–Permítame presentarme un poco más específicamente –sugirió Fastolfe–. Estoy encargado de la investigación del asesinato del doctor Sarton, por parte de Espaciópolis, así como el comisionado Enderby lo está por parte de la ciudad. Si le medo ser de alguna utilidad, cuente conmigo. Nos sentimos tan ansiosos por llegar a una solución tranquila de este problema, por obtener que se eviten idénticos incidentes en lo futuro, como el que más en toda la Administración de Nueva York.
–Gracias, doctor Fastolfe –repuso Baley–. Estimo en lo fue vale su actitud y su ofrecimiento.
Mordió en el centro mismo de la manzana y se saltaron dentro de la boca pequeños ovoides duros y negros. De modo automático resopló. Salieron disparados y cayeron al suelo. Uno hubiese dado en la pierna del doctor Fastolfe a no ser porque el espaciano la retiró con rapidez.
Baley enrojeció de rubor, y se dispuso a inclinarse.
–Está bien, señor Baley –le manifestó Fastolfe con humor agradable–. Déjelos, se lo suplico.
Baley se enderezó. Dejó la manzana, un tanto confuso y cohibido. Tenía la incómoda sensación de que, en cuanto se alejase de ahí, buscarían las pequeñas partículas y las recorrerían mediante un succionador; el recipiente de la fruta lo quemarían o lo arrumbarían en algún sitio distante de Espaciópolis; hasta la habitación en que se hallaban la desinfectarían.
Bruscamente, trató de ocultar su malestar.
–Me agradaría solicitar permiso para que el comisionado Enderby asistiese a nuestra conferencia mediante la personificación tridimensional.
El entrecejo de Fastolfe se frunció, y luego ascendió.
–Por supuesto, si así lo desea. Daneel, ¿quieres establecer comunicación?
Baley permaneció sentado, todavía con mayor incomodidad, hasta que la superficie brillante del enorme paralelepípedo, en uno de los rincones del aposento, se iluminara y mostrara al comisionado Enderby y parte de su escritorio. De pronto cesó todo malestar, y Baley sintió algo muy parecido al afecto por fuella figura familiar, y un vivo deseo de hallarse de regreso y en seguridad en aquella oficina con él o en cualquier otro sitio de la ciudad, sin importarle cuál. Hasta en la parte menos agradable de los distritos de levadura de Jersey.
Ahora que ya contaba con su testigo, Baley no vio razón alguna para su tardanza. Por lo tanto, informó:
–Creo que he penetrado ya el misterio que rodea la muerte del doctor Sarton.
Con el rabillo del ojo vio a Enderby que se ponía en pie, como impulsado por un resorte, al tiempo que alcanzaba a sostener (esta vez con éxito) las gafas que se le caían. Una vez en esa posición, el comisionado sacó la cabeza fuera de los límites del receptor tridimensional, y se vio obligado a sentarse de nuevo, con el rostro encendido y sin habla.
De manera mucho más tranquila, la cabeza del doctor Fastolfe se inclinó hacia un lado para mostrar su sobresalto u ocultarlo. Sólo R. Daneel permaneció impasible.
–¿Pretende usted decirnos que conoce al asesino? –profirió por fin Fastolfe.
–No –replicó Baley– Afirmo que no hubo asesinato.
–¿Qué? –gritó Enderby.
–Un momento, comisionado Enderby –interpuso Fastolfe, levantando la mano. Miró fríamente a Baley–: ¿Pretende sugerirnos que el doctor Sarton está vivo?
–Sí, señor, y me imagino que sé en dónde está.
–¿En dónde?
–¡Ahí! –replicó Baley, y con gran firmeza apuntó el dedo acusador en la dirección de R. Daneel Olivaw.
En ese preciso instante, Baley tenía clara conciencia del golpe de su propio pulso. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido. La expresión de R. Daneel se hallaba, como siempre, vacía de toda emoción. En cuanto a Han Fastolfe, sólo mostraba una moderada sorpresa.
Sin embargo, la reacción del comisionado Julius Enderby era la que más le preocupaba a Baley. El receptor tridimensional del que emergía el rostro asombrado no permitía una reproducción perfecta. Siempre existía aquel débil parpadeo y una resolución que no era la ideal. Debido a esas imperfecciones y también a la distorsión ocasionada por las gafas del comisionado, sus ojos resultaban ilegibles.
«No desfallezcas, Julius. Te necesito con verdadera urgencia», pensó Baley.
No pensaba realmente que Fastolfe obrara con precipitación o impelido por algún impulso emocional. En alguna parte había leído que los espacianos carecían de religión pero que la sustituían con un intelectualismo frío y flemático sublimado que alcanzaba la altura de una filosofía. Creía firmemente en ello, y con ello contaba. Tendrían como norma obrar muy despacio, y siempre sobre la base de la razón.
