–La sección Q-27 es la única disponible. No la considero muy distinguida.
–No importa –repuso Baley.
–A propósito, ¿en dónde está ahora R. Daneel?
–Anda por los archivos. Trata de obtener datos sobre los agitadores medievalistas.
–¡Santo cielo, si hay millones!
–Lo sé; pero eso lo mantiene contento. Dígame, comisionado, ¿le habló el doctor Sarton respecto al programa de Espaciópolis? Me refiero a implantar la cultura C/Fe.
–La cultura ¿qué?
–Implantar robots.
–Sí, en alguna ocasión.
El tono del comisionado no denotaba ningún interés particular.
–¿Le explicó cuál era el punto de vista de Espaciópolis?
–Oh, mejorar la salud, subir el nivel de vida. La verborrea de costumbre; no me impresionó gran cosa. Por supuesto, asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se trata de seguirles la corriente y confiar que no rebasen los límites de lo razonable. Acaso algún día...
Baley aguardó; mas el otro no se dignó acabar la frase.
–¿No le explicó nunca nada sobre emigración? –insistió Baley.
–¿Emigración? Nunca. Permitirle a un terrícola que emigre a un Mundo Exterior sería tanto como hallar un asteroide diamantífero en los anillos de Saturno.
–Hablo de emigración a nuevos mundos.
Pero el comisionado replicó a esa afirmación con una fija mirada de incredulidad.
Baley paladeó la situación. Luego, con repentina brusquedad, espetó:
–¿Qué es el análisis cerebral? ¿Ha oído hablar de ello?
El semblante del comisionado no se inmutó: los ojos no le parpadearon. Con toda tranquilidad, repuso:
–No, ¿qué es?
–Nada. Me llegaron vagas nociones.
Salió de la oficina y reflexionó. Pensó que el comisionado no era tan buen actor.
A las 16.05 Baley llamó a Jessie y le dijo que esa noche no iría a casa.
–Lije, ¿hay dificultades? ¿Estás en peligro?
Un policía siempre se encuentra con cierta dosis de peligro, le explicó con ligereza. Pero no la satisfizo.
–¿En dónde vas a estar?
–Si crees que te vas a sentir sola –le aconsejó– ve a casa de tu madre. –Y cortó la comunicación.
A las 16.20 llamó á Washington. Le costó su tiempo conseguir al hombre que necesitaba y convencerlo para que tomara una avión para Nueva York al siguiente día. A las 16.40 ya lo había logrado.
A las 16.55 se dirigió al comisionado. Una sonrisa de incertidumbre cruzó su semblante. Los del turno de día salieron en grupo. Los empleados del turno siguiente fueron llegando y lo saludaban con diversos tonos en los que predominaba la sorpresa.
R. Daneel llegó hasta su escritorio con un gran fajo de papeles.
–Son listas de hombres y mujeres que pueden pertenecer a organizaciones medievalistas –dijo.
–¿Cuántos hay?
–Algo más de un millón –replicó R. Daneel–. Aquí sólo hay una parte.
–¿Crees que podrás investigar a todos, Daneel?
–Eso sería poco práctico, Elijah.
–Mira, Daneel, casi todos los terrícolas son medievalistas en una u otra forma. El comisionado. Jessie. Yo mismo. Fíjate en el comisionado, con sus... «adornos oculares».
Por poco se le escapa «gafas»; luego recordó que los terrícolas tenían que apoyarse entre sí, y que debía proteger la dignidad del comisionado.
–Sí –asintió R. Daneel–, ya las advertí; pero pensé que no era delicado mencionarlas. No he observado tales adornos en ningún otro habitante de la ciudad.
–Se trata de algo muy anticuado.
–¿Sirve de algo?
Baley cambió bruscamente de tema preguntando:
–¿Cómo obtuviste la lista?
–Me la proporcionó una máquina. Uno la programa para seleccionar determinado tipo de delitos, y la máquina se encarga de todo lo demás. La dejé que investigara los casos de desórdenes en que hubiera robots involucrados, y durante los últimos veinticinco años. Otra máquina examinó todos los periódicos de la ciudad durante el mismo período, buscando nombres comprometidos en declaraciones contrarias a los robots o a los Mundos Exteriores. Es sorprendente lo que se puede hacer en tres horas.
–De seguro que hay mejores aparatos en los Mundos Exteriores, ¿no es así?
–Por supuesto.
–¿Has estado alguna vez en Aurora? –indagó de pronto Baley.
–No –repuso Daneel–, a mí me armaron en la Tierra.
–Entonces, ¿cómo sabes tanto de los Mundos Exteriores?
–Mi acervo de conocimientos proviene del que poseía el finado doctor Sarton. Hay abundancia de material relativo a los Mundos Exteriores.
–Comprendo. ¿Puedes comer, Daneel?
–Mi fuerza motriz es nuclear. Pensé que ya lo sabías.
–Lo sé perfectamente. No te pregunté si necesitabas comer. Te pregunté si podías comer, si podías llevarte comida a la boca, masticarla y tragarla. Me figuro que eso sería un detalle importantísimo en tu apariencia de ser humano.
–Comprendo tu punto de vista. Sí, puedo llevar a cabo las operaciones mecánicas de masticar y de tragar. Por supuesto, mi capacidad es muy limitada, y me vería obligado a retirar, más tarde o más temprano, las sustancias ingeridas del lugar que señalarías como mi estómago.
–Muy bien. Esta noche tú te dedicarás a regurgitar, o lo que sea, en la tranquilidad de nuestro apartamento. El caso es que yo tengo hambre. Dejé de tomar mi almuerzo, ¡maldita sea!, y te necesita conmigo cuando coma. Y resulta imposible que te sientes allí, y no comas sin provocar atención y comentarios. Así pues, si puedes comer, eso es cuanto necesito saber. ¡Vamos!
Las cocinas eran iguales en todos los barrios de la ciudad. Es más: Baley había estado en Washington, Toronto, Los Ángeles, Londres y Budapest en viajes de negocios, y también allá eran idénticas. Acaso fueron diferentes durante las épocas medievales, cuando los idiomas variaban y los regímenes alimenticios diferían. Pero actualmente los productos de las levaduras eran iguales en todo el mundo.
Allí estaba la triple fila, en espera, moviéndose con lentitud, convergiendo en la puerta y dividiéndose de nuevo, a la derecha, a la izquierda, al centro. Allí, también, el rumor de humanidad, hablando, agitándose, y el resonante choque de plástico contra plástico. Allí, además, el brillo del símil de madera, del pulido exagerado, de la claridad sobre cristal, las mesas largas, el vapor que casi podía tocarse en la atmósfera recargada.
Baley avanzaba poco a poco, a medida que la fila adelantaba.
Preguntó a R. Daneel con repentina curiosidad:
–¿Puedes sonreír?
–Discúlpame, Elijah, no te oí –repuso R. Daneel, pues había estado atisbando hacia el interior de la cocina absorta por completo.
–Te preguntaba si puedes sonreír.
R. Daneel sonrió. El gesto fue súbito y sorprendente. Los labios se le crisparon hacia atrás, y la piel de los lados se le frunció. Sin embargo, sólo la boca sonreía. El resto del semblante del robot permaneció inmutable.
Baley meneó la cabeza.
–No te molestes. No te favorece en absoluto.
Hallábanse en la entrada. Los individuos introducían su bandeja en el hueco apropiado. También ellos hicieron lo propio.
–Puré de patatas, salsa sintética de ternera y albaricoques en almíbar –comentó Baley.
Un tenedor y dos rebanadas de pan integral de levadura surgieron en un hueco frente a la barandilla deslizante.
–Si lo deseas puedes tomar mi parte –le murmuró R. Daneel.
Por unos instantes, eso escandalizó a Baley. Luego replicó: –Se considera de muy mala educación. Anda, come.
Aunque intranquilo, Baley comía sin cesar. De vez en cuando observaba de soslayo a R. Daneel. El robot comía con movimientos precisos de las mandíbulas. Demasiado precisos. No se veía natural.
¡Cosa extraña! Ahora que Baley sabía en verdad que R. Daneel era un robot, toda clase de pequeños detalles se lo demostraban a las claras. Por ejemplo, no había movimiento de la manzana de Adán cuando R. Daneel tragaba.
–Elijah –indagó en cierto momento R. Daneel–, ¿es de mala educación observar a otro individuo mientras come?
–Si te refieres a quedártele viendo con fijeza, desde luego que sí. El más insignificante sentido común lo indica.
–Comprendo. Y entonces, ¿por qué me es fácil contar por lo menos a ocho personas que nos vigilan con mucho cuidado?
Baley dejó el tenedor. Dirigió una mirada en torno, como si buscara un salero.
–No advierto nada anormal.
Pero lo dijo sin convicción. La multitud de individuos no le significaba más que un vasto conglomerado de caos entre sí. Y cuando R. Daneel le clavó la vista, con sus ojos impersonales, Baley sospechó, con incomodidad, que no eran ojos lo que veía, sino buscadores capaces de anotar todo un panorama en su extensión, con la exactitud de una fotografía y en fracciones de segundo.
–Te digo que estoy del todo seguro –reiteró R. Daneel con énfasis, aunque con calma.
–Bueno, entonces, ¿qué supones que demuestra esta conducta tan impropia?
–No sé, Elijah. Sin embargo, ¿no parece una coincidencia que seis de los observadores estuviesen entre la multitud que anoche se amotinó frente a la zapatería?
Baley aprisionó con fuerza el mango del tenedor.
–¿Estás seguro? –preguntó automáticamente.
–¡Completamente! –repuso R. Daneel.
–¿Están cerca de nosotros?
–No mucho. Están dispersos.
–Muy bien, entonces.
La mente de Baley trabajaba con frenesí...
Supongamos que el incidente de anoche fuese organizado por fanáticos antirrobotistas; que no fuese el tumulto espontáneo que parecía. Entre el grupo de agitadores podría haber hombres que hubiesen estudiado a los robots, y alguien identificaría a R. Daneel por lo que era, como el comisionado había sugerido.
Todo se concatenaba con lógica. Concediendo que no hubieran podido actuar de modo coherente, quedaba aún la posibilidad de un proyecto futuro. Si podía identificar a un robot como R. Daneel, advertiría también que el mismo Baley pertenecía al cuerpo de policía. Un funcionario de policía en compañía inusitada con un robot humanoide, con seguridad significaba un hombre de gran importancia en la organización.
De ello se deducía que cualquier observador apostado en el palacio municipal (o hasta agentes dentro del palacio municipal) descubriría a Baley, a R. Daneel o a ambos, antes de que transcurriese mucho tiempo. Tampoco resultaba sorprendente que lo hubiesen hecho en el curso de veinticuatro horas.
R. Daneel concluyó de comer. Aguardó sentado con las manos apoyadas en los bordes de la mesa.
–¿No nos convendría hacer algo? –preguntó.
–Aquí en la cocina estamos a salvo –replicó Baley–; déjame a mí.
Baley dirigió una mirada en torno. Un tumulto espontáneo podía estallar en cualquier momento.
Baley se sintió atrapado. Con toda probabilidad había agitadores apostados en la parte exterior. Seguirían a Baley y a R. Daneel hasta un lugar apropiado, y en el momento preciso se encendería la mecha.
–¿Por qué no detenerlos? –indagó R. Daneel.
–Porque eso principiaría más pronto la danza. Conoces sus rostros, ¿verdad? ¿No se te olvidarán?
–Soy incapaz de olvidar.
–Entonces les echaremos el guante en otra oportunidad. Por ahora, romperemos la red en que tratan de pescarnos. Sígueme. Haz exactamente lo que me veas hacer.
Levantóse; volvió el plato del revés con gran cuidado, centrándolo en el disco movible de donde había surgido; colocó de nuevo el tenedor en el hueco mientras R. Daneel le observaba y llevaba a cabo los mismos movimientos. Los platos y los cubiertos desaparecieron de su vista.
–También ellos se están levantando –indicó R. Daneel.
–¿Estás listo?
–Estoy listo, Elijah.
Salieron de la cocina. El éxito de la fuga quedaba en manos de Baley.
Baley conocía las plantas de energía. La familiaridad con ellas no menguaba su sensación de asombro incómodo. Y esa sensación se le ahondaba con el horrible pensamiento relativo a que su padre había pertenecido al cuerpo directivo de una planta como la que visitaba. Es decir, antes de que...
–Una planta de energía –explicó Baley con brevedad. Esto borrará nuestras huellas.
Oyeron el zumbido creciente de los potentes generadores ocultos en el túnel central de la planta. Notaron también la débil acritud del ozono en la atmósfera y la amenaza sombría y silenciosa de las líneas rojas que señalaban los linderos allende los cuales nadie podía aventurarse sin estar provisto de vestiduras protectoras.
Le ordenó a R. Daneel con disgusto repentino:
–No te acerques a esas líneas rojas. –Luego se corrigió mentalmente, añadiendo con timidez–: Aunque supongo que a ti no te afectará.
–¿Es algo de radiactividad? –indagó Daneel.
–Sí.
–Entonces sí me afecta. Las radiaciones gamma destruyen el delicado equilibrio de un cerebro positrónico. A mí me perjudicarían con mayor prontitud que a ti.
–¿Te matarían?
–Sería preciso dotarme con un nuevo cerebro positrónico. Como dos cerebros no pueden construirse idénticos, yo sería un nuevo individuo. El Daneel a quien ahora le diriges la palabra estaría muerto.
Baley le lanzó una mirada de duda encubierta.
–Nunca lo había sabido... Subamos por este declive.
–No se hace hincapié en el punto. Los espacianos desean convencer a los terrícolas de la enorme utilidad de aparatos como yo, no de nuestras debilidades.
–Entonces, ¿por qué confesármelo?
R. Daneel le clavó una mirada preñada de compasión humana.
–Tú eres mi socio, Elijah. Debes conocer mis debilidades y mis tropiezos.
–Vayamos ahora por aquí –indicó Baley–. Es el camino de nuestro apartamento.
Era un apartamento sombrío, de clase inferior. Un aposento con dos lechos, dos sillas plegables y un armario. No había ningún lavabo; sólo un embudo para los desperdicios.
–Supongo que lo podemos aguantar –se encogió de hombros Baley.
R. Daneel se dirigió al embudo para los desperdicios. La camisa, descosturándose con una presión, reveló un pecho terso y, en apariencia, musculado en forma perfecta.
–¿Qué haces? –preguntó Baley.
–Desembarazarme de la comida que tragué. Si la dejara, entraría en putrefacción.
El robot colocó dos dedos bajo una tetilla, y oprimió con delicadeza. El pecho se le separó longitudinalmente. R. Daneel introdujo la mano y de un conjunto de metal brillante tomó una bolsa traslúcida y la abrió. Explicó: