Su hija tenía entonces dos o tres años.
—Eres mi niña buena, cariño. Mi único amor.
Le gustaba menos, aunque se guardaba de decirle ni una palabra, que Norma hubiera comprado en una librería de la Ciencia Cristiana de la Quinta Avenida varios libros de Mary Baker Eddy y una revista titulada
The Sentinel
en la que tres creyentes verdaderos daban testimonio de haberse curado mediante la oración. Como racionalista, liberal y judío a pesar suyo, el Dramaturgo despreciaba aquella secta; no podía sino esperar que Norma se la tomara a la ligera, con la misma actitud con que hojeaba diccionarios, enciclopedias, libros de segunda mano, incluso catálogos de prendas de vestir y de semillas, como quien busca… ¿qué? ¿Vestigios de sabiduría perdida que pudieran ser útiles para el bienestar del niño? Al Dramaturgo le conmovían mucho las largas listas de palabras que apuntaba Norma y que solía encontrar por toda la casa, en lugares insólitos, como el cuarto de baño, en el desportillado borde de la bañera de porcelana, o encima del frigorífico, o en el peldaño superior de las escaleras del sótano, palabras absurdas, incluso arcaicas, pulcramente escritas con mano de colegiala:
obduración, obelisco, oblación, obnoxio, obcecación
(«Yo no hice el bachillerato, como tú y tus amigos, papá. Y menos aún una carrera universitaria. Lo que hago es…, no sé, prepararme para el examen final.») Además, escribía poesías, encorvada durante largas horas de ensueño en el banco de una ventana de la Casa del Capitán, pero él no las miraba sin su permiso.
(Aunque se preguntaba qué estaría escribiendo su Norma, su casi analfabeta Magda.)
Su Norma, su Magda, su cautivadora esposa. El pelo sintético de Marilyn le desaparecía en las raíces; su pelo de verdad era de un castaño melifluo y cálido, y ondulado. Y aquellos pechos de grandes pezones, crecidos para amamantar a una criatura. Y la fiebre de sus besos, y sus manos extasiadas y agradecidas acariciándolo, al varón, al padre-del-niño. Por encima de la ropa y por debajo. Metiéndole las manos por debajo de la camisa, por dentro de los pantalones, mientras se apoyaba en él besándolo.
—Papá, papá.
Era su
geisha
. («Vi en Tokio una vez a esas
geishas
. Tienen clase.»)
Era su
shiksa
, su mujer gentil. (Titubeante y lasciva en su boca esta palabra
yiddish
que nunca pronunciaba bien del todo. «Por eso me amas, ¿no, papá? Porque soy tu
shik-sta
rubia.»)
Él, el marido, el varón, se sentía a la vez privilegiado y abrumado. Bendecido y asustado. Desde el principio, desde el primer roce, el primer contacto inequívocamente sexual, el primer beso auténtico, sentía en la mujer la presencia de una fuerza superior que quería fluir hacia el interior de él. Ella era su Magda, su inspiración, pero también mucho más.
Como el rayo era aquella fuerza. Podía justificar su existencia como dramaturgo y como hombre, y podía destruirlo.
Una madrugada de fines de junio, cuando ya llevaban viviendo en la Casa del Capitán tres idílicas semanas, el Dramaturgo bajó mucho antes que de costumbre, con las primeras luces del alba, despertado por una tormenta que había hecho temblar la casa. Al cabo de unos minutos, lo peor de la tormenta parecía haber pasado; las ventanas de la casa estaban iluminadas por una luz borrosa y oceánica que crecía a ojos vistas. Norma había salido ya de la cama de dosel. Entre las sábanas no quedaba más que su olor. Un par de cabellos centelleantes. El embarazo le producía modorra en los momentos más imprevistos y se ponía a dar cabezadas como los gatos en cualquier lugar donde la venciera el sueño; pero siempre despertaba al amanecer, incluso antes, cuando se ponían a cantar los primeros pájaros, instigados por el niño. «¿Sabes? El niño tiene hambre. Quiere que su mamá coma.»
El Dramaturgo recorrió la planta baja. Pisando descalzo las desnudas tablas del suelo.
—Cariño, ¿dónde estás?
Hombre de ciudad, acostumbrado al aire viciado de la ciudad y a los incesantes ruidos urbanos de Manhattan, aspiraba con placer y con un poco de orgullo de propietario el aire frío del océano. ¡El océano Atlántico! Su océano. Había sido la primera persona (eso creía él) que había llevado a Norma a ver el Atlántico; desde luego había sido la primera persona que lo había cruzado con ella, hasta Inglaterra. ¿Es que no le había susurrado multitud de veces durante los abrazos más íntimos, con las mejillas arrasadas de lágrimas: «Ay, papá. Antes de conocerte yo no era nadie. ¡No había nacido!»?
¿Dónde estaba Norma? Se detuvo en la sala, una estancia estrecha y larga con el suelo increíblemente desnivelado, para mirar el amanecer. Qué poderosos debieron de parecer estos espectáculos al hombre primitivo, como si estuviera a punto de irrumpir un dios para presentarse a la humanidad. El cielo del amanecer, en el horizonte. Una llamarada espectacular. De luz terrible, dorada, oscurecida hacia el noroeste por las masas de plomo de las nubes eléctricas. Pero las nubes eléctricas se alejaban deprisa. Mientras miraba, el Dramaturgo se preguntó si también Norma habría bajado a contemplar el espectáculo. Sintió orgullo al pensar que él, el marido, podía darle tales regalos. Norma no parecía tener ideas propias sobre dónde irse de viaje. En Manhattan no había cielos matutinos así. No los había en Rahway, Nueva Jersey, ni siquiera en la inocencia de la infancia. La luz, al cruzar los cristales salpicados de lluvia, se refractaba hacia el interior empapelado de la sala formando volutas y bucles de fuego jaspeado. Como si la luz fuera vida, estuviera viva. El reloj de pie, de nogal tallado, que Norma había conseguido poner en funcionamiento, emitía su sereno tictac y el dorado péndulo se balanceaba sin prisas. La Casa del Capitán era un barco acogedor que navegaba por un mar verde hierba, y el Dramaturgo, el hombre de ciudad, era el mismo capitán.
Llevo a mi familia a puerto seguro. ¡Por fin!
El Dramaturgo con la inocencia de la vanidad masculina. Con esperanza ciega. Sintiéndose como si hubiera atravesado los opacos estratos del tiempo para unirse a las generaciones de hombres que habían vivido en aquella casa a lo largo de los siglos, maridos y padres como él.
—Norma, cariño. ¿Dónde estás?
Una vaga idea de que pudiera estar en la cocina, le había parecido oír la puerta del frigorífico, pero no estaba allí. ¿Estaría fuera? Salió al porche de tela metálica cuya alfombrilla, una especie de bambú trenzado, estaba empapada; las gotas de agua brillaban como joyas en los verdes muebles tubulares. No vio a Norma en el patio trasero y se preguntó si habría bajado hasta la pedregosa playa. ¿Tan temprano? ¿Con aquel frío, con aquel viento? Las nubes eléctricas se habían retirado por el norte. Casi todo el cielo era ya de un bronce resplandeciente vertebrado por fulgores naranjas. Ah, ¿por qué sería «hombre de letras» y no pintor? O fotógrafo. Un artista que rindiera homenaje a la belleza del mundo natural en vez de revolver y airear la estupidez y fragilidad humanas. Como liberal, como hombre que creía en la humanidad, ¿por qué andaba siempre denunciando los defectos de todos, acusando a los gobiernos y al «capitalismo» de las maldades del alma humana? Pero no había ninguna maldad en la naturaleza, ninguna fealdad.
Norma es la naturaleza. En ella no puede haber ninguna maldad, ninguna fealdad
.
—¿Norma? Ven, mira. El cielo…
Volvió a la oscura cocina. Por la cocina y el cuarto de la colada en dirección al garaje, pero allí, delante de la puerta que daba al garaje, estaba la puerta del sótano, abierta; y una blanca forma femenina destacaba en la oscuridad, sentada o agachada en el primer peldaño. La luz del sótano, que se encendía con un interruptor, era muy débil; quien quisiera bajar al sótano tenía que coger una linterna. Pero Norma no empuñaba ninguna linterna y no quería bajar al sótano. ¿Estaba hablando con alguien? ¿Consigo misma? Estaba despeinada y no llevaba más que el camisón blanco y transparente. El Dramaturgo fue a decir su nombre, pero dudó, porque no quería sobresaltarla, y en aquel instante ella se volvió, con los azules ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. El Dramaturgo vio que tenía un plato en las manos y que en el plato había un trozo de hamburguesa cruda, bañada en sangre; había comido la hamburguesa directamente del plato, como los gatos, lamiendo la sangre. Entonces vio al acechante marido. Se echó a reír.
—Papá, me has asustado.
Pronto el niño llevaría tres meses en el útero.
8
¡Estaba emocionadísima! Los invitados no tardarían en llegar.
Amigos de él, intelectuales de Manhattan: novelistas, autores teatrales, directores escénicos, poetas, editores. Pensaba (¡bueno, sabía que era una tontería!) que la simple proximidad de aquellas personas superiores debía tener un efecto beneficioso en el niño que llevaba dentro. Como recitar solemnemente las palabras del diccionario que se proponía memorizar. Como ciertas páginas de Chéjov, de Dostoievski, de Darwin, de Freud. (En una librería de ocasión de Galapagos Cove, que no era más que un sótano atestado y mohoso, había encontrado un ejemplar de bolsillo de
El malestar en la cultura
, de Freud, por cincuenta centavos. «Es un milagro, precisamente lo que andaba buscando.») Había una alimentación a base de comida y otra a base de cosas del espíritu y el intelecto. Su madre la había criado en una atmósfera dominada por los libros, la música y la gente superior, aunque sólo fueran empleados de La Productora que cobraban más bien poco, personas como tía Jess y tío Clive, y su niño estaría infinitamente mejor alimentado, ella se encargaría de eso. «Me he casado con un genio. Mi niño es el heredero del genio. Vivirá hasta bien entrado el siglo
XXI
, sin recuerdos de la guerra.»
