Otto Öse aseguraba que había comprado el mantón especialmente para Norma Jeane, su primer y único regalo, pero la joven sospechaba que lo había encontrado en algún sitio; en el asiento trasero de un coche sin llave, por ejemplo. O que se lo había quitado a otra de sus chicas. Como «marxista radical», Otto Öse creía que un artista tenía el derecho de apropiarse de todo aquello que quisiera.
¿Qué diría Otto Öse si viera a Gladys?
Nos fotografiaría juntas, cosa que no debe ocurrir jamás
.
Norma Jeane le preguntó a Gladys cómo se sentía y ella murmuró algo ininteligible. Entonces le preguntó si querría ir a visitarla algún día.
—El médico dice que podrás ir a verme. Que estás «prácticamente curada». Podrías quedarte a dormir en mi casa o pasar una tarde conmigo.
Norma Jeane vivía en una habitación pequeña con una sola cama individual. ¿Dónde dormiría ella si Gladys ocupara la cama? ¿Podrían dormir juntas? Experimentó una mezcla de euforia y aprensión, pero entonces recordó que su agente, I. E. Shinn, le había advertido de que no le dijera a nadie que su madre era una «enferma mental». «El estigma te perseguirá siempre.»
Pero Gladys no parecía ansiosa por ir a casa de su hija. Respondió con un vago gruñido. Sin embargo, Norma Jeane pensó que se alegraba de que la hubiera invitado, aunque todavía no estuviera en condiciones de aceptar. Acarició la mano delgada, seca e inerte de Gladys.
—Ay, madre, ha pasado tanto tiempo… Lo lamento.
¿Cómo decirle que no se había atrevido a ir a verla mientras estaba casada con Bucky Glazer? Los Glazer le daban mucho miedo. Temía las críticas de Bess. Titubeante, Norma Jeane rebuscó en el bolso, sacó un pañuelo de papel y se enjugó los ojos. Estaba obligada a llevar rímel marrón oscuro incluso los días en los que no trabajaba, pues una modelo de Preene debía estar siempre perfecta en público, y la aterrorizaba la idea de que el rímel se extendiera como tinta por sus mejillas. Ahora llevaba el pelo de color castaño claro, un tono miel, y con ondas grandes en lugar de rizos. Sus apretados tirabuzones de colegiala estaban «pasados de moda»; en la agencia le habían dicho que parecía la «hija de un granjero de Oklahoma emperifollada para sacarse una foto en Woolworth». Y tenían razón, desde luego. Otto Öse opinaba lo mismo. Sus cejas finas, su ropa barata, la postura de su cabeza e incluso la manera en que respiraba eran inadecuadas y debía corregirlas. (
¿Qué te has hecho?
, preguntó Bucky Glazer la única vez que se vieron desde que le dieron de baja en el ejército.
¿Pretendes convertirte en una fulana?
Estaba ofendido y furioso. Lo habían avergonzado ante su familia. Ningún Glazer se había divorciado antes. Las esposas de los Glazer nunca se
fugaban
.)
—Te envié las fotos de mi boda, madre —decía Norma Jeane—. Creo que debería decirte que ya no estoy casada —alargó la mano izquierda, que temblaba ligeramente y ya no tenía anillos—. Mi es-esposo…, éramos tan jóvenes…, él decidió que… que no quería…
Si aquélla hubiera sido una escena de una película, la joven y recién divorciada esposa se habría deshecho en lágrimas y su madre la habría consolado, pero Norma Jeane sabía que eso no ocurriría y no se permitió llorar. Sabía que las lágrimas inquietarían o molestarían a Gladys.
—No puedes amar a un hombre que no te ama a ti, ¿verdad, madre? Porque si quieres a alguien de verdad, las almas se funden y Dios está en ambos, pero si él no te quiere…
Norma Jeane se interrumpió. No estaba segura de lo que quería decir. ¡Oh, había amado a Bucky Glazer más que a su propia vida! Sin embargo, por alguna razón misteriosa, ese amor se había desvanecido. Esperaba que Gladys no le hiciera preguntas sobre Bucky y el divorcio, y no se las hizo.
Permanecieron sentadas bajo la irregular luz del sol, mientras las nubes pasaban sobre ellas como veloces pájaros depredadores. A pesar de que era un día bonito y templado, había pocos pacientes en el jardín. Norma Jeane se preguntó qué opinión tendrían de su madre, que era claramente superior a los demás pacientes. Deseó que hubiera llevado consigo el libro de poemas, pero Gladys lo había dejado en la sala de visitas. ¡Habrían podido leer poesía juntas! ¡Qué recuerdos tan felices tenía de los tiempos en que Gladys le leía poemas! Y de los largos y maravillosos paseos dominicales por Beverly Hills, Hollywood Hills, Bel Air, Los Feliz. Las casas de las estrellas. Gladys había conocido a muchos de aquellos hombres y mujeres. Había sido invitada a algunas de esas mansiones y había acudido escoltada por el apuesto actor que era el padre de Norma Jeane.
Ahora me toca a mí. ¡Sí!
Madre, dame tu bendición
.
Si su padre siguiera vivo y en Hollywood; si a Gladys le dieran el alta en el hospital, cosa que parecía factible; si se fuera a vivir con ella; si la carrera de Norma Jeane «despegara», como el señor Shinn creía que ocurriría… Su mente se convirtió en un torbellino de emociones, como cuando despertaba en mitad de la noche con el camisón empapado y las sábanas húmedas.
Volvió a rebuscar en su bolso, que estaba repleto de cosas (un pequeño estuche de maquillaje para emergencias, compresas, desodorante, imperdibles, vitaminas, monedas sueltas y una libreta barata para apuntar sus pensamientos), y sacó un sobre que contenía fotografías suyas recientes. En todas aparecía en poses «decentes»; nada chabacano o vulgar. Había preparado las fotos para presentarlas una a una, como un regalo, ante los atónitos ojos de su madre, que gradualmente se llenarían de orgullo y emoción. Pero Gladys se limitó a exclamar «¡ja!» mientras miraba las imágenes con gesto indescifrable. Sus labios delgados y sin vida se hicieron aún más finos.
Quizá imaginara que la mujer de las fotos era ella en su juventud
, pensaría más tarde Norma Jeane.
—Ay, ma-madre, este último año ha sido fantástico, maravilloso, como los cuentos de hadas de la abuela Della. A veces todavía me parece increíble. ¡Soy modelo! Estoy contratada en La Productora, donde trabajabas tú. Lo único que tengo que hacer para ganarme la vida es posar. ¡Es el trabajo más fácil del mundo!
Pero ¿por qué decía esas cosas? La verdad era que se trataba de un trabajo duro, lleno de ansiedad, de preocupaciones que la mantenían en vela por las noches, un trabajo más difícil que cualquier otro que hubiera hecho, más estresante y agotador que el que solía hacer en Radio Plane: era como andar por la cuerda floja sin una red debajo, mientras los demás —el fotógrafo, el cliente, la agencia, La Productora— la juzgaban constantemente.
La mirada de los demás
con su cruel poder para reírse de ella, burlarse, rechazarla, despedirla, enviarla de vuelta, como un perro apaleado, al olvido del que acababa de emerger.
—Si quieres, puedes quedártelas. Tengo co-copias.
Gladys emitió un sonido impreciso y siguió mirando sin parpadear las fotos que le pasaba Norma Jeane.
Curiosamente, en cada una de ellas tenía un aspecto distinto. Infantil, sensual, anodina, sofisticada, etérea,
sexy
, más joven de lo que era, mayor de lo que era. (Pero ¿qué edad tenía Norma Jeane? Tuvo que pellizcarse para recordar que acababa de cumplir los veinte años.) En algunas llevaba el pelo suelto; en otras, recogido. Se la veía alternativamente provocativa, coqueta, pensativa, soñadora, masculina, altiva, divertida. Era guapa. Era bonita. Era hermosa. La luz caía de lleno sobre sus facciones, o las sombreaba con sutileza, como en un cuadro. En la foto de la que más orgullosa estaba, y que no había tomado Otto Öse sino un fotógrafo de La Productora, Norma Jeane aparecía entre las ocho jóvenes contratadas en 1946, posando en tres filas: de pie, sentadas en un sofá y sentadas en el suelo. Norma Jeane miraba más allá de la cámara con expresión ausente y los labios entreabiertos pero sin sonreír como las demás, sus rivales, que parecían suplicar
¡Miradme! ¡Miradme sólo a mí!
Al señor Shinn, su agente, no le gustaba esta foto porque en ella Norma Jeane no aparecía sugerentemente vestida como las otras. Llevaba una blusa de seda blanca con escote en V y un lazo, la clase de blusa que usaría una joven de buena familia y no un símbolo sexual; era verdad, Norma Jeane estaba sentada a lo indio sobre la alfombra, como el fotógrafo le había indicado, con las rodillas muy separadas y las piernas enfundadas en medias de seda a la vista, aunque su falda oscura y las manos enlazadas en el regazo ocultaban sus partes íntimas. Sin duda no había nada en esa foto que pudiera ofender a la exigente Gladys, ¿verdad? Por eso cuando su madre frunció el entrecejo y examinó la fotografía a la luz como si se tratara de un acertijo, Norma Jeane dijo con una risita culpable:
—Supongo que «Norma Jeane» todavía no existe, ¿no? Cuando sea actriz, si me dejan…, podré ser otras personas. Espero trabajar todo el tiempo, porque entonces nunca estaré sola —hizo una pausa, esperando a que Gladys hablara. Que le dijera algo halagüeño o alentador—. ¿Ma-madre?
Gladys arrugó aún más el ceño y se volvió hacia su hija. El acre olor a sucio hizo que Norma Jeane frunciera la nariz. Sin mirar directamente a los ojos llenos de ansiedad de la joven, Gladys murmuró algo que sonó como un «sí».
—¿Mi pa-padre trabajaba para La Productora? —preguntó de forma impulsiva Norma Jeane—. ¿No me dijiste eso? ¿En 1925? He estado fisgando en los archivos, tratando de encontrar su foto, pero…
Esta vez Gladys reaccionó. Su expresión cambió de inmediato. Pareció ver a su hija por primera vez con sus furibundos ojos sin pestañas. Norma Jeane se asustó tanto que las fotos se le cayeron de las manos. Se agachó a recogerlas con la cara encendida.
La voz de Gladys sonó como una bisagra oxidada.
—¿Dónde está mi hija? Dijeron que mi hija vendría a verme. No te conozco. ¿Quién eres tú?
Norma Jeane ocultó su cara abochornada. No tenía ni idea.
Sin embargo, regresaría obstinadamente a Norwalk a visitar a Gladys. Una y otra vez.
Algún día, me llevaré a madre a casa. ¡Lo haré!
Aquel día soleado y ventoso de octubre de 1946.
En el aparcamiento del Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk, Otto Öse se arrellanó en el pequeño Buick de dos plazas mientras esperaba a que saliera la dulce jovencita cuyo valor él había inflado en la ciudad como si se tratara de una vaca de Oklahoma. Si se sumaba la medida de su busto a la de sus caderas, uno obtenía la cifra aproximada de su cociente intelectual. Y ella lo adoraba. Y, caray, qué encantadora era, a pesar de su estupidez: a veces intentaba discutir con él de marxismo (había estado leyendo el
Daily Worker
que le había dejado) y del «sentido de la vida» (había intentado leer a Schopenhauer y otros «grandes filósofos»). Pero tenía el mismo sabor del azúcar morena deshaciéndose en la lengua. (¿Sería cierto que Otto la había degustado? Sus amigos no se ponían de acuerdo al respecto.) La esperó durante una hora, mientras ella visitaba a la chalada de su madre en Norwalk. Un hospital psiquiátrico del estado de California, el lugar más deprimente del mundo. ¡Brrr! Mejor no pensar —desde luego, Otto no quería hacerlo— que la locura es un mal hereditario. Que se transmite por los genes. La dulce y pobrecilla Norma Jeane Baker.
—No le conviene tener hijos. Ella lo sabe.
Otto Öse se entretuvo fumando puros y examinando su cámara. No permitía que nadie más la tocara. Sería como si le tocaran los genitales. ¡De ninguna manera! Por fin vio a Norma Jeane caminando a paso vivo hacia él. Tenía una expresión ausente en la cara y se tambaleaba sobre los altos tacones de sus zapatos.
—Eh, muñeca.
Otto arrojó el cigarro al suelo y comenzó a hacerle fotos.
Se apeó del coche y se acuclilló.
Clic, clic. Clic, clic, clic
. Aquello era la sal de su vida. Había nacido para eso. A la mierda con el cabrón de Schopenhauer, puede que la vida no fuera más que voluntad ciega y sufrimiento inútil, pero ¿qué más daba en momentos como aquél? Cuando uno tiene ocasión de fotografiar la cara hecha cisco de una jovencita, sus pechos bamboleándose, su culo, sobre todo si la chica tiene el aspecto de una niña metida a la fuerza en un cuerpo de mujer, inocente como algo que a uno le gustaría manchar con el pulgar sin otro propósito que el de ensuciarlo. La pobre había llorado: tenía los ojos hinchados y su cara manchada de rímel parecía la de un payaso. Sus lágrimas, como gotas de lluvia, habían salpicado con motas oscuras la pechera del jersey de punto rosa, y los pantalones de lino blancos, comprados esa misma semana en una tienda de Vine donde las mujeres y amantes de los ejecutivos del estudio ponían en venta su guardarropa del año anterior, estaban irremediablemente arrugados en la entrepierna.
—La cara de la Hija —recitó Öse con voz de sacerdote—. No estás nada atractiva —se incorporó y olfateó a Norma Jeane—. Además, hueles mal.
Por la forma en que le aseguraron
Todo va bien, Norma Jeane; eh, Norma Jeane, todo va bien
supo que no era verdad. Regresó al lugar donde una joven lloraba, reía, sollozaba…, la joven era ella misma y la conducían a una de las sillas dispuestas en semicírculo; estaba agitada y temblaba como si sufriera convulsiones.
No actuaba. Era algo más profundo que una interpretación. Era poco sutil, demasiado burdo. Nos enseñaban fundamentalmente la técnica. Simular una emoción en lugar de experimentarla. No debíamos ser el rayo a través del cual la emoción se desata en el mundo. Ella nos daba miedo y eso es difícil de perdonar
.
Decían que era demasiado «vehemente». La única que jamás se perdía una clase de interpretación, baile o canto. Y siempre llegaba temprano, a veces antes de que abrieran la sala. Era la única que se presentaba «perfectamente acicalada» día tras día. No parecía una actriz o una modelo (la habíamos visto en las portadas de
Swank
y
Sir!
y estábamos impresionados), sino más bien una secretaria juiciosa. Con el pelo arreglado y brillante. Una blusa de nailon blanca con un lazo en el cuello, mangas largas y puños abotonados. Pulcra y con la ropa impecablemente planchada. Y una falda estrecha de franela gris que debía de planchar al vapor todas las mañanas, enfundada en su combinación. Era fácil imaginarla inclinada sobre la plancha, frunciendo el entrecejo en un gesto de concentración. A veces llevaba jersey, un jersey dos tallas por debajo de la suya porque era el único que tenía. De vez en cuando usaba pantalones, pero casi siempre lucía su atuendo de señorita decente, medias con la costura perfectamente recta y tacones altos. Era tan tímida que parecía muda. Los movimientos bruscos y las risas estridentes la asustaban. Antes de que empezaran las clases, fingía leer un libro. En ocasiones era
A Electra le sienta bien el luto
, de Eugene O’Neill. Otras veces,
Las tres hermanas
, de Chéjov. Shakespeare, Schopenhauer. Era fácil reírse de ella. De su costumbre de sentarse en un extremo del semicírculo, abrir su cuaderno y empezar a tomar apuntes como una colegiala. Los demás usábamos vaqueros, pantalones anchos, camisas, suéteres y zapatillas de deporte. En los días de calor íbamos a clase con sandalias o descalzos. Bostezábamos, llevábamos el pelo alborotado y los chicos no se afeitaban porque todos éramos jóvenes atractivos, la mayoría recién salidos de los institutos de California, donde habíamos sido las estrellas de las representaciones escolares, adulados desde el parvulario. Teníamos confianza en nosotros mismos, algo de lo cual Norma Jeane, esa chiquilla salida de la nada, carecía por completo. Suponíamos que era una auténtica campesina de Oklahoma, porque no procedía de ningún lugar cercano. Se esforzaba para hablar como nosotros, pero su antiguo acento la delataba a menudo. Además, tartamudeaba. No siempre, pero con frecuencia. Al empezar un ejercicio de interpretación, tartajeaba un poco, pero una vez que superaba ese estadio, su timidez se desvanecía y en sus ojos aparecía una expresión extraña, como si otra persona tratara de aflorar a la superficie. Sin embargo, no dejaban de machacarnos que
cuando uno no tiene técnica, cuando se limita a ser uno mismo, a desnudarse, no actúa
.