Blonde (67 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

—Vamos, nena,
nosotros
ya lo hemos descubierto y seguimos queriéndote. ¿Vale?

Atribuyó la inquietud de Norma a su embarazo y al miedo.

«No se harta del chorizo polaco»

¡Sus amantes! Según el voluminoso expediente del FBI etiquetado con el nombre, M
ARILYN
M
ONROE
,
TAMBIÉN CONOCIDA COMO
N
ORMA
J
EANE
B
AKER
, eran:

Z, D, S, T y media docena más de miembros de La Productora. El fotógrafo comunista Otto Öse, el guionista rojo Dalton Trumbo, el actor comunista Robert Mitchum. Howard Hughes, George Raft, I. E. Shinn, Ben Hecht, John Huston, Louis Calhern, Pat O’Brien, Mickey Rooney, Richard Widmark, Ricardo Montalbán, George Sanders, Eddie Fisher, Paul Robeson, Charlie Chaplin Sr. y Charlie Chaplin Jr., Stewart Granger, Joseph Mankiewicz, Roy Baker, Howard Hawks, Joseph Cotten, Elisha Cook Jr., Sterling Hayden, Humphrey Bogart, Hoagy Carmichael, Robert Taylor, Tyrone Power, Fred Allen, Hopalong Cassidy, Tom Mix, Otto Preminger, Cary Grant, Clark Gable, Skid Skolsky, Samuel Goldwyn, Edward G. Robinson Sr., Edward G. Robinson Jr., Van Heflin, Van Johnson, Tonto, Johnny Weissmuller («Tarzán»), Gene Autry, Bela Lugosi, Boris Karloff, Lon Chaney, Fred Astaire, Leviticus, Roy Rogers y Tigre, Groucho Marx, Harpo Marx, Chico Marx, Bud Abbott y Lou Costello, John Wayne, Charles Coburn, Rory Calhoun, Clifton Webb, Ronald Reagan, James Mason, Monty Woolley, W. C. Fields, Red Skelton, Jimmy Durante, Errol Flynn, Keenan Wynn, Walter Pidgeon, Fredric March, Mae West, Gloria Swanson, Joan Crawford, Shelley Winters, Ava Gardner, B
UZZ
Y
ARD
, Lassie, Jimmy Stewart, Dana Andrews, Frank Sinatra, Peter Lawford, Cecil B. DeMille y muchos más. ¡Todo esto en 1953, cuando sólo tenía veintisiete años! Sus aventuras más escandalosas aún pertenecían al futuro.

El Ex Deportista: el encuentro

—Quiero salir con ella.