La Casa del Capitán, en una hectárea de tierra pegada al océano. Era una verdadera casa de luna de miel. Sabía que no podía ser, pero fantaseaba con que el niño nacería allí, en la cama de dosel, parido (¿con ayuda de una comadrona?) con todo el dolor y sangre que hicieran falta, y Norma no gritaría, ni una sola vez. Tenía un inquietante recuerdo (sólo se lo había contado a Carlo, que parecía creer en ella y le había dicho que sí, que él había tenido la misma experiencia) en el que su madre gritaba de dolor durante su nacimiento, el horror físico de la imagen, como pitones enloquecidas luchando entre sí; quería ahorrar al niño aquella experiencia y la crueldad de un recuerdo que duraría toda la vida.
¡Pronto llegarían los invitados que se iban a quedar el fin de semana! Norma Jeane se había vuelto muy hogareña, la emocionaba ser hogareña; era un papel que no había interpretado nunca en la pantalla, pero era el papel para el que había nacido. Mucho más ama de casa y anfitriona que la primera mujer del Dramaturgo (se lo había dicho él), y encima le gustaba, y él estaba sorprendido e impresionado. Casarse con una actriz temperamental, ¡vaya riesgo! Un «bombón» rubio, una chica «de calendario». ¡Vaya riesgo! Había querido que su marido comprendiera que no corría ningún riesgo con ella y él, para gran satisfacción suya, había acabado comprendiéndolo. Sabía que sus amigos se lo llevaban aparte y le murmuraban: «Oye, Marilyn es encantadora. Marilyn es adorable. Lo contrario de lo que cualquiera habría esperado». Había oído algunos comentarios maravillada: «Oye, Marilyn es inteligente. Y ha leído mucho. Precisamente he estado hablando con ella de…». Algunos sabían ya que no había que llamarla Marilyn, sino Norma. «Oye, Norma ha leído un montón. Incluso ha leído mi último libro.»
Quería a los amigos de su marido. No solía dirigirse a ellos salvo que ellos le hablasen primero y le hicieran preguntas. Ella respondía con suavidad, titubeando, insegura a veces de la pronunciación de ciertas palabras. Tímida y de lengua torpe, como con miedo escénico.
Sin duda estaba un poco asustada y tensa. Y el niño en el útero la cogía con fuerza.
No me hagas daño esta vez, ¿quieres? No hagas lo que la última vez
.
Estaba fuera, en el césped. Descalza, con unos pantalones algo sucios y una camisa de su marido anudada por debajo de los pechos, para ventilar el estómago; el sombrero de paja, de ala caída, atado en la barbilla. Tenía esa sensación fantasmagórica y cosquilleante que significa que alguien (quizá) nos está mirando. Un rayo aéreo que salía del primer piso de la Casa del Capitán. Del estudio donde el Dramaturgo tenía una mesa pegada a la ventana.
Me quiere. ¡De verdad! Moriría por mí. Me lo ha dicho
. Le gustaba que su marido la mirase pero no la posibilidad de que estuviera escribiendo sobre ella, porque se decía: «Un escritor ve primero y escribe después. Como la araña violín, que pica porque está en su naturaleza». Cortaba flores para ponerlas en jarrones. Andaba con precaución porque estaba descalza y había objetos inesperados entre la crecida hierba, piezas de juguetes infantiles, trozos de plástico y de metal. Los propietarios de la Casa del Capitán eran personas buenas y amables, un matrimonio mayor que vivía en Boston y alquilaba la casa, pero los inquilinos anteriores habían sido descuidados, incluso guarros, y es posible que con mala idea, porque tiraban huesos en la hierba desde el porche, para que Norma los pisara y se hiciera daño.
¡Pero adoraba el lugar! El viejo caserón que parecía salido de un libro de cuentos se alzaba imponente ante ella, ya que el terreno estaba muy inclinado. La parcela que llegaba hasta el cantil y hasta la playa pedregosa. Le gustaba la paz que había allí. Se podía oír el oleaje y el tráfico de la carretera, pero los ruidos llegaban amortiguados, como con intención protectora. En ningún momento había silencio absoluto. Ningún silencio cortante. Como en aquel hospital del Reino de los Muertos donde había despertado, a miles de kilómetros de distancia. Y donde un médico britano con bata blanca, un desconocido, la contemplaba como si fuera un montón de carne en la mesa de autopsias. Le preguntó con voz muy tranquila si era consciente de lo que le había sucedido; si recordaba la cantidad de barbitúricos que había ingerido; si había tenido intención de causarse un serio perjuicio. La llamaba señorita Monroe. Añadió que había «visto algunas películas suyas».
Ella, en silencio, había negado con la cabeza.
No no no
.
¿Por qué iba a querer morirse? Sin haber tenido el niño, sin haber culminado su vida.
Carlo la había obligado a prometerle, la última vez que habían hablado por teléfono, que lo llamaría, del mismo modo que él la llamaría a ella. Si a alguno de los dos se le ocurría dar lo que Carlo llamaba «el gran paso infantil hacia lo desconocido».