—Puedes venir a casa conmigo cuando quieras, madre —dijo Norma Jeane con un ligero dejo de reproche—. Ya lo sabes.
Hubo un silencio. Gladys se sorbió los mocos y se limpió la nariz. Norma Jeane creyó oír la burlona risa de la mujer.
¡A casa! ¿Contigo? ¿Adónde?
—Y no eres vieja —prosiguió Norma Jeane—. No deberías decir que eres vieja. Sólo tienes cincuenta y tres años —añadió con picardía—: ¿Qué te parecería convertirte en abuela?
Ya estaba. Lo había dicho. ¡Abuela!
Gladys bostezó, abriendo la boca como si fuera un cráter. Norma Jeane estaba decepcionada. ¿Debía repetir la pregunta?
Había ayudado a su madre a meterse en la cama, donde estaba tendida en camisón entre sábanas limpias. El ácido y triste olor a orina había desaparecido del cuerpo de Gladys pero permanecía, tenue como un eco, en la habitación. La habitación privada de la paciente, por la cual la «señorita Baker» pagaba una desorbitada mensualidad, era del tamaño de un armario grande y su única ventana abuhardillada daba al aparcamiento. Había una mesilla de noche, una lámpara, una silla de plástico y una estrecha cama de hospital. Sobre la cómoda de aluminio, entre artículos de perfumería y prendas de vestir, estaban apilados los libros que Norma Jeane había regalado a su madre en el transcurso de los años. La mayoría eran de poesía, bonitos y delgados volúmenes con aspecto de no haber sido abiertos. Cómodamente acostada, Gladys parecía a punto de quedarse dormida. El cabello de color marrón metalizado se había secado en retorcidos mechones. Los párpados se cerraron y los pálidos labios se abrieron con laxitud. Norma Jeane sintió una punzada de nostalgia al mirar las manos de su madre, surcadas por gruesas venas: las manos de Nell, en un tiempo tan inquietas, tan vivas e imbuidas de una furiosa voluntad propia, ahora parecían inertes. La joven las cogió entre las suyas.
—Ay, madre, tienes los dedos muy fríos. Te los calentaré.
Pero los dedos de Gladys se resistían a que los calentaran. En cambio, Norma Jeane empezó a temblar.
Trató de explicarle por qué esta vez no le había traído un regalo. Por qué no llevaría a Gladys a una peluquería del pueblo ni a comer a un agradable salón de té. Trató de explicar por qué no podría dejarle mucho dinero.
—Sólo tengo dieciocho dólares en la cartera. Me siento avergonzada. Me pagan mil quinientos a la semana, pero tengo tantos gastos…
Era verdad. A menudo se veía obligada a pedir dinero prestado —cincuenta dólares, cien dólares, doscientos dólares— a sus amigos o a los amigos de sus amigos. Había hombres dispuestos a dejarle importantes sumas de dinero, y sin que mediara ningún pagaré. Le regalaban joyas, aunque a ella no le servían de mucho. Cass Chaplin y Eddy G., que eran jóvenes prácticos, no se ofendían. Como futuros padres, tenían que pensar en el día de mañana y es imposible pensar en el día de mañana si no se piensa en el dinero. Los dos habían sido desheredados por sus célebres padres, de modo que consideraban lógico que otros hombres maduros, otra clase de padres, los mantuvieran. Intentaban convencer a Norma Jeane de que ella también tenía ese derecho porque, en cierto modo, también le habían robado su herencia. Ellos habían tenido la idea de mudarse a Hollywood Hills durante el embarazo de Norma Jeane. Si no conseguían una casa adecuada sin pagar, tendrían que conseguir dinero para pagarla. Asimismo, había sido idea de ellos contratar un seguro de vida de cien mil dólares —o quizá de doscientos mil— nombrando a los otros dos como beneficiarios.
—Por si acaso. Todas las precauciones son pocas cuando hay un niño en camino. Naturalmente, a los Dióscuros no va a pasarles nada.
