La verdad es que estábamos pasmados. Una persona tan débil e insegura. Todos éramos muy fuertes, pero ella no tenía más que su aspecto. Luego, en las proyecciones diarias, y en el montaje final, veíamos a una persona totalmente distinta. La piel de la Monroe, sus ojos, su pelo, sus expresiones faciales, aquel cuerpo tan vivo… Había hecho de la Corista una persona viva y real, aunque el guión era pobre. Era la única que había tenido alguna experiencia en el cine, los demás éramos pardillos a su lado. Éramos muñecos emperifollados que pronunciaban frases completamente vacías en un inglés perfecto. Sí, es verdad, detestábamos a Marilyn por entonces, pero después de ver la película la adorábamos. Hasta O tuvo que admitir que la había juzgado mal. Prácticamente lo desbancó en todas las escenas en las que salían juntos. La Monroe salvó aquel ridículo filme cuando todos creíamos que era ella quien lo estaba estropeando. ¿Verdad que es irónico? ¿Verdad que es extraño?

Sin embargo, otra vez aquel maldito interior de salón. La ponía enferma aquel plató. El Príncipe mojigato y la Corista están solos por fin y el Príncipe mojigato espera seducirla, pero la Corista elude la maniobra y luego viene la maldita escalera curva por la que hay que subir, bajar, subir y vuelta a bajar con aquel vestido de raso, escotado y ceñido, que ha de llevar en Dios sabe cuántas escenas de aquel lento y soso cuento de hadas que la Corista ha llegado a aborrecer. La Corista en el papel de Pobre Doncella. La Corista en el papel de Cuerpo Hembra. Y lo peor de todo, que a la Corista no la dejaban bailar. ¿Por qué?, porque no estaba en el guión. ¿Por qué?, porque no estaba en la obra de teatro original. ¿Por qué?, porque ya es demasiado tarde y costaría mucho. ¿Por qué?, porque estaríamos una eternidad ensayando esas escenas, Marilyn. ¿Por qué?, limítate a aprenderte tu papel, Marilyn. ¿Por qué?, porque no te aguantamos. ¿Por qué?, porque queremos tu dinero estadounidense.

En aquel Reino de los Muertos, donde fue víctima de una maldición.

¡Echo de menos mi casa! Quiero irme a mi casa
.

De pronto, la Corista se cayó por la escalera, aparatosamente. El zapato de tacón alto se le enganchó en el borde del vestido. Dio un bufido y cayó. Se había tomado varias pastillas de Benzedrina para contrarrestar el Nembutal y el Miltown, y se había echado ginebra en el té caliente sin que el Dramaturgo se diera cuenta (según diría él después), y ella se cayó por la escalera curva, y hubo gritos en el plató y los jóvenes cámaras corrieron a ayudarla. El Dramaturgo, que estaba cerca y miraba con angustia, corrió también a ayudarla cual tormenta de amor y se arrodilló a su lado.

¡El pulso! ¿Dónde tenía el pulso?

A unos metros del incidente, en el descansillo de arriba, el disfrazado Príncipe mojigato miraba a través de su monóculo.

—Son las drogas. Vaciadle el estómago.

Nunca se lo perdonarían al Príncipe.

El reino junto al mar

1

La llevó a un remanso encantado, Galapagos Cove, en la costa de Maine, a sesenta kilómetros al norte de Brunswick.

Aunque llevaban casados más de un año y habían vivido en múltiples sitios, era todavía su novia. A la que aún había que conquistar del todo.

Él amaba aquellos detalles suyos, aquel aire de persona que descubre, se sorprende y goza. No tenía miedo de sus estados de ánimo, él mismo se había nombrado señor de sus estados de ánimo.

Al ver la casa que habían alquilado para pasar el verano, y el océano al otro lado de la casa, ella se había emocionado mucho, se había puesto infantil.

—¡Qué bonito es, papá! No quiero irme nunca de aquí.

Había en su voz un extraño timbre de súplica infantil. Lo abrazó y lo besó con fuerza. Él sintió su cálido anhelo de vida, del mismo modo que años antes lo había sentido en sus hijos, cuando los abrazaba. El amor y la responsabilidad que sentía eran a veces tan fuertes que lo debilitaban físicamente. Su misma identidad le parecía borrada.

Erguido en la orilla rocosa, al borde del cantil, sonreía con orgullo a la inmensidad del océano, como si fuera el amo del paisaje. Era el regalo que hacía a su mujer. Y ella lo aceptaba como tal, lo valoraba como una muestra de amor. El viento volvía turbulentas las olas aquella tarde. El agua reflejaba la luz como si fuera metal. Ya gris pizarra, ya azul turbio, ya verde frío y oscuro, sacudiendo algas y espuma, siempre en movimiento. El aire era tal como él lo recordaba, fresco, salado, con salpicaduras arrastradas por el viento, y el cielo era de un azul pálido y evanescente, como una acuarela cubierta de nubes vaporosas y rápidas. Sí, era bonito; él lo proclamaba; la felicidad y las expectativas le dilataron el corazón.

Los dos tiritaban con el viento marino de comienzos de junio. Los dos con el brazo en la cintura del otro. En el cielo, las gaviotas daban vueltas batiendo las alas y lanzando gritos penetrantes, como si estuvieran furiosas por aquella invasión de su territorio.

Las gaviotas de pico redondeado de Galapagos Cove, semejantes a pensamientos antiguos.

—Te quiero.

Lo dijo con tanta vehemencia, mirando a su marido, que se habría dicho que era la primera vez en su vida que pronunciaba aquellas palabras.

—Te queremos —añadió cogiéndole la mano y poniéndosela en el vientre.

Un vientre cálido y redondo; había engordado.

El niño llevaba dos meses y seis días en el útero.

2

Ya en la cama, la acarició, la besó y pegó la mejilla contra su vientre desnudo. Asombrado de que aquella piel pálida se hubiera puesto tan pronto firme y tirante como el parche de un tambor. ¡Qué sana estaba, rebosante de vida! Quería cuidar la alimentación del niño que llevaba en su seno y seguía un régimen estricto. Las únicas pastillas que tomaba ahora eran de vitaminas. Se había retirado de su profesión «en el mundo» (como ella decía, no con desdén, pesar ni ira, sino con la naturalidad de una monja que hablase de su ya repudiada vida secular «en el mundo») para cultivar una vida verdadera en el estado matrimonial y la maternidad. Él la besaba, fingía oír al niño dentro, un latido fantasma. ¿No? ¿Sí? Cogiéndole ella la mano y pasándosela por el vientre, rozando la cicatriz de cremallera que le había dejado la operación de apendicitis que le habían hecho hacía unos años.
Y la cantidad de abortos que había tenido. Se decían muchas cosas de ella. Pero no quise conocerlas, ni siquiera antes de enamorarme. Lo juro
. Su necesidad de protegerla era una necesidad de protegerla incluso de los recuerdos de un pasado confuso, negligente y promiscuo, y sin embargo inocente como el pasado de una criatura revoltosa.

Cayendo en el estupor y la estupefacción ante la belleza de su cuerpo. Aquella mujer era su mujer. ¡Suya!

La piel exquisita y suave, envoltorio vivo de su belleza.

Al igual que el mar, aquella belleza cambiaba constantemente. Como con luz, con gradaciones de luz. O la atracción gravitatoria de la luna. Su alma, misteriosa y temible para él, era como una esfera en precario equilibrio en lo alto de un surtidor de agua: trémula, nunca inmóvil, ora subiendo, ora bajando, ora volviendo a subir… En Inglaterra había querido morir. Si no hubiera llamado a un médico, más de una vez… En los días de su desmoronamiento, poco después de terminar la película, había estado destrozada, se le notaban cada vez más los años; sin embargo, al volver a Estados Unidos, se había recuperado completamente en pocas semanas. Ahora, embarazada de dos meses, la veía más sana que nunca. Hasta las náuseas matutinas parecían animarla. ¡Qué normal era! ¡Y qué extraordinario era ser normal! Había ahora en ella una sencillez y una franqueza que sólo le había visto antes una vez, mientras ensayaba el papel de Magda.

Lejos de la ciudad. Lejos de las expectativas de otros. Los ojos omnipresentes de otros. Embarazada de él.

Lo he hecho por ella. Devolverla a la vida. Por lo menos ahora creo que soy capaz
.

Volver a ser padre, después de tantos años. Casi a los cincuenta.

3

El Dramaturgo ya había estado otros veranos en Galapagos Cove, con otra mujer. Una esposa anterior. Cuando era más joven. Frunció el entrecejo mientras recordaba. Pero ¿qué recordaba? Todo no. Como si buscara entre papeles antiguos y amarillentos, borradores de obras que hubiera escrito con rapidez en un rapto de inspiración y luego hubiera arrinconado; y luego olvidado. Es imposible creer, en un rapto de inspiración, que alguna vez pensaremos de manera diferente y más aún que llegaremos a olvidar. Suspiró con inquietud. La húmeda brisa marina le produjo un escalofrío. No, era feliz. Su joven esposa bajaba hacia la playa de guijarros, con agilidad y un poquito de temeridad, como una niña voluntariosa. Nunca había sido tan feliz, estaba convencido.

Los gritos de las gaviotas. ¿Qué había removido aquellos pensamientos indeseados?

4

—¡Papá, ven!