El Ex Deportista frisaba los cuarenta. Hacía años que había bateado por última vez en un partido de liga, que había hecho su último
home run
y sonreído con timidez ante los setenta y cinco mil enfervorizados admiradores que lo vitoreaban. En sus tiempos, había roto récords del béisbol que se remontaban a 1922. Lo consideraban superior a Babe Ruth. Se había convertido en una leyenda nacional. En un ídolo estadounidense. Se había casado y tenido hijos y su esposa había pedido el divorcio acusándolo de «crueldad». Bueno, ¡tenía genio! No se puede culpar a un hombre viril de tener carácter. Además, era «italiano y celoso», un «italiano que jamás olvidaba una ofensa ni perdonaba a un enemigo». Tenía una nariz típicamente latina y la apostura característica de un italiano de tez morena. Siempre se le veía atildado al detalle. En público, era tranquilo y educado. Tenía fama de tímido y de galante. Usaba ropa informal durante el día y trajes oscuros para salir de noche. Había nacido en San Francisco, en el seno de una familia de pescadores. Era católico y un macho muy macho. Por temperamento, era un hombre de familia, pero ¿dónde estaba su familia? Salía con «modelos» y con «jóvenes actrices». Su nombre se mencionaba a menudo en la prensa del corazón. En el momento de su retirada del béisbol, ganaba cien mil dólares al año. Había regalado dinero a sus padres, comprado propiedades y hecho inversiones. Se lo «vinculaba» con ciertos comerciantes italianos de San Francisco, Los Ángeles y Las Vegas. Como era de esperar, sentía debilidad por los restaurantes italianos: pasta, escalopes de ternera y, de vez en cuando, un
risotto
, siempre que éste estuviera preparado como era debido. Casi siempre dejaba propinas espléndidas, pero empalidecía si lo atendían mal. Nadie se habría atrevido a ofenderlo deliberadamente; era un hombre que siempre tenía la última palabra. Las mujeres lo llamaban irónicamente el Bateador de los Yanquis. Bebía, fumaba, cavilaba. Era un adicto a los deportes. Tenía muchos amigos, algunos ex deportistas como él y todos forofos del deporte. Sin embargo, se sentía solo. Suspiraba por una «vida normal». Veía béisbol, fútbol y boxeo en la televisión. Cuando asistía a un partido de béisbol, enseguida lo identificaban y lo aplaudían. A la gente le encantaba ver cómo se ponía de pie —sonriendo con timidez y saludando con la mano— y volvía a sentarse de inmediato, rojo como un tomate. Había conocido a sus amigos en restaurantes y clubes nocturnos. A menudo eran bulliciosos, exigentes con la comida y el servicio y los últimos en abandonar el local, pero dejaban generosas propinas. En los establecimientos públicos, el Ex Deportista disfrutaba firmando autógrafos, aunque detestaba que lo acorralaran o lo empujaran. Le gustaba contar con la compañía de una mujer bonita y risueña, pues con frecuencia había fotógrafos cerca. Le complacía que una mujer se colgara de su brazo, pero no que se le pegara como una lapa. Despreciaba a las mujeres que «intentaban ser hombres». Las féminas «antinaturales» que no deseaban hijos le inspiraban furia y repulsión. Condenaba el aborto. A veces usaba métodos anticonceptivos, pese a que la Iglesia únicamente admitía el de los ciclos naturales. Estaba en contra de los comunistas y los simpatizantes del comunismo, los «rojos» y los «rojillos». No había leído ningún libro, ni siquiera había abierto uno, desde sus épocas de bachiller en San Francisco, cuando había obtenido calificaciones mediocres. Se había convertido en jugador profesional a los diecinueve años. Le gustaba el cine, en especial las comedias y las películas bélicas. Era un hombre corpulento que se ponía nervioso si debía pasar mucho tiempo sentado. Iba a la iglesia esporádicamente, pero jamás se saltaba la misa de Pascua. Cuando se arrodillaba para recibir la Sagrada Comunión, cerraba los ojos, fiel a las enseñanzas de su infancia. No mordía la hostia; dejaba que se disolviera en la boca, como también le habían enseñado de niño. Era tan incapaz de comulgar sin confesar antes sus pecados como de ponerse en pie en medio de la misa y proferir insultos y obscenidades contra el cura. Creía en Dios, pero asimismo en el libre albedrío. Por casualidad vio a Marilyn Monroe en una foto publicada en
L. A. Times
. La rubia actriz de Hollywood posaba con gracia entre dos jugadores de béisbol. «Comienza una nueva temporada. ¡A batear!»

El Ex Deportista contempló la foto largo rato. Una pelota, un bate y una joven deslumbrantemente guapa con la cara más dulce del mundo, un cuerpo escultural como el de la
Venus
de Milo y una melena de algodón de azúcar. Era un ángel con pechos y caderas. El Ex Deportista telefoneó en el acto a un amigo de Hollywood, el propietario de un conocido restaurante de Beverly Hills.

—Esa rubia, Marilyn Monroe…

—¿Sí? —preguntó el amigo—. ¿Qué pasa?

—Me gustaría salir con ella.

—¿Con
ésa
? —el amigo rió—. Es una fulana, siempre lo ha sido. Lleva el pelo teñido. Es una zorra que no usa ropa interior. Sale con judíos y vive con un par de maricas drogadictos. Ha chupado todas las pollas de la ciudad y algunas de fuera. Pasa fines de semana enteros en Las Vegas, atendiendo a los muchachos. Nunca sale de la suite. Por lo visto, no se harta del chorizo polaco.