Norma Jeane no había sabido cómo responder a esta sugerencia. ¿Asegurar su vida? La idea la asustaba, pues indicaba con claridad que algún día moriría.
Pero Marilyn no dejaría de existir. Ella estaba en películas y fotografías. En todas partes.
De repente, Gladys abrió mucho los ojos, tratando de enfocar la mirada. Norma Jeane intuyó que no se trataba de una reacción a sus palabras.
—¿En qué año estamos? —preguntó, agitada—. ¿A qué época hemos viajado?
—Madre —respondió Norma Jeane con voz tranquilizadora—, estamos en mayo de 1953. Soy Norma Jeane y estoy aquí para cuidarte.
Gladys la miró con los ojos entrecerrados con desconfianza.
—Pero tienes el pelo blanco.
Gladys cerró los ojos. Mientras masajeaba los dedos laxos de su madre, Norma Jeane se preguntó cómo darle la buena noticia sin asustarla.
Un niño. Ya estoy casi de seis semanas. ¿No te alegras por mí?
Pero tenía la impresión de que Gladys ya lo sabía. Por eso estaba tan evasiva, empeñada en huir a través del sueño.
—Cuando me tu-tuviste no estabas casada, ¿verdad, madre? —preguntó Norma Jeane con tacto—. No tenías un hombre que te mantuviera, pero de todos modos seguiste adelante. ¡Fuiste muy valiente, madre! Cualquier otra chica habría…, bueno, ya sabes, se habría deshecho del bebé. De mí —Norma Jeane soltó su característica risita chillona y asustada—. Si lo hubieras hecho, yo no estaría aquí. Marilyn Monroe no existiría. ¡Y se está haciendo tan famosa que recibe cartas de admiradores! Es tan… raro.
Gladys se negaba a abrir los ojos. Su cara se ablandaba como cera que se derrite. En una de las comisuras de su boca brillaba un hilo de saliva. Norma Jeane hablaba sin saber lo que decía. Una parte de ella parecía advertir que su plan de tener un niño era inviable, ridículo. ¿Un hijo sin padre? Si al menos se hubiera casado con el señor Shinn… Si V la hubiera querido un poco más, quizá se habría casado con ella. Sería el fin de su carrera, no le cabía ninguna duda. Incluso si se casaba de inmediato con uno de los Dióscuros, el escándalo la destruiría. Marilyn Monroe, la nueva celebridad, un globo inflado por la prensa, destruida alegremente por esa misma prensa.
—Tú tuviste valor. Hiciste lo correcto. Diste a luz a tu hija. A… mí.
Pero los ojos de Gladys continuaban cerrados y sus pálidos labios, abiertos y laxos. Se había sumergido en el sueño como en unas oscuras aguas misteriosas donde Norma Jeane no podía seguirla. Aunque oía el rumor de las olas junto a la cabecera de la cama.
Desde el hospital de Lakewood llamó por teléfono a un número de Hollywood. El teléfono sonó y sonó al otro lado de la línea.
—¡Ayudadme, por favor! ¡Necesito desesperadamente vuestra ayuda!
Norma Jeane hubiera querido marcharse de Lakewood Home de inmediato, pues había estado llorando y sentía los ojos enrojecidos e irritados. Era Nell, una mujer confundida y aterrorizada, pero la presencia de otros la obligaba a comportarse con normalidad. El director insistió en hablar con ella en privado. Era un hombre de mediana edad con cara redonda como una ostra y gafas de culo de botella con montura negra de plástico. Por el entusiasmo de su voz, Norma Jeane dedujo que no la veía a ella, la hija de la paciente Gladys Mortensen, sino a la actriz de cine. A la «rubia y despampanante actriz de cine». ¿Se atrevería a pedirle un autógrafo en un momento semejante? Si lo hacía, lo insultaría. Se echaría a llorar. ¡No podría soportarlo!
El doctor Bender hablaba de Gladys. De lo bien que evolucionaba, «en términos generales», desde su ingreso en Lakewood. Sin embargo, a veces, al igual que la mayoría de los pacientes en su estado, sufría «recaídas» y se comportaba de manera inesperada y peligrosa. La esquizofrenia paranoide, explicó el doctor Bender con el tono de una amable y solícita voz radiofónica, es una enfermedad misteriosa.
—Siempre me recuerda a la esclerosis múltiple, una enfermedad misteriosa que nadie termina de entender. Un síndrome de síntomas.
Algunos teóricos afirman que la esquizofrenia paranoide deriva de la interacción defectuosa del paciente con el medio o con otras personas; otros, los freudianos, creen que su origen se remonta a la infancia, y un último grupo de especialistas considera que la causa es puramente orgánica, bioquímica. Norma Jeane asintió para demostrar que estaba escuchando. Sonrió. Sabía que debía sonreír, a pesar de que estaba cansada y deprimida, sentía dolores en el útero y empezaba a recordar todas las citas a las que había faltado ese día porque las había olvidado por completo y, en consecuencia, no había llamado para postergarlas o dar explicaciones. El mundo esperaba sonrisas de todas las mujeres y muy especialmente de ella.
—Ya no pregunto cuándo le darán el alta —dijo Norma Jeane con tristeza—. Supongo que nunca. Me conformo con que esté segura y contenta. No podemos aspirar a más, ¿verdad?
—En Lakewood nunca nos damos por vencidos con un paciente —respondió el doctor Bender con seriedad—. ¡Nunca! Pero sí…, también somos realistas.
—¿Es hereditaria?
—¿Perdón?
—La enfermedad de mi madre ¿es hereditaria? ¿Se nace con ella? ¿Está en la sangre?
—¿En la
sangre
? —el doctor Bender repitió estas palabras como si nunca hubiera oído nada semejante. Respondió con aire evasivo—: En algunas familias se ha observado cierta tendencia a que los casos se repitan, pero en otras no, absolutamente ninguna.
—Mi padre era un hombre normal —dijo Norma Jeane con optimismo—. En todos los sentidos. No lo conozco más que por las fotos, pero he oído hablar de él. Murió en España en 1936. Lo mataron en la guerra.
Cuando Norma Jeane se levantó para marcharse, el doctor Bender le pidió un autógrafo, disculpándose, explicando que no acostumbraba a hacer esas cosas, pero ¿le importaría dárselo?
—Es para mi hija Sasha, que tiene trece años. Quiere ser una estrella de cine.
Norma Jeane sintió que su boca sonreía con simpatía, como si hubiera sido entrenada. A pesar de que percibía el principio de una migraña. Desde que se había quedado embarazada y había dejado de tener la regla, se iba salvando no sólo de los horribles dolores menstruales, sino también de sus desesperantes jaquecas, pero ahora notó los primeros síntomas de una migraña y se preguntó, aterrorizada, cómo volvería a casa con su bebé. Sin embargo, firmó con cortesía la portada de
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con la caligrafía de trazos amplios y angulosos que La Productora había diseñado para Marilyn. (Su verdadera firma, «Norma Jeane Baker», era un garabato pequeño y abigarrado.) La portada de
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mostraba a Marilyn en el papel de Rose, voluptuosa, atractiva, con la cabeza inclinada hacia atrás, los ojos entornados y soñadores y los labios provocativamente fruncidos. Su generoso busto parecía a punto de escapar de un vestido sin espalda de color azul eléctrico, un atuendo que, lo habría jurado, no había usado nunca. De hecho, había olvidado esa portada y la sesión en que le habían sacado esa foto. ¿Era posible que nunca hubiera posado para ella?
Sin embargo, allí estaba la prueba: el ejemplar de
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de abril de 1953.
Los reyes magosPara mi hijo
Contigo,
el mundo vuelve a nacer.
Antes de ti…
nada existía.