Si se hubiese hallado solo entre ellos, y hubiera dicho tal cosa, seguro estaba que nunca habría vuelto a la ciudad. Los proyectos de los espacianos les importaban mucho más que la vida de un habitante de la ciudad. Inventarían cualquier excusa que darle a Julius Enderby. Quizás hasta presentarían su cadáver al comisionado, moverían la cabeza y sugerirían algo así como una conspiración llevada a cabo por un terrícola. El comisionado tendría que creerles. Era su idiosincrasia. Aunque odiaba a los espacianos, era un odio fundada en el temor. No se atrevería a mostrar su descrédito.
Por eso necesitaba que fuese testigo presencial de los acontecimientos; un testigo, además, a salvo de las bien calculadas medidas de seguridad de los espacianos.
Se escuchó la voz sofocada del comisionado:
–Lije, estás equivocado. Yo vi con mis propios ojos el cadáver del doctor Sarton.
–Usted vio los restos carbonizados de alguien cuyo cadáver le dijeron que era el del doctor Sarton –replicó Baley con audacia. Recordó, ceñudo, el incidente de las gafas rotas del comisionado incidente que resultó favorable para los espacianos.
–No, Lije, no, de ninguna manera. Observé bien al doctor Sarton, y la cabeza no resultó dañada. ¡Era él! –El comisionado se llevó la mano a los anteojos, intranquilo, como si intentase recordar, y añadió–: Lo miré con todo cuidado, con gran minuciosidad.
–Y, ¿qué me dice de éste, comisionado? –preguntó Baley señalando a R. Daneel de nuevo–. ¿Se parece al doctor Sarton?
–Sí, del mismo modo que se le parecería una estatua.
–Es fácil asumir una actitud sin expresión alguna, comisionado. Supongamos que fue un robot el que vio usted totalmente desintegrado. Me dice que lo observó con detenimiento. ¿Lo hizo con suficiente atención como para ver si la superficie carbonizada al borde de la desintegración era en realidad tejido orgánico descompuesto o una capa de carbonización superpuesta deliberadamente sobre metal fundido?
El comisionado apareció molestísimo. Replicó:
–Te estás poniendo ridículo, Baley.
Este se volvió al espaciano:
–¿Estaría usted dispuesto a que se exhumara el cuerpo para que lo examinemos, doctor Fastolfe?
–Ordinariamente –empezó el doctor Fastolfe con una sonrisa– no opondría ninguna objeción, señor Baley; pero mucho me temo que nosotros no enterramos a nuestros muertos. Entre nosotros, la cremación es una costumbre universal.
–Muy conveniente.
–Dígame, señor Baley –pidió el doctor Fastolfe–, ¿cómo llegó usted a esta conclusión tan extraordinaria?
Baley reflexionó: «No se da por vencido. Se mostrará jactancioso». Replicó con cautela:
–No fue difícil. Para imitar a un robot hace falta algo más que adoptar una expresión y un tono carentes de emoción. Los hombres de los Mundos Exteriores acostumbrados a los robots, los tienen que aceptar casi como seres humanos y se han quedado ciegos a las diferencias que existen. Allí en la Tierra, en cambio, tenemos plena conciencia de lo que es un robot.
»Pues bien, en primer lugar, R. Daneel es un ser humano magnífico para ser un robot. Mi primera impresión de él fue que era un espaciano. Me costó gran esfuerzo aceptar que era un robot. Y, por supuesto, la razón radicaba en que se trata de un espaciano, no de un robot.
R. Daneel lo interrumpió, sin dejar muestra alguna de que fuera él precisamente el tema del debate. Manifestó:
–Como te expliqué, socio Elijah, se me diseñó para ocupar un lugar provisional dentro de una sociedad humana. Mi parecido a la humanidad fue intencional.
–¿Hasta en la duplicación cuidadosa de las partes del cuerpo que están siempre cubiertas con ropas? –interrogó Baley–. ¿Hasta en la duplicación de órganos que en un robot carecen de función?
La voz de Enderby resonó de pronto:
–¿Cómo te percataste de eso?
–No pude impedirlo... –tartamudeó Baley enrojeciendo–, en el..., al estar en el Personal.
Enderby apareció como muy escandalizado.
–Desde luego comprenderán ustedes –interpuso Fastolfe que un parecido debe ser absoluto para que resulte de utilidad.
–¿Puedo fumar? –indagó Baley repentinamente.
Iba cabalgando en un torrente impetuoso de audacia y necesitaba el alivio del tabaco. Después de todo, se estaba enfrentando a los espacianos. Les haría tragar íntegras sus propias mentiras.
–Mucho lo lamento –repuso Fastolfe–; pero preferiría que usted no lo hiciera.
Tratábase de una «preferencia» con fuerza de orden.
«Por supuesto que no –pensó con amargura–. Enderby no me lo advirtió, porque él no fuma; pero resultó obvio. Es consecuencia natural. No fuman en sus Mundos Exteriores higiénicos, ni beben, ni adquieren ninguno de los vicios humanos. Ya no me extraña que acepten robots en su maldecida sociedad C/Fe. Ni hay por qué asombrarse de que R. Daneel pueda representar el papel de un robot tan bien como lo hace. Aquí los dos son robots.»
