¡Carlo! El único hombre que la hacía reír. Desde que Cass y Eddy G. habían salido de su vida.
(No, Carlo no era amante de Norma. Aunque los cronistas de Hollywood los hubieran relacionado y publicado fotos de los dos juntos, cogidos del brazo y sonriendo.
Monroe y Brando: ¿La pareja de Hollywood con más estilo o «sólo buenos amigos»?
No habían hecho el amor en la cama de Norma aquella noche, pero la omisión había sido sólo técnica, como cuando olvidamos cerrar un sobre que hemos echado al correo.)
Norma había encontrado una azada en el garaje y unas tijeras de podar muy oxidadas y con telarañas en la bodega, colgando de un gancho. Los invitados no llegarían hasta el atardecer. No era aún mediodía y disponía de muchísimo tiempo. Al instalarse en la Casa del Capitán había hecho una promesa, mantener los arriates de flores limpios de malas hierbas, pero las malas hierbas crecían muy deprisa, maldita fuera. En su cabeza, mientras trabajaba rítmicamente, apareció un poema de repente, como una mala hierba:
M
ALAS HIERBAS DE
A
MÉRICA
Las malas hierbas de América no morimos
cardo abrojo cizaña
nos arrancan de raíz y
NO MORIMOSnos envenenan y
NO MORIMOSnos maldicen y
NO MORIMOSmalas hierbas de América ¿sabéis una cosa?
¡
NOSOTROS SOMOS AMÉRICA
!
Se echó a reír. Al niño le gustaría el poema. Su ritmo sencillo y tonto. Le había compuesto una melodía al piano.
Entre los frondosos arriates de flores había algunas hortensias azules. ¡La flor favorita de Norma Jeane! Recordaba con viveza las hortensias del jardín trasero de los Glazer. Azules como aquéllas, también rosas y blancas. Y a la señora Glazer diciendo, con ese curioso y solemne hincapié que solemos hacer como si la misma trivialidad de nuestras palabras fuera testigo de nuestra veracidad, además de un ruego para que las palabras en cuestión duren más que nuestra frágil y achacosa vida: «La hortensia es la flor
más bonita
, Norma Jeane».
9
Nada es más teatral que un fantasma
.
Al Dramaturgo le había intrigado siempre lo que había querido decir T. S. Eliot. Nunca había dejado de picarle la afirmación, porque en sus obras no había ningún fantasma.
Observaba a Norma, que estaba en el jardín trasero cortando flores con unas tijeras. Su bella y embarazada esposa. Se quedaba absorto mirándola una docena de veces al día. Estaban la Norma que hablaba con él y la Norma situada a unos metros de él. La una, objeto de sentimientos; la otra, objeto de admiración estética. Que también es un sentimiento y no menos intenso.
Mi bella y embarazada esposa
.
Norma llevaba el sombrero de paja con el que se protegía del sol, pantalón informal y una camisa de él, pero no zapatos, cosa que a él le disgustaba, ni guantes de jardinero, que le disgustaba igualmente. ¡Aquellas suaves manos empezaban a criar callos! El Dramaturgo no la observaba por ningún motivo. Estaba mirando por la ventana, el mar y el cielo empedrado de nubes de translucidez y opacidad variables, con cierta satisfacción por lo que estaba escribiendo, escenas sueltas y esquemas para otra obra, aunque a lo mejor lo metía todo en el guión de cine (hasta entonces no había probado a escribir ninguno) que en el futuro tal vez fuera un trampolín para su mujer. Y entonces había aparecido ella abajo, en el césped. Con una azada y unas tijeras de podar. Trabajaba con torpeza pero con tesón. Estaba totalmente absorta en lo que hacía, al igual que estaba totalmente absorta en su embarazo; la certeza de su felicidad le iluminaba el cuerpo como una potente luz interior.
El Dramaturgo tenía miedo de que le ocurriera algo, a ella y al niño. No soportaba pensar en semejante posibilidad.
Cuán saludable parecía, como una mujer de Renoir en la cima de su belleza física femenina. Pero Norma estaba débil: cogía infecciones con facilidad, problemas respiratorios, migrañas terribles y desarreglos estomacales. ¡Los nervios!
—Aquí no, papá. Este lugar me sienta muy bien.
—Sí, cariño. A mí también.
La observaba con los codos apoyados en la mesa. En un escenario, todos sus movimientos torpes y graciosos tendrían significado; fuera de escena, aquellos mismos ademanes se perdían en el olvido, ya que no había público.