Eran Hedda Hopper, P. Pukham («Hollywood After Dark»), G. Belcher, Max Mercer, Dorothy Kilgallen, H. Salop, «Keyhole», Skid Skolsky (que desenterraba jugosos chismes hollywoodienses desde su madriguera en Schwab’s Drugstore), Gloria Grahame, V. Venell, «Buck» Holster, Smilin Jack, Lex Aise, Cramme, Pease, Coker, Crudloe, Gagge, Gargoie, Scudd, Sly Goldblatt, Pett, Trott, Leviticus, B
UZZ
Y
ARD
, M. Mudd, Wall Reese, Walter Winchell, Louella Parsons y H
OLLYWOOD
R
OVING
E
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, entre otros. Sus exaltados artículos se publicaban en
L. A. Times, L. A. Beacon, L. A. Confidential, Variety, Hollywood Reporter, Hollywood Tatler, Hollywood Confidential, Hollywood Diary, Photoplay, PhotoLife, Screen World, Screen Romance, Screen Secrets, Modern Screen, Screenland, Screen Album, Movie Stories, Movieland, New York Post, Filmland Tell-All, Scoop!
y otras revistas. Trabajaban para United Press y American Press. Infatigables, cumplían la función de hacer circular rumores. De airear los trapos sucios y avivar las llamas. Se anticipaban a los hechos, arrojando gasolina en el bosque para hacer correr las noticias como un reguero de pólvora. Pregonaban, presagiaban, anunciaban los hechos a bombo y platillo. Tocaban el clarín, la trompeta y la tuba desde lo alto de las murallas. Hacían sonar campanas y alarmas. Juntos e individualmente, en coros y en arias, proclamaban, aclamaban, divulgaban y pronosticaban. Elogiaban, criticaban, promulgaban y difundían. Eran volcanes de palabras. Mareas de palabras. Sermoneaban, profetizaban, promocionaban y sepultaban. Llamaban la atención. Acaparaban la atención. Voceaban su mercancía. Daban coba, publicitaban, alborotaban, revelaban, ventilaban e hiperventilaban. Predecían y contradecían. Hablaban de «meteóricos» ascensos y «trágicos» descensos. Eran astrónomos que señalaban la trayectoria de los astros, que observaban constantemente el cielo nocturno. Estaban presentes cuando nacía una estrella y también cuando moría. Cantaban loas a la carne y se alimentaban de carroña. Lamían con gula la piel hermosa y chupaban con avidez la deliciosa sangre. En los cincuenta, aclamaban con letras mayúsculas a M
ARILYN
M
ONROE
, M
ARILYN
M
ONROE
, M
ARILYN
M
ONROE
. En
Photoplay
, fue Medalla de Oro a la Mejor Actriz de 1953. En
Playboy
, Novia del Mes de noviembre de 1953. En
Screen World
, Miss Rubia Bombazo 1953. Aparecía también en revistas más serias, como
Life, Collier’s, Saturday Evening Post, Esquire
. Fotografiada junto a un niño en silla de ruedas que miraba con admiración a la bella rubia, N
O OLVIDÉIS HACER UNA DONACIÓN GENEROSA A LA CAMPAÑA DE LOS DIEZ CENTAVOS
. M
ARILYN
M
ONROE
.
—Ah, supongo que en esta foto está guapa —le dijo a Cass con una risita nerviosa—. Con ese vestido. ¡Dios! Pero no soy yo, ¿verdad? ¿Qué pasará cuando la gente lo descubra?
Con una extraña, luminosa opacidad en los ojos azul celeste que él sólo conseguiría explicarse en retrospectiva, e incluso entonces sin una certeza absoluta. Porque no la escuchaba con atención. Uno rara vez escuchaba a Norma con atención. Hablaba para sí, como si los pensamientos simplemente rebosaran de su abarrotado cerebro. Con aquella manera tan suya de cerrar las manos en puños, flexionar los dedos, tocarse inconscientemente los labios como para comprobar… ¿qué? ¿Que tenía labios? ¿Que éstos eran jóvenes, carnosos, firmes? Pero Cass, a quien no le faltaban preocupaciones propias, dijo con aire distraído, acariciando la mano de Norma, que, como de costumbre, ella giró para apretar la de él entre sus dedos sorprendentemente fuertes: