Bóvedas de acero (20 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Baley sentía que la sangre le bullía mientras decía esto.

Clousarr había tratado de interrumpir varias veces, y no atinaba a hacerlo en contra del furioso torrente de Baley. Ahora, cuando Baley se detuvo, exhausto de todo sentimiento emocional, lo apostrofó con sarcasmo:

–Conque un polizonte hecho filósofo, ¿eh? ¡Vaya, vaya!

Entró R. Daneel y explicó:

–Tuve dificultades para comunicarme con el comisionado Enderby. Todavía se hallaba en su oficina central.

–¿Todavía? –comentó Baley consultando su reloj.

–Hay cierta confusión en estos momentos. Han descubierto un cadáver en el departamento.

–¿Qué? ¿Quién?

–El mensajero R. Sammy.

Baley se quedó boquiabierto. Contempló al robot, y entonces estalló con voz colérica:

–¿Dices que un cadáver?

–Un robot con el cerebro completamente desactivado, si así lo prefieres.

Clousarr soltó de pronto la carcajada. Baley desenfundó su desintegrador y le amenazó:

–Nada de bromas, ¿entiendes?

Clousarr enmudeció.

–El comisionado Enderby se mostró evasivo –añadió R. Daneel–. Mi impresión es que el comisionado cree que desactivaron a R. Sammy, es decir, lo asesinaron.

16
Motivo

Baley se colocó tras el volante, y el coche patrulla empezó a ganar velocidad. La fuerza del viento desordenaba su cabello y el de Clousarr; sin embargo, el de R. Daneel permanecía liso y en su lugar. Éste se dirigió al zimologista:

–Señor Clousarr, ¿teme a los robots por temor a que lo despidan de su trabajo?

Baley no pudo volverse para mirar la expresión de Clousarr; mas se hallaba seguro de que sería la imagen más dura y rígida del odio; de que estaba sentado a un lado, lo más separado posible de R. Daneel.

–Pienso en el trabajo de mis hijos, y de los hijos de los demás y de todos los que sigan.

–Pueden llevarse a cabo arreglos, ajustes –insinuó el robot–. Si tus hijos, por ejemplo, aceptaran prácticas de adiestramiento para la emigración...

–¿También tú? –vociferó Clousarr–. Este detective me estuvo hablando y hostigando con la emigración. Él sí que tiene un magnífico adiestramiento para robot. ¡Acaso hasta sea un robot!

–Una escuela de práctica para emigrantes implicaría seguridad, garantizaría clasificación y una carrera prefijada –comentó R. Daneel con tranquilidad.

–Yo no aceptaría nada de un robot ni de un espaciano. Ni de ninguna de esas hienas que forman el Gobierno de la ciudad.

Eso fue todo. El silencio de la autovía les engulló, quedando tan sólo el zumbido ahogado del motor del coche-patrulla y el roce silbante de las ruedas sobre el pavimento.

–Parece que no vamos todavía a interrogar a Clousarr, ¿verdad? –interpuso R. Daneel.

–Todo a su tiempo –replicó Baley–. Veamos primero este asunto de R. Sammy.

–¡Lástima! Las cualidades cerebrales de Clousarr... –comenzó R. Daneel– han cambiado de modo extraño. ¿Qué sucedió mientras yo estaba ausente?

–Lo único que hice fue sermonearle –repuso Baley, distraído–. Le prediqué el evangelio según san Fastolfe.

–No entiendo.

Con desaliento, Baley suspiró, y continuó:

–Traté de explicarle que la Tierra podía echar mano de robots y exportar el exceso de su población a otros planetas. Traté de lavar su cerebro de esas tontas ideas medievalistas.

–Dime, ¿le hablaste de los robots?

–Le aseguré que los robots no eran más que simples máquinas. Que así lo aseguraba el evangelio según san Gerrigel. Y existen muchísimos evangelios, me parece.

–¿Acaso le dijiste que a un robot se le puede golpear sin que devuelva el golpe?

–Con excepción de una pelota de boxeo, supongo. Sí, pero por qué supones eso?

Baley se quedó viendo al robot con curiosidad.

–Porque se ajusta a los cambios cerebrales –explicó R. Daneel–, y explica el golpe que me lanzó a la cara. Debe de haber estado pensando en lo que tú le aseguraste, así que simultáneamente comprobó tus afirmaciones, dio salida a sus sentimientos de agresividad y tuvo el placer de verme colocado en lo que estimaba ser una posición de inferioridad. Para que se viera impulsado así, y teniendo en cuenta las variaciones delta en su quintic... Sí, ahora puedo formarme un conjunto congruente de todo.

El piso correspondiente a la Inspección General se aproximaba.

Baley vio al comisionado Enderby y lo escuchó por la puerta acierta de su oficina. El salón general estaba vacío, como si lo hubiesen barrido, y la voz de Enderby reverberaba a todo lo largo con una oquedad inusitada. El semblante redondo aparecía desnudo y debilitado sin las gafas, que sostenía en una mano, mientras se enjugaba la frente lisa con una servilleta de papel.

Su mirada se posó en Baley, en el instante en que éste llegaba a la puerta, y la voz se elevó resonando petulante:

–¡Baley! ¿En dónde diablos té has metido?

Baley pasó por alto la observación y se encogió de hombros:

–¿Qué sucede? –indagó–. ¿En dónde están los del turno de noche? –Entonces se percató de la presencia de una segunda persona en la oficina del comisionado. Exclamó con asombro–: ¡El doctor Gerrigel!

El roboticista de cabellera gris devolvió el saludo involuntario con un leve y cortante movimiento de cabeza.

–Encantado de verle de nuevo, señor Baley.

El comisionado se ajustó sus gafas y contempló a Baley a través de ellas.

–Todos los empleados están abajo, los someten a interrogatorios, firman declaraciones, andan confusos. Yo intentaba dar contigo. Resultaba extraño que te ausentaras de aquí.

–¿Que me ausentara yo? –gritó Baley exaltado.

–Que cualquiera anduviese fuera. Alguien en el departamento lo hizo, y ello tendrá graves consecuencias. ¡Vaya trastorno!

Levantó las manos como imprecando al cielo, y, al hacer este movimiento, su mirada se posó en R. Daneel.

El comisionado prosiguió en tono más moderado:

–También él tendrá que firmar una declaración. Hasta yo lo he de hacer. ¡Yo!

–Mire, señor comisionado –interpuso Baley–, ¿qué le hace abrigar la certeza de que lo de R. Sammy fue una destrucción deliberada?

–Pregúntaselo –replicó, señalando al doctor Gerrigel.

El solemne doctor Gerrigel sé aclaró el gaznate.

–No sé en verdad cómo proceder con esto, señor Baley. Su expresión denota que le sorprende verme aquí.

–Sí, un poco.

–Bueno, pues no tenía verdaderamente prisa por volverme a Washington. Además, me invadía una sensación creciente de que sería criminal de mi parte irme de la ciudad sin haber analizado de nuevo su fascinante robot. Le llamé aquí, pero nadie sabía dónde se le podía localizar. Solicité hablar con el comisionado, y éste me rogó que viniese a la Inspección General y lo esperara.

–Me imaginé que acaso fuera importante –interpuso el comisionado–. Sabía que tú deseabas ver a este señor.

–¡Gracias! –asintió Baley.

–Estaba en un pequeño cuarto...

El comisionado interrumpió una vez más:

–Uno de los cuartos que sirven como almacén para los accesorios fotográficos, Lije.

–Sí –confirmó el doctor Gerrigel–, se encontraba derrumbado. Resultaba evidente que lo habían desactivado sin remedio. Se hallaba muerto, por decirlo así. Tampoco me fue difícil determinar la causa de la desactivación.

–¿Cuál fue? –preguntó Baley.

–En el puño derecho del robot, apretado a medias –explicó el doctor Gerrigel–, había un ovoide brillante, con una ventanilla de mica en un extremo. El puño se encontraba en contacto con el cráneo, como si la última acción del robot hubiese sido tocarse la cabeza. El objeto que sostenía era un atomizador alfa. Supongo que saben lo que es, ¿verdad?

Baley movió la cabeza afirmando. No necesitaba ni diccionario ni manual para que le informaran lo que era un atomizador alfa. Durante sus cursos de física había manejado varios en su laboratorio: un casquillo de aleación de plomo, con un hueco interior a lo largo en cuyo fondo había un fragmento de sal de plutonio. Esa alma la recubría una tirita de mica, que resultaba transparente a las partículas alfa. Por lo tanto, en esa dirección se diseminaban fuertes radiaciones.

Un atomizador alfa se empleaba de muchas maneras; pero matar robots no constituía una de ellas; no legal, por lo menos.

–¿Lo mantenía con el extremo de la mica apoyado en la cabeza, me supongo? –interrogó Baley.

–Sí –replicó el doctor Gerrigel–, y los surcos de su cerebro positrónico se descentraron. Muerte instantánea, para usar el tópico.

Baley se volvió al palidísimo comisionado.

–¿Ningún error posible? ¿Un atomizador alfa, en realidad?

El comisionado confirmó con la cabeza, alargando sus labios carnosos y fruncidos.

–¡Seguro que sí! Los detectores lo podían precisar a diez pasos de distancia. Las películas fotográficas del almacén se habían velado. ¡No cabe la menor duda!

Pareció reflexionar acerca de esto por un segundo o dos, y después exclamó con sequedad:

–Doctor Gerrigel, será necesario que permanezca usted en la ciudad durante uno o dos días, hasta que podamos imprimir su testimonio en una fonopelícula. Haré que le acompañen a una habitación. Supongo que no le molestará quedar bajo el cuidado de un guardia, ¿eh?

–¿Lo considera usted necesario? –preguntó algo nervioso el doctor Gerrigel.

–Me parece lo más adecuado.

El doctor Gerrigel, con apariencia de muy preocupado, les estrechó la mano a todos los presentes, hasta al mismo R. Daneel, y salió.

El comisionado ahogó una especie de suspiro.

–Sólo puede ser uno de nosotros, Lije. ¡Y eso es lo más preocupante! A ningún extraño se le ocurriría venir al departamento para liquidar a un robot. Y tiene que ser alguien que pudiera apoderarse de un atomizador alfa. Son muy difíciles de conseguir.

Entonces habló R. Daneel con su voz fría, cortante y mesurada, contrastando con las palabras agitadas del comisionado. Dijo:

–Pero, ¿cuál es el motivo para este asesinato?

El comisionado le dirigió a R. Daneel una mirada de disgusto clarísimo, y luego la apartó.

–También nosotros somos humanos. Lo mismo que otros, los polizontes pueden también no simpatizar con los robots. R. Sammy no existe ya, y acaso esto signifique un alivio para alguien. Solía causarte a ti un gran malestar, Lije, ¿te acuerdas?

–Eso no llega apenas a motivo suficiente para un asesinato –comentó R. Daneel.

–¡No! –convino Baley con mucha decisión.

–No es un asesinato –rectificó el comisionado–. Es un daño en propiedad ajena. Procuremos conservar nuestros términos legales dentro de sus proporciones justas. Sólo se trata de que se llevó a cabo dentro del recinto de este departamento, y pudiera ser un escándalo de primera clase... ¿Cuándo viste a R. Sammy por última vez, Lije?

–R. Daneel habló con R. Sammy después del almuerzo –repuso Baley–. Fue alrededor de las trece treinta. Hicimos uso de su oficina, comisionado.

–¿Mi oficina? ¿Para qué?

–Yo deseaba hablar con R. Daneel y discutir con él el caso del modo más privado posible. Usted no estaba aquí, con lo que su oficina nos resultó el sitio ideal.

–Comprendo. –El comisionado aparentó algo de duda; pero dejó el asunto sin insistir–. ¿Tú no lo viste?

–No, pero escuché su voz como una hora después.

–¿Seguro que era él?

–Totalmente.

–¿Eso sería entonces a las catorce treinta?

–Quizás un poco antes.

El comisionado se mordió el labio carnoso, meditando.

–Pues eso nos revela que el mensajero Vincent Barrett estuvo hoy aquí. ¿Sabías tú algo de eso?

–Sí, señor comisionado, pero él no haría nada semejante.

El comisionado le clavó la mirada.

–¿Por qué no? R. Sammy lo desplazó de su empleo. Puedo apreciar cómo se siente. Debe de tener un complejo tremendo de injusticia. Deseará obtener venganza. ¿No te pasaría a ti lo mismo? Pero en realidad es que salió del edificio a las catorce horas y tú escuchaste a R. Sammy vivo a las catorce treinta. Por supuesto, antes de irse pudo haber dado a R. Sammy el atomizador alfa con instrucciones de no usarlo hasta después de una hora; pero, veamos, ¿dónde pudo él obtener un atomizador alfa? No soporta un examen lógico. Regresemos a R. Sammy. Cuando le hablaste a las catorce treinta, ¿qué te dijo?

Baley titubeó por un instante perceptible, y después, con mucha cautela, respondió:

–No me acuerdo. Salimos poco después.

–¿Adónde fueron?

–Al barrio de la levadura, como destino final. Y, a propósito, deseo hablar de eso.

–Luego, ¡luego! –El comisionado se frotó la barbilla–. Jessie estuvo hoy aquí. Tuvimos que comprobar todas las visitas del día y me encontré con su nombre.

–Sí estuvo aquí –convino Baley con frialdad.

–¿A qué vino?

–Asuntos personales de familia.

–Será preciso que se le interrogue como mera formalidad.

–Entiendo perfectamente la rutina policíaca, comisionado. Y tomándola en cuenta, ¿qué hay del atomizador alfa en sí? ¿Se ha podido indagar su procedencia?

–Por supuesto. Vino de una de las plantas de energía.

–¿Cómo explican su pérdida?

–No la explican. Carecen de la menor idea. Pero mira, Lije, excepto en lo relativo a declaraciones rutinarias, eso nada tiene que ver contigo. Tú limítate a tu asunto. Sólo que..., bueno, ocúpate con empeño en la investigación de Espaciópolis.

–¿Puedo atender a mis declaraciones rutinarias más tarde, comisionado? –indagó Baley–. La verdad es que no he comido.

Los empañados ojos del comisionado Enderby se dirigieron de lleno, en línea recta, a Baley.

–Desde luego que sí, anda a comer algo. Pero permanece dentro del edificio del departamento, ¿quieres? Tu socio tiene razón, Lije. –Parecía como si evitara dirigirse a R. Daneel o usar su nombre–. Lo que nos hace falta es un motivo. ¡El motivo!

Baley se sintió de pronto petrificado.

Algo fuera de sí, algo completamente extraño a él se apoderó de los acontecimientos de este día y del día anterior a éste y del todavía anterior al anterior, y principió a jugar con ellos, mezclándolos. De nuevo algunas piezas del acertijo empezaron a ajustarse; un dibujo definido comenzó a formarse.

–Oiga, comisionado –interrogó–, ¿de qué planta de energía provino el atomizador alfa?

–De la planta de Williamsburg. ¿Por qué?

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