Blonde (65 page)

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Authors: Joyce Carol Oates

Tags: #Biografía, Drama

¿No? ¿No lo recuerda?

Me temo que no, señorita Monroe
.

¿No recuerda la sangre en su alfombra de piel blanca?

Me temo que no, señorita Monroe. No tengo ninguna alfombra de piel blanca
.

¿Mató a Debra Mae también? ¿Y después la descuartizó?

Pero Z ya se había vuelto de espaldas. Otro poderoso hombre lagarto había llamado su atención. No había oído las palabras de Norma Jeane en la furiosa voz de Rose Loomis. Y el ambiente era demasiado festivo: voces, risas y un grupo de negros tocando
jazz
. No era el mejor momento para arreglar cuentas con el enemigo, porque otras personas se acercaban a felicitar a Marilyn por su éxito.
Niágara
era una película de serie B barata y filmada en poco tiempo, una inversión que daría mucho dinero, de modo que lo mejor que podía hacer Norma Jeane era tragarse el rencor y sonreír, sonreír y sonreír con gracia en el papel de Marilyn.

Aunque deseara con toda su alma tirar de la manga del esmoquin de Z y enfrentarse a él. Pero una voz sensata intervino, advirtiéndole:

No lo hagas. Es la clase de cosa que haría Gladys en un momento semejante, ante un montón de testigos. Pero tú, que eres Marilyn Monroe, no harás nada por el estilo porque no estás enferma como yo
.

Así pasó el momento de peligro. Norma Jeane empezó a respirar con mayor serenidad. Más tarde recordaría con sorpresa y alivio que había sido Gladys quien le había dado este buen consejo. ¡Sin duda era un episodio decisivo en la vida de ambas!
Saber que me deseaba lo mejor, que no quería que estuviera enferma. Saber que se alegraba por mí
.

Rin-Tin-Tin estaba a su lado. Hinchado de orgullo, como si él la hubiera inventado. Era varios centímetros más alto que Rumpelstiltskin, no tenía chepa y su aceitosa cabeza calva era normal, ni desproporcionada ni deforme. Sus ojos se parecían a los de cualquier hombre ambicioso y hasta tenía una caprichosa vena amable, inesperada como un estornudo, una presta sonrisa de niño ilusionado. Pero su cliente, la actriz rubia que al parecer se había hecho famosa de la noche a la mañana, seguía inspirándole miedo y desconfianza. Rin-Tin-Tin temía que un hombre con sus mismas cualidades, aunque más acentuadas, le robara su cliente. ¡Norma Jeane echaba de menos al señor Shinn! En esta clase de celebraciones, sentía su ausencia como un tufillo a restos de comida, a la basura de una cocina. Le parecía imposible que I. E. Shinn hubiera muerto y que esos otros enanos siguieran vivos. Si Isaac hubiera estado allí, se habría percatado de que Norma Jeane se sentía incómoda ante la obligación de sonreír a unos desconocidos; los nervios la empujaban a beber más de la cuenta y los efusivos elogios y cumplidos no hacían más que confundirla, pues estaba convencida de que en realidad deberían reprenderla por no haber dado lo mejor de sí.

«¡Tema a los admiradores! Hable de su arte únicamente con aquellos que estén dispuestos a decirle la verdad», advertía el gran Stanislavski.

Ahora estaba rodeada de admiradores. O de personas que fingían serlo.

El señor Shinn se habría quedado con ella en un rincón; el pícaro y astuto Rumpelstiltskin la habría hecho reír con su cruel sarcasmo y sus ingeniosas ocurrencias. La noticia del embarazo le habría chocado. Al principio se habría puesto furioso —si a alguien detestaba más que a Cass Chaplin, ése era Eddy G. Robinson Jr., y él no podía saber que los Dióscuros habían salvado la vida de Norma Jeane—, pero la joven estaba convencida de que unos días después se habría alegrado por ella.
La Bella Princesa tendrá lo que desee
.

—¿… ahí? ¿Marilyn?

Una irritante voz radiofónica despertó a Norma Jeane de su trance. No; era una voz telefónica. Estaba tendida en el sofá y el auricular había caído a su lado. Tenía las dos manos húmedas sobre el vientre, donde el bebé dormía su secreto sueño sin palabras.

Levantó el auricular, confundida.

—¿Sí? ¿Qué?

Era Rin-Tin-Tin. Se había olvidado de él. ¿Cuándo había telefoneado? ¡Qué vergüenza! Rin-Tin-Tin preguntaba si le pasaba algo y la llamaba Marilyn, como si tuviera derecho.

—No, no me pasa nada. ¿Qué quería?

—Escúchame, por favor. Nunca has hecho una comedia musical y ésta es una magnífica oportunidad. La propuesta…

—¿Una comedia musical? No sé cantar ni bailar.

Rin-Tin-Tin soltó una carcajada. ¡Qué graciosa era su cliente! Una nueva Carole Lombard.

—Has asistido a clases de canto y de baile y en La Productora todo el mundo dice que… —hizo una pausa, buscando la palabra adecuada— prometes. Que tienes un talento natural.

Era verdad: cuando se dejaba llevar por la música, cuando bailaba o cantaba, parecía poseerla una deliciosa euforia infantil. Y ahora tenía otra buena razón para sentirse alegre.

—Lo lamento. No puedo. Ahora no.

Oyó una brusca inspiración perruna. Un jadeo.

—¿Ahora no? ¿Por qué
ahora
no? Marilyn Monroe es un éxito de taquilla
ahora
.

—Por razones personales.

—¿Qué, Marilyn? No he oído bien.

—Por razones personales. Tengo una vida privada. No soy simplemente un objeto que sale en las películas.

Rin-Tin-Tin decidió hacer oídos sordos a este comentario. Era la misma táctica que solía usar Rumpelstiltskin. Dijo con impaciencia, como si transmitiera una noticia que acabara de leer en un telegrama:

—Z ha comprado los derechos de
Los caballeros las prefieren rubias
especialmente para ti. No le interesa Carol Channing, a pesar de que tuvo un éxito rotundo con la obra en Broadway. Quiere filmar la comedia sólo para que te luzcas tú, Marilyn.

¡Para que se luciera ella! ¿Por qué?

Norma Jeane se pasó la mano por la barriga como lo habría hecho Rose, acariciando la tensa y apenas perceptible redondez que era el bebé, y preguntó con indiferencia:

—¿Cuánto me pagarían?

Rin-Tin-Tin tardó unos instantes en responder.

—El sueldo estipulado por el contrato. Mil quinientos dólares semanales.

—¿Y cuántas semanas durará el rodaje?

—Calculan que unas doce.

—¿Y cuánto cobrará Jane Russell?

Una vez más, Rin-Tin-Tin se demoró en responder. Debió de sorprenderle que Norma Jeane, que parecía distraída y ausente, que no se interesaba por los cotilleos de Hollywood y, según aseguraba, ni siquiera estaba al tanto de la explosión de publicidad en torno a Marilyn Monroe, supiera no sólo que Jane Russell sería la coprotagonista en la película, sino también que una conversación sobre el sueldo de dicha actriz pondría en un compromiso a su agente.

Éste respondió con tono evasivo:

—El contrato está pendiente. La Russell necesita la autorización de otro estudio.

—Sí, pero ¿cuánto piden?

—Todavía no se ha acordado una suma definitiva.


¿Cuánto?

—Piden cien mil dólares.

—¡Cien mil dólares! —Norma Jeane sintió una punzada de dolor en el vientre. El bebé también se sentía ofendido. Pero nadie perturbaría su sueño porque, por encima de todo, su madre sintió alivio. Rió y dijo—: Si el rodaje dura doce semanas, cobraré dieciocho mil dólares. ¿Y Jane, cien mil? Marilyn Monroe debería tener su orgullo, ¿no cree? Es un insulto. Jane Russell y yo fuimos juntas al Instituto de Van Nuys. Ella era un año mayor y consiguió más papeles que yo en las obras del colegio, pero siempre hemos sido amigas. ¡Se sentiría violenta por mí! —Norma Jeane hizo una pausa. Había hablado muy rápidamente, y aunque no estaba alterada, su voz sonaba furiosa—. Ahora tengo que colgar. Adiós.

—Espera, Marilyn…

—A la mierda con Marilyn. Ella no está aquí.

Una mañana llamaron de Lakewood. ¡Gladys Mortensen había desaparecido!

La noche anterior había escapado de su habitación, del hospital y también de los jardines que rodeaban el edificio (según habían admitido, a regañadientes, tras una meticulosa búsqueda). ¿Podía ir lo antes posible?

—Oh, sí. Oh, sí.

No se lo contaría a nadie. Ni a su agente, ni a Cass Chaplin, ni a Eddy G.
Pretendía protegerlos. Esta tragedia era sólo mía
. Además, temía ver la ostensible indiferencia que se reflejaba en los ojos de sus amantes cada vez que mencionaba, aunque fuera indirectamente, a su madre enferma. («Todos tenemos una madre enferma —decía Cass restándole importancia al asunto—. Si me ahorras los comentarios sobre la tuya, yo no hablaré de la mía. ¿De acuerdo?».)

Norma Jeane se vistió deprisa y completó su atuendo con un sombrero de paja de Eddy G. y unas gafas de sol. Estuvo a punto de tomar una de las azules píldoras de Benzedrina que Cass guardaba en el cuarto de baño, pero no lo hizo. En los últimos tiempos dormía un mínimo de seis horas diarias, un sueño profundo y reparador, ya que el embarazo le sentaba bien. Al menos eso aseguraba su médico, que estaba radiante como un futuro padre, tanto que a Norma Jeane empezaba a inquietarle la posibilidad de que la hubiera reconocido. ¿Y si le sacaba fotos mientras estaba anestesiada, dando a luz al niño?

Emprendió viaje a Lakewood entre el tráfico matutino. Estaba preocupada por Gladys; ¿se habría hecho daño a sí misma?
¿Es posible que esté enterada de mi embarazo?
Sabía que debía dejar de atribuirle el don de la omnisciencia; ella ya no era una niña ni Gladys, la poderosa madre que todo lo sabe.
Sin embargo, de alguna manera se ha enterado. Por eso ha huido
. De camino a Lakewood, Norma Jeane pasó junto a uno, dos, tres cines donde ponían
Niágara
. Encima de la marquesina de cada uno de ellos, estaba M
ARILYN
M
ONROE
, tendida de lado, con su piel pálida y luminosa, luciendo un escotado vestido rojo que apenas contenía sus voluminosos pechos. M
ARILYN
M
ONROE
sonreía provocativamente con unos brillantes labios fruncidos que Norma Jeane miró con timidez.

¡La Bella Princesa! Nunca se había fijado en que la Bella Princesa se burlaba de sus admiradores al tiempo que los enaltecía. Ella era tan hermosa y ellos, tan vulgares. Ella era una fuente de emociones y ellos, esclavos de las emociones. ¿Quién era el Príncipe Encantado digno de ella?

¡Sí, estoy orgullosa! Lo reconozco. Me he esforzado mucho y me esforzaré aún más
.

La mujer del cartel no soy yo, pero es el fruto de mi trabajo. Merezco esta felicidad
.

Merezco a mi hijo. ¡Es mi momento!

Cuando Norma Jeane llegó al hospital privado de Lakewood, como por arte de magia, Gladys había regresado. La habían encontrado dormida en un banco de una iglesia católica situada a algo más de cuatro kilómetros del psiquiátrico, sobre el concurrido Bellflower Boulevard. Estaba confusa y desorientada, pero no había opuesto resistencia a la policía de Lakewood, que la había devuelto al hospital. Al verla, Norma Jeane rompió a llorar y abrazó a su madre, que olía a cenizas, ropa húmeda y orina.

—Pero madre ni siquiera es católica. ¿Por qué fue allí?

El director de Lakewood Home se deshizo en disculpas ante Norma Jeane. Con buen tino, la llamaba «señorita Baker». (El que Gladys Mortensen fuera la madre de cierta actriz de cine era una información estrictamente confidencial. «¡No me delate, por favor!», había rogado Norma Jeane.) El director le aseguró que todas las noches, a las nueve, se cercioraban de que los pacientes estuvieran en su habitación; revisaban ventanas y puertas y había guardias de seguridad en todo momento.

—No estoy enfadada —dijo Norma Jeane—. Me siento agradecida porque mi madre está sana y salva.

Norma Jeane pasó el resto del día en Lakewood. Al fin y al cabo, era un día afortunado. Se preguntó cómo darle la gran noticia a Gladys. Una madre no siempre está preparada para recibir buenas noticias de su hija, porque una madre nunca ejerce tanto de sí misma como cuando cuida a una hija. Sin embargo, ahora era Norma Jeane quien cuidaba de Gladys, que parecía frágil e insegura en sus movimientos, parpadeando y frunciendo los ojos como si no reconociera a su hija. En varias ocasiones dijo con tono más preocupado que acusador:

—Tienes el pelo blanco. ¿Eres vieja, como yo?

Norma Jeane ayudó a bañar a su madre, le lavó el pelo enmarañado y lo peinó con solicitud. Le hablaba con alegría, tarareando y cantando como si tratara con una niña.

—Todos estábamos preocupados por ti, madre. No volverás a escaparte, ¿no?

En algún momento de la madrugada, Gladys había conseguido abrir no una sino varias puertas cerradas con llave (a menos que, contrariamente a lo que aseguraba el personal, no las hubieran cerrado bien) y había salido sin que la vieran por el jardín delantero del hospital; una vez en la calle, se las había apañado para recorrer a pie los cuatro kilómetros y medio que la separaban de la iglesia de St. Elizabeth, donde a la mañana siguiente la encontraron los feligreses que acudieron a la misa de las siete. Llevaba una bata beis de algodón, con el dobladillo descosido, y sin ropa interior debajo. Aunque había salido del hospital calzada con unas zapatillas de pana, aparentemente las había perdido en el camino y sus huesudos pies estaban cubiertos de cortes superficiales. Norma Jeane lavó esos pies con ternura y desinfectó las heridas con yodo.

—¿Adónde ibas, madre? Si querías ir a algún sitio, deberías haberme llamado para que te llevara. A la iglesia, por ejemplo.

Gladys se encogió de hombros.

—Sabía adónde iba.

—Podrías haberte hecho daño. ¿Y si te hubiera atropellado un coche o te hubieras perdido?

—No me perdí. Sabía adónde iba.

—¿Adónde?

—A casa.

La palabra flotó en el aire, extraña y maravillosa como un insecto fosforescente. Norma Jeane, conmovida, no supo qué responder. Notó que Gladys sonreía. Era una mujer que guardaba un secreto. Mucho tiempo antes, en otra vida, había sido poeta. Una hermosa joven que había atraído a los hombres, incluso a prósperos hombres de Hollywood como el padre de Norma Jeane. A Gladys le habían administrado un sedante para «tranquilizarla» antes de que su hija llegara al hospital. No se la veía agitada, ni siquiera avergonzada por haber causado tamaña conmoción. Se había orinado en el banco de la iglesia, pero tampoco parecía avergonzada por eso.
Es una niña. Una niña cruel. Ha ocupado el lugar de Norma Jeane
.

Los ojos de Gladys, otrora hermosos, estaban sombríos y opacos como piedras y su piel tenía un veteado matiz verdoso; sin embargo, y a pesar de que había pasado la noche deambulando descalza, Norma Jeane no la notó más avejentada que la última vez. Era como si muchos años antes le hubieran hecho un encantamiento: los que la rodeaban envejecerían, pero ella no.

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