¿Cuánto duraría Norma en la categoría de no-actriz? Había renegado de las películas de Hollywood, pero quedaba el teatro, para el que tenía un talento natural; quizá genio. («No me hagas volver, papá —le había rogado en la cama, desnuda entre sus brazos—. No quiero volver a ser ella».) Hacía mucho que al Dramaturgo lo obsesionaba la extraña y proteica naturaleza del actor. Qué significaba «actuar» y por qué reaccionábamos como lo hacíamos ante las «grandes actuaciones». Sabemos que un actor «actúa» y sin embargo deseamos olvidarlo, y en presencia de actores de talento lo olvidamos inmediatamente. Es un misterio, un enigma. ¿Cómo podemos olvidar que el actor «actúa»? ¿«Actúa» para nosotros? ¿Está nuestra propia «actuación», enterrada y negada, en el mensaje de la «actuación» del actor? Entre los muchos libros que Norma se había llevado de California había uno titulado
El manual del actor y la vida del actor
(el Dramaturgo no había oído hablar de él jamás), y todas las páginas de aquel singular compendio de citas y aforismos al parecer anónimos estaban llenas de anotaciones de Norma. Era su Biblia, estaba claro. Las páginas tenían las puntas gastadas y salpicaduras, y encima se caían. Lo había publicado en 1948 una desconocida editorial de Los Ángeles. Se lo había regalado un sujeto que decía llamarse «Cass»:
Para la guapa Norma Géminis, con eterno amor estrellado
. Norma había copiado un aforismo en la portada pero la tinta casi se había borrado.
El actor sólo es feliz en su espacio sagrado: la escena.
¿Era verdad? ¿Era verdad para Norma? Amarga revelación para cualquier amante, si era cierto. Amargo descubrimiento para cualquier marido.
«Pero la verdad de un actor es la verdad de un momento que sólo puede ser pasajero. La verdad de un actor es el diálogo.»
Esto era cierto, el Dramaturgo estaba aquí más seguro.
Norma había dejado de cortar flores y volvía a la casa. Se preguntó si alzaría la cabeza y lo vería, y hubo una fracción de segundo durante la que pudo haberse retirado, pero sí, ella levantó los ojos y lo saludó, con la mano, y él le devolvió el saludo con una sonrisa.
—Mi amor.
Qué extraño que la frase de T. S. Eliot le hubiera acudido a la cabeza.
Nada es más teatral que un fantasma
.
—No hay fantasmas en nuestra vida.
El Dramaturgo se había estado preguntando, desde la temporada en Inglaterra, por el futuro de Norma. Había renegado de la interpretación, pero ¿cuánto tiempo estaría sin actuar? Ama de casa y madre muy pronto, sin profesión. Tenía demasiado talento para contentarse con la vida privada, el Dramaturgo lo sabía. Estaba convencido. Admitía sin embargo que no podía volver a ser Marilyn Monroe; o Marilyn la mataría algún día.
Pero él estaba escribiendo un guión de cine. Para ella.
Y necesitaban dinero. O lo necesitarían, pronto.
Bajó para ayudarla en la cocina. Allí estaba Norma, sin aliento, con las flores y una ligera película de sudor en la cara. Había cogido hortensias azules y algunos tallos de rosas trepadoras, con una especie de hongo negro en las hojas.
—Mira, papá. Mira lo que he traído.
Los amigos de Manhattan no tardarían en llegar. Licores en el porche y luego cena en el Hostal del Ballenero. La tímida y simpática esposa del Dramaturgo puso flores por toda la casa, sin exceptuar la habitación de los huéspedes.
—Las flores hacen que la gente se sienta bien recibida. Como si se quisiera su presencia.
El Dramaturgo ponía agua en jarrones y ya iba Norma a arreglar las flores cuando vieron que pasaba algo, que las hortensias se caían de los jarrones.
—Querida, has cortado demasiado cortos los tallos. ¿Ves?
No era un reproche y menos aún una crítica, pero Norma se abatió en el acto. Su alegre ánimo estaba por los suelos.
—¿Qué? ¿Que he hecho qué?
—Mira. Podemos reparar el daño, así.
¡Maldición! No debería haber dicho «daño». Aquello la abatió aún más y retrocedió como una niña a la que han dado una bofetada.
El Dramaturgo puso las flores en tazones, para que flotaran en el agua. (No eran flores recién abiertas. No vivirían más de veinticuatro horas. Pero Norma, por lo visto, no se había dado cuenta.) Las rosas trepadoras, torpemente cortadas, se añadieron a las hortensias tras quitarles las manchas a las hojas a base de tijera.
—Yo creo que así queda igual de bien, cariño. Produce cierto efecto japonés.
Norma, a unos metros de distancia, no había dejado de mirarle las manos en silencio. Se acariciaba el vientre mordiéndose el labio inferior. Jadeaba y al parecer no había oído las palabras del Dramaturgo. Por último, con voz titubeante, dijo:
—¿Está bien ponerlas así? ¿Tan cortas? ¿No se reirá nadie?
El Dramaturgo se volvió a mirarla.
—¿Reírse? ¿Por qué iba nadie a reírse?
Había puesto cara de incrédulo.
¿Reírse de mí?
10
La encontró en el rincón de la cocina, donde se había escondido.
Y si no en la cocina, en el garaje.
Y si no en el garaje, en lo alto de la escalera del sótano. (¡Vaya lugar húmedo y apestoso para esconderse!) Aunque Norma no admitía que se escondiera.
—Cariño, ¿no vienes a sentarte con nosotros en el porche? ¿Por qué estás ahí?
—Sí, ya voy, papá. Era sólo que…
Saludaba a los invitados y casi inmediatamente se iba corriendo, dejándolo con sus amigos, tímida como una gata callejera. ¿Era una modalidad de miedo escénico?
El Dramaturgo no la reprendía diciendo
Norma, no les des motivo para que murmuren de nosotros
.
Queriendo decir
Para que murmuren de ti
.
No; estaba comprensivo, agradable, hogareño, sonriente. Convirtiendo la legendaria timidez de Marilyn Monroe en una inocente broma doméstica. La encontró en el rincón de la cocina, enfrascada en la labor de alisar bolsas de papel. Los invitados recorrían la casa y salían al porche. El Dramaturgo la besó en la frente, para tranquilizarla. Cuando Norma sudaba, el pelo le olía ligeramente a productos químicos, aunque no se había puesto agua oxigenada en los últimos meses.
El Dramaturgo procuraba hablarle con amabilidad. Sin reproches. Tenía el diálogo delante, como si hubiera escrito las frases de ambos.
—Cariño, no le des tanta importancia a esta visita. Pareces muy nerviosa. Ya conoces a Rudy y a Jean, me dijiste que te caían bien.
—Yo no les caigo bien a ellos, papá. Han venido a verte a ti.
—Norma, no sea absurda. Han venido a vernos a los dos.
(No: el Dramaturgo debía borrar de su voz todo rastro de escepticismo. Debía hablar a su infantil esposa como en otro tiempo había hablado a sus jovencísimos y vulnerables hijos, hijos que adoraban y temían a papá.)
—¡Pero si no se lo reprocho! No se lo reprocho. Lo entiendo, son tus amigos.
—Bueno, sí, los conozco mucho más que tú, desde que era joven. Pero…
Norma se echó a reír, negó con la cabeza y le enseñó las palmas. Era un gesto de petición y al mismo tiempo de rendición.
—¿Y por qué esas personas, esos inteligentes amigos tuyos, él, escritor y ella, editora, por qué querrían
verme
?
—Querida, ven de una vez, ¿quieres? Te están esperando.
Ella volvió a negar con la cabeza y a reír. Lo miraba de soslayo. Muy parecida a una gata asustada, asustada por ningún motivo, a punto de echar a correr, y peligrosa. Pero el Dramaturgo no quiso confirmar sus ridículos recelos y se lo pidió en voz baja, con amabilidad, pasándole el pulgar por la frente, inclinándose para mirarla a los ojos de un modo que a veces ejercía sobre ella una especie de hipnosis.
—Cariño, anda, sal conmigo. Estás bellísima.
Era una mujer bella asustada de su propia belleza. Parecía molestarle que confundieran su belleza con «ella». Sin embargo, el Dramaturgo no había conocido nunca a una mujer tan angustiada por su aspecto cuando estaba ante desconocidos.
Norma había escuchado y meditado. Al final se estremeció, se echó a reír, se frotó la pegajosa frente en la barbilla de él y sacó del frigorífico un plato grande de hortalizas crudas, dispuestas geométricamente según el color, y una salsa de crema agria que había preparado ella misma. Él llevó bebidas en una bandeja. De pronto, todo volvía a estar bien. Iba a salir estupendo. Como en el plató de
Bus Stop
, donde el Dramaturgo la había visto aterrorizada, paralizada, con ganas de retirarse, y sin embargo muy poco después había reaparecido, y allí estaba Cherie, más vehemente, más viva, más flamiforme y convincente que nunca. Rudy y Jean admiraban la vista marina y se volvieron al oír que regresaba la atractiva pareja. El Dramaturgo y la Actriz Rubia. La mujer que quería que la llamaran «Norma» estaba deslumbrante (no evitaron el cliché, según contarían Rudy y Jean) con aquel cutis lozano y de una transparencia lechosa que le daban los primeros meses de embarazo; el pelo era de un rubio más oscuro, brillante y ondulado; llevaba un vestido de tirantes, con unas amapolas chillonas estampadas en las caderas, y un escote lo bastante abierto para enseñar el nacimiento de los turgentes pechos; calzaba zapatos blancos de tacón alto y puntera abierta, sonreía a la pareja como aturdida por los fogonazos de los fotógrafos, y entonces perdió pie en el único pero alto escalón que había que bajar para salir al porche, el plato grande se le cayó al suelo, las hortalizas, la salsa y la loza rota por los aires.
11
Convertías los asuntos más insignificantes en una prueba de mi lealtad. De nuestro amor.
¡Los asuntos más insignificantes! Te refieres a mi vida.
También tu vida pasó a ser un motivo. Un chantaje.
Oye, que nunca me defendiste. Nunca diste la cara por mí delante de aquellos hijos de puta.
No estaba claro quién necesitaba defensa. ¿Siempre eras tú?
¡Me despreciaban! Esos a los que tú llamabas amigos.
No. Tú te despreciabas a ti misma.
12
Norma, sin embargo, quería a sus ancianos suegros. Y ante su sorpresa, sus ancianos suegros la quisieron a ella. El día en que los conoció, en Manhattan, la madre del Dramaturgo, Miriam, se llevó al hijo aparte, le asió las muñecas y le murmuró con voz de triunfo: «Esta chica es como yo cuando tenía su edad. Llena de esperanza».