–El parecido tan exacto es sólo un punto entre otros muchos –siguió Baley–. Lo advertí durante un tumulto en el que os encontramos, cuando íbamos a mi casa. (Tuvo que señalarlo con el índice. No se podía decidir a llamarlo ni R. Daneel ni doctor Sarton.) Fue él quien calmó la trifulca, y lo hizo apuntándoles con un desintegrador, amenazando a los escandalosos en potencia.
–¡Santo Dios! –exclamó Enderby con energía–. ¡El informe indicaba que fuiste tú... !
–Lo sé, comisionado –convino Baley–. El informe se basó en los datos que yo proporcioné. No quise que constara en los registros que un robot había amenazado con desintegrar a un upo de hombres y mujeres.
–No, no, naturalmente que no. –Resultaba evidente que Enderby se sentía horrorizado. Se inclinó para observar algo que se hallaba fuera del alcance del receptor.
Baley pudo adivinar de lo que se trataba. El comisionado comprobaba que el transmisor no estuviera conectado con otros aparatos.
–¿Toma usted eso como razón válida en su argumentación? –preguntó entonces Fastolfe.
–Con certeza que lo es. La primera ley de la robótica manifiesta que ningún robot puede causar daño a un ser humano.
–¡Pero R. Daneel no dañó a nadie!
–Desde luego. Hasta me indicó después que no hubiese disparado bajo ninguna circunstancia. Con todo, ningún robot hubiese violado el espíritu de la primera ley hasta el grado de amenazar a un hombre.
–Comprendo su razonamiento. ¿Es usted perito en robótica, señor Baley?
–No, señor. Pero seguí un curso de robótica general y de análisis positrónico.
–Magnífico, en verdad –repuso Fastolfe, en tono agradable–; pero, vea, yo sí soy perito en robótica, y le aseguro que la esencia de la mente de un robot se funda en una interpretación completamente literal del universo. No reconoce el espíritu de la primera ley, solamente su letra. Los sencillos modelos que poseen ustedes en la Tierra pueden estar tan imbuidos con garantías adicionales que, con seguridad, sean incapaces de amenazar a un ser humano. Un modelo adelantado del tipo de R. Daneel es algo distinto en cualquier concepto. Si he captado la situación correctamente, la amenaza de Daneel fue necesaria para impedir un motín. Así pues, tenía por objeto evitarles daños a seres humanos. Estaba por lo tanto obedeciendo los postulados de la primera ley, no violándolos.
Aunque intranquilo, Baley mantuvo una aparente calma externa. Todo se presentaba más difícil. Sin embargo, anularía a este espaciano. Insistió:
–Usted podrá refutar uno por uno y por separado cada punto enunciado; pero juntos producen otra impresión. Anoche, durante nuestra discusión relativa al falso asesinato, este robot me aseguró que lo habían preparado para ser detective mediante un nuevo impulso en sus circuitos positrónicos. Un impulso hacia la justicia, para ser exactos.
–Y yo lo confirmo –aseveró Fastolfe–. Así se procedió con él, bajo mi propia vigilancia, hace tres días.
–¿Un impulso hacia la justicia? Justicia, doctor Fastolfe, es una abstracción. Sólo un ser humano es capaz de usar ese término.
–Si usted define el vocablo «justicia» de modo que sea una abstracción, le concedo por completo la razón, señor Baley. Una comprensión humana de lo abstracto no es posible insertársela a un cerebro positrónico, en el estado actual de maestros conocimientos. Sin embargo, el punto radica en lo que quiso decir R. Daneel con el término «justicia».
–Por el contexto de nuestra conversación, busco expresar lo que cualquier ser humano pudiera comprender, no lo concebible para un robot.
–¿Por qué no le pide a él que nos defina la palabra, señor?
Baley sintió disminuir su confianza.
–¿Cuál es tu definición de la justicia? –preguntó, dirigiéndose al robot.
–Justicia es lo que existe cuando todas las leyes están en vigor y se aplican.
–Estupenda definición para un robot, señor Baley –exclamó Fastolfe–. El deseo de ver que todas las leyes se cumplan quedó insertado dentro de R. Daneel. La justicia es un término muy concreto para él, supuesto que está basada en la aplicación de las leves. No hay nada abstracto en ello. Lo que un ser humano puede reconocer es que, sobre la base de un código moral abstracto, algunas leyes pueden ser malas y su aplicación resultar injusta. ¿Qué dices tú de eso, R. Daneel?
–Una ley injusta resulta una contradicción en sus términos –repuso R. Daneel con precisión.
–Así es para un robot, señor Baley. ¿Lo ve? No hay por qué confundir su justicia con la de R. Daneel.
Baley se dirigió de nuevo a R. Daneel, con énfasis, para reprocharle:
–Tú saliste anoche de mi apartamento.
–Sí, salí –respondió R. Daneel–. Si mi salida te perturbó el sueño, lo siento mucho.
–¿Adónde fuiste?
–Al Personal de Hombres.