—Lo importante, cariño, es que el niño esté protegido de las vicisitudes del destino. ¿Y si hubiera otra Depresión? Es posible. Nadie estaba preparado para la primera. ¿Y si el cine se fuera a pique? No sería extraño. Pronto todo el mundo tendrá un televisor en casa. Freud dice que «quien comparte una falsa ilusión es incapaz de reconocerla como tal». En el sur de California, el propio aire que respiramos es una ilusión. Por lo tanto, creo que deberíamos tomar precauciones económicas para garantizar un buen futuro al niño.
Norma se removió en su asiento, incómoda. Era su turno de hablar. Estaba en una clase de interpretación y la obligaban a improvisar en un diálogo que los demás conocían de antemano. Era uno de esos ejercicios en los que te hacían salir del aula y luego te llamaban para que interpretaras una escena con dos o más actores que ya habían memorizado el texto.
Cass pegó su mejilla a la de ella. Su aliento era una mezcla de halitosis matutina y un tufillo dulzón a glicinas podridas.
—No va a pasarnos nada, mamaíta. Somos nuestras propias estrellas de la suerte.
¡Ahora lo recordaba! En uno de sus sueños, ella intentaba dar de mamar a su hijo, pero los labios del pequeño eran incapaces de chupar. ¿Los recién nacidos chupan de manera automática? Debía de ser un instinto, una habilidad innata como la de los pájaros para hacer un nido o la de las abejas para construir un panal. Pero qué curioso que en su sueño el niño no tuviera cara (¡todavía!); sólo un halo de luz trémula.
—Vaya —dijo Norma Jeane—. ¿Alguna vez se os ha ocurrido pensar si es posible que lo que la gente llama «Dios» sea simplemente instinto? ¿Cómo sabes qué hacer en una circunstancia nueva sin saber que ya lo sabes? ¿No dicen que cuando arrojan a un animal al agua éste descubre que ya sabe nadar? ¿Y no pasa lo mismo con los recién nacidos?
Los hombres Dióscuros fijaron la vista en la carretera.
Theda Bara los estaba esperando junto a la cancela abierta de Los Cipreses, con una sonrisa forzada en sus carnosos labios pintados de rojo oscuro y agitando la mano con el desenfado de una bailarina de los años veinte. Su actitud provocativa era un resabio de épocas pasadas: tenía una edad indeterminada entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años; tal vez incluso más. Su piel color terracota se veía tensa y brillante alrededor de los ojos. A Norma Jeane le inspiraba pena e impaciencia.
Madura. ¡Date por vencida!
Eddy G. gritó con aparente sinceridad:
—¡Lo siento! ¿Llegamos tarde?
Era un muchachote apuesto, aunque no se hubiera afeitado en varios días, llevara los pantalones arrugados y oliera a lo que en los anuncios de desodorante llamaban «transpiración»; una le perdonaba prácticamente cualquier cosa. Allí estaba también Cass Chaplin, con su cara de niño enfurruñado y la alborotada melena del Pequeño Vagabundo que todas las mujeres suspiraban por acariciar. Y la tímida y trastornada rubia, a quien la agente inmobiliaria había reconocido como Marilyn Monroe, la actriz que hacía furor en Hollywood, pero cuya intimidad estaba dispuesta a respetar. ¡El célebre trío! Llegaban tarde, desde luego, con más de una hora de retraso, aunque eso era lo normal en los Dióscuros. Lo milagroso hubiera sido que fueran puntuales.
Theda Bara, con los ojos exageradamente maquillados, un traje de zapa de color teja y altos zapatos de piel de cocodrilo, estrechó con energía la mano de sus clientes. No vaciló un instante en tranquilizar a estos jóvenes de Hollywood.
—No llegan tarde, no se preocupen. Me encanta estar en las colinas. En estos momentos, Los Cipreses es mi casa favorita exclusivamente por la vista que tiene. En un día despejado, es impresionante. Si no fuera por esta bruma, niebla o lo que quiera que sea, alcanzaríamos a ver Santa Mónica y el mar —hizo una pausa, esforzándose aún más por sonreír—. Espero que no se apresuren en sacar conclusiones. Es una propiedad incomparable.
Cass silbó.
—Ya lo veo, señora.
—Yo también lo veo, señora, y eso que estoy completamente ciego —dijo Eddy G. Pretendía hacer un chiste, porque él nunca estaba ciego de alcohol a esas horas de la mañana.
La joven rubia que previamente se había presentado a la agente inmobiliaria como «Norma Jeane Baker» ahora contemplaba la mansión de estilo normando a través de sus gafas de sol, embelesada y seria como una niña. Aunque no parecía llevar mucho maquillaje, su piel se veía luminosa. Su cabello rubio platino estaba prácticamente oculto bajo un turbante rojo como el que solía usar Betty Grable en los años cuarenta. Una amplia camisola de seda blanca cubría sus pechos. Llevaba un pantalón de la misma tela, arrugado en la entrepierna, y sandalias de rafia.
—Oh, es preciosa —dijo con voz suave y titubeante—. Parece la casa de un cuento de hadas, pero ¿de cuál?
Theda Bara sonrió con nerviosismo. Finalmente decidió que se trataba de una pregunta retórica.
Les dijo que comenzaría enseñándoles el jardín.
—Para que se orienten.
Los condujo a paso vivo por senderos de adoquines, galerías de piedra y junto a una piscina con forma de riñón sobre cuyas azules aguas flotaban hojas de palmera secas, cadáveres de insectos y varios pájaros pequeños.
—La limpian todos los lunes por la mañana —dijo con tono culpable—. Estoy segura de que esta semana también la han limpiado.
A Norma Jeane le pareció ver sombras fugaces en el fondo de la piscina, como nadadores fantasma, y se resistió a mirar mejor. Eddy G. subió al trampolín y flexionó las rodillas como si estuviera a punto de saltar.
—No lo animéis, por favor —dijo Cass a las mujeres—. Ni siquiera lo miréis. No quiero ahogarme tratando de rescatarlo.
—Vete a la mierda, judío —replicó Eddy G. Aunque reía, daba la impresión de estar enfadado de verdad.
Theda Bara se apresuró a reanudar la excursión.
—Eres un grosero —murmuró Norma Jeane a Eddy G.—. ¿Y si ella fuera judía?
—Ella sabe que bromeo, aunque tú no lo creas.
En zonas tan altas como ésta soplaba una brisa constante. Norma Jeane no quería ni pensar cómo sería vivir allí en la temporada de los vientos de Santa Ana. Tal vez no fuera el sitio idóneo para una madre embarazada o para un niño pequeño. No obstante, Cass y Eddy G., que habían vivido en lujosas mansiones en su infancia, querían una casa en las colinas, una residencia «exótica» y «original». La cuestión económica no parecía preocuparlos, pero ¿de dónde saldría el dinero para el alquiler? Y en una casa como ésa, necesitarían criados. Norma Jeane no recibiría bonificaciones adicionales por
Niágara
, aunque fuera un éxito de taquilla; era una actriz contratada y ya le habían pagado. ¡Cass y Eddy G. lo sabían! Ahora que estaba embarazada, no podría trabajar en otra película durante un año o más. (Hasta era posible que su carrera hubiera terminado.) Pero cuando había preguntado a cuánto ascendía el alquiler de Los Cipreses, los muchachos le habían dicho que era un precio razonable y que no se preocupara.
—Entre los tres podremos pagarlo.
Norma Jeane examinó otra grieta en zigzag, esta vez en una pared estucada y decorada con vistosos mosaicos mexicanos. La grieta estaba llena de diminutas hormigas negras.
La casa se llamaba Los Cipreses porque estaba rodeada por cipreses italianos, en lugar de por las típicas palmeras. Algunos de estos árboles conservaban su elegante forma escultural, pero la mayoría se había atrofiado debido a los fuertes vientos y estaban desfigurados, como seres monstruosos. Casi era posible ver cómo se retorcían. Eran enanos, elfos, duendes perversos. Pero Rumpelstiltskin no era malo; había sido el único amigo de Norma Jeane. La había amado sin juzgarla. ¡Si se hubiese casado con él! ¡Si no hubiera muerto! Ahora estaría esperando un hijo de I. E. Shinn, tendría una hermosa casa propia y todos la respetarían, incluidos los jefes de La Productora. (Pero, a pesar de sus promesas de amor, Isaac la había traicionado. No le había dejado nada en su testamento. ¡Ni un céntimo! La había obligado a firmar un contrato que la comprometía a filmar siete películas con La Productora en condiciones prácticamente de esclavitud.)
Theda Bara los invitó a pasar al elegante vestíbulo de la casa. Parecía un museo: suelos de mármol, arañas de bronce y cristal, papel pintado de seda, paneles de espejo y una amplia escalera. El salón estaba en un nivel más bajo y era tan grande que Norma Jeane tuvo que entrecerrar los ojos para ver las paredes del fondo. Aquí, los muebles estaban tapados con sábanas blancas y el suelo era de taracea. Sobre la gigantesca chimenea de piedra había un par de espadas cruzadas y a su lado, una armadura aparentemente medieval.
Cass volvió a silbar.
—D. W. Griffith. Esto parece una de sus extrañas superproducciones.
Espejos ovales con marcos de filigrana dorada reflejaban espejos ovales con marcos de filigrana dorada en un juego de repeticiones infinitas que sobrecogió a Norma Jeane.
¡Aquí te aguarda la locura! No entres
.
Pero era demasiado tarde; no podía echarse atrás. Cass y Eddy G. se enfadarían con ella.
El actual propietario de la casa era el Banco del Sur de California. Hacía varios años que en Los Cipreses no vivía nadie, salvo inquilinos que estaban de paso. La propietaria anterior había sido una belleza de los años treinta, una actriz secundaria que había sobrevivido varias décadas al acaudalado productor con quien estaba casada. Esa mujer, una leyenda local, no tuvo hijos propios pero adoptó a varios huérfanos, algunos de origen mexicano. Un par de esos niños murió por «causas naturales» y otros desaparecieron o se fugaron. La actriz había llevado a vivir a la casa a un número variable de «parientes» y «ayudantes», que le robaron y la maltrataron. Corrían rumores morbosos sobre la afición de la mujer a la bebida y las drogas y sus intentonas de suicidio. Sin embargo, había donado grandes sumas de dinero a instituciones benéficas locales, incluida la de las Hermanas de la Eterna Caridad, una orden católica extremista que hacía continuos ayunos y vivía entregada a la oración y el silencio. Norma Jeane se había negado a escuchar los rumores más escandalosos, pues sabía que esas historias eran engañosas.
—Aunque se base en una verdad, lo que la gente dice siempre acaba convirtiéndose en una mentira.
Su corazón se aceleraba cuando pensaba en lo injusto que era todo, en las crueldades que circulaban sobre la mujer que había terminado sus días sola en esa casa y a quien una criada había encontrado muerta. El dictamen del forense fue «muerte accidental» causada por desnutrición, alcoholismo e ingestión de barbitúricos.
—¡No es justo! —murmuró Norma Jeane—. ¡Esos buitres!
Theda Bara, encaramada sobre sus altos tacones, conversaba y reía con los hombres, tratando de convencerse de que alquilarían Los Cipreses.
—Es una casa de ensueño, ¿verdad, querida? —dijo a Norma Jeane—. Tan original e ingeniosa. Sus amigos me han dicho que los tres quieren aislarse del mundo. En tal caso, le aseguro que éste es el lugar ideal.
El paseo por la planta baja se estaba prolongando demasiado. Norma Jeane empezaba a cansarse. ¡Esa casa! ¡Delirios de grandeza! Ocho dormitorios, diez cuartos de baño, varios salones, un inmenso comedor con arañas de cristal que temblaban y vibraban como si el techo se hundiera y una estancia para desayunar lo bastante grande para doce comensales. No hacían más que bajar y subir pequeños tramos de escaleras. En un nivel más bajo, con vistas a la piscina, había una sala con una barra de bar, taburetes tapizados en piel, una pista de baile y una máquina de discos. Norma Jeane fue directamente a la máquina, que además de estar desenchufada y sin luz, no tenía discos.
—¡Maldita sea! No hay nada más triste que una máquina de discos sin discos.
Se volvió con cara enfurruñada. Le habría gustado poner música y bailar. ¡El
jitterbug
! Hacía años que no bailaba el
jitterbug
. Ni el hula-hula, una danza que le encantaba y en la que había destacado a los catorce años. Ahora tenía veintisiete, estaba embarazada y le convenía hacer ejercicio, ¿por qué no bailar, entonces? Si Marilyn trabajaba en
Los caballeros las prefieren rubias
—cosa que no haría—, tendría que bailar como una corista, vestida con trajes caros y espectaculares. Participaría en números musicales con coreografías complejas al estilo de las de Ginger Rogers y Fred Astaire, espectáculos artificiosos y elegantes que no se parecerían en nada a los bailes que le gustaban de verdad.
—Lo primero que haremos será enchufar la máquina de discos, Norma —prometió Eddy G.
¿Ya se habían decidido? ¿Sin su consentimiento?
Theda Bara continuó con el paseo, riendo y hablando con los hombres con coquetería. Ellos, vestidos con ropa elegante pero arrugada y sucia, parecían exactamente lo que eran: hijos de la realeza de Hollywood repudiados. Norma Jeane se rezagó, mordiéndose el labio inferior. ¡Oh, desconfiaba de sus amantes! ¡Y el bebé también!
El actor es intuición
.
Sin la intuición, el actor no existe
.
Norma Jeane trató de recordar un sueño vívido e inquietante que había tenido esa misma mañana poco antes de despertar. Ella ponía al pequeño junto a sus pechos hinchados y doloridos para darle de mamar, pero entonces aparecía alguien que intentaba arrebatarle al niño…
¡No! ¡No!
, había gritado ella, pero las manos seguían tirando del bebé y ella sólo había podido defenderse obligándose a despertar.
—Norma Jeane —dijo la agente inmobiliaria con cortesía—, ¿le pasa algo? Se me ocurrió traerla aquí…
Norma Jeane hacía todo lo posible por eludir los malditos espejos. En todas las estancias de la casa había espejos: ovales, rectangulares, altos y verticales, paneles de espejo. Uno de los cuartos de baño de la planta baja tenía paredes de espejo del suelo al techo entre bordes de zinc. Dondequiera que entraras, te encontrabas invariablemente con tu reflejo entrando en la habitación y con tu cara aproximándose como un globo, los ojos buscando a los ojos. ¡Mira en qué se ha convertido la chica del espejo de Mayer’s! Con el turbante rojo y las gafas de sol, Norma Jeane se parecía a la figurante de busto generoso y preciosas piernas a la que Bob Hope miraba con lascivia en
Camino de Río
. Norma Jeane pensó que la única razón de ser de su Amiga Mágica era su carácter furtivo. Si una vivía continuamente con ella, perdía todo su encanto.