Hubo un silencio. El propietario del restaurante de Hollywood pensó que el Ex Deportista había colgado silenciosamente el auricular, lo cual no era ajeno a sus hábitos. Sin embargo, el hombre dijo:

—Quiero salir con ella. Haz las gestiones oportunas.

Los Cipreses

Era la sexta semana de vida del bebé. También era la semana del cumpleaños de Norma Jeane.

¡Veintisiete años! Según dicen, soy casi demasiado vieja para tener el primer hijo!

Fue un momento de súbitas revelaciones.

—¡Eeeh! ¿Sabéis una cosa? Tengo una idea.

Los Dióscuros, el hermoso trío, iban de camino a una casa en alquiler, Los Cipreses, en Hollywood Hills, encima de Laurel Canyon Drive. Era la sexta o la séptima casa que les enseñaban desde el comienzo de su «búsqueda épica» (así la llamaba Cass, el maestro de las palabras). Iban a la caza del entorno perfecto para el embarazo de Norma Jeane y para los primeros meses de vida del niño.

—Somos producto de nuestra época y nuestro ambiente —dijo Cass—. No estamos hechos solamente de espíritu. Somos hijos de la tierra donde hemos nacido y de los metales preciosos de las estrellas lejanas. Debemos elevarnos por encima de la contaminada ciudad de Los Ángeles igual que por encima de la historia…, eh, ¿me escucháis?

¡Sí, sí!
Norma Jeane lo miraba con embeleso, enamorada, y siempre lo escuchaba. Eddy G. se encogió de hombros e hizo un gesto de asentimiento: claro.

—El mundo se renueva con cada nacimiento, y cuando des a luz, nosotros nos aseguraremos de que lo haga. El futuro de la civilización podría depender de un único nacimiento. El Mesías. Uno diría que hay pocas probabilidades de que nazca el Mesías, pero ¿qué más da? Arrojad los dados.

¿Quiénes eran Norma Jeane y Eddy G. para dudar de Cass Chaplin cuando él hablaba con semejante elocuencia, con tanta pasión?

Norma Jeane era la Pobre Doncella, amada por dos ardientes príncipes. Uno le daba libros que «significaban mucho para él»; el otro le regalaba flores solitarias con pinta de haber sido robadas en un súbito instante de inspiración, flores con el tallo demasiado corto, hojas salpicadas de manchas negras y hermosos y delicados pétalos que acababan de dejar atrás su esplendor.

—Te adoramos, bellísima Norma.

Era tan feliz. Puesto que nunca me había sentido tan sana, comprendí que el culto a Dios no es más que el espíritu de la salud divina (o el poder de la curación divina)
.

El demonio no existe. El demonio es una enfermedad de la mente
.

Ese día, Eddy G. los llevaba hacia Hollywood Hills, donde se elevarían por encima de la contaminada ciudad maldita. El cielo era de un bello color celeste. Una cálida brisa seca removía el aire. La grava crujía bajo las ruedas del Cadillac verde lima, conducido con destreza y un aire de mal contenida temeridad por Eddy G., que en las películas siempre interpretaba a un joven agraciado y desenvuelto que moría, casi invariablemente, de manera violenta. Norma Jeane estaba sentada entre él y Cass Chaplin. (¡Pobre Cass! «Esta mañana no soy el de siempre, pero tampoco sé quién coño soy.») Norma Jeane, en la flor de su juventud, sonreía entre sus amantes Dióscuros, con la palma de la mano derecha apoyada con mimo sobre su barriga. Su mano caliente y húmeda; su vientre que empezaba a redondearse.

La sexta semana de vida del bebé. ¿Era posible?

En esta apacible mañana en el sur de California, los Dióscuros, el hermoso trío, subían por Laurel Canyon Drive para encontrarse con la agente inmobiliaria que había hecho suya la búsqueda épica de sus clientes y esperaba cerrar un trato con ellos muy pronto. A sus espaldas, la llamaban Theda Bara, pues se acicalaba al estilo de las divas memas de épocas pasadas; inspiraba compasión (que era lo que sentía Norma Jeane), pero también deseos de reírse en su cara (que era lo que hacían Cass y Eddy G.). De repente, con tanta espontaneidad que cualquiera habría dicho que la idea acababa de ocurrírsele, Eddy G. golpeó el volante y exclamó:

—¡Eeeh! ¿Sabéis una cosa? Tengo una idea.