Había bajado por la pared del cantil entre rocas musgosas y resbaladizas y los restos que arrojaba el mar. Emocionada como una niña. La playa era más pedregosa que arenosa. Las olas cubiertas de espuma rompían a sus pies. No parecía darse cuenta de que se los estaba mojando. Tenía ya el dobladillo de los pantalones caqui humedecido y manchado de barro. Su pelo claro ondeaba al viento. Tenía lágrimas en las mejillas, ya que los ojos se le irritaban con facilidad.

—¡Papá! ¡Eh!

El oleaje hacía tanto ruido que casi no se la oía.

A él no le había gustado que bajara, pero sabía que no debía hacerle advertencias. Sabía que no debía reproducir el morboso vínculo que había habido entre la tendencia de su mujer a hacerse daño adrede y sus reproches, amenazas y desesperaciones paternalistas.

¡Nunca jamás! El Dramaturgo era demasiado listo para no comprenderlo.

Se echó a reír y bajó la pendiente tras ella. Las piedras húmedas y resbaladizas eran traicioneras. El viento le arrojaba salpicaduras al rostro, humedeciéndole las gafas. El cantil tendría cinco metros, no más, pero costaba descender sin resbalar. Que ella hubiera bajado tan deprisa, con la agilidad de una mona, lo dejaba atónito. «¡No la conozco, no la conozco!», se decía. Era una idea que se le ocurría espontáneamente una docena de veces al día, y por la noche, cuando ella lo despertaba con los gemidos, los lloriqueos, incluso las risas que profería en sueños. Sentía rigidez en las rodillas y casi se torció la muñeca al sujetarse cuando perdió el equilibrio. Jadeaba, el corazón le latía con fuerza, pero sonreía de contento. También él era ágil, a pesar de su edad.

En Galapagos Cove se los tomaba por padre e hija; hasta que se supo quiénes eran.

En el Hostal del Ballenero, un poco más al norte por la costa, adonde la llevó a cenar aquella noche. Cogidos de la mano a la luz de las velas. Una joven guapa y rubia, de rasgos delicados, con un vestido estival blanco; un viejo alto y de hombros caídos, educado, de voz queda, con arrugas en las mejillas.
Esa pareja. La mujer me suena…

Llegó por fin a su lado, hundiendo los talones en la arena pedregosa. El ruido del oleaje era ensordecedor. Ella le pasó los brazos por la cintura y lo abrazó; contra su piel, por dentro del jersey y la camisa masculinos. Llevaban jerséis idénticos, de punto y de color azul marino; los había encargado ella consultando un catálogo de L. L. Bean. Jadeaban y reían, sintiendo un alivio curioso, como si los dos hubieran escapado del dolor por muy poco, aunque ¿dónde había estado el dolor? Ella se puso de puntillas y lo besó con fuerza en la boca.

—¡Papá, gracias! Hoy es el día más feliz de mi vida.

Nadie habría negado que lo decía en serio.

5

Se conocía en la zona como Casa del Capitán, y también como Casa Yeager, y la había construido un capitán de barco en 1790 en un peñasco situado a la orilla del mar. Un alto seto de lilas la ocultaba al tráfico, denso en verano, de la carretera provincial 130.

La Casa del Capitán era un viejo caserón de madera corroída y piedra erosionada, con tejados empinados, estrechas ventanas con parteluz y habitaciones singularmente estrechas, bajas y rectangulares; las de arriba eran pequeñas y con corrientes de aire; había chimeneas de piedra tan grandes que dentro cabía una persona de pie, y fogones de ladrillo ennegrecidos por el uso; suelos de madera sin pulimentar, cubiertos por alfombras deshilachadas, decididamente antiguas y gastadas, como testigos del tiempo. Los zócalos y pasamanos se habían tallado de forma artesanal. Los muebles consistían sobre todo en sillas, mesas y aparadores del siglo
XVIII
típicos muebles antiguos de Nueva Inglaterra, construidos sin herramientas industriales, a base de superficies lisas y líneas rectas, con tacañería y contención puritanas. En las habitaciones de la planta baja había cuadros con escenas marinas y retratos de hombres y mujeres tan mal pintados que tenían que ser auténtico «arte local»; había colchas bordadas a mano y cojines de punto. Había multitud de relojes antiguos: de pie y de barco, ejemplares alemanes con campana de vidrio, de caja de música, de porcelana y laca negra atacadas por el tiempo. («¡Mira! Todos se han parado a distinta hora», dijo Norma.) La cocina, los cuartos de baño y los enchufes de la luz eran relativamente modernos, ya que la casa se había reformado muchas veces, con un coste considerable, aunque la Casa del Capitán olía a antiguo, a los estragos y la sabiduría del tiempo.

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