»Así que, como ves, nosotros los espacianos hemos obtenido éxito sin saberlo. Nosotros mismos, más que cualquier otra cosa que tratásemos de introducir, éramos el factor desasosegante. Nosotros cristalizamos los impulsos románticos en la Tierra hacia el medievalismo, y provocamos una organización de ellos. Después de todo, son los medievalistas quienes desean romper las ligaduras de la costumbre, no los funcionarios de la ciudad, los cuales obtienen la mayor ganancia si conservan el
status quo
. Si ahora abandonamos Espaciópolis, si no irritamos a los medievalistas con nuestra presencia continuada hasta que los obligamos a concretarse a la Tierra, y sólo a la Tierra, sin redención alguna posible; si dejamos tras nosotros a individuos oscuros o robots como yo que junto a los terrícolas como tú puedan establecer escuelas de adiestramiento pare los emigrantes, a la postre los medievalistas se despegarán de la Tierra. Entonces necesitarán robots, y ni los obtendrán de nosotros ni construirán los suyos propios. Se verán obligados a fomentar una cultura C/Fe a su medida. Te digo todo esto para explicarte por qué es necesario que haga algo que puede perjudicarte.
–Un momento –exigió Baley–. Tú vas a regresar a tus mundos y a informar que un terrícola mató a un espaciano y quedó impune. Los Mundos Exteriores exigirán una indemnización a la Tierra; te prevengo que la Tierra ya no está dispuesta a permitir tales exacciones. Se producirán graves trastornos.
–Estoy seguro de que no sucederá así, Elijah. Los elementos de nuestros planetas con mayor interés en exigir y fomentar el pago de una indemnización serían también los más interesados en poner un término a Espaciópolis. Podemos ofrecer lo último como señuelo para que se abandone la idea de lo primero. De todos modos, precisamente eso es lo que pensábamos hacer.
–¿Y dónde me coloca a mí esa alternativa? Si Espaciópolis lo desea, el comisionado desistirá inmediatamente de la investigación de Sarton; pero el enredo de R. Sammy tendrá que continuar, ya que indica corrupción dentro del departamento. De un momento a otro me anonadará con una montaña de pruebas en mi contra. Lo sé. Lo arreglaron de antemano. Se me desclasificará, Daneel. Está Jessie, a la que mancharán como a una vulgar criminal. Tengo a mi hijo Bentley...
–Comprendo tu posición. Sin embargo, los males menores deben de ser tolerados. El doctor Sarton tiene una esposa que le sobrevive, dos hijos, padres, una hermana, muchos amigos. Todos se conduelen de su muerte, y se apesadumbrarán más con el pensamiento de que su asesino no se ha encontrado ni recibirá el castigo merecido.
–Entonces, ¿por qué no permanecer aquí y hallarlo?
–Porque ya no es necesario.
–¿Por qué no confesar que toda esta investigación no fue más que una excusa para estudiarnos en condiciones apropiadas? –reprochó Baley con amargura–. Nunca les importó un ardite saber quién asesinó al doctor Sarton.
–Sí nos hubiera gustado saberlo –repuso R. Daneel con frialdad–; pero nunca nos engañamos respecto a lo que fuera más importante, si un individuo o la humanidad. El continuar con esta investigación, en estos momentos, significaría perturbar una situación que ahora se nos presenta muy favorable.
–¿Insinúas que el asesino pudiera ser un medievalista prominente, y hoy por hoy los espacianos no desean provocar el antagonismo de sus nuevos amigos?
–Yo no diría eso; sin embargo, hay verdad en tus palabras.
–¿En dónde está tu circuito de la justicia, Daneel? ¿Te parece eso justicia?
–Existen grados de justicia, Elijah. Cuando la menos importante es incompatible con la mayor, la primera debe ceder el paso.
Era como si la mente de Baley estuviese dando vueltas alrededor de la lógica inexpugnable del cerebro positrónico de R. Daneel, buscando una fisura.
–¿No tienes la menor curiosidad personal, Daneel? –intentó Baley–. Te haces llamar un detective. ¿Sabes lo que eso implica? Una investigación es más que una simple tarea, es un reto. Tu mente se halla en lucha con la del criminal. Es un desafío de inteligencias. ¿Puedes abandonar el combate y declararte vencido?
–Si no hay una meta definida, desde luego que sí.
–¿No te sentirías como perdido, sin atractivo de ninguna clase? ¿No te acometería una cierta insatisfacción, algo así como una curiosidad frustrada?
Las esperanzas de Baley se debilitaron. La palabra «curiosidad» le trajo a la memoria sus propias observaciones a Francis Clousarr. Había sabido muy bien entonces las cualidades que señalaban distintamente a un hombre de una máquina. La curiosidad «tenía» que ser una de ellas. Un gatito de seis semanas se sentía curioso; pero, ¿cómo podía haber una máquina curiosa, por más humanoide que apareciese?
R. Daneel convirtió en eco estos pensamientos al decir:
–¿Qué tratas de expresar con la palabra curiosidad?
–La curiosidad es el nombre que le aplicamos a un deseo de aumentar nuestros propios conocimientos.
–Ese deseo existe en mí siempre que tal conocimiento resulte necesario para el cumplimiento de la tarea asignada.
–Sí –comentó Baley con sarcasmo–, como cuando te dedicas a preguntar respecto a las lentes de contacto de Bentley, con objeto de aprender más de las costumbres peculiares de la Tierra.
–Precisamente –asintió R. Daneel, sin dar muestras de que percibía el sarcasmo–. Sin embargo, la extensión del conocimiento sin objeto determinado, que me figuro es lo que realmente significa el término curiosidad, se limita a ser ineficaz. A mí se me diseñó con precisión para evitar lo ineficaz.
De esa manera fue como la «frase» que había estado esperando le llegó a Elijah Baley con transparencia luminosa.
Imposible que todo brotara completo y maduro en su mente. Las cosas no sucedían así. En alguna parte de su inconsciencia había edificado un caso con mucho cuidado y gran detalle, quedando inconcluso debido a una inconsistencia que entraba en lo más profundo de su mente.
Pero la frase surgió; la inconsistencia desapareció; la solución del caso ya era suya.
El resplandor de la luz mental pareció estimular a Baley de modo muy poderoso. Por lo menos, supo de pronto cuál habría de ser la debilidad de R. Daneel, la debilidad de cualquier máquina pensadora. «Esta cosa debe de tener una mente literal», pensó.
–Entonces –reanudó–, el proyecto Espaciópolis termina hoy y la investigación Sarton se interrumpe. ¿Es eso?
–Sí, tal es la decisión de nuestras gentes de Espaciópolis –concedió R. Daneel con toda calma.
–Pero el día de hoy no ha terminado. –Baley consultó su reloj. Eran las veintidós treinta–. Falta una hora y media para la medianoche.
R. Daneel no replicó. Parecía reflexionar.
–Hasta la medianoche, pues, el proyecto continúa –insistió Baley–. Tú eres mi socio y la investigación prosigue. Así pues, pongámonos a trabajar y adviérteme si me paso. Una hora y media es todo lo que necesito.
–Lo que me dices es la verdad –asintió R. Daneel–. El día de hoy no ha concluido. No había reparado en ello, socio Elijah.
Ahora volvió a ser «socio» Elijah. Sonrióse con ello y preguntó:
–¿No mencionó el doctor Fastolfe una película de la escena del asesinato cuando estuve en Espaciópolis?
–En efecto. La mencionó –repuso R. Daneel.
–¿Podrías obtener una copia de la película? –instó Baley.
–Sí, socio Elijah.
–Me refiero ahora. Inmediatamente.
–En diez minutos, si puedo usar el transmisor del departamento.
La diligencia requirió menos tiempo del previsto. Baley contemplaba con fijeza el pequeño rollo de aluminio. Dentro de él, las fuerzas sutiles transmitidas desde Espaciópolis había impreso con fuerza cierto dechado atómico.
En este momento entró el comisionado Julius Enderby. Miró a Baley, y cierta ansiedad cruzó su semblante. Amonestó con incertidumbre:
–Oye, Lije, veo que tardas mucho en comer...
–También me encontraba sumamente fatigado, comisionado. Lamento mucho si...
–Será mejor que vengas conmigo a mi oficina.
Baley desvió la mirada en dirección a R. Daneel, mas no halló en su semblante la respuesta alentadora que aguardaba. Entonces los tres salieron del comedor.
Desasosegado, Julius Enderby recorría su oficina de un lado a otro. Baley lo observaba, intranquilo también. De vez en cuando consultaba su reloj.
Eran las veintidós cuarenta y cinco.
El comisionado se subió las gafas hasta la frente y se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Dejó manchas rojizas en la carne en torno de ellos, y luego devolvió el adminículo a su lugar, parpadeándole a Baley tras ellos.
–Lije –exclamó de pronto–, ¿cuándo estuviste por última pez en Williamsburg, en la planta de energía?
–Ayer –repuso Baley–, después de salir de la oficina. Serían alrededor de las dieciocho horas.
–¿Por qué no me lo habías informado?
–Lo iba a hacer. No he presentado ningún informe oficial todavía.
–¿Qué andabas haciendo por allá?
–Iba de camino a nuestro alojamiento provisional.
El comisionado se detuvo frente a Baley y le increpó con cierta malicia:
–Tu respuesta no es satisfactoria, Lije. Nadie cruza una planta de energía eléctrica únicamente para dirigirse a otro sitio.
Baley se encogió de hombros. Nada lograría con relatar la historia de los perseguidores medievalistas. En vez de ello, expuso:
–Si pretende insinuar que tuve ocasión de apoderarme del atomizador alfa con el que se desactivó R. Sammy, me permito recordarle que Daneel estaba conmigo y que puede atestiguar que crucé toda la planta sin detenerme, y que no . llevaba ningún atomizador alfa al salir de allí.
El comisionado se sentó.
–Lije, no sé qué decir ni qué pensar. Y de nada sirve que tengas a tu..., a tu socio como testigo de coartada. No puede testimoniar –comentó.
–Sigo negando que me haya apoderado de un atomizador alfa.