Norma Jeane preguntó qué idea y Cass masculló algo ininteligible (oh, Dios, las tripas de Cass se revolvían con tanta furia que ella casi podía percibir sus movimientos; se sentía un tanto culpable porque él había dicho que sufría «náuseas por simpatía», un sentimiento exacerbado por el hecho de que Norma Jeane prácticamente no tenía náuseas).

—Es como una revelación ¿sabéis? —prosiguió Eddy G. con vehemencia—. Antes de que Norma tenga el bebé, deberíamos redactar nuestro testamento y hacernos un seguro de vida para asegurarnos de que si le ocurriera algo a alguno de los tres, los otros dos y el bebé cobrarían —Eddy G. hizo una pausa. Irradiaba entusiasmo juvenil y repentina determinación—. Yo conozco un abogado, un hombre de fiar. ¿Qué os parece? ¿Me escucháis? De esa manera, el niño estará protegido.

Hubo un silencio. Norma Jeane estaba sumida en sus fantasías, evocando los sueños de la noche anterior. ¡Unos sueños extraños, vívidos, alucinantes! Una sucesión de sueños sobre el embarazo que había descrito a Cass diciendo que nunca había tenido otros semejantes, ¡no, jamás! Su insomnio había desaparecido como si nunca la hubiera atormentado. Ya no sentía la tentación de coger píldoras de las reservas que tenían en casa. Rara vez deseaba beber. Se dormía en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada, aunque los hermosos jóvenes la acariciaran, besaran, chuparan o manosearan, riendo y peleándose como críos, tendidos a ambos lados o encima de su comatoso cuerpo femenino. La llamaban la Bella Durmiente. Juraban que sus pechos se estaban llenando de crema. ¡Mmmmm! Pero el río de la noche la arrastraba inocentemente lejos de allí y la alimentaba.

¡Madre, nunca he estado tan sana! ¿Por qué no me contaste que estar embarazada era tan maravilloso?

Cass carraspeó y dijo con un titubeo, como un actor mal preparado para la escena que le toca interpretar:

—Es una idea estupenda, Eddy. ¡Sí! A veces me preocupa el futuro del niño. Con la falla de San Andrés… —se volvió hacia Norma Jeane y preguntó con delicadeza—: ¿Tú qué opinas, mamaíta?

Otro silencio. Norma Jeane no parecía reaccionar ante este diálogo de acuerdo con los deseos de los Dióscuros. Más tarde, ella recordaría que este episodio se le había antojado extraño: igual que en una escena de película en la que sabes que el coprotagonista espera que te comportes de determinada manera, que des pie a su siguiente parlamento, pero tú te retraes porque un mecanismo instintivo en tu alma de actriz te obliga a resistirte, a no dejarte llevar.

—¿Norma? ¿Qué te parece la idea?

Eddy G. pisó el acelerador a fondo. Volaban sobre el estrecho camino del cañón. Se ha enfadado, pensó Norma Jeane. Eddy G. giró el botón de la radio del coche buscando una emisora, un hábito peligroso mientras conducía.
The Song from Moulin Rouge
resonó a todo volumen.

Laurel Canyon Drive era una calle larga y llena de curvas. Norma Jeane no quería rememorar el lejano incidente con la policía de Los Ángeles ni la imagen de Gladys en bata.

En aquel entonces no era más que una niña. ¡Pero miradme ahora!

Cass puso una mano sobre la mano de Norma Jeane, que estaba apoyada en su vientre. Sobre el bebé. Cuando estaba de humor, Cass era el más cariñoso de los dos hombres; era un maestro del romanticismo, no al estilo cómico de Chaplin Sr., sino al estilo solemne de Valentino, irresistible para cualquier mujer. Eddy G., por su parte, desde el comienzo del embarazo bromeaba a menudo con Norma Jeane, provocándola con nerviosismo, pero se resistía a tocarla.

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