–La comida está limpia. Ni salivo ni mastico. Pasa al esófago mediante succión. Y sigue siendo comestible.
–No te preocupes –comentó Baley–. No tengo hambre. Puedes tirarla.
La bolsa pare alimentos de R. Daneel era de plástico fluorocarbónico, decidió Baley, pues la comida no se le pegaba.
–Sugiero empezar mañana temprano –propuso Baley.
–¿Por alguna razón especial?
–La situación de este apartamento aún no es conocida por nuestros amigos. Al menos, así lo espero. Si salimos temprano, eso llevaremos de ventaja. Una vez en el palacio municipal, decidiremos si nuestra sociedad sigue siendo práctica.
–Pero me parece que...
R. Daneel se encontró interrumpido por una flechita roja que apareció en el cuadro de señales de la puerta.
Baley se levantó en silencio y echó mano de su desintegrador. Volvió a aparecer la señal.
Sin hacer ruido se dirigió a la puerta; apoyó el índice en el contacto del desintegrador mientras abría la llave que convertía la puerta en trasparente en un solo sentido. En el marco de la puerta apareció delineada la silueta del hijo de Baley. Cuando el chico levantaba la mano para llamar por tercera vez, Baley atrapó brutalmente la mano de Ben y lo hizo entrar de un tirón.
La mirada de temor y asombro fue desapareciendo con lentitud de los ojos de Ben.
–¡Papá! –protestó en tono de voz plañidera–. No necesitabas tironearme tan bestialmente.
–¿Viste a alguien ahí fuera, Ben?
–No. ¡Sólo vine para comprobar si estabas bien!
–¿Por qué no habría de estar bien?
–No lo sé. Mamá estaba llorando y me dijo que te buscara.
–¿Cómo me encontraste? ¿Sabía ella dónde estaba yo?
–No, no lo sabía; pero yo llamé a tu oficina.
–¿Y te lo dijeron?
Ben se quedó sorprendido ante la vehemencia de su padre. Contestó en voz muy baja:
–¡Por supuesto! ¿Por qué no me lo tenían que decir?
Baley y Daneel se miraron.
–¿Está ahora tu madre en el departamento? –preguntó Baley.
–No. Fuimos a casa de mi abuela a comer y allí nos quedamos. Voy a regresar allí, papá.
–No, tú te quedas aquí. Voy a llamar a Jessie.
–Sería más lógico que lo hiciera Bentley. Hay cierto riesgo, y Ben es menos valioso –sugirió Daneel.
–Entre nosotros no se acostumbra que uno exponga a su hijo al peligro.
–¿Peligro? –gritó Ben–. ¿Qué sucede, papá? Dime.
–Nada. No sucede nada. Vamos, no es asunto tuyo, ¿comprendes? Será mejor que te acuestes. ¿Me oyes?
–Me podrías decir algo, ¿no? No se lo soltaré a nadie.
–¡A la cama te digo!
–¡Caray!
Baley marcó el número del apartamento de su suegra y la pantalla se iluminó. El rostro de ella apareció contemplándolo.
–Haz el favor de llamar a Jessie –murmuró.
Jessie llegó al instante. Baley la miró al rostro. Luego, con toda intención, oscureció la pantalla.
–Ben está aquí, Jessie. Dime qué sucede.
–¿Estás bien? ¿No te ha pasado nada malo?
–Estoy perfectamente.
–¡Oh, Lije, estoy tan preocupada!
–¿Por qué? –preguntó, algo conmovido.
–¿Sabes? Tu amigo...
–¿Qué pasa con él?
–Ya te lo dije anoche. Habrá dificultades.
–Tonterías. Ben se quedará esta noche conmigo y tú vete a la cama. Buenas noches, querida.
Cortó la comunicación. Tenía el semblante descompuesto y pálido de miedo, pánico y preocupaciones.
Ben permanecía en pie en el centro del aposento cuando Baley volvió. Había colocado una de sus lentes de contacto en una tacita de succión. Conservaba la otra en el ojo. Protestó:
–¡Caray, papá! ¿No hay agua en este lugar? El señor Olivaw me dice que no puedo salir al Personal.
–Tiene razón. No puedes. Ponte la lentilla en el ojo, Ben. No te molestará dormir con ellas por una noche.
–Muy bien.
Ben se la colocó de nuevo y se metió en la cama.
–Supongo que no te importará quedarte sentado –le insinuó Baley a R. Daneel.
–Indiscutiblemente que no. A propósito, me interesé por ese adminículo que Bentley se pone en el ojo. ¿Todos los terrícolas lo utilizan?
–No, sólo unos cuantos –replicó Baley un tanto ausente–. Yo no, por ejemplo.
–¿Y por qué razón las usan?
Baley no contestó. Estaba absorto en la confusión de sus propios pensamientos.
Las luces se apagaron.
Baley seguía despierto. Apenas se daba cuenta de la respiración de Ben, al volverse profunda y regular y un poco ruidosa. Se percató de que R. Daneel, sentado en una silla y con ;grave inmovilidad, permanecía frente a la puerta.
Al quedar dormido le invadió un horrible sueño.
Soñó que Jessie se caía en la cámara de fisión de una planta de energía nuclear, y que caía..., caía... Levantaba sus brazos hacia él y gritaba. Él se quedó petrificado, al extremo de una línea escarlata, mirándola, observándola, advirtiendo su rostro descompuesto que se volvía hacia él a medida que se derrumbaba, cada vez más pequeña, hasta convertirse sólo en un punto.
Incapaz de hacer nada, excepto observarla, entre sueños, sabiendo que fue él mismo quien la empujó para que cayera.
Elijah Baley alzó la mirada cuando el comisionado Julius Enderby entró en la oficina. Le saludó con aire cansado.
El comisionado consultó el reloj y gruñó:
–¡No me salgas con que has estado aquí toda la noche!
–No se me ocurrirá decirlo.
–¿No hubo nada nuevo anoche? –indagó el comisionado en voz baja.
Baley meneó la cabeza. El comisionado prosiguió:
–He estado pensando que quizá minimicé la posibilidad de algún tumulto. Si hubiera algo...
–Comisionado –interrumpió Baley con voz ahogada–, si hay algo ya se lo diré. No hemos tenido ninguna dificultad.
–Muy bien. –El comisionado se retiró al privado que correspondía a su posición superior.
Baley se entregó al trabajo rutinario de redactar el informe que pretendía presentar como sustituto de sus actividades reales de los últimos días; pero las palabras le bailaban ante la vista. Despacio, muy despacio se percató de un objeto que permanecía en pie a un lado de su escritorio. Levantó la cabeza. Era R. Sammy.
–¿Qué deseas?
R. Sammy le dirigió la palabra con sonrisa fatua:
–El comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo. –Me acaba de ver –repuso Baley–. Dile que iré más tarde. –Ordenó que inmediatamente –insistió R. Sammy.
–Muy bien, muy bien, ¡lárgate!
El robot se echó para atrás, pero repitiendo:
–El comisionado desea verte ahora mismo. Ordenó que inmediatamente.
–Ya voy –gruñó Baley, Y se levantó de su escritorio.
–¡Maldita sea, comisionado! –profirió Baley al entrar–. No me mande esa cosa a buscarme, ¡por favor!
–Siéntate y cálmate –le indicó el comisionado.
Baley se sentó y se le quedó mirando. Quizás había sido injusto con su viejo amigo Julius. Acaso el hombre no había podido dormir. Se le veía destrozado.
El comisionado jugueteaba nerviosamente con un papel. –Hay anotada una llamada que hiciste a Washington, al doctor Gerrigel.
–Correcto, comisionado.
–Naturalmente, no existen anotaciones de la conversación. De qué se trataba?
–Ando en busca de informes preliminares.
–Es un roboticista, ¿verdad?
–Exactamente.
–Pero, ¿de qué se trata? ¿Qué clase de informes andas Buscando?
–No estoy seguro, comisionado. Sólo abrigo la creencia de ;ue, en un caso como éste, cualquier informe sobre robots me ,ruede servir de algo.
–A mí no me parece cuerdo, Lije. Yo no lo haría.
–¿Cuáles son sus objeciones, comisionado?
–Cuantos menos sepamos esto, mucho mejor.
–Como es natural, apenas le diré lo más insignificante.
–Aun así no me parece acertado.
–¿Acaso me ordena que no lo vea?
–No, no. Tú haz lo que te parezca bien. Tú eres el encargado de la investigación. Sólo que... ¿Dónde está? Ya sabes a quién me refiero.
Baley sí lo sabía. Repuso:
–Daneel sigue en los archivos.
–¿Sabes que no progresamos mucho? –masculló tras una pausa.
–Nada, hasta este momento. Sin embargo, las cosas pueden cambiar.
–Muy bien entonces –asintió el comisionado; sin embargo, no pareció como si pensara que efectivamente aquello estuviese bien.
R. Daneel se hallaba en el despacho de Baley cuando éste regresó a su sitio.
–¿Has logrado algo? –preguntó.
–He localizado a dos de los tipos que trataron de seguirnos anoche y que, además, estaban presentes cuando el incidente en la zapatería.
–Veamos.
R. Daneel mostró a Baley las fichas perforadas. El robot presentó también un descifrador portátil, y colocó una de las fichas en la abertura correspondiente. La pantalla situada encima del descifrador se llenó de palabras que sólo podían ser interpretadas por alguien que conociera la clave oficial policíaca.
Baley se puso a leer en actitud estólida. La primera persona era Francis Cloussar, de treinta y tres años. Entre otros detalles había una referencia a la foto en la galería de sospechosos.
–¿Has comprobado la fotografía? –preguntó Baley.
–Sí, Elijah.
La segunda persona era Gerhard Paul. Baley dirigió un breve vistazo a los informes de la tarjeta, y dijo:
–Esto no sirve para nada.
–Si hay alguna organización de terrícolas capaces del crimen que nos hallamos investigando, éstos son miembros del grupo –repuso R. Daneel–. Deberíamos interrogarlos.
–Te digo que no sacaríamos nada en limpio.
–Ambos estaban en la zapatería y en la cocina.
–Estar ahí no representa ningún delito. Además, pueden afirmar que no se hallaban allí. ¿Cómo podemos demostrar que mienten?
–Yo los vi.
–Eso no es una prueba –refutó Baley frenético–. Ningún tribunal podría creer que eres capaz de recordar dos semblantes en medio de tantísima gente.
–A mí me parece que sí.
–Mira, Daneel –contestó Baley de mala gana–, dentro de media hora llegará el doctor Gerrigel, de Washington. ¿Te molestaría aguardar hasta que yo hable con él?
–Aguardaré –dijo R. Daneel.
Anthony Gerrigel era un hombre preciso y muy cortés, de estatura mediana, que no tenía el aspecto de ser uno de los roboticistas más eruditas de la Tierra. Llegó con veinte minutos de retraso y excusándose por ello. Baley, con una rabia nacida de sus propios temores, pasó por alto tales excusas. Comprobó que le tenían reservado el cuarto de conferencias D; repitió sus instrucciones a efecto de que no se le debería de molestar por ningún concepto durante una hora, y por un corredor condujo al doctor Gerrigel y a R. Daneel a una de las habitaciones protegidas contra los rayos espías.
El doctor Gerrigel se sentó adoptando una postura de rigidez excesiva, como si los repetidos consejos maternales, relativos a lo deseable de un buen comportamiento, le hubiesen vuelto rígida permanentemente la columna vertebral.
Baley dijo:
–Necesito informes relativos a robots que posiblemente sólo usted pueda proporcionarme. Por supuesto, cuanto diga aquí es totalmente confidencial, como secreto profesional, y la ciudad confía en que se olvide también de todo en cuanto salgamos de esta habitación.
–Le explicaré la razón por la cual llegué tarde. –No cabía ,.luda de que el tema le preocupaba–. Decidí no viajar por el aire. Me mareo.
–Lo siento mucho –comentó Baley.
–Quizá no mareo, sino nervios, para ser preciso. Una leve agorafobia. Así que preferí tomar los expresvías.
A Baley le invadió de pronto un interés intensísimo.
–¿Agorafobia?
–Se trata de la sensación que a uno le invade al entrar en un aeroplano, ¿ha estado usted alguna vez en uno, señor Baley?
–Varias veces.
–Entonces sabrá lo que quiero decirle. Me refiero a esa sensación de estar rodeado de nada; de estar separado de..., del espacio vacío por unos centímetros de metal. Para mí es muy incómodo.
–¿Así que tomó el expresvía?
–Sí.
–¿Desde Washington hasta Nueva York?
–¡Oh lo he hecho otras veces! Desde que construyeron el túnel Baltimore-Filadelfia. Resulta muy sencillo.
Baley nunca efectuó el viaje; pero sabía que así era. Washington, Baltimore, Filadelfia y Nueva York habían crecido, en los dos últimos siglos, hasta el punto de que sus arrabales se tocaban. La ciudad de Nueva York, por sí misma, resultaba ya demasiado grande para ser manejada por un Gobierno centralizado. Una ciudad mayor, con más de cincuenta millones de habitantes se resquebrajaría debido a su propio peso.
–La dificultad consistió –proseguía el doctor Gerrigel– en que perdí un transbordo en el sector de Chester, en Filadelfia, y me falló el tiempo. Eso y otra pequeña molestia para conseguir una habitación de transeúnte me retrasaron.
–No importa. Y en cuanto a su aversión respecto a los viajes aéreos, ¿qué diría si le propusieran salir a pie de los límites de la ciudad?
–¿Con qué motivo?
Le miró sorprendido y con cierto temor.
–Digamos que es una pregunta retórica. Por otra parte, no le sugiero que lo haga. Sólo deseo saber qué reacción le produce la idea.
–Sumamente desagradable.
–¿Y si tuviera que salir de la ciudad, por la noche, caminando a campo traviesa por espacio de un kilómetro?
–No creo que nadie me convenciera.
–¿Ni en caso de necesidad?
–Si fuese para salvar la vida o las vidas de mis parientes, quizá lo intentara... –Pareció avergonzado–. ¿Me permite que le pregunte el motivo de este interrogatorio, señor Baley?
–Se trata de un crimen sumamente perturbador. No estoy autorizado para explicarle los detalles, sin embargo, existe la teoría de que, con objeto de cometer su crimen, el asesino llevó a cabo exactamente lo que estamos discutiendo: cruzó el campo abierto, en la noche y solo. Me pregunto: ¿qué ciase (le hombre podría hacer eso?
–Nadie que yo conozca –repuso el doctor Gerrigel estremeciéndose–. Yo no, ciertamente. Aunque supongo que habrá algún individuo audaz, atrevido.
–¿Podemos considerar alguna otra explicación?
El doctor Gerrigel aparecía más incómodo que nunca, sentado allí en posición erguida, con las manos descansando en su regazo, inmóviles.