Los dedos del comisionado se entretejían temblorosos.
–Lije –interrogó–, ¿por qué vino Jessie a verte aquí hoy por la tarde?
–Ya me lo preguntó usted antes, comisionado. Daré la misma respuesta. Asuntos de familia.
–Tengo informes de Francis Clousarr, Lije.
–¿Qué clase de informes?
–Me informa de que una tal Jezabel Baley es miembro de una sociedad medievalista dedicada a ciertas actividades que tienen por objeto derrocar al Gobierno.
–¿Está usted seguro de que se refiere a la misma persona? Hay muchos de apellido Baley.
–No hay muchas Jezabel Baley.
–Usó su nombre de pila, ¿eh?
–Dijo Jezabel. Lo oí bien, Lije. Y no te estoy dando un dato de segunda mano.
–Muy bien. Jessie era miembro de una organización inofensiva, bordeando lo lunático. Nunca hizo nada más que concurrir a asambleas y sentirse un poco culpable por ello.
–No le parecerá así a una junta de revisión, Lije.
–¿Está sugiriendo que se me va a suspender y a arrestar bajo sospecha de destruir propiedad gubernativa en la forma del robot Sammy?
–Confío en que no se llegue hasta ahí, Lije; pero esto se presenta muy serio. Todo el mundo sabe que a ti no te caía bien R. Sammy. A tu esposa se la vio hablando con él esta tarde. Estaba llorando y algunas de sus palabras se escucharon. Resultaban inofensivas por sí mismas; pero dos y dos pueden dar como resultado cuatro, Lije. Tú pudiste imaginarte que era peligroso dejarle hablar. Y tú tuviste oportunidad de obtener el arma.
–Si yo estuviese tratando de borrar todas las pruebas en contra de Jessie –interrumpió Baley–, ¿hubiera arrestado a Francis Clousarr? Al parecer, él sabe muchísimo más acerca de ella que cuanto pudo saber R. Sammy. ¡Y otra cosa! Yo pasé por la planta de energía dieciocho horas antes de que R. Sammy hablara con Jessie. ¿Sabía yo entonces que me sería necesario destruirlo, y entonces, por pura clarividencia, apoderarme de un atomizador alfa?
–Esos son puntos buenos –convino el comisionado–, y haré lo que pueda por ayudarte. No sabes cuánto lo siento, Lije.
–¿Sí? ¿Realmente cree que yo no lo hice, comisionado?
–No sé qué pensar, Lije –replicó Enderby con lentitud.
–Entonces yo le diré lo que debe de pensar: que ésta es una trama pérfida y hábil para comprometerme.
–Aguarda un momento, Lije –comentó el comisionado encabritándose–; no des golpes de ciego. Con esa línea de defensa no obtendrás ninguna simpatía de nadie. Ha sido usada muchas veces, demasiadas, por tipos de baja estofa.
–No ando buscando simpatía. Estoy diciendo la verdad. Se trata de eliminarme para impedirme que descubra los hechos relativos al asesinato de Sarton. Desdichadamente para el autor de toda esta trama, ya es demasiado tarde para esos remedios.
–¿Qué?
Baley consultó su reloj. Eran las veintitrés horas.
–Sé quién me está traicionando –agregó–, y sé quién asesinó al doctor Sarton y cómo lo asesinaron. Sólo cuento con una hora para decírselo a usted, para atrapar al autor y para terminar la investigación.
El comisionado miró con inquietud a Baley.
–¿Qué pretendes? Algo semejante a esto intentaste en el domo de Fastolfe. ¡No lo, repitas!
–Me equivoqué la primera vez –acotó Baley.
Pensó con rabia: «También a la segunda; pero no ahora, no en esta ocasión, no...»
El pensamiento se le escurrió, farfullando como un microacumulador bajo un neutralizador positrónico.
–Juzgue por usted mismo, comisionado –insistió–. Concédame que las pruebas en mi contra hayan sido inventadas, forjadas. Acompáñeme por ese camino, y vea hasta dónde lo lleva. Pregúntese quién pudo forjar las pruebas. Es evidente que sólo pudo ser alguien que sabía de mi paso por la planta de Williamsburg ayer por la tarde.
–Muy bien, y ¿quién pudo ser?
–Un grupo de medievalistas me estuvo siguiendo desde la cocina –informó Baley–. Me desembaracé de ellos, o al menos así lo creí; pero, sin duda, alguno de ellos me vio pasar por la planta. Mi único objeto al entrar en ella fue tratar de despistarlos.
El comisionado permaneció pensativo.
–¿Estaba Clousarr con ellos?
Baley respondió que sí con la cabeza. Enderby prosiguió:
–Entonces lo interrogaremos. Si tiene algo que ocultar, ya se lo sacaremos. ¿Qué más puedo hacer, Lije?
–Aguarde un momento. ¿No ve en qué consiste mi punto de vista?
–Veamos. –El comisionado se frotó las manos–. Clousarr te vio penetrar en la planta de energía de Williamsburg, o bien otro le informó a él, que decidió utilizar el hecho para buscarte tropiezos y hacer que te eliminemos de la investigación. ¿No es eso lo que pretendes